martes, 6 de diciembre de 2016

Variaciones sobre el "Génesis"

    Génesis 2, 1, 27:  Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó.
   
   
                                 MUJER

           Solo, hombre experimentaba con el mundo  de sus alrededores. Los cinco sentidos lo tenían asombrado. En un espejo de agua descubrió su propia imagen,  sus manos recorrían afanosas  la piel en toda su extensión  que después intentó prolongar  con el contacto a través de la superficie del agua. Bebió de las manos, y después comenzó a jugar con la tierra gredosa de la orilla. Sus manos moldeaban al azar   trozos de ella, los contemplaba, y luego los unía  entre sí sobre la playa arcillosa. Se miraba, se tocaba, y volvía a esa tierra amarilla que poco a poco iba tomando la forma que observara en el espejo de agua.  También regresó allí para buscar semejanzas. Un bosquejo redondo, sin facciones,  modeló lo que parecía una cabeza; después, en el cuello, logró darle una forma suave y delgada. Fue sencillo bajar hacia los hombros. Las manos se deslizaban por ellos complacidas. Y los brazos fueron torneados por los dedos, con  dedicación, pues quedaban pegados a esa forma casi perfecta que los recibía... Articuló los codos, continuó hacia las manos. Ahhh, ¡las manos! Allí se inclinó con espíritu detallista. Copiaba una suya y trabajaba con la otra. Abundante material adjuntó para el torso. Y amasó, hacia arriba y hacia abajo. El vientre plano, el pecho abierto hacia arriba. Pasaba las palmas como acariciando algo ya muy suyo. Se tocó, se contempló, y con las manos llenas de tierra bajó hasta los muslos, que también llevaron su material y esfuerzo. Los torneó más finos que los que veía. Luego volteó la figura  y se entretuvo largo rato modelando sus nalgas.  Siguieron las piernas y los pies, pequeños, muy pequeños. Regresó a la entrepierna. Se miró, y comenzó  a copiar sus genitales.  Posó una mano en el  bajo vientre y  los hizo de su misma naturaleza. Luego se miró nuevamente en el agua, comparó, y comenzó a  delinear el rostro. Una y otra vez bajó hasta el lago, a examinarse. Regresaba y avanzaba. Una y otra vez. En una de las tantas, se encontró con el Señor, que lo contemplaba con curiosidad.
         “¿Qué haces?”, escuchó hombre. Señaló  con un gesto la estructura arcillosa que habían modelado sus manos:
          -Una compañía- Y luego solicitó:-  Sóplalo, por favor.  Ahora sóplalo...- Su mirada era abierta, franca; no admitía una negativa.
           “No sabes lo que dices”, volvió a escuchar. “Esa compañía es incompleta.”
           -Tal vez, pero eso no me importa...- Luego:- ¡Dime porqué es incompleta...!
           -“Porque es igual a ti”.
           -¿Y cómo debería ser, entonces...?
           -“Para ser verdadera compañía, deberían complementarse...”
           -Ahhh, entonces....- y hombre miraba detenidamente la figura que emergiera por sus manos de la tierra-. Dime que debo hacer para que sea una verdadera compañía...
             -“Toma la tierra que le agregaste en la entrepierna, y colócala en el pecho. Eso; ahora regresa y alisa bien esa superficie. Luego hunde el dedo medio allí y forma la huella que será tu perfecto complemento...”
              Hombre siguió las instrucciones, y luego solicitó:
             -Sóplalo ahora;  hazlo ya, antes de que llueva-. Negros nubarrones amenazaban con lluvia. El Señor hizo un gesto, y el sol volvió a salir.
             -“¡Sóplala deberás pedir. La compañía será ella, no él. Has creado una compañera...”
              -Sóplala, entonces, de una buena vez, o me iré y no me verás más...
              La insolencia de hombre lo hizo sonreír (o algo similar, indeciblemente hermoso):
            -“Antes deberás prometer algo.”
            -Prometer... no te entiendo.
            -“Cuanto te hice a ti, yo te hice libre. Sabes que eres mi única creación fuera de mis infinitos poderes. Ella deberá ser también libre. Libre de mí,  y también libre de ti.”
             -No comprendo, si será mi compañía, estará conmigo. ¿Para qué querrá ser libre de mí?
              -“No se trata de que ella lo quiera o no lo quiera. Para ser, ella deberá  ser como te digo.”
                Hombre miraba la figura estática en el suelo, la acariciaba por momentos, corregía con mano delicada algunos detalles, hasta que finalmente se incorporó:
                 -Hazlo, por favor. Sóplala ya, y será como tú dices...
                  El Señor se inclinó sobre ella y sopló dentro de sus labios. Una corriente similar a un tenue rayo recorrió el cuerpo dormido, y los ojos de mujer se abrieron. Las alas de la nariz se agitaron, y de su boca surgió un gemido. Hombre la miraba extasiado. Acercó sus manos y comenzó a tocarla. La piel ajena le despertó una extraña ternura. Acercó su cara a la de ella, que lo miraba, curiosa pero confiada. Ella también comenzó a tocarlo. 
                 El Señor se retiró. Sabía que sólo  le estaba dado crear  con el soplo divino, e iluminar luego a sus creaciones. Pero no le era posible tocar con  manos, ni sentir el roce de otra piel sobre algo suyo. Se volvió hacia ellos, que se acariciaban con movimientos que parecían no tener fin y sonrió (o algo similar, de innombrable belleza). “Si fuera posible”,  caviló con un dejo de melancolía, “ahora sentiría envidia hacia ellos.”
                 Sabía que únicamente podría amarlos desde su  incomparable distancia, y que a partir de ahora lo haría con  inmarcesible intensidad . Y también sabía que sufriría infinitamente por ello.

