miércoles, 13 de noviembre de 2013

Cuentos infantiles

                        
El señor de las mariposas

                     Todas las mañanas podía vérselo caminando por los senderos de la plaza con las manos metidas en los bolsillos, como si tuviera frío. Pero no tenía frío. Cuando se encontraba con otro paseante se detenía, lo miraba  con minuciosa prolijidad, y después… En general no había después, porque la mayoría de las personas fruncían el ceño, y se alejaban de él apresuradas, murmurando, como quejándose: “¡Que no hay derecho a mirar así a la gente!” “¿Dónde habrá aprendido modales este personaje?”

                    Pero cuando este personaje se encontraba con un grupo de niños, no tenía tanto problema, excepto cuando iban acompañados por adultos, que, casi invariablemente, tironeaban de sus brazos para alejarlos de inmediato de quien había tenido la osadía de detenerse frente a ellos y mirarlos, mirarlos directa y abiertamente. A veces los chicos tienen suerte y corretean solos, y saltan y gritan o cantan entre ellos, y en esas ocasiones, cuando lo enfrentaban, frenaban súbitamente y se quedaban quietos o movían sólo la cabeza, y lo observaban con curiosidad, expectantes. Pues de ese señor algo tenía que surgir, algo que los sorprendería, algo que no conocían, y quizá algo que podrían guardar en sus bolsillos como novedad.

                       Entonces el señor les sonreía, con la boca y con los ojos, y comenzaba a hablarles con palabras interrogantes, y cuando un ¡Sí! amplio y unánime surgía de los pequeños labios, quitaba abruptamente las manos de los bolsillos, extendía los brazos como si fuera un espantapájaros, y al abrir los puños cerrados, todo con un solo movimiento, un abanico de brillantes y abigarradas mariposas inundaba el aire de los alrededores, flotando con su particular suavidad entre los maravillados niños, que saltaban y gritaban intentando atraparlas.

                Al rato, el señor volvía a meter las manos en los bolsillos, y las mariposas se desvanecían en el aire. Mostrando una enorme sonrisa, se alejaba entonces, caminando despacio, ante el asombro que dejaba atrás. Escuchaba los llamados perentorios de los adultos a sus críos, se encogía de hombros como diciendo: “así son las cosas”, y comenzaba a silbar una canción, hasta encontrar otro grupo de gente menuda. En algunas ocasiones, inclusive lograba asombrar y hacer sonreír a algunos adultos, porque aunque raros, también los hay.

              Con el tiempo, algunos lo llamaron el señor de las mariposas. Otros, simplemente el loco de la plaza.


                                     LA CARTA

      Hacía  varias semanas  que esperaba  la carta que su nieto le había prometido al terminar el verano. Pensaba con insistencia en el chico y se complacía en recordar los muchos momentos amables que habían pasado juntos. No podía dejar de sonreír cuando evocaba la imagen seria e inocente, siempre interrogante del niño, y sus palabras y dichos escuetos, de una lógica simple y sencilla, con frecuencia aplastante.
      Con profunda tristeza lo vio alejarse cuando terminaron las vacaciones. Dudaba que la escuela pudiera agregarle algo más que información: conocía las necesidades actuales del chico  y había insistido ante su hijo para retenerlo el año entero. El niño se había entusiasmado con la idea. “Padres separados encuentran la mejor solución internando los hijos en un colegio”, pensaba ahora con un dejo de amargura

     Esa tarde salió de la casa luego de un frugal almuerzo, trajinó con los animales de corral, limpió pesebres,  ató los caballos en el arado y comprobó el estado de la tierra. Unas dos hectáreas serían suficientes para plantar el maíz que necesitaba.
     Después limpió de yuyos la quinta, viendo cómo los retoños sembrados apuntaban decididos buscando la luz del sol. Las papas, cebollas y ajos maduraban bajo tierra y su memoria todavía buena los vigilaba. Más allá, las plantaciones de ajíes y tomates reclamarían en unas semanas su tiempo.

