domingo, 21 de diciembre de 2014

Tarjeta Sube



     Don Aparicio fue invitado por su consuegro a almorzar un domingo en la capital, con motivo del festejo en familia de los cuarenta años de casados. Se emperifolló bien desde temprano, eligió ropa limpia y planchada, se había bañado antes y recortado la barba ya canosa, peinado con fijador, y cerca del mediodía partió desde su chacra de Mercedes por la ruta cinco, silbando bajito. Entretanto, el motor de la chata no sonaba bien. Carraspeaba de vez en cuando y fumaba por el escape un humo negro de mala combustión. “Mañana mismo la dejo en el taller de Carlitos”, se dijo, “total, pa lo que tengo qui´hacer, me lah´arreglo con el trator”, y se largó por la autopista antes de llegar a Luján. Llevaba un regalo en el asiento del acompañante que doña Carmela le había comprado para la ocasión, ya que la viudez lo había dejado un tanto desprotegido en esta materia, y doña Carmela, separada pero muy ducha para arreglárselas sola con el negocio y los hijos ya mayorcitos, era muy gaucha para con él, y siempre dispuesta. Sonrió al recordarla, encendió un cigarrillo y se dejó llevar por la ruta, siempre por la derecha porque a ochenta o noventa, no se puede otra cosa...

    Almorzaron cosas sueltas pero muy ricas, a servirse uno; había mozos que reponían los manjares y alcanzaban bebidas. Fiambres de todo tipo, hasta reconoció chorizo mercedino,  empanadas, pizza, carnes calientes mojadas en salsas varias, buen vino, tinto y blanco. Conversó unir rato con su consuegro, quien le preguntó por la marcha de la chacra, un tanto preocupado por la situación financiera del padre de su nuera, pero sin dejar entrever su verdadero pensamiento para no adquirir compromiso alguno. Después charló con su hija, a quien encontró un tanto distante. Lo contemplaba frunciendo el ceño, con extrañeza, como calculando si había sido buena idea invitarlo a esta reunión. Se despidió temprano, pues deseaba volver al rancho y atar al Gateado para salir a trotarlo un rato con la fresca, cuando el sol comienza a colorearse por detrás de los enormes eucaliptos y se levanta una brisa suave que hace relinchar de contento a su pingo cuando salen montados, dos en uno nomás…

     Pero la chata se negó a arrancar en el estacionamiento. Con “un empaque a lo toro”, tosía, bufaba, de golpe hacía algunas explosiones que lo envolvían con un humo acre, pero nada, no quería tomar ritmo para el regreso. Debió dejarla allí y volver al departamento del suegro de la hija, quien le recomendó volverse en ómnibus: “Tomás el 57 en Palermo, frente a la Rural, y te deja en Mercedes. Yo me ocupo mañana de que te arreglen la chata y te llamo, no te preocupés…” 

     Consiguió subir a un taxi enseguida en la avenida;  los domingos abundan los taxis libres, y al rato bajaba en las cercanías de la Rural. Mucha gente caminando, circulando, paseando. Preguntó por la parada, la encontró y se acercó a una casilla que le señalaron, a unos pasos de la parada, para sacar el boleto. “No, yo no vendo boletos, eso ya no va más, jefe”, le contestó un aburrido empleado que encontró sentado en un banco, en un sucucho de dos por dos, caliente como un horno. “Tiene que usar la tarjeta Sube”, sentenció finalmente el hombre. “¿Qué..., no puedo comprar el boleto, don?”, preguntó ya algo angustiado. “No señor, no hay boletos, ¿no lo sabe? Se acabó eso, tiene que usar la tarjeta Sube”. “¿Y si no la tengo…?”, preguntó inútilmente. “Pues, tome un taxi o empiece a caminar…”, le respondió el hombre,  volviendo a la lectura de una revista. “Y dígame, ¿dónde consigo esa tarjeta Zube?”. El hombre, sin levantar la vista de una foto que mostraba carnes femeninas generosamente, “vaya allá enfrente”, y señalaba del otro lado de plaza Italia, “busque un kiosco abierto y cómpresela. Y vea, le voy a recomendar que no venga otra vez a la capital sin esa tarjeta…y menos en domingo...”, y dio por finalizado el diálogo. Don Aparicio cruzó hasta la plaza sin fijarse en las líneas cebra, y recibió más de un bocinazo e insultos por parte de los ocasionales automovilistas. Cruzó entonces por donde debía la avenida Santa Fe, encontró un kiosco abierto pero…”no, aquí no vendemos esas tarjetas, pruebe en la esquina…”, pero en la esquina había un negocio de ropa cerrado. Empezó a deambular hacia puente Pacífico, y a quien preguntaba obtenía la misma respuesta. Una amable señora le sugirió buscar una farmacia pasando la Juan B Justo, “vió, hace dos cuadras desde la avenida, en Humboldt, en la esquina, hay una farmacia que las vende”. Partió luego de agradecer el servicio, y a los pocos metros encontró otro kiosco. Compró un atado de “Particulares”, y preguntó, ya más por hábito que por otra cosa, y, oh sorpresa, la chica vendía tarjetas Sube. Cuando tuvo en sus manos la tarjeta mágica, sonrió por primera vez en la tarde. Se secó el sudor de la frente con el pañuelo, encendió un negro, y oteó el horizonte de cemento, autos y gente, para estudiar el regreso a la parada del ómnibus sin inconvenientes. Llegó hasta la casilla y enfrentó sonriente al hombre, que seguía enfrascado en su lectura. “Ya la conseguí, jefe, ¿Me la carga?” “Pero usted no entiende nada, don... ¿No ve que yo no cargo esas tarjetas...?, se la tienen que cargar donde la compró”. Don Aparicio chupó fuerte la última pitada del negro, exhaló el humo hacia un costado, y con voz pausada: “Vea, jefe, a ver si nos entendemos… Yo pregunto bien, usted me contesta bien y, todos contentos, ¿no le parece?” “Por eso es que le digo que yo estoy aquí para controlar los vehículos, y no para cargar tarjetas…” “Ajá, hubiéramos empezado por el principio, y no andaríamos a las enredadas como ternero entre alambres caídos…” El hombre fijó la mirada en Don Aparicio y exclamó, “¿usted me está cargando o qué…? Él se volvió, ya decidido a cruzar una vez más las avenidas y musitó un “chau, morite en tu cueva, reventado de m…” mientras caminaba hacia la avenida Santa Fe, ya buscando las líneas cebra y el semáforo en paso libre. Al pasar junto a la estatua ecuestre de Garibaldi miró hacia arriba y le pareció adivinar una sonrisa sardónica en sus labios. “No te rías tanto de mí, vos, que creo te la pasaste bastante pior por estos pagos…”, musitó como al descuido y el héroe italiano pareció inclinarse sobre su caballo con gesto condescendiente.  