AL SÉPTIMO DÍA 

   Al séptimo día, el Señor paseaba contemplando satisfecho la Obra de una semana de intenso trabajo. Los animales y las plantas fructificaban y daban vida a la Tierra, después de eones de aridez en su superficie y en la profundidad de los mares. Pero, en su Inmarcesible Interior sabía que faltaba algo, o que le faltaba algo
    En el continente, que con el tiempo lo llamarían  “negro”,  encontró una familia de homínidos que convivían pacíficamente, eran herbívoros por naturaleza y aparentaban tener capacidad para una inteligencia superior. Observó entonces a una hembra de ese grupo (al que posteriormente se lo denominaría “bonobos” por el sitio donde residían), le gustó por su gracia y su belleza, la llamó (es un decir) y ella se acercó. Confiada le tomó una mano (es un decir) y Él comenzó a dialogar con ella. Le preguntó si quería crecer, desarrollarse de otra manera, ser su compañera carnal, y ella aceptó. Entonces el Señor la tomó de los brazos, la puso de pie, sopló el pelo que le cubría la piel y surgió una superficie negra, brillante, sedosa. Le modeló el rostro, dejó que un pelo ondulado y brilloso, negro como el azabache, se extendiera desde la cabeza hasta las caderas, cambió las manos inferiores por unos pies firmes y fuertes,  le quitó el rojo al trasero remodelando sus gluteos, así como los pechos pequeños, firmes, turgentes, sin peso innecesario, sólo bellos y finalmente sopló dentro de su boca hasta que un brillo nuevo surgió de sus ojos negrísimos. Entonces ella rió, se soltó y comenzó a bailar y a cantar, como agradeciendo el augurio de una nueva vida. Cuando se detuvo, preguntó:
    -¿Y ahora…? ¿Qué hago yo sola en este mundo…? Ya no puedo convivir con ellos- y señaló al grupo de bonobos, que la contemplaban agrupados en la maleza, entre curiosos y asustados.
   “¿Qué dices, mujer…?” Por primera vez era nombrada.  “No estás sola. Estarás conmigo”, dijo Él “y conversaremos, pasearemos. Siempre. Y te daré todo lo que quieras. Serás la reina de la Creación…” Ella no parecía muy conforme con la propuesta, y movía la cabeza hacia los lados, sacudiendo un pelo que no terminaba de asombrarla. Tomó una punta entre los dedos, se la llevó a la boca, lo mordió, hizo una mueca, y finalmente:
   -No, no me alcanza eso que ofreces. Necesito un compañero. ¡Hazme uno, ya, hazme uno!- Y pegaba saltos, sacudiendo los pies contra el piso. Él la observaba pensativo. “Esto no lo tenía calculado”, meditaba, “y puede tener consecuencias que no logro anticipar…” Respondió, casi de mal humor (es un decir):
   “Está bien, elige un compañero entre los tuyos.”  Y cuando ella se volvió hacia su grupo, estos desaparecieron como por encanto entre la selva. Después de varias horas de infructuosa búsqueda (Èl había decidido mantenerse al margen), ella pidió:
   -Crúzame el río. Si lo hago por mis medios, me ahogaré. Sé que en la otra orilla hay familias similares. Seguro que allí encontraré uno…- Y Él cumplió con los deseos de ella, cruzaron el río y en la otra costa aparecieron ejemplares que parecían de su familia. Manifestaban conductas no tan pacíficas, por momentos había violencia entre ellos, y no eran sólo vegetarianos (con el tiempo, los llamarían “chimpancés”).
    -No me gustan- expresó ella, volviéndose hacia un Dios ya sin deseos de seguir con el juego.
   “Es lo que hay” respondió Él, “elige uno y avancemos, que no tengo mucho más tiempo que perder y hay una enormidad de cuestiones que me están esperando…”