Del otro lado de la cerca, los frutales siempre vulnerables a los bichos, las plagas y los pájaros demandaban también su atención con voz propia.
      Su nieto le había asegurado contarle no bien pudiera las novedades de la ciudad y de la nueva escuela. Estaba muy nervioso cuando lo acompañó a la estación de ómnibus para su regreso. Entonces prometió escribirle.
      En eso pensaba, y también en la original y  especial manera de enfocar ciertas cuestiones que comparten, con curiosa sintonía, las edades extremas, cuando oyó el silbido del cartero. Estaba contemplando con atención y muy de cerca unas manchas oscuras en las hojas de los limoneros, y partió raudo hacia la casa.

Atardecía. Con el arranque apresurado, no percibió el ligero movimiento  que se produjo en el bolsillo de su camisa, al desprenderse los anteojos, que quedaron enganchados en una rama   del árbol, espinosa y adhesiva.

   En el buzón exterior encontró un sobre blanco, escrito con letras que apuntaban un poco hacia abajo, como suelen hacerlo los chicos. Instintivamente llevó la mano derecha al bolsillo de la camisa.  Lo encontró vacío. Nerviosamente rebuscó en los otros bolsillos, sin resultado. Era el único par que tenía, y sin ellos no podía leer. Se  sentó en el suelo, resoplando con fastidio. Golpeó varias veces con la mano distintos sitios del  cuerpo, buscando con esa maniobra una mágica aparición. El sol ya se había ocultado detrás de las lomas que se elevaban más allá de sus terrenos. Pronto sería de noche.

     Entró con pasos fatigosos en la casa. Buscó  por todos los rincones hasta que recordó el último uso que les había dado a los anteojos. “Fue en la quinta”, pensó esperanzado, y hacia allá salió presuroso, aprovechando los últimos minutos de luz.
   
      Limoneros había unos seis o siete, entre otras plantas frutales, como mandarinas, naranjas, quinotos, pomelos y manzanas, y el suelo no estaba para nada limpio. Suspiró con fastidio y comenzó con la búsqueda, planta por planta.

    La noche lo encontró en cuatro patas, rebuscando entre los yuyos. Desesperanzado y muy cansado, regresó  ya definitivamente de mal humor. Entró en la casa, encendió las lámparas de querosén y se lavó en la pileta de la cocina manos, cuello y cara, refregándose la piel con rabia. “Más tarde me cocinaré algo”, pensó siguiendo una rutina.
       Se sentó en el sillón de cuero, gastado por el uso de años, y estiró las piernas. Entonces se desprendió de las botas con movimientos bruscos, descargando una vez más su frustración. Volvió al sobre y lo acercó a la luz. Manchas de tinta borrosas prometían una comunicación que así no llegaría a ser.
        Abrió el sobre con el filo de un cuchillo y extrajo dos hojas blancas, llenas de letras negras ilegibles. Formaban líneas que también apuntaban hacia abajo. Algunas parecían perderse más allá del borde del margen. Forzó la vista, sin lograr corregir el defecto de su visión.

         Se tomó la cabeza con las manos y de pronto se dejó llevar por un llanto que comenzó a sacudirlo desde los hombros. La impotencia y la realidad de sus limitaciones le inundó como un aluvión que todo  lo cubre.
          Se incorporó y arrojó las hojas sobre la mesa. Se acercó a la cocina con la vista empañada, que no quiso distraer con el puño de la camisa. Como siempre, la ilustración del almanaque pinchado en las tablas de la alacena atrajo su atención. Bajó hasta las letras y números, borrosos, solo reconocibles ahora con ayuda de la memoria
          Acercó  la vista a esas manchas oscuras, entrechocando los dientes con rabia. Casi tocaba el almanaque con la cara cuando otro mundo se le abrió súbitamente. Veía. Veía con nitidez letras y números.
         Parpadeó varias veces, molesto por la humedad de los ojos, y la visión borrosa regresó, dueña de su sitio.
          Entrecerró los párpados y con la mirada fija en la luz de una lámpara volvió a lagrimear. Entonces tomó la carta y empezó a leer esas letras enormes que se le iban apareciendo una tras otra, aumentadas y centradas por la lupa que producía el agua sobre las corneas.
        “Querido abuelo: No sabés el trabajo que tengo en la nueva escuela y lo que me ha costado encontrar el momento para poder escribirte. Recién he terminado mi tarea y apenas tengo luz suficiente para escribir. Lo hago de memoria, porque casi ni veo las letras, así que vas a tener que disculparme por los errores de mi escritura, que seguro no te va a resultar nada fácil de leer...


