viernes, 30 de octubre de 2015

Mediodia, con Duendes y Demonios

                                                            You, dreammer you… Johnny Cash

    A la sombra aún, desde una puerta del Hospital considerabas con recelo la playa de estacionamiento. Estaba casi vacía, en un  mediodía furioso de febrero. La luz asesina del sol caía  impiadosa sobre el cemento y los autos. Caminando hacia el tuyo, te plantaste los anteojos negros, una necesidad inevitable. “No pasé por Personal…”, recordaste de súbito. “Al carajo con la firma, mañana lo hago”, decidiste, abriendo la puerta del auto con el remoto. “Un día más de esta rutina infernal  enfrentando conflictos, quitando piedras del camino y palos de la rueda para que el carro empiece una vez más a moverse”. Suspiraste  encendiendo el motor, e inmediatamente pusiste el aire acondicionado abriendo también las ventanillas. “Esto es un horno”. Y un horno encendido  era tu cabeza, que reclamaba  una palangana de agua helada. Johnny Cash con su: ...on the night Hank Williams came to town, recuperó de  pronto todo el espacio desde el reproductor de CD. Pero ni su pegajoso y rítmico acento logró aventar tu malhumor. “Hay que despedirse de esto, hay que salirse de una buena vez de esto”, pensabas, mientras enfocabas la salida hacia el bulevar. “Hay que despedirse de tantas cosas...”, y la marea de elucubraciones comenzó a circular por tu  cerebro hirviente como una cinta sinfín.  “Es así nomás la cosa, o ponés punto final a todos tus quilombos, o ellos te dejan a vos, cualquier día de estos, tirado en algún sitio, o aquí mismo, con la cabeza sobre el volante...”

     De reojo viste a alguien de guardapolvo blanco que se  acercaba con pasos presurosos y frenaste. “¿Y ahora qué…?”, te revolviste con furia creciente, imaginando un obligado regreso. Apagaste la música, y ya, junto a vos,  el guardapolvo blanco, y sobre éste, un pelo negro que brillaba al sol, abundante y lacio y que se consolidaba suavemente hacia arriba. En el centro, unos ojos muy claros te miraban  con  interés y algo de sorpresa, y la boca que había empezado a  hablar,  no paraba de hablar. Tomada de la puerta con las manos, ella movía los labios con ritmo alucinante.  Sus ojos, que  se agitaban con rapidez,  no dejaban de... ¿encandilarte? “¿Es esto cierto”, pensaste, “¿o ya me llegó la hora y estoy sobre el volante con el infarto...?” Apagaste el motor y descendiste del auto, enfrentándola.

    - ¡Hola!- saludaste. -¿Te conozco?- y ella se presentó con una disculpa. Su  voz   era ligeramente áspera y baja. En  un bolsillo abierto del guardapolvo se adivinaba la causa.

    - Fumemos- le dijiste, y la miraste ahora directo a los ojos. A plena luz del sol, eran las pupilas muy cerradas, y la claridad marina que recibiste de ellos te pareció que merecía otro ámbito de discusión. Te ofreció un cigarrillo y acercaste la cara a su mano para recibir fuego. Hubieras besado esa mano de no tener el cigarrillo en los labios. Miraste su boca, que echaba  humo  frunciéndose  hacia  un  costado, y  le  dijiste algo como  “Vos no sos de aquí. ¿Venís de otro hospital, o caíste del cielo?”, para verla reír: Querías sus dientes. Desparejos pero blancos, muy blancos, los colmillos superiores montados, labios carnosos y de suaves líneas  los cubrían con dificultad al cerrarse en el cigarrillo. Ella también te miraba.

    -Vamos a un lugar tranquilo- murmuraste, y mientras cerrabas el auto con el remoto, le tomaste un brazo. Te miró y sonrió. En tus oídos sonaba: ...with an angel for a while... “¿Será que a veces Johnny es premonitorio?”, pensaste, sintiendo el brazo bajo tu mano un brazo izquierdo no débil, pero sin lugar a dudas femenino.