   -Perdón, sí, ya sé que te estoy demorando, y probablemente no soy tan importante como me creo, pero- y le sonrió de una manera que iniciaría un nuevo camino en el planeta-, pero no olvides que yo, sí, yo, fui, soy, una idea tuya, ¿o lo olvidas? 
     “No, no me olvido” rugió Él, y volviéndose le señaló un ejemplar como compañero: “Allí tienes uno…parece joven, sano y fuerte. Y aunque no parece muy inteligente, te servirá para lo que quieres…”  Ella observó al ejemplar masculino del grupo de los chimpancés, se acercó a él, que se dejó tocar sin manifestar rechazo, palpó sus brazos, sus piernas, sus hombros, sus caderas, tomó la cara entre sus manos, tanteó la superficie ósea, miró dentro de su boca, los ojos pequeños e inquietos, bajó una mano y verificó sus genitales… Finalmente, ante los bufidos y suspiros que escuchaba a su espalda, se volvió hacia Él.
    -Está bien. Que sea éste-aceptó. Hazle el mismo procedimiento que a mí. Pero lo quiero bello, muy bello. Y que sea suave, tierno, tolerante y que me obedezca. Y que me dé hijos hermosos, muchos hijos hermosos para desarrollar esa nueva familia que te propusiste fundar conmigo.
   “Yo no quise ninguna familia. Quise una compañía, una compañera, pero me salió un “domingo siete” contigo. Sé que cuando tengas a tu compañero vas a abandonarme…Pero, está bien, “a lo hecho, pecho”, avancemos y terminemos con esta historia…” Y el Señor tomó al chimpancé de los hombros, lo puso de pie, lo estiró a lo largo y a lo ancho, aventó el pelo con un soplido,  cambió las manos posteriores por pies, al trasero le dio el color negro azabache del resto del cuerpo con nalgas suaves y firmes. Respetó la fortaleza de los miembros superiores e inferiores, lo mismo que al pecho amplio y musculo. A la cara le dedicó más tiempo. Sentía que, de alguna manera, Él iba a estar allí. Como mirándose a un espejo, cobró forma en él y le dio los rasgos que deseaba para sí. Finalmente, apoyando sus manos (un decir) en la caja craneana le dio el desarrollo del cerebro que también reservaba para sí y sopló dentro de sus labios. Miraba (un decir) de reojo pues quería evitar de ella cualquier interferencia. Pero mujer ya  contemplaba embelesada a la nueva creación, la tocaba por todas partes, la probaba con la lengua, la olía, hasta que de pronto hombre, ya en sus plenas y novedosas facultades, la tomó con sus fuertes brazos arrastrándola hacia el interior de la espesura. En el trayecto pudo escucharse los entrecortados grititos de ella, mezcla de sorpresa, ansiedad y anticipado placer.
     El Señor suspiró (es un decir);  cuando los perdió de vista, ascendió a los Cielos en un rápido vuelco de poderío e imaginación, y emprendió viaje hacia otros mundos, otras galaxias, otros universos que lo estaban aguardando para continuar con el desarrollo de esa idea persistente que naciera con Él  de darle un sentido a la Creación, aunque el cómo y el por qué, aún no lo tenía muy claro…Los últimos acontecimientos en el planeta que recién había abandonado intempestivamente le habían demostrado que los deseos y la improvisación, cuando van juntos, son generalmente malos consejeros. Años, siglos después regresaría impulsado por una curiosidad que nunca lo había abandonado para verificar el resultado de ese experimento al que finalmente denominara, no muy satisfecho de Sí Mismo, la Creación acompañada del “libre albedrío”. 