         En el kiosco, la chica le informó que no tenía “sistema”,  por lo tanto, no podía cargar la tarjeta. “Ahhh, no hay sistema”, y recordó que varias veces le habían respondido en el banco de la misma manera cuando iba a cumplir con una obligación o a sacar plata. “A joderse, entonces”, pensó, y ante la pregunta de si ella conocía algún sitio que cargara tarjetas Sube un domingo, el gesto de ignorancia del bonito rostro femenino habló por sí solo. Empezó a caminar hacia esa farmacia que le habían señalado anteriormente, cuando en un kiosco de revistas vio a tres señoras mayores conversando y se animó. “Disculpen, señoras, la interrupción…”, y las tres se volvieron sonrientes hacia él, “pero ando medio perdido con esto de la tarjeta Sube”, y blandía entre los dedos el plástico que todavía se negaba a convertirse en pasaporte para regresar al rancho. “¿Sabe alguna de ustedes dónde puedo hacerla cargar…?” Y las tres, casi al unísono, le respondieron señalando la boca del subterráneo: “Claro, señor, allí, en el subte…” “¿Tengo que viajar en subte…?”, preguntó confundido. “Nooooo, señor”, y largaron una carcajada que contuvieron con la mano en la boca,  “perdone” se disculparon, “en la ventanilla se lo venden”. Y ya partió raudo hacia las escaleras descendentes de la estación plaza Italia de la línea D luego de agradecer el dato a las damas. Llegó a la ventanilla y al entregar la tarjeta para la carga, “no, señor, no me la dé, apóyela en el vidrio y dígame cuánto quiere cargar…” “Póngale cien pesos, por las dudas…” Y un visor le indicó la carga de los cien pesos. Regresó a la parada apurando el paso y allí encontró milagrosamente un colectivo 57 Expreso hasta Mercedes que parecía estar esperándole. Ascendió al vehículo y le mostró la tarjeta al conductor como quien ingresa a un país desconocido con nuevo pasaporte. “¿Hasta dónde va?”, la pregunta lógica que respondió sin dudarlo: “Hasta Mercedes”. “Bueno, apoye la tarjeta allí”, y el hombre le señaló un sensor luminoso. Lo hizo, y con un pitido breve obtuvo su pase libre. 

       Saboreando el triunfo, caminó lentamente por el pasillo del ómnibus que ofrecía asientos vacíos a ambos costados, y un aire acondicionado que le devolvía el alma al cuerpo. Se sentó junto a una ventanilla, estiró las piernas, y se durmió soñando con ese paseo vespertino con el Gateado, que debería dejar para mañana, pues hoy “ya vamos a llegar siendo noche cerrada…” 


        El conductor del colectivo sacudía el hombro de don Aparicio en la terminal de ómnibus de Mercedes mientras le recomendaba con voz amable:  “Despierte, don, que ya llegamos…”




  

sábado, 20 de diciembre de 2014

¿Verdadero sentido de la vida?



        La vida simplemente así. Como la verdad, como la parrhesía. La vida en todas sus manifestaciones que nos ofrece este planeta desde  su superficie terrestre, aérea y acuática. La vida humana, una parte, una porción ínfima en la historia de la vida planetaria. Una porción que desde el suelo parece abarcarlo todo, pero que vista con un poco de distancia,  desde la Luna p.e., parece no existir. La vida humana, vivida desde el homo sapiens sapiens con el afán de encontrarle “un sentido a la vida”. Y la vida no ofrece sentido, la vida no da explicaciones, la vida no pide nada, no da nada, no es justa ni injusta. Está, se desarrolla, muta, evoluciona, se explica por sí misma, es. En la búsqueda inagotable del hombre por encontrar el verdadero sentido de la vida, ha creado seres superiores, que en la antigüedad eran cercanos a los hombres, crueles a veces, otras amables (hasta se reproducían con ellos), hasta  entelequias Únicas que, desde todas partes y de ninguna, le transmitían y transmiten  la clave o las claves para darle "el verdadero sentido a su vida". Por otro lado, la evolución del hombre le hizo buscar y encontrar un sentido más práctico a  la vida, aplicable a su vida, el del crecimiento económico, en la creación y el uso de  instrumentos que le permitieron dominar a la Naturaleza y los seres vivos que la pueblan, manejarla a su antojo, y ya en los siglos últimos, crear tecnología sofisticada en materia de transportes y comunicación, desarrollo urbano, alimentos, medicina, etc. que le han dado sustento a otra visión del siempre buscado “sentido de la vida”. Mejorar las condiciones de vida del hombre parece llamarse esto, a expensas de lo que sea, como si el hombre fuera el  verdadero, genuino, casi único representante de la vida en la tierra. Pero el hombre no cesa ni cesará en la búsqueda de esa necesidad esencial, el sentido de la vida, y más cercano a él, el sentido de “su vida”. Alejado de la Naturaleza biológica, a la que siempre utilizó para su provecho, creó la Bioética como un mecanismo compensatorio para sus carencias. Pero en realidad la aplica como Humanoética, reservando para el resto de los seres vivos que utiliza en investigación científica, la condescendencia de “evitarles todo sufrimiento innecesario”, y no vacila en experimentar con el cerebro abierto de un chimpancé, pero pone el grito en el cielo si alguien experimenta con células humanas embrionarias…
             