    -¿Vas a colaborar con el proyecto?- Sentados en el bar, te preguntaba, y ahora era ella quien te tomaba del brazo, su mano sobre tu antebrazo extendido, como diciendo “¡Hey,  hombre de lejanías abismales!, ¿me estás escuchando?” Sus ojos habían cambiado de tonalidad, más gris, menos azul.

    - Me gusta observarte en  silencio mientras escucho como de lejos tus palabras Tu mirada es increíblemente suave con esta luz... - le contestaste sin proponértelo.

     -¿Qué...?-, y sus blancos colmillos asomaron imprudentes  detrás de la mueca de incredulidad.

     - ¡Eso!- enfatizaste-.  Digo que la luz asombrosa de tus ojos se aclara en la penumbra... Y eso que parece  tengo el privilegio hoy, aquí y ahora de contemplar,  llega así nomás hasta mí con el insólito encanto  de  la belleza más embriagadora que he conocido-. Mientras, ella bajaba la mirada, y en la sonrisa  que temblaba en sus labios podía adivinarse el comienzo de una retirada. - Es lo mejor que me ha sucedido en este día- murmuraste-, claro que no se necesitaba un gasto tan enorme para mejorarlo. Dicen que el cielo tiene estas cosas. Sucede cuando menos te lo pensás... Pero bueno, ¿me estás preguntando si adhiero al proyecto?- Ella había retirado la mano, se recostaba en el asiento, y bebía el café. Se inclinó para dejar la tacita en el plato, echó el cabello hacia atrás con un gesto amplio del cuello y la mano:

   -  Sí, me encargaron  que te viera con este proyecto que juzgamos muy  interesante, y creen que vos sos el indicado de aquí para colaborar en él. Valoran en extremo tu experiencia, que  desde ya, compruebo no te falta en lo más mínimo-. Y luego de un silencio- : Te informo, por las dudas,  que “mis ojos claros” no son parte de él.

   - Lástima- y le tomaste una mano, que no retiró- ¿Y en qué proyecto están inscriptos tus ojos marinos de los que no puedo despegarme, el rosado de tus labios que en vano intentan ocultar esos colmillos de fábula, el fuego negro de tu pelo, esas orejas de ficción con aros al tono de tus ojos, justamente ciertas para perderlo a uno, y  ese cuello donde hundir la cara parecería  un  sueño  imposible... Y tus manos…- y  con el pulgar hacías leves movimientos sobre el dorso. Sus dedos se cobijaban en el hueco de tu palma. Ella cerró fuertemente la boca, hundiendo los labios entre los dientes, te miró abierta y directamente a los ojos, y revolviendo su mano tomó la tuya. Acercó el pecho a la mesa y se llevó tus dedos a la boca. Los besó levemente.

    - Vos también tenés una mirada más que hermosa, por momentos hechicera, y una boca que dan ganas de besarla apenas vista. Al hablar, bueno, es como si tomaras posesión de una, y que siempre fue muy natural que así ocurriera,  y hay un, qué sé yo, algo indefinido que irradia tu persona que se  le hace imposible a una no sentirse de atraída de movida... Y atraída mal.

   - ¿Mal...?- Le sonreíste, respirando hondo, concentrado en sus ojos y en esa mano que te sostenía como invitando a olvidar todo y dejarse ir.

   - Mal en el buen sentido. No parece tarea fácil jugar con vos, considerarte como algo, digamos, interesante, agradable pero momentáneo y  que quizá... Das la sensación de que los “quizá” no existen para vos-. Abandonó tu mano por un cigarrillo, lo encendió y se lo quitaste de los dedos como en un pase de prestidigitación. Parecía  enojada, y  lo regresaste a sus labios, rozando los “agentes de Lucifer” de Sabina.

    - Fácil, claro que es fácil. Tengo la casa abierta de par en par- y extendiste los brazos hacia ambos lados-, y se puede entrar y salir con facilidad, sin problema alguno...