BREVE HISTORIA DE UNA PEQUEÑA ABEJA Y UNA FLOR

      Le gustaba soñar, y como era muy chiquita, tenía sueños maravillosos. Pero sus compañeras, ya adultas, con el afán de trabajar el día entero, no se lo permitían. Y le encargaban una serie de trabajos que, según ellas, debían cumplir las abejas más pequeñas -como dar de comer a las larvas y construir nuevos cuartos con cera para agrandar el panal. También recibía el néctar que traían las mayores, lo ingería y luego lo devolvía para depositarlo en los sitios donde se guarda la miel. Todo esto lo hacía bien, pero no se conformaba. Sentía la necesidad de conocer algo más, de vivir de otra manera que no fuera tan maquinal. No amaba su trabajo, pues quería realizarlo para algo o alguien en especial, y no simplemente para cumplir con un deber impuesto en el panal. Soñaba con encontrar una flor; una flor muy hermosa, con cuyo néctar ella fabricaría la miel más deliciosa del mundo. Y así sería su miel, pues la crearía con una sola flor, a la cual querría toda su vida. No deseaba tener trato con cientos de flores, como lo hacían las demás abejas, pues de esa manera jamás llegaría a conocer a ninguna. Pensaba en todas estas cosas, y deseaba compartirlas, pero las mayores no le daban importancia, e insistían en que trabajara sin perder el tiempo con ensoñaciones que, según ellas, sólo servían para distraerla de sus ocupaciones.
     Un buen día, sin autorización, decidió salir con las demás abejas para visitar a las flores. Pensaba que solo así llegaría a encontrar la flor con la  que había soñado. Deslumbrada por su belleza, las contempló largamente hasta que fue sorprendida por la noche. Temerosa, regresó al panal. Traía las patitas vacías, pues no había recogido néctar para la miel. Cuando llegó, las abejas grandes se indignaron con ella. Había descuidado el trabajo en el panal, abandonando las larvas a su suerte, y además había perdido todo el día admirando lo que ella definía incomprensiblemente como “la belleza de las flores”, sin juntar ni un poquito de sustancia para la miel. Avergonzada, la abejita no supo qué decirles. Se sentía acechada, acorralada por sus compañeras. Entonces solicitó autorización para alejarse del panal. Las mayores estuvieron de acuerdo con que se fuera, pero le impusieron que no regresara nunca más, ya que si las más pequeñas seguían su ejemplo, ninguna trabajaría  y todas morirían de hambre en el invierno.
     Sin saber hacia dónde ir, la abejita voló lejos del panal. No conocía ningún refugio ni sabía cómo encontrarlo. Anduvo largas horas, y como era de noche, se extravió. Cansada, bajó para buscar algún sitio donde poder dormir resguardada. Pero al llegar al suelo, todo le pareció inmensamente grande, oscuro, aterrador. Las sombras de los pastos, agitados por el viento, la hacían temblar de miedo. Deseó fervientemente volver al panal. Se sentía tan sola, que se largó a llorar sin consuelo. El viento arrastraba sus gemidos entrecortados, cuando una flor, que ya dormía, despertó al escucharlos, y asombrada la llamó. La abejita se le acercó y comprobó que de esa flor emanaba una perfume muy especial. Como era de noche, no podía distinguirla bien, pero imaginó que era muy hermosa. La flor la acarició con sus pétalos, y  le pidió que le contara lo que le ocurría. Entre sollozos, la abejita le relató todo, su vida, sus anhelos, sus penas, hasta que, ya calmada y abrumada por el cansancio se durmió sobre los pétalos de la flor.
     A la mañana siguiente, la abejita despertó muy temprano. Nunca había contemplado un amanecer tan lindo. El rocío, que se había depositado sobre los pétalos, la refrescaba. Comprobó que los colores de esa flor eran maravillosos, y se combinaban armónicamente. Sintió hacia ella una inmensa ternura, la besó con suavidad, y luego, feliz, salió a volar por los alrededores. El sitio era recóndito y diferente a cuanto ella conocía. Lo protegían enormes árboles, de tupido follaje, y el pasto era alto y muy verde. No encontró otras flores tan grandes como su amiga y, temerosa de perderla, volvió a su lado. ¡Qué hermosa era! ¡Qué pétalos tan delicados y fragantes tenía! En cuanto la flor despertó, la abejita le expresó emocionada que deseaba quedarse a vivir con ella. La flor, como única respuesta, le dijo que ese era el día más feliz de su vida.