         Si la vida no pide sentido, sino  mínimo respeto, si la vida no ofrece sentido sino selección natural, si  la vida simplemente ordena ser vivida, y la evolución nos llevó a los hombres a una etapa superior del resto de los seres vivos, ¿cuesta tanto entender la responsabilidad que llevamos a cuestas desde siglos de comprenderla y cuidarla,  que cada vez más nos empecinamos en ignorar, en abandonar sistemáticamente esa responsabilidad por “ilusoria”, poco práctica, inútil? Así nos parece mientras nos atiborramos de ideologías y sofisticada tecnología, de valores en billetes que mueven y apasionan al mundo, sin tener en cuenta las consecuencias que para el resto de la vida en el planeta este accionar y esta metodología perversa acarrea (perversa porque  el hombre en general la interpreta a la inversa). Llevamos a cuestas la carga de la responsabilidad de crecer, desarrollarnos y evolucionar siguiendo, como reza desde antiguo la medicina, el primun non nocere o, de la moderna Bioética, los principios de beneficencia, no maleficencia, autonomía y equidad.  


             Lamentablemente, a esta altura,  para mí, para vos, para un individuo, un ser humano común, como todos, como cualquiera, le resulta imposible sobrevivir sin atenerse a las reglas y leyes de sus congéneres, variadas según cada sociedad, pero atadas al común  denominador de lo humano como principio rector de la vida en este planeta. Al hombre sólo le preocupa el hombre, la familia humana, las sociedades humanas, las naciones humanas… No es posible sobrevivir fuera de eso. (Véase en los humanos diccionarios,  que lo humano es lo hermoso, lo bueno, lo aceptable, y lo inhumano es lo aborrecible, lo cruel, lo inaceptable). Pero es posible entender, darse cuenta, tener en cuenta la enormidad de las contradicciones que nos poseen a diario, y volver a los griegos y a su epiméleia heautóu,  a su parrhesía, y aprender a saber quién uno es para encontrarse con la propia naturaleza que tiende a insertarse naturalmente en la Naturaleza, y manifestarlo, no con “voluntad de verdad” como habitualmente el hombre impone su manera de pensar, su ideología, sino como verdad inmanente, no oculta, apta para ser percibida por quien abra sus sentidos al fluir de la vida, en cambio de buscar incansablemente, sin cuestionamientos ni soporte verdadero, el sinsentido,a mi juicio, del: “verdadero sentido de la vida”.

jueves, 4 de diciembre de 2014

Variaciones Chejovianas (in memoriam Anton Chéjov 1904-2004)

                                                  
Otro capítulo para “Las Bellas”

        -Poco probable, sí, parece muy poco probable que haya llegado a tus manos por esa vía tan extraña como estrambótica, un texto que podría ser nada menos que de Antón Chéjov- me decía hace unos años mi amigo Ernesto cuando le mencioné la curiosa manera mediante la cual había obtenido  un texto  en caracteres cirílicos,  escrito aparentemente a fines del siglo XIX. Lo había hecho traducir por una  conocida dama de la ciudad donde vivo, de ascendencia rusa ella, quien lo leyó  de corrido,  de un tirón, como si fuera castellano corriente. Al finalizar, la mujer alzó una mirada encendida, y opinó simplemente: “¡Qué lindo!”
     A la semana me  entregó la traducción, la leí y  empecé a buscarle el origen entre los autores rusos que conocía, empezando por León Tolstöy, hasta que, hurgando  entre la amplia bibliografía del muy querido y mejor apreciado Antón Chéjov,  finalmente le encontré un lugar en el gigantesco rompecabezas del cual  se habría desprendido, quizá sin otra intervención que la del azar.     
     -Es sabido que en una época, Chéjov admiraba a Tolstöy, y hasta seguía sus enseñanzas e incluso sus consejos... y también es sabido que los comentarios del conde eran muy tenidos en cuenta por Chéjov.  “Amorcito! es un cuento que al gran escritor le deleitaba particularmente. Ahora, hasta donde yo sé, no hubo una relación epistolar entre ellos que justifique lo que vos decís- respondió Ernesto, luego de mi exposición, mientras sostenía la traducción con una mano, y la comparaba con las cuartillas centenarias que mantenía en la otra. Presuponía que sopesando lo que cargaba entrambas,  aclararía lo cierto o apócrifo del  origen del relato.
     -El  Cte. J. Tolstöy, pariente y amanuense del conde L. Tolstöy  le envió a mi tío abuelo, el doctor Cárlos Carles, en febrero de 1898, un grabado con el retrato del  conde,  realizado por Frank de una pintura del célebre pintor ruso Ilyá Repin.  Así consta en la carta redactada en francés desde la Academie Impériale des Beaux Arts, St. Petersburg por el  mencionado Cte. J. Tolstöy-. Insistía yo con el relato original-. Éste le escribía a mi tío en nombre  del  “grand écrivant”  en retribución por haber recibido un  envío  del doctor Carles, a la sazón Director de Correos y Telégrafos de la Nación.
     -¿Y que iba en ese envío, si puede saberse?
     -Nunca lo supe. También ignoro si se repitió, ya que la carta hablaba del premier envoi. Tal vez en los archivos de Correos y Telégrafos pueda encontrarse algo al respecto...Pero no es el caso...
     -Y  este texto vino junto con el retrato y al llegar,  tu pariente  armó el cuadro con el uno debajo del otro. Tal vez, no se lo  puede descartar, podrían  haberse utilizado las hojas del cuento para envolver el grabado, a guisa de protección- me interrumpió Ernesto, haciendo  gestos dubitativos con la cabeza.
     -Podría ser. Cuando el cuadro cayó desde donde colgaba  y se trizó el vidrio, hubo que desarmarlo y limpiarlo. Y el texto apareció allí, prensado entre el grabado y la lámina de madera terciada contrapuesta al dorso. La carta, visible, se conservó siempre en una esquina del retrato-  y al ver  la perplejidad pintada en su rostro  -: Sí, ya lo sé, es increíble...- acepté.
     -Se me ocurre que podrías presentarlo como un texto tuyo, como un experimento literario- propuso él- . Si es verdad que tenés especial predilección   por los cuentos de Chéjov, y tanto afecto te despierta su  biografía, podrías esperar hasta el aniversario de los cien años, que no falta tanto, y hacerlo como un cumplido homenaje. Sería más aceptable si lo mostraras como una ampliación del cuento original Las Bellas, para el que vos le hubieras desarrollado una tercera parte...- y movía la cabeza afirmativamente, como convenciéndose a sí mismo.
     -¿Te parece? Pero... ¿cómo se puede hacer algo así? ¿Es lícito, ché? ¿No  estaría pretendiendo plagiar  a un enorme escritor, patrimonio hoy día de la humanidad? Podría ser muy mal interpretado...Algo así como una sórdida superchería...