    - ¡Eso! Entrar, sí, no lo dudo. Puede ser...- y emitió una bocanada de humo. Le pediste una pitada con dos dedos extendidos, que concedió. -Pero salir, lo que se dice salir, no creo que sea fácil. Para mí las puertas  primero son para entrar, y aunque estén abiertas, me tomo un tiempo, aunque a veces se cierren antes de decidirme…Y  me cuesta  salir…vaya si me cuesta salir-. Fruncía los labios y el entrecejo en una queja prematura. Te encogiste de hombros, la miraste a los ojos y desviaste la mirada hacia un costado, como desprendiéndote de ella.- No hagas eso- pidió con un hilo de voz.- Me estás embrujando, encantador de serpientes...y adivino que esto puede terminar fatal...

    - Para empezar, podría empezar... Lo primero es lo primero, y luego se ve... Te aclaro que creo más en el azar que en las estadísticas - dijiste con una voz casi impersonal, y seguiste- ¿Por qué ustedes siempre están tan ansiosas por leer  el final de la novela?

   - Cuestión de género. Quien se quema con leche...

   - ¿Quién no se ha quemado con leche, con aceite hirviendo, o en la hoguera inquisitorial a esta altura del partido...?- respondiste cortante, y valoraste nuevamente sus ojos, el movimiento de esos discos claros, la clave de la carretera para iniciar otro camino, no precisamente el que pensabas recorrer una hora atrás, saliendo una vez más de ese bendito Hospital.

    - Mirá, no te voy a decir que no se pueda, porque te mentiría, y a mí no me gusta mentir, pero también me gustaría aclarar ciertas cosas. En estadística se basa nuestro trabajo, no en el azar, y el azar no me trajo hasta aquí...

     - Ya veo... Tiempo al tiempo. Dejaste en claro tu perfil serio, que adivino tan atractivo como el frente... Aún no imagino la delicia de contemplar ese perfil desde la almohada de al lado. Tus ojos aclaran el resto, y colaboran  tus labios, tus dientes, con esos colmillos que asoman impertinentes hacia delante.  Además, y como buen comienzo: ¡los dos fumamos!- La carcajada los separó, movimientos propios los sacudían, mientras mantenían con la mirada el dogal de seda que trenzaran ambos minuto a minuto, sin prisa ni pausa. Ella miró de pronto su reloj:

   - Bien, me tengo que ir- dijo, buscando la cartera. Tu ademán le indicó que la cuenta era a cargo del local. Pagaste y caminaron. Ella se había quitado el guardapolvo. La blusa  hacía juego con, con... (¡con qué si no!), y se balanceaba lentamente sobre unos zapatos de taco bajo. Te tomó del brazo y luego deslizó su mano hasta llegar a la tuya.  Junto a tu auto, le soplaste el pelo, y apareció otra vez ese mar brillante y azulado, pero ahora poseído por  corrientes alborotadas y encrespado oleaje.

   - Sos muy hermosa. Deberías cuidarte... Creo que fue Oscar Wilde quién dijo que “la belleza no se perdona”, ¿sabías?-. Ella jugaba con sus labios. Se puso de súbito en puntas de pies y te besó. Sonreía con la boca entrecerrada,   saboreando con la punta de la lengua el dejo de los tuyos. Te recostaste contra la puerta del auto y ella comenzó a hurgar en la cartera. Te miró, entre divertida y algo triste.

    - También, creo que fue Marechal quien  dijo: “Con el número dos nace la pena”- e hizo un gesto como preguntando: “¿Ves, y ahora, qué…? ¿Los sabés vos?” Pero  cambió rápidamente;  el ceño fruncido fingía seriedad-: Bueno, ha sido una charla muy interesante, doctor, y espero que podamos compartir ideas y sugerencias para avanzar en el proyecto. ¿Qué le parece si nos pasamos los tele...?- Con el remoto en el bolsillo abriste tu auto y se interrumpió, sorprendida por el ruido.

    - “Con el número uno nace la poesía, y con el número dos, la poesía cobra vida”. No sé quién lo dijo, pero mi auto te está diciendo que des la vuelta y subas, y no hay pretexto que valga.