                                      Al OCTAVO DÍA


           Al octavo día el Señor se presentó con  deslumbrante imponencia. Las criaturas corrían, gritaban y saltaban, dando rienda suelta a su desbordante vitalidad. El Señor habló con voz de trueno:
         “A ver si desaparecen de aquí, que hoy es día de…”, y cuando bajó la mirada y  los buscó, comprobó que las criaturas habían desaparecido. Habían huido,  quizá a esconderse como siempre en algún rincón de los alrededores, o tal vez en la espesura de la selva.
          “...que hoy es día de limpieza”, completó el Señor, algo desconcertado, ahora casi en  un murmullo. 
          Al noveno día, el Señor reflexionó seriamente sobre la situación y hasta se recriminó por el modo con que había tratado a las ausentes criaturas, excesivo por demás.
           Al décimo día, ya seriamente preocupado, consideró la posibilidad  de enviar  a alguien por ellos.
            “Sí, y hasta es posible que mande a mi Hijo en persona a buscarlos, si no aparecen esta misma noche...”, mascullaba casi encrespado, alarmado,  pero decidido. En ese momento lamentó la facultad que les había otorgado a las criaturas, que les permitía mantenerse fuera de su alcance, de su voluntad. “Ese bendito libre albedrío”, repetía malhumorado, como si no hubiera sido idea suya la de...
           Cómo le devolverían al Hijo, es otra historia.                      

HOMBRE

                                                      I
                                                          
     Llovía desde hacía varios días, y hombre no había acopiado suficiente cantidad de leña en la cueva. Conservaba el fuego mezquinando ramas, que trozaba con las manos agarrotadas por el frío. Mujer permanecía en un rincón, con los dos vástagos, envuelta en las pieles de animales que cubrían también parte del húmedo suelo. En las paredes, el fuego iluminaba pobremente algunos toscos dibujos de manos y animales hechos por hombre en días mejores, menos inclementes. Ahora tosía y arrojaba un vapor envenenado hacia el exterior de la cueva. De golpe, desgarraba secreciones del pecho con sangre roja, y el dolor en el dorso se le volvía intolerable. Ya ni siquiera aullaba por ello, sólo emitía una sorda queja. Mujer también tosía, y los dos vástagos apenas podían caminar. Poco alimento les significaba mamar de la madre, y sus gemidos eran casi continuos. Hombre sabía que si no llegaba el tiempo más templado,  si no conseguía pronto más leña que sostuviera el fuego, y algún animal para comer,  no volverían a ver la luna.  En la entrada  de la cueva olfateaba el aire, estiraba las manos y recogía agua, que luego bebía o le arrimaba a mujer,  moviéndose con dificultad. Cuando comenzó a soplar viento, supo que la lluvia cedería, pero en cambio, el frío arreciaría.