     -Bueno, hay un famoso autor que tituló un cuento suyo: “Para Esme, con amor y sordidez”. Y por otro lado, la conocida escritora Catherine Mansfield, gran  admiradora de tu querido Antón, tiene un cuento denominado La niña que estaba cansada, publicado en 1911 en el libro “En un Balneario Alemán”, que es casi una copia del cuento Un asesinato de Chéjov. Creo que no hay que exagerar. El texto me parece bueno, aunque no es de los mejores, si presumimos que es de él...Podrías cambiarle algunos detalles, algunas frases, para que parezca algo tocado, para que despierte dudas razonables...De esa manera dejarías algunas pistas. El lector avezado no va a tener problemas en saber de que se trata...Y al fin y al cabo- terminó con un breve suspiro y una sonrisa -, sería  una especie de “broma  literaria”, como la que Chéjov le hace a Nádeñka, el dulce personaje del cuento “Una bromita”, que finalmente  conserva del chasco un recuerdo feliz, bello, conmovedor...

   Y aquí está. Con licencia, y respetuosa dilección.

     El argumento debería ser considerado como un tercer capítulo del conocido cuento Las Bellas, por lo que podrán tenerse presentes los otros dos capítulos a modo de introducción   y como elementos fidedignos de comparación.
     
     Las bellas III
                                  Trad. Gentileza de Ania Grigórievna (Aniuta)                   
                           

                         