     Agradecidas por el encuentro casual que las había unido,  se hicieron muy amigas. La abejita comenzó a construir un diminuto panal dentro de la flor. Destinó un sitio para dormir, y otro para guardar su futura miel, que sería la más deliciosa del mundo. La flor,  que conocía los secretos de su fabricación, le daba indicaciones: Debía recoger el néctar con las patitas, llevarlo hasta el panal, comerlo de a poco, y finalmente devolverlo para depositarlo, ya transformado en miel.
     Al principio, la miel tenía un sabor común, y se parecía a cualquier otra. Pero con paciencia, constancia y una delicada elaboración, la abejita repitió muchas veces el procedimiento, hasta lograr una altísima purificación. Mientras, su amiga le confiaba los secretos de las flores, indicándole los sitios que conservaba intactos,  adónde podía encontrar el néctar más preciado para fabricar la miel. Le contaba que todas ellas disimulan esos escondrijos, pues generalmente las abejas se les acercan sólo por  interés. Únicamente desean explotarlas, sin importarles el resto. Las abejas no advierten que las flores desean hacerse amigas de ellas. Y por ese motivo, éstas mantienen en secreto lo más exquisito y preciado de su esencia. La abejita se dio cuenta del don que su amiga le hacía, y se comprometió a quererla siempre.
     Pasó el tiempo, y ambas amigas eran cada día más felices. Se comprendían y ayudaban en todo momento. Y la abejita fabricó, tras muchos intentos, una miel sin par. Poca era su cantidad, pero incomparable era su calidad.
     Un día en que estaban conversando animadamente, oyeron los lamentos de una abeja. Poco a poco, éstos se intensificaron, hasta que distinguieron que se trataba de una abeja que volaba sin rumbo, dando vueltas en el aire, como perdida y quejándose continuamente. Preocupada, la abejita  la llamó. Cuando llegó hasta ellas,  comprobó que se trataba de una de sus compañeras. Se reconocieron mutuamente y se abrazaron, llorando de alegría. La abejita le contó a su visitante las vicisitudes que había sufrido luego de abandonar el panal, cómo había encontrado a la flor, cuánto la quería y lo feliz que era ahora con ella. La abeja no la comprendió, pero se alegró de encontrarla bien. Entonces le contó el motivo de su tristeza: La Reina estaba muy enferma. Todos los métodos conocidos para curarla habían fracasado, incluyendo la jalea real. Pronto, ellas quedarían sin su reina madre, y habría una enorme congoja en el panal. Esta noticia entristeció mucho a la abejita, ya que ella también era hija de la Reina. Luego del relato, la abeja se despidió y se alejó volando, algo más reconfortada por el inesperado encuentro. Pero la abejita, en cambio, quedó apesadumbrada ante la noticia, y fue a llorar sobre los pétalos de su amada. Esta, que había permanecido callada desde la llegada de la abeja, la consoló con palabras muy suaves y dulces, y le pidió que juntara toda la miel que habían fabricado juntas. Que llenara bien el buche y las patitas con ella, y que se la llevara a la Reina. Estaba segura de que se restablecería si le daba de comer de esa miel. Delirando de entusiasmo, la abejita cumplió con la sugerencia de la flor, y se preparó para partir. Se despidieron sin tristeza, pues pronto estarían nuevamente juntas, y la abejita emprendió emocionada el vuelo hacia el panal natal. Era noche cerrada cuando llegó a sus alrededores. Una gran nostalgia la invadió cuando comenzó a reconocer los sitios donde habían transcurrido los primeros días de su vida. El aroma típico de la miel del panal la estremeció de alegría. Al llegar, las abejas la recibieron con gran entusiasmo. Su presencia les daba una nueva alegría de vivir. Inmediatamente, la abejita preguntó por la Reina, y al verla, agonizante, casi se echó a llorar delante de ella. Pero se contuvo, y se le acercó para ofrecerle la miel que traía.