      La luz del día tocaba a su fin y debía salir a recoger leña para secarla en la cueva, al costado de la fogata. Bajó lentamente y con cuidados pasos hasta el bosque. Seleccionó algunas ramas que, por el peso, parecían secas en su interior. Cuando retornaba cargado,   descubrió la boca de  la cueva ocupada por tres personajes similares a él. Inmediatamente entendió que estaba  perdido. No recordaba haber escuchado gritos de mujer, por lo que resolvió aproximarse como siempre. Pero antes de llegar a la entrada, los  personajes se descolgaron aullando y empuñando piedras en las manos. Y antes de que pudiera reaccionar ya había caído al suelo con hondas lastimaduras y golpes rudísimos encima.

         Los personajes lo arrastraron hacia el interior de la cueva, y lo arrojaron a un costado. Luego buscaron a mujer y los vástagos. Uno de ellos la montó por detrás mientras ella chillaba, y al desprenderse de ella, le descargó un golpe en la cabeza que la hizo rodar por el suelo. Los vástagos también berreaban. Los tomaron de brazos y piernas y los estrellaron contra la pared. Recogieron al más grande y lo acercaron al fuego.  Le quitaron la piel de animal que lo cubría, y con una piedra afilada lo abrieron en canal. Chuparon la sangre y arrancaron las vísceras, que tragaron emitiendo aullidos de satisfacción.

      Uno de ellos se acercó a mujer y la empujó hasta ponerla de pie, buscando aparearse . Cuando ella vio los restos de su hijo,  comenzó nuevamente a gritar y  el personaje descargó su furia con una piedra en cada mano, hasta que la hembra  rodó por el suelo bañada en sangre. Luego se volvió hacia sus compañeros, que trozaban los restos  del vástago intentando cocinarlos sobre el fuego, que por  momentos languidecía. Pero el hambre que traían era atroz, y los devoraban casi sin  cocción.

        Hombre comenzó a abrir un ojo cuando le llegaron ruidos cercanos. Veía muy poco y de un solo lado. Mujer se quejaba e intentaba incorporarse, y otro personaje la tomó para copular.  Ella pretendió resistirse, y el  personaje emitió un rugido, le disparó un golpe al cráneo que crujió con sonido de rama partida, y ella cayó fulminada al suelo. Con curiosidad, los otros se acercaron, para examinarla. Hasta que decidieron simultáneamente arrancarle las pieles que la cubrían. Una vez desnuda, como si fuera restos de un animal de presa, comenzaron a trozarla con los rudimentarios cuchillos de piedra. Arrojaban los pedazos de carne al fuego, y luego los engullían con gritos de entusiasmo.

       Hombre despertó con la luz del día, sintiendo golpes por todos lados. Le gritaban, lo sacudían, lo pateaban. Abrió el único ojo que veía y  percibió que los tres personajes  le señalaban algo. El fuego se había apagado. Comprendió que ellos pretendían que él hiciera algo para que el calor de las llamas volviera, pues  no sabían provocarlo. Los restos de un vástago y de mujer estaban esparcidos por el suelo de la cueva. Hombre no supo distinguirlos de los de un animal cazado, y sintió un hambre voraz al verlos, que se confundió con el  frío y los dolores lacerantes de todo el cuerpo.

       Se incorporó a duras penas y fue a sentarse al lado de las cenizas. Buscó calor tentando con las manos y no lo encontró. Revolvió las cenizas, pero ya  se advertían frías. Y la leña que había juntado estaba todavía húmeda. Examinó  la cueva y encontró unas pocas ramitas secas. Los personajes  lo observaban en silencio y seguían sus pasos. Debía encontrar una rama en forma de vara, y pasto seco...

          Salió de la cueva, seguido por el trío. Bajaron lentamente hasta el bosque. Hombre apenas podía caminar. Un hueso de la pierna crepitaba, y la tos era continua, desgarradora. Nada importaba ya, salvo perder, si podía,  a esos personajes, que lo seguían dando roncos gritos. En el hueco de un árbol podrido encontró restos de algo similar a pasto seco. Los llamó y, mediante señas,  les exigió acarrear ese material hasta la cueva, junto con varias ramas sin hojas. Cubierta por la maleza del sotobosque, esa leña serviría para alimentar el fuego hasta que el resto se secara  con el sol.