                                    “Algunos años después, habiendo pasado ya la etapa de practicante y siendo   médico del zemstvo de la ciudad de C***,  en el jurisdicción de Galchinsk, tocóme en suerte concurrir a una casa situada en las afueras de la ciudad,  donde debía asistir a un niño de unos seis años de edad,  atacado por una repentina y severa  enfermedad, según refería la nota que un isvoschik  traía consigo al presentarse agitadamente en mi casa. La fiebre tifoidea era frecuente en esos parajes, y no me parecía nada  extraño que de eso se tratara. Vañka Alekseich, tal era el nombre del  cochero, había sido enviado por la señora de Diukovski, y conducía una desvencijada  troika, en la cual recorrimos  con agotador  traqueteo, las doce verstas de la  accidentada carretera. Era una noche obscura, ventosa, extremadamente fría y  desapacible, de un otoño que ya  estaba haciéndole lugar  al rigor del invierno. Cuando arribamos a la casa, me abrió la portezuela del coche una afanosa polia,  que me señaló la puerta de entrada con un brazo extendido, mientras se acompañaba de grititos ininteligibles. Avanzaba yo hacia allí, cuando sentí sus pasos cortos y apresurados que me perseguían. Entré, pero ella misma  adelantóse en el vestíbulo para recibirme la bufanda con el abrigo y la chistera. En ese momento percibí el rumor  de unos pasos que bajaban por la escalera. Cuando me volví, ya  una  dama, aún oculta por las sombras, se  acercaba  extendiendo  una  mano hacia mí:”
    “-Gracias por venir a estas horas, doctor-. La dueña de  casa, Olga Nicolaievna Diukvski me recibía con natural cordialidad, aunque en el entrecejo  se le adivinaba  un desasosiego, que manifestó en seguida: - ¡Venga, doctor, apresúrese!  Sasha está arriba, y arde de fiebre...”
     “La seguí escaleras arriba hasta el piso alto, pensando en las posibles dolencias que podrían estar socavando el delicado organismo del niño. La alcoba donde se encontraba Sasha era amplia, aunque en ella se respiraba una atmósfera casi sofocante. Una enorme ventana se adivinaba detrás de las pesadas cortinas, y tentado estuve de abrirla a pesar del  mal tiempo que reinaba fuera. Objetos infantiles desparramados por todas partes hablaban de las anteriores ocupaciones del jovenzuelo, ahora postrado en su lecho de enfermo. Hundía la pelirrubia cabeza en un enorme almohadón, cuya blancura  disolvía  su pálido rostro, al que sólo las mejillas y los labios  otorgaban una nota de color.  Las estrechas sienes y los ojos brillantes, en un semblante amarillo  extremadamente somnoliento, me provocaron  una sensible impresión. Me senté junto a él y le tomé el pulso, rápido y filiforme. La boca muy seca, y los labios agrietados, hablaban por sí solos de la necesidad de  líquido, cuya provisión ordené de inmediato, al mismo tiempo que la aplicación de compresas húmedas en  la frente, abrasada con una temperatura difícil de soportar. Luego de reconocerlo con detenimiento, me volví hacia la madre, que permanecía de pie junto a mí:”
     “-Parece una fiebre corriente, señora, pero aún no se puede descartar...”
     “-¡Por el amor de Dios, doctor! ¡Dígame lo que sea, y no me oculte nada...Se lo pido por lo que más quiera!- prorrumpió ella impulsivamente, y sacudía con  temblor  involuntario una pierna contra la cama del niño.”
     “-¡Tranquilícese, señora!- reclamé con energía, y  miré nuevamente hacia arriba, viéndola creo por primera vez. Y tal fue mi impresión, que me puse de inmediato de pie, pues no hubiera podido mantener la calma un minuto más sosteniendo la mirada desde abajo. En su  hermosísimo y níveo rostro,  la seriedad del cabello rubio recogido, se ajustaba  a  lo que reflejaban las marcas azulíneas alrededor de los ojos, el gesto severo de la boca, la nariz, recta y algo afilada; en fin, toda su fisonomía que revelaba una vasta inquietud, un franco abatimiento, y al mismo tiempo un férreo temple para desafiar la adversidad. Cuando nos enfrentamos, comprobé que ella también me observaba, asistida por la generosa luz de varias bujías, que brillaban vivamente desde una mesa al costado de la cama. Sus ojos, que se adivinaban claros, dilatados ahora por la crisis y la luz artificial, eran  muy grandes y muy bellos. El rostro, ahora contraído por la ansiedad, no obstante ello,  conservaba las señas de una original, dulce y refinada lozanía, unida a una   mesurada pero agraciada reserva. Perfectamente delineada, su frente amplia sugería una brillante inteligencia, y su encantadora boca finalizaba, con signo inequívoco de voluntad diamantina, en una barbilla delicada y prominente Las orejas,   bonitas y pequeñas, escondidas a medias por los bucles sueltos de las sienes, remataban un cuello esbelto y delicado, de una blancura exquisita, donde ahora sobresalían los músculos prontos para el esfuerzo que reclamaba la presente circunstancia, lo que también se adivinaba en el leve temblor de los hombros,  que bajaban  hacia los brazos con  suavidad y gracia natural. Sus manos, también pequeñas y muy blancas,  se estrechaban entrambas con notoria aunque controlada  zozobra. La apostura de la zhena irradiaba, toda ella,  una sencilla, ligera, y al mismo tiempo madura  excelencia. Si en ese momento  hubiera podido sonreír, y si en verdad existen, yo no habría dudado de estar contemplando a un ángel. Pero no lo hizo, y me miró con interrogante insistencia.”
      “-¿Qué necesita, doctor? ¿Comisiono al isvoschik a la farmacia por algún remedio? – Y al ver mi señal de asentimiento, llamó  con energía: - Pelagia, ¡Ven aquí!-, y al aparecer la polia: -  Busca en seguida a Vañka Alekseich, que debe ir a la botica de Chernomórdik...¡Díle que pronto, que debe partir ya mismo!”
