sábado, 28 de noviembre de 2015

Sueños y Vigilia, Fantasías y Realidad


Sueño, luego ¿existo? Estoy  despierto, percibo el mundo exterior y la ebullición de mi mundo interior, luego ¿existo? Ambas realidades mías, la onírica y la vigilia, son absolutamente mías. Percibo al mundo externo a través de mis sentidos, y percibo al propio tiempo a través de mi vida mental y emocional, mi realidad interior. Pero ese conjunto de sensaciones y percepciones no existen sin mí, sin mi participación. Puedo decir que el mundo existe pero también lo contrario si no es a través de mi participación. Centrado en el sueño y la vigilia, arbitrariamente le doy un rol a cada uno en mi realidad. Con el término sueño, incluyo a la actividad mental de la imaginación, las percepciones interiores, en fin, a todo mi mundo interior, con o sin conciencia, y hago una operación mental separándolo de lo que llamo “el mundo real”, la exterioridad en la cual me incluyo como ser biológico. Pero esa separación entre el “mundo real” y, llamémoslo así, “mundo virtual”, es absolutamente arbitraria y tiene fines puramente utilitarios para la vida cotidiana y las relaciones sociales. Pero si decido abandonar lo arbitrario y permito el juego de mis percepciones, sensaciones, emociones, pensamientos, elucubraciones, y hago interactuar mis sentidos, que son mucho más que cinco y sus percepciones del mundo exterior (aunque en realidad no es “el mundo exterior” sino mi aprehensión particular de él) con mi mundo interior, al que no dudo en definir como propio, personal y hasta prácticamente intransferible, compruebo que tanto puedo soñar una realidad como vivir un sueño. En otras palabras, mi realidad no es unívoca ni se encuentra encasillada en compartimientos estancos. Variable, dúctil y versátil, esa realidad me señala, ahora, en este momento en que estoy escribiendo, que es parte de un sueño. Sueño que escribo, que estoy escuchando radio, que ya es hora de almorzar aunque no tengo hambre, que hace calor, etc. Todo eso que siento y percibo es parte de un sueño. Y en mi vigilia, como si estuviera dormido y soñando, mi mente percibe, no construye, percibe otra realidad, o la misma transfigurada, y el mundo interior plagado de recuerdos, sensaciones e imágenes cobra vida, tan real, tan verídica, tan verdadera como la mencionada anteriormente. Y digo que percibe y no construye porque, a priori, acepto darles el mismo valor, la misma consistencia en cuanto a veracidad de mí mismo. ¿Y qué sucede en esa realidad virtual, como la definí anteriormente? Estoy en una cancha de golf, practicando el primer tiro del hoyo uno, salto a una radio donde estoy hablando de futuras políticas de Salud, o estoy almorzando con ella en un restaurante de la ciudad, y todo esto  es tan real como lo que veo ahora escrito en la pantalla. Ambas realidades son igualmente válidas para mí, y si le puse el mote de virtual a una es para explicarme mejor, no que  lo necesite para entenderme. La voluntad de liberar las realidades oníricas y de vigilia y que ocupen mi mente de acuerdo a los deseos de mi yo integrado sin recursos arbitrarios de divisiones (donde buscando claridad a menudo todo oscurece), el mundo propio se expande. Si toco pero no toco, si veo pero no veo, si oigo pero no oigo, si hablo pero no hablo, si escribo pero no escribo tiene para mí igual valor, igual peso y consistencia que si toco y parece que toco, si veo y parece que veo, etc.