           Una vez adentro, preparó una varilla y comenzó a frotarla con rápidos movimientos contra la piedra, a la que había rodeado del material seco del tronco. Una y otra vez hizo rotar la varilla entre sus ateridas manos, y se agotaba sin lograr que el humo surgiera de la punta de la rama.  Los personajes lo contemplaban con ansiedad y hosco gesto. En un momento dado comenzaron a menudear los golpes. Cuando por fin logró que surgiera un hilito de humo y se inclinó para soplar, comprobó que ese material no ardería. El fuego no volvería así,  y ellos terminarían pronto  con su vida.

        Se volvió y encontró los restos de mujer, donde sobresalía la cabeza y su tupida cabellera. La señaló y solicitó el cuchillo. Cortó unos mechones de pelo y nuevamente comenzó a invocar al fuego con la varilla. Esta vez, cuando sopló, la brasita chisporroteó en contacto con la grasa del pelo.  Y las chispas tomaron vida, y el soplo contagió la incandescencia, hasta adquirir ésta la forma   inicial de una llama. Los personajes comenzaron a gritar;  saltaban y  reían, manifestando su contento. Con un gesto los contuvo y comenzó a alimentar la  incipiente fogata con pequeños trozos de ramas secas, y arrimó las últimas,  mojadas todavía, para  secarlas. Entretanto, los personajes,  cerca del calor del fuego volvían a  alimentarse con los restos. Hombre los miraba, sin llegar a entender o recordar cabalmente qué era lo que comían. Pero  sintió otra vez un  hambre atroz,  y con gestos pidió compartir la comida. Los otros lo dejaron hacer. Luego salieron los cuatro a buscar más leña. Hombre les señaló las mejores ramas, y cuando regresaron amontonó una pila junto a la hoguera para que fuera perdiendo la humedad. Un vapor que por momentos chiflaba, se elevó por  entre los leños.

         Hombre se alejó del fuego en busca de las pieles para cubrirse y descansar. Allí encontró al otro vástago. Ya  frío y rígido, igual se abrazó a él y se dejó ir, contemplando en la pared los reflejos de las llamas con su único y nubloso ojo. Intuía que una vez que lo embotara el sueño, no volvería a despertar. Escuchaba los sonidos guturales de los personajes alimentándose. El olor dulzón de la carne chamuscada había inundado el ambiente.  Comprendió que mañana, o más allá, él también serviría de alimento, lo mismo que el vástago que apretaba contra sí.  Sintió de súbito otra punzada en el estómago y, casi sin darse cuenta, comenzó a arrancar  y masticar la carne magra y fría que le ofrecía un bracito del vástago por delante de su boca.

                                                                II


    Muchos miles de años después, otros hombres, horrorizados con las incesantes pesadillas que invariablemente los visitaban en sus sueños nocturnos, decidieron bajar una pesada cortina  sobre el inconsciente colectivo. Pretendían, desesperadamente, que los antecedentes primigenios no volvieran a perturbarlos con aterradoras alucinaciones. Luego de muchos intentos frustrantes,  inventaron a un  ser Único, Invisible e Indivisible, Omnipresente y Omnipotente por necesidad, y le dieron todos los nombres que se les ocurrió, incluso el Innombrable,  para que llenara sin excepción los huecos pavorosos de esa memoria colectiva ancestral. Y le otorgaron la facultad suprema de haber sido el Hacedor de la especie. Nada antes que Él. Nada después de Él.

    Obviamente,  los hombres no sabían entonces  que las pesadillas así, no sólo no terminarían, sino que se verían incrementadas ad infinitum.

      Alguien, muchos años más tarde, intentando regresar a la visión primordial, anunciaría con voz de trueno antes de suicidarse, y sin ser debidamente escuchado que  esa creación, Única, Innombrable, Invisible, Omnipotente y Omnipresente, había muerto.

      No sería nunca justa y cumplidamente escuchado, pues nunca estuvo en la intimidad del hombre la auténtica voluntad de suprimir las pesadillas...

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