     “Con rápidos rasgos prescribí una solución de quinina, bromuro de sosa, infusión de ruibarbo, tinturae gentinae y aquae foeniculí, con jarabe de rosas para aminorar el gusto amargo del brebaje y se lo entregué a la criada, que había  ingresado a la alcoba respirando con agitación. Al rato se oyó al mujik emprender  viaje otra vez en la troika, al son de los alegres cascabeles. Entre tanto, nos abocamos  a ofrecerle agua al niño, mientras le humedecíamos la frente con las compresas que, con extraordinaria rapidez, perdían la frescura original.”
     “Avanzaba la noche, y la enfermedad del pequeño no presentaba visos de ceder en su mórbida embestida, aunque la fiebre y los temblores no parecían haberse agravado. La madre de Sasha ordenó preparar té,  y Pelagia subió el samovar con diligencia. Yo bebía la  infusión hirviente acompañada por unos sencillos pastelitos de miel, que me dejaban en la boca un amable gusto a ciprés, más  entretanto no podía dejar de  observar de reojo a Olga Nicolaievna. Inclinábase ella con solícita actitud sobre el niño,  ora para ofrecerle una cucharada del brebaje,  ora para intimarle a beber algo de agua, ora para humedecer de tanto en tanto las compresas que refrescaban la  afiebrada frente. Me cautivaba estar atento a la repetida cadencia de sus  movimientos, suaves y pausados, a su cálida manera de aproximarse a Sasha, con el cuello y la cabeza ligeramente erguidos, y el gesto de la boca y la barbilla  hacia delante, solicitando,  alentando, exigiendo la llegada del esperado alivio  Para desarmar el hechizo que comenzaba a poseerme,  y no dar rienda suelta a la fantasía, me incorporé y caminé hasta la ventana; corrí los visillos y limpiando con una mano el vidrio escarchado, intenté mirar hacia el exterior. En la oscuridad se divisaban las siluetas de los árboles sacudidos por el viento, y  ya se advertía  la llegada del tiempo  cuando el cuello del castor se argenta de polvillo helado. El cansancio me provocó un brusco estremecimiento; me volví, casi farfullando una queja, y  busqué con  las manos heladas el calor de la chimenea. Las llamas del fuego desparramaban  sombras que se agitaban en el suelo y temblaban sobre las paredes, los muebles, los cortinados. Ella también se acercó al fuego, con un aire de compunción peculiar, mansamente interrogante:”
   “ -¿Y...qué le parece, doctor? ¿Cómo va a salir mi pequeño Sasha?- Desvié la mirada del fuego y  me sorprendí al descubrir por segunda vez en la noche a Olga Nicolaievna, pues en su rostro  la lumbre del hogar recientemente  avivado con nuevo combustible,  resplandecía con asombroso juego de matices,  iluminándole con extraordinaria intensidad. Y tal como se percibe un relámpago, un súbito destello de aguda percepción cruzó por mi conciencia,  devolviéndome  las imágenes que aún se conservaban en mi memoria de la joven  armenia, y  de aquella  muchacha rusa de la estación de ferrocarril, entre Belgorod y Karkov. De conmovedora belleza aparecía ahora ineludible  su maravilloso semblante, cuyos rasgos habían adquirido un brillo preternatural, donde sobresalían con  fascinante atractivo  sus ojos enormes, de un color azul oscuro como el fondo de un mar muy profundo pero muy tranquilo, y  que, acariciados por  las llamas  que crecían en la chimenea, reflejaban un tembloroso fulgor  de  irresistible encanto. No pude reprimirme y  tomé sus ateridas  manos entre  las mías,  que oprimió con extraña fuerza.”
     “Afuera, el viento de la noche golpeaba contra las ventanas y silbaba por encima de los tejados. El niño hablaba por momentos de manera entrecortada, poseído cada tanto por el delirio de la fiebre.”
     “-Olga Nicolaievna, va a ver que pronto el cuadro clínico  comenzará a perder fuerza. Estoy seguro de ello-  formulé  casi susurrando.- No creo posible que a partir de ahora surja alguna complicación- dije finalmente, más esperanzado que convencido. Y le transmití, a través  del contacto de mis manos   quemadas por el ácido fénico,  una suerte de tierna y al mismo tiempo exaltada agitación, producto de un estado emocional tan extraño como turbador, que esa noche no terminaba de embargarme con creciente intensidad.”
     “Volvimos a un costado de la cama del niño, y continuamos con la tarea de bajarle la temperatura, contener su delirio, obligarle a beber, mantenerle  en definitiva la homeostasis, para que encontrara naturalmente el camino de la defervescencia.”
     “La madrugada  insinuóse por una rendija de las cortinas, pálida, macilenta, muy fría. El combustible de la chimenea escaseaba, pues ya la polia se había retirado hacía un buen rato. El agotamiento nos poseía a ambos por igual, pero de pronto una sonrisa iluminó por fin el extenuado rostro de Olga Nikolaievna.”
     “-¡Venga, doctor! ¡Tóquelo! Me parece que ya no tiene fiebre...”
    “Me acerqué y comprobé que, efectivamente,  la frente del pequeño  ya no ardía. La tibieza de su piel anunciaba un cambio favorable de su estado, que fue reforzado cuando, de pronto  oyósele  sollozar  solicitando con  un quejido algo para  beber.”
     “Más tarde, contemplaba yo la salida del sol arrebujado en el fondo del asiento de la troika,  de regreso rumbo a mi casa, mientras pensaba, sacudido  por los barquinazos, que alguien debería entretener el deteriorado camino, pues el coche veíase obligado a evitar continuamente las rodadas. Como cubierta por un velo, toda la naturaleza parecía esconderse tras una bruma transparente, a través de la cual asomaban los primeros rayos de un tímido sol otoñal. Un cansancio, por momentos desconocido,  habíase apoderado de mi cuerpo entero,  y en el alma  se insinuaba una antojadiza sensación de llana tristeza, impregnada de un dulce,  inexplicable presentimiento. La promesa de unas horas de sueño reparador no lograba  disipar,  como siempre, la situación de excitada  fatiga  que  en esos momentos me dominaba. Sólo me serenaba el compromiso adquirido con Olga Nicolaievna de regresar por la tarde para comprobar la resolución de la enfermedad de Sasha. El isvoschik  Vañka    pasaría a buscarme  en el drozhki, pues habíame prevenido que estaría disponible  para antes de que cayera el  crepúsculo.