   - ¿Y-no-hay-pretexto-que-valga?- entonó ella mientras rodeaba el auto con lentos pasos de baile. Abrieron las puertas simultáneamente y los invadió el calor sofocante acumulado en el interior. Sin cerrar las puertas, se inclinaron el uno hacia el otro, se tomaron de la nuca, revolviendo pelo entre los dedos, y tus labios reconocieron los de ella, los colmillos inefables, y al abrir los ojos, el azul  tan cercano te  envolvió sin remedio y te tragó, cuando a ella la devoraban los tuyos,  sin hablar de promesas, sin tener en cuenta viejas historias  ni mencionar  sueños a cumplir. Sólo esto. “¡Vaya!, si, sólo esto”, alcanzaste a pensar.




  - ¡Adiós, doctor!- saludaron a coro con tono festivo varias voces femeninas con uniforme de enfermería al pasar junto al auto-. ¿Todavía aquí?- y las risas se perdieron con el eco de pasos apresurados, en una abrasadora tarde pasado mediodía que ya había empezado a desparramar sombras como residuos de duendes y demonios sobre la playa de estacionamiento del Hospital.

(del libro Hombre, 2008, ed Dunken)

Happy Hour

   Cerca de un mediodía horrible por demás, arribas a la ciudad. Frío, lluvia y viento castigan parejos. El centro, lleno de gente que te va sacudiendo puntazos en la cabeza al caminar, con los piquitos hirientes de los paraguas. “Un asco”, piensas mientras cuidas los ojos,   e  ingresas apresurado a un edificio, buscando protección. Allí te golpea bruscamente el contraste: “¡Caray! Vine con demasiada ropa....me voy a cagar de calor... y desensillar acá es medio imposible”. Llegas y se te ocurre que te invitan a  entrar. Transcurre media hora con música funcional y caras bonitas de figuras estilizadas que cruzan por delante a buen paso. “Aquí se trabaja”, delatan, “o es un curro bien armado”.  Al destrabar las piernas, te sube una urgencia conocida: “¿Quedará muy mal si  pido  de ir al baño?”El grito de la vejiga  te anima. “Sólo para el personal”, es la helada respuesta. “Abajo hay un bar...” “Claro, preciosa, yo también lo vi. Pero si no te sentás a tomar algo, no te dejan usarlo”,  murmuras. “En media hora regreso”, le adviertes a una en voz alta; asiente sin mirarte. “Ma sí, todo da igual” escupes en el ascensor, con una puntada aguda debajo del cinturón. El ascensor, terrible prueba para estos trances. Agudiza hasta el colapso cualquier urgencia. Entras casi terminal al bar. Solicitas al pasar un café en la barra, y preguntas por el baño con desesperación. Con un cabezaso el encargado  te lo señala, sin dejar de lustrar las copas con energía. Ya las gotitas se han anunciado a través del pantalón, peligrosa y fría avanzada. El alivio es rápido, abundante y satisfactorio. “Menos mal que hoy la próstata arrugó y dejó cancha libre...”, y sonríes al recordar la causa. “Y...se  hace lo que se puede”, y canchero, sacudes, te enderezas hinchando el pecho, guardas  y sales. El frío que viene de la húmeda  entrepierna te baja los humos. Y lo completa el encargado cuando pasas desmemoriado, frente a la barra: “¡Hey, jefe,  no se olvide del café!”. Arriba:
     “No, ya el señor gerente  se retiró”, te recibe una beldad con tono helado. Con un hilo de voz, que no se sabe si precede al trueno, preguntas: “¿Y no va a volver...?” “Sí, dijo que en dos o tres horas estará por acá”, alivia ella, pero luego: “No, no se lo puede molestar por el celular, órdenes terminantes”. Dejas los originales sobre el escritorio, y prometes regresar.