     Día y noche permaneció junto a su madre, dándole  a cada rato de la preciosa miel. Y la Reina comenzó a reponerse. Poco a poco, fue recuperándose; se la veía más fuerte y se sentía de mejor humor. Hasta que un día, completamente repuesta, pudo levantarse y salir a pasear. Al ver a la Reina nuevamente sana, la alegría de toda la colmena fue indescriptible. Bailaban y cantaban las abejas, felices de que ya hubiera pasado el motivo que las entristecía. Entonces, la Reina decidió que la abejita  permanecería con ella, pues sería su mejor sucesora. Todas las abejas aplaudieron la decisión como la más acertada, y no dejaron de felicitar a la pequeña por  la sabia elección. Pero ésta no estaba nada conforme con esa providencia. Extrañaba enormemente a su flor; no imaginaba otra vida que no fuera junto a ella, y no deseaba otra cosa más que regresar. Ni aunque la designaran sucesora de la Reina quería seguir en el panal. Pero pensó que si expresaba sus deseos, las abejas volverían a enojarse con ella, la llamarían desagradecida. Y ser la futura reina era un honor y un deber que no podía eludir fácilmente.
     Cuando la Reina demostró estar completamente recuperada, la abejita aguardó la oscuridad de la noche y que todas sus compañeras durmieran, y sin despedirse y confiando ciegamente en su instinto, emprendió el vuelo de regreso. El deseo de encontrarse con su amiga la impulsaba y voló rápidamente. Desde lejos percibió la fragancia de su compañera, y se colmó de dicha al acercarse a ella. Fue indescriptible la alegría de ambas  al reencontrarse. La separación había aumentado la fuerza de sus sentimientos, y comprobaron que se amaban intensamente. Ya no tenían miel, pero la fabricarían  de nuevo. Y la próxima sería aún más rica que la anterior, que había demostrado la eficacia de sus propiedades al curar a la abeja reina.
     A partir de entonces, ambas continuaron su vida de trabajo y amistad, combinando las labores con el afecto, en perfecta armonía.
     Pero, pronto aparecieron mensajeras del panal, pidiéndole a la abejita que regresara con ellas. Era la elegida, y no podía rehusarse a la voluntad de la Reina. Ella intentó explicarles que no deseaba ese honor; que simplemente quería vivir en paz con su flor y dedicarse a fabricar esa miel sin par. Las súplicas y los ruegos de las abejas fueron en vano. Nada ni nadie la haría cambiar de opinión. Entonces, las mensajeras regresaron cavilosas al panal. Allí, en secreto conciliábulo, decidieron raptarla, para luego encerrarla en el panal.
     Sin comunicarle la decisión a la reina, se preparó un grupo de ellas, y una noche salieron todas juntas a buscarla. Exploraron la zona hasta el amanecer, pero no pudieron encontrar la famosa flor. Regresaron al panal, contrariadas y agotadas, y no tuvieron más remedio que confesarle a la Reina  el motivo de su frustración: La abejita se había ido para siempre del panal. Al escuchar el relato, la Reina comprendió el deseo de la abejita, y ordenó que no volvieran a molestarla. Y acto seguido designó a otra sucesora.
     A la mañana siguiente, al despertar, la abejita comprobó que su amiga se había cerrado. Sin extrañarse, la despertó como siempre, acariciándole los pétalos con la trompa y las patitas. La flor se desperezó con un lento movimiento de apertura, ofreciendo su interior a la luz del sol, que inundó a ambas amigas con su alegría. Le contó entonces a la abejita que  la noche de la víspera habían llegado muchas abejas revoloteando por la zona, con la intención de raptarla. Ella unió herméticamente los pétalos, y logró pasar desapercibida. Al desconocerla, siguieron su camino. Era una vieja treta que había heredado instintivamente, para evitar ser comida por los insectos nocturnos. Ambas festejaron la idea, y continuaron luego con sus tareas cotidianas.
      Nunca más volvieron las abejas a molestarlas, aunque alguna pasó fugazmente de visita, compartiendo las  novedades y llevándole a la Reina, como regalo, un poco de la miel sin par de la pequeña.
      Vivieron mucho tiempo juntas. Y se amaron; se amaron como solo saben hacerlo una abeja pequeña y su flor.


                                                                                         FIN