                                      

        

       Nosotros tres
                                           (inspirado en el cuento VAÑKA)

      Gricha se levantó cuando todavía era de noche. Su madre dormía y ya el abuelo Konstantin se había incorporado en la cama tosiendo continuamente.
      El niño caminó hasta la cocina  con la manta sobre los hombros,  encendió el samovar y preparó el té, que tomó en silencio con  el abuelo,  envuelto en su amplio zamarrón.
     Afuera, la  madrugada pintaba bastante fría. El tiempo avanzaba  hacia el otoño, pero el aire todavía olía a madreselvas. Antes de salir, Gricha alimentó con leña la estufa encendida. “Para mamásha”. Cuando ella  despertara ya estarían  a mitad de camino hacia la výstavka.
     Salieron y caminaron hasta el establo.
     Con sus escasos y ya endurecidos aparejos, ataron la kobýla al carro,  cargado desde la noche anterior, y partieron hacia el pueblo de C***, distante a unas ocho verstás de la dom.
     Gricha  pensaba en los posibles resultados de la venta de los productos de la  férma que llevaban  en el carromato, amontonados allí atrás. Ovaschi y frúkty se entremezclaban con sus variadas y redondeadas formas y colores,  y el niño se volvía constantemente para observarlas en detalle: Sobresalían el aloque de los tíkva,  el verde tan variado de  los kapúske,  las salát, los aguryéts y pyéryets,  las turgentes luk y el rojo verdoso de los pamidór sin madurar, las terrosas kartófyel,  y las tiras bien cargadas de chiesnók, junto a las brillantes markóf y las oscuras baklazhán. Las svíokas prometían su púrpura dulce, lo mismo que los granos amarillos de  kukurúza . Y allá al fondo,  la bolsa cargada de grip, los últimos dorados dýsnya y los apetitosos pyérsik, las encarnadas yáblakas, el verde suave de las grúshas junto a las últimas, enormes arbús. Un cajón agrupaba víshnyas y slívas  y una bolsa de grip completaba la variada y rica producción de la férma,  gracias al trabajo de su madre, ayudada por ellos dos.  Gricha gozaba por anticipado sobre el resultado probable de la venta.  Hacía cálculos mentales sobre  las muchas kopeikas,  juntas sumarían unos cuantos rublos, que obtendrían del cargamento, que representaba varias semanas de duro trabajo.
     Distraído,  volvía en sí y examinaba con  admiración la apostura del abuelo Konstantín quien, con un cigarrillo en la boca, canturreaba una vieja pésenka,  mientras  hostigaba  con las riendas  las hundidas ancas de la kobýla. Ésta avanzaba con el mismo paso que llevaba desde la salida, y no era probable que lo fuera a cambiar hasta que emprendieran por la tarde el regreso.
     El resultado de la venta en la feria fue asombrosamente bueno. En menos de tres horas pudieron despachar toda la mercadería, pues  su producción había rebasado en calidad  a  la que habían aproximado al pueblo  los quinteros de la vecindad.
    -Podríamos haber pedido algo más por lo nuestro- rezongaba Gricha, dirigiéndose al abuelo, que contaba el dinero sobre el asiento del coche, mientras mojaba  los dedos con saliva-.¡Esperamos tanto por esto! No sé qué apuro había para volver…
     -Así está bien... ¡Qué diablos! Tú si que nunca te conformas con nada, niño. ¡Válgame Dios!
     -No, abuelo, es que mámienka tiene que comprar  pokryvàlos para el invierno, y procurarse de leña para la estufa, y alimento para la kobýla y para  la koróva, y grano para los útkas y las kúricas...- y la lista parecía interminable, cuando el abuelo Konstantín elevó la mirada entrecerrando los ojos, y lo miró como tratando de adivinar adónde iba el pensamiento de ese endiablado chiquillo. Hizo ruido con la nariz, escupió a un costado y luego largó una carcajada.
     -¡Vamos, hijo, bien pensado! ¿eh? Muchas cosas tienes en tu pequeña cabeza- y luego de guardar el dinero en el bolsillo del pantalón, la emprendió con la kobýla, fustigándola con energía, que sorpresivamente abandonó el cuadrado de pasto donde mordía con paciencia equina, y arrancó con nuevo brío  hacia la casa. El camino, muy desparejo, zarandeaba el carro, pero el abuelo lo mantenía en las rodadas con pericia.
     A poco andar,  cruzáronse frente a la taberna de Nicolás Ilich, y el viejo Konstantín dirigió disimuladamente a la kobýla hacia la entrada.
     -A dónde vamos, abuelo? ¿Qué haces? –rezongó Gricha, desconfiando.
    -¡Pero, niño, déjame en paz!, ¿quieres? ¡No seas tan terco! Voy a bajar un ratito aquí, que tengo que saludar a un amigo y hacerle un pedido a Nicolás Ilich- y ya saltaba del carretón con agilidad sorprendente para la edad, recomendándole al nieto desde abajo:- ¡Espérame aquí, que no me tardo!
     Como a la hora, el niño despertó recostado en el asiento del  carro, que se había alejado unos metros de la entrada de la taberna, arrastrado por la kobýla que no perdía  tiempo y mordisqueaba en todos las manchas verdes que iba encontrando a su paso. Gricha recogió las riendas y regresó. Y ya de mal humor, descendió apresurado en busca del abuelo. Al entrar, varios parroquianos lo observaron con asombro y algunas sonrisas sarcásticas, señalándolo con la barbilla y mirándose entre sí.
    -¡Mira, Nicolás Ilich, qué cliente tan crecido ha venido a visitarte!  ¡Invítale con una copa de vódka! Ja, ja, ja.
     Pero el niño  ignoró las chanzas  y  caminó derecho al viejo Konstantín, y antes de que éste se diera cuenta, ya lo estaba sacando a empujones de la taberna, no sin antes pagarle a Nicolás Ilich la cuenta por la bebida consumida, a lo que hubo que sumar un reclamo por un antiguo registro no saldado.
     -Vaya, vaya, sí que eres molesto, chicuelo tonto- rezongaba  el abuelo  mientras ascendía al carro, no sin cierta dificultad-. Y ahora, ¡dame las malditas riendas, que al carro lo conduzco yo!
     Gricha, cabizbajo, entregó las riendas luego de enfocar el carromato otra vez camino a casa,  frunciendo la boca y apretándose las manos contra el estómago, que empezaba a protestar pues no recibía nada desde la mañana.  Comenzó a reflexionar sobre las sensibles mermas en las ganancias, y no podía evitar mirar de reojo al viejo  con  odio contenido. Al rato, con el constante zarandeo del carretón, volvió a dormirse sobre el asiento.
     Despertóse solo nuevamente. La kobýla comía a un costado del camino, y el abuelo...”Habrá bajado para vomitar, el anciano borracho”, pensó Gricha, cuando divisó la entrada de un paradero, cuyo aspecto no engañaba. Era, sin dudas,  otro despacho de bebidas. Entro, y cumplió con la misma rutina anterior. Luego de pagarle al patrón, se llevó a empujones al abuelo, que  casi no podía mantenerse en pie.
   -¡Sal de aquí, muchacho! ¡Déjame beber en paz, que otra cosa no me queda en esta maldita tierra!- protestaba otra vez el viejo Konstantín,  buscando complicidad a los costados entre los otros parroquianos. Algún eco encontró, pues desde una mesa  se pudo oír:
    -Eso, ¡Vete, niño molesto, y deja a la gente grande hacer sus cosas!
    -Sí, no te metas en lo que no te importa, muchacho. ¡Qué insolencia! ¡Hay que ver…!
      El carro continuó  su rumbo,  ahora ya sin interrupciones. El Viejo Konstantín Makárich dormitaba, luego de vomitar  varias veces, y Gricha conducía  con la mirada fija en las orejas de la kobýla, que partían en dos al camino. Llevaba  los dientes muy apretados. En su bolsillo, el par de rublos y las escasas  kopeikas que habían quedado eran demasiado poco para aliviar el peso enorme que ahora  le oprimía el corazón.
     “¡Qué le voy a decir a  mamushka!” meditaba el niño. “Aunque ella ya lo conoce, me lo encargó especialmente: ¡Que no pare en ninguna taberna, Gricha! Y yo, como un niño flojo y estúpido, me he dormido y se acabó. Adiós planes ahora”, y el brillo de alguna lágrima apuntó en sus ojos cansados.
      En un momento dado la ira lo inundó y tentado estuvo de empujar al viejo a un costado del camino, cuando  recordó la triste vida del mujik, golpeado por las desgracias, una tras otra: A la muerte de la abuela Pasha el año anterior, de pulmonía,  se había sumado hacía un par de meses   la prisión del tio  Projor, condenado a trabajos forzados por robar piezas del ferrocarril“. Al fin y al cabo, quedamos nosotros tres solos,  nosotros tres nomás”, y mientras dirigía la kobýla hacia el camino de la entrada, con la otra mano sacudía el hombro del abuelo:
     -¡Hey, abuelo, despierta, que ya estamos llegando!- y al verlo revolverse para luego incorporarse,  miró directamente a esos ojos enrojecidos por el alcohol. El aliento del viejo Konstantín olía a vódka  hasta  los confines del mundo. El chico hizo una mueca de asco, pero lo tomó de la mano y le propuso:
     -Nos robaron al salir del pueblo, ¿cierto, abuelito? Solamente salvé este poco dinero, ¿verdad? ¡Qué lástima!, ¿no? Con  lo que habíamos esperado...-Y al ver que el viejo lloraba, el niño le sacudió el hombro cariñosamente: - ¡Vamos,  que todavía tenemos otras cosas para vender  en la próxima výstavka!
 Al llegar a la entrada de la férma, la madre de Gricha salió a recibirlos, secándose las manos en el delantal.
    -¡Ahí viene mamushka, así  que baje y vaya a lavarse, que está hecho una lástima!- recomendó el niño, al tiempo que conducía al carro hacia el cobertizo para desatar la kobýla. “Sólo nosotros tres, nada más” pensaba, y al soltar el animal en el corral,  sintió sobre el hombro el peso duro pero amable  de la mano de su madre. Sin decir nada, metió la mano en el bolsillo, sacó el dinero y se lo entregó.
      La zhena  miró  lo que tenía en la palma de su mano,  cerró el puño y preguntó:
     -¿Nada más que esto, Gricha? ¿Sólo esto?- En su rostro prematuramente arrugado y envejecido, había  aparecido el gesto amargo que  el niño conocía muy bien. Como Gricha no podía  encerrar más angustia adentro del pecho, suspiró  y agachó la cabeza intentando iniciar una explicación, pero luego se encogió de hombros mientras en su cara se pintaba un gesto resignado. 
        Adentro, la tos húmeda y persistente del abuelo hacía temblar los empañados vidrios de las ventanas     El niño  se quitó los zapatos embarrados y entró en la dom detrás de su madre.
    Pensó entonces que no sería cosa mala probar con el bueno de Aliagin, quien se había ofrecido para  llevarlo consigo  como aprendiz de zapóznik a la gran ciudad.