       El centro, sucio, plomizo, vaporoso, de ruidos estridentes a cada paso  cubre todo con un velo como una preanestesia. La inercia  te lleva hasta una pizzería. Pides dos porciones de jamón y morrones, con fainá, y agua mineral sin gas; de parado nomás. Odias sentarte  y esperar al mozo quince minutos para que se digne llegar hasta tu mesa, y otros quince para que traiga el pedido. Una heladería te invita con el postre. “¿Con  este tiempo?”, diría la abuela. “Te vas a enfermar, m’hijito”. “Deje, abuela”, contestas mirando esquivamente hacia el cielo, “peor de lo que estoy...” Sin aclarar la patología  de tu aciaga figura, ingresas en una librería de usados, lamiendo los últimos fragmentos de un helado de limón. En la mesa de saldos por un peso encuentras Palmeras Salvajes traducido por Borges, y consideras que ya  te ganaste el día. Caminas por la calle Lavalle, peatonal y turística. Pasas frente a una sala de cine condicionado. Entras, y buscas en la oscuridad, escuchando suspiros varios, un asiento alejado de la gente, escasa afortunadamente. Todos xy. En la pantalla una señorita jadea y un mocetón hace que le pega y otras cosas, con gesto airado. “Me parece que esta película ya la vi”, piensas al sentarte. Pero como sólo buscas un sillón, vale, aunque la música resulte harto monótona. Sonríes al relajarte, tirando los pies por debajo del asiento de adelante, y apoyando la nuca en el espaldar:”Hay que ser boludo para venir al centro en un día asqueroso, y bancarse el garrón de esta gente de la editorial; si uno ya sabe cómo va a terminar...y encima, con la hiperacidez por la pizza, caer acá...”, y sueltas una apagada carcajada, antes de cerrar los ojos. Los gritos y jadeos se suceden allá adelante, variaciones sobre un mismo tema. Te dejas llevar por imágenes interiores, que no coinciden con las de la pantalla. “Debería intentar unirlas; podría ser interesante”. Fijas otra cara en la de  la señorita, y el musculoso y bien armado adonis que pareciera estar ayudándola a trasponer un sitio estrecho por demás, comienza a parecerse al concepto algo escuálido que encuentras más que a menudo en los malditos espejos. Recoges las imágenes de la película más curiosas, cierras los ojos y en tu cerebro  haces la transmutación,  para armar tu propio montaje.
     Despiertas. Alguien come pochoclo  o pop corn, cuya varanda te inunda desde un costado. Y otro alguien se mueve de manera poco habitual para un cine tradicional. Te incorporas con dolor en la nuca, en el cuello, en la cintura, en los pies. Chistan desde atrás, te agachas, y sales. El aire frío y las gotitas en la cara te despabilan. Falta una hora. Llamas con el celular: “No, aún no ha llegado”. Vuelves a pasar por la librería. Hoy parece que es tu día de suerte. Consigues el  Herzog, de Bellow por cinco pesos. Estás hecho.
     El gerente entra como una tromba, bien trajeado, mejor peinado y recién bañado, con abundante loción. “Debe venir de un telo, así que acá falta una” piensas casi acertando. Habla por teléfono, da órdenes a diestra y siniestra, y luego de mirar el reloj con detenimiento, como si a través de él quisiera también prescribir algo, estira las manos unidas sobre el escritorio, y con un gesto de la cabeza: “¿Y bien?”. “Tengo esto”, respondes con una voz que intenta afirmarse carraspeando. Y él  toma  el hilo: ·”...que es...” “El manuscrito del que le hablé”. Lo sopesa como si el valor de su contenido pudiera tasarse como  papas o manzanas, y pregunta: “¿Y qué quiere que hagamos con él?” “Publicarlo, si vale la pena”. “Pero usted sabe que nosotros no corremos riesgos con gente desconocida; que nosotros vendemos lo que se vende”. “Quizá algún día se venda bien, y haga con  eso un buen negocio”. “Sí, quizá, pero por ahora...a menos que usted desee hacer una inversión en su libro...” Se incorpora en el asiento, sus ojos cobran brillo nuevo, y la carpeta pasa a ser sostenida con ambas manos. “Yo, inversión, imposible en este momento, pensé que...” Él vuelve al reloj con un gesto amplio y decidido, estira una mano para entregarte tus originales y la otra en señal de despedida. Al salir, ni el “chau, chicas”, te responden las beldades. Se limitan a oprimir un botón secreto que abre la puerta con un chillido.