GLOSARIO
Mamasha, Mamushka, Mámienka: Mamá, madre.
Výstavka: Feria
Verstá: Unidad de medida de longitud rusa equivalente a 1.066,8 metros.
Dom: Casa
Zhena: Señora
Kobýla: Yegua.
Koróva: Vaca.
Útkas: Patos.
Kúricas: Gallinas.
Mujik: Campesino ruso.
Kopeikas: Dinero ruso, menos de un rublo.
Pokryvàlos: Mantas.
Vódka: Bebida alcohólica rusa.
Pésenka: Canción.
Zapóznik: Zapatero.
Ovaschi: Verduras.
 Frúkty: Frutas. 
Tíkva: Zapallo
Kapúske:  Repollo, col.
Salát: Lechuga.
Aguryéts: Pepinos.
Pyéryets: Pimientos, ajíes.
Luk: Cebollas.
Pamidór: Tomates
Kartófyel: Papas
Chiesnók: Ajo.
Markóf: Zanahorias.
Baklazhán: Berenjenas.                  
Svíokla: Remolacha.
Kukurúza: Maíz, choclos.
Grip: Setas, hongos.
Pyérsik: Duraznos
Yáblakas: Manzanas.
Grúshas: Peras.
Arbús: Sandías.
Víshnyas: Cerezas.
Slívas: Ciruelas.
Férma: Granja