    “Final anunciado”, pronuncias con  calor pegajoso  en un ascensor atestado en el descenso de las seis de la tarde. La calle Reconquista te absorbe con sus edificios opacos, llovidos y  casi en tinieblas. El cielo que se adivina allá muy arriba sigue encapotado. Pierdes el rumbo del estacionamiento y debes volver. Pasas por un sitio colmado de gente. Llega música desde su interior. Luces de neón en impecable inglés británico anuncian el producto de moda, la copa doble, el dos por uno, la hora feliz made in argentina. Te pica la curiosidad y entras. El pizarroncito al lado de la barra anuncia las bebidas del día. El ambiente pretende recordar algún sucucho de la ciudad de Joyce, mezclando maderas, verdes y cristalerías. Memorabilia de cervezas y whiskeys desconocidos dan un sabor auténtico al imperio invasor de 1807, “pasaron por acá mismo cuando los cagamos a cascotazos”, y  sonríes ante la supervivencia del más hábil. Llegas con dificultad hasta la barra. Cerveza se ofrece. Ya no la guiness o kelkenny, aptas para otros tiempos de bonanza; tragos daikiri o sex on the beach, el dulzón sabor de preferencia femenina, lo mismo que el new age. Varones, además de la cerveza, gastan fernet con coca, y los más viejos o  los yuppies new rich encaran como trago una buena medida de whisky importado, on the rocks, o solo. Hay quienes miran este último trago como un emblema del esnobismo porteño más rancio. Todo el clima evoca una nostalgia por el uno a uno, y los viajes regalados a Europa.
     Consigues un asiento en la barra. Apoyas el manuscrito encima de la madera lustrosa, y pides algo luego de quitarte el impermeable y aflojar el cuello de la camisa. Un vaho tibio y cargado sube desde allí. Te encoges de hombros. En el espejo te adivinas, no demasiado presentable, entre la variedad de botellas multicolores. Miras hacia un costado y la ves. Sola. Fuma de perfil y eleva al aire una perfecta columna de humo. Bebe algo indescriptible con pequeños sorbitos. El pelo, largo y negro, le cae con gracia sobre unos hombros que sostienen con  naturalidad un elegante vestido. Sobre sus piernas descansa un tapado de piel como perrito faldero.. El aro dorado pende de una oreja perfecta. Cuando sonríe, te recuerda a alguien conocido, que mejor no recordar. La puntada en el estómago anuncia una nostalgia mal olvidada Te quedas con el vaso en mitad de camino. Se vuelve, frunce el ceño y te encara.
       -¿Qué...tengo monos en la cara?- Sacudes la cabeza y bebes, sin dejar de mirarla.
       -No, monos precisamente, no. Todo lo contrario- contestas. Sonríe nuevamente. Fuma y vuelve a beber. Entonces dices alguna estupidez como:
        -No, los monos se fueron cuando llegaron los ángeles.
       -¿Es poeta, por casualidad?
       -Dios me valga, niña, no, nada que ver...
       -Señora...-y torna al vaso hasta terminarlo.
       -Señora y niña, para mí- y luego-: ¿Sola?
       -Haciendo tiempo- y observa el Gucci negro de bordes dorados en la muñeca.
       -Gran cosa es hacer el tiempo...yo, que lo pierdo casi constantemente... ¿Quiere otro?-ofreces con el vaso, y terminas el tuyo. Ella acepta y convida con un cigarrillo. Hace un par de años que lo dejaste, pero consideras que ésta es una buena oportunidad para volver. Las primeras bocanadas de humo te hacen flotar en una niebla por momentos silenciosa, y la náusea aprieta desde debajo del cinturón. Otro trago muy largo, y te vuelves para mirarla bien. Vale la pena.
        -Mi marido, sabés, es un gran economista y dentro de un rato presentará un libro en la Cámara de Comercio-. El tuteo te permite acercar unos centímetros el asiento.
        -...de economía, supongo- completas.
        - Claro, ¿de qué va a ser?- el  gesto de ella no alcanza al descrédito. Agrega:- Es un hombre muy inteligente-. No sabes si te la dio servida, o si de veras es inocente, cosa que no logra aparentar. Mueves la cabeza; la frase tiene que caer exacta..
           -Si  tiene  a su lado a alguien como vos, nadie osaría  dudar de su talento, y mucho menos de su buen gusto...
            -Ja, ja,ja,ja- ríe sorprendida. Se vuelve y te mira, casi por primera vez. No se detiene demasiado en tu aspecto por debajo de la barbilla.- Te cuento: es inteligente a pesar mío. Soy, lo que se dice, su peor  fastidio-.Mira hacia delante, suspira  e inhala una bocanada enorme de humo.
             -No lo parecés. No creo que  nadie pueda pasarlo mal con vos... ¿otro?- ofreces nuevamente. Ya el regreso parece lejano, improbable, impredecible. Y no te importa.
             -No dije exactamente eso, pero no se puede descartar que no esté próximo al colapso... ¿Y vos, también escribís?- dice, observando tu carpeta.
             Ella vuelve a fumar y ofrece. Aceptas. El mareo se estabiliza en un lánguido estiramiento de vísceras huecas.
             -Sí, escribo en algunos pasquines, y hago argumentos para otros. Comento basura preparada en forma digerible, y en mis ratos libres, o no libres, me dedico a  estas cosas para mí- y le señalas con los ojos el manuscrito. Ella acerca una mano y la dejas hacer pero le adviertes:- Su destino es  algún canasto de papeles.
             -¡Ahhh! ¡Sos más romántico que una mazurca de Chopín!- y ríe, entusiasmada, hojeando las cuartillas. De pronto se detiene y lee: “Todos los sentidos hacia fuera para  acallar ese rumor interior, el zumbido incesante del monólogo, o el de la plática entre fantasmales personajes. Todos los sentidos hacia fuera. Y con ellos en punta, el grito, y más allá el reposo, el verdadero reposo”.
         -¡Wow!-  emite con un largo soplido, y te mira, con la boca entreabierta, los ojos inquietos, una línea que desciende se ha formado en la piel  junto a su boca. Piensa, y muy rápido. -¡Parece que sos bueno  de verdad! Y además...
         -Querida, si fuera bueno ya estaría en la las librerías, o por lo menos en la imprenta...
          -Bueno y llorón...
          -Y viejo, gastado, y aburrido de todo, y más que nada, de sí mismo...
          -Bueno, llorón y nihilista. Un romántico incorregible. Aquí adentro deben haber delicias incunables...-y sonríe entrecerrando los ojos, llevando el texto doblado a la mejilla. Ya es suyo.
          -Te lo regalo, autografiado y todo.
           -¡Dale!-, y garabateas en la primera hoja algo así como tu nombre. Por encima de los lentes la interrogas con la mirada.
           -¿Para...?
           -Poné: Para G, y con eso me basta. Pero agregá tu teléfono, o tu mail, así te cuento mi impresión luego-. No terminas de escribir cuando ella se larga del asiento con una agilidad inesperada. El animalito faldero salta de sus brazos, se estira y se le integra  con rapidez y naturalidad. De pie, ella resulta aún mejor.
           -¿Así que sos la pesadilla de tu marido.....? No debe ser el único....
            - ¡Ja, ja,ja,ja!- se vuelve y te besa con sonoridad.-¡Chau, hermoso!- y sale hecha un torbellino.
               Terminas tu trago, apagas el cigarrillo, respiras hondo. "Podría haberle regalado el Herzog, para que lea algo decente", te lamentas.  Pagas y pasas al baño, largo y tendido. Te  refrescas la cara, el cuello, las orejas, el pelo, las muñecas, y sales.  El frío se te cuela por la cintura y te cubres con el impermeable.

          ¿Hacia dónde? Una buena pregunta. “Podrías ir a darte un buen baño caliente, para empezar”, escuchas desde algún rincón interior. Una baldosa suelta de la vereda te salpica con su helado grito invernal debajo del pantalón, y gruñes una puteada hacia abajo. Todo ha vuelto a la normalidad.

(del libro Mujer, 2004, ed. Dunken)