Vuelvo a la palabra construir, que arriba descarté. Construyo una realidad virtual, onírica, imaginativa, impregnada de recuerdos, ideas, elucubraciones y sensaciones varias. Y también construyo una realidad en la vigilia, impregnada de percepciones del mundo exterior y vivencias y sensaciones interiores. Construyo y desarmo, y las hago interactuar. Se ensamblan esas construcciones, participan de un mundo interior muy particular donde la mente encendida deja circular corrientes variadas sin preconceptos, sin valoraciones, sin filtros. Es algo así como “lo tuyo”, “lo mío” y “lo nuestro” en una pareja, donde la democracia reina y no hay jerarquías, hay respeto, comprensión y comunicación. Interactúan, y se acompañan. Así es como el mundo propio y personal puede funcionar consigo mismo, sin calificaciones ni descalificaciones, sin conflictos, sin rencores ni remordimientos, valorando sin escalas “todo lo que es mío”, y dejándose llevar por el juego de las interacciones como de los protagonismos temporarios. Ejemplo: Estoy con un grupo de trabajo elaborando estrategias para llevar adelante un plan de Salud comunitario. Sé entonces por dónde haré circular las corrientes de energía de la mente, abocada a encontrar  material interno como a valorar el material externo volcado en ese momento por el grupo. Por otra parte, estoy acostado en la cama, solo, descanso, escucho música, bebo algo, fumo un cigarrillo, deseo tenerla a ella a mi lado, sentirla a mi lado, que ha recostado la cabeza sobre mi pecho, paso un brazo por debajo de ella sintiendo su espalda, la mano en el hombro, el pelo derramado sobre mi cara y  mi cuello, sus piernas acurrucadas contra las mías, me mira de pronto y sonríe, la beso, me besa… Tanto lo uno como lo otro son mi realidad, que simplemente “es” y no requiere verificación.

Herman Hesse en “El lobo estepario” hablaba de “abandonar este tiempo, este mundo, esta realidad, y entrar en otra realidad más adecuada a uno, en un mundo sin tiempo, en ese mundo que uno sabe dónde se oculta, porque es el mundo de la propia alma; que nadie puede darle nada, a otro, que no exista ya dentro de sí mismo, y que sólo puede ser dada la ocasión, el impulso, la clave, para  ayudar a hacer visible el propio mundo.” Hablaba también de “...la idea equivocada de que el hombre sea una unidad permanente, ya que consta de una multitud de almas, o yos, cuya separación de la aparente unidad, se tiene por locura. Se puede completar con ellas distintas figuras, mediante el arte reconstructivo, acoplando los trozos siempre en el orden que se quiera, para lograr una ilimitada diversidad del juego de la vida, con pedazos de sí mismo, todos parecidos entre sí desde cierta distancia, todos como pertenecientes a un mismo mundo, como comprometidos al mismo origen, pero cada uno, sin embargo, enteramente nuevo. Esto es el arte de vivir; se puede animar, complicar y enriquecer al propio capricho  el juego de la vida, y los deseos, sueños y posibilidades, previamente vivos sólo en la fantasía, cobrarán entonces realidad y tomarán vida.” 
Hace un tiempo escribí esto:
                                                  A  HORCAJADAS
    Dicen que cuando la ficción supera a la realidad, ésta, irritada, pega un brinco y se  monta a horcajadas sobre la ficción. Se afirma sobre sus muslos duritos con las piernas entreabiertas, la  contempla con mal disimulada furia, las crenchas sobre la cara, luego lanza una sonora carcajada mientras toma entre sus manos crispadas esa cabeza de locas ideas y elucubraciones, se inclina sobre ese rostro, que ya no desea otra más que  eso, y con la boca muy abierta, muerde, muerde en los labios, muerde en las mejillas, muerde  orejas, muerde  párpados, muerde la nariz de fino olfato, muerde nuevamente esa boca idílica y sutil, y  se prende de ella hasta hacerla sangrar, y entonces bebe, bebe a tragos necesitados y vehementes esa savia espesa, dulce y salada, que brota y fluye en dilatados borbotones  y tiñe hasta el cuello con su  carmín pegajoso. Sorbe esa viscosa  fragancia hasta la saciedad, y poco a poco, la engulle, la devora  hasta su completa asimilación.
     Cuando la ficción vuelve en sí, descubre con asombro que ya es parte de esa realidad, aunque presiente, muy dentro suyo, que otra realidad ya se apronta para saltar sobre ellas y montarlas a horcajadas.
Dos visiones de una sola visión. Dos maneras de describir lo mismo. Otra más:
          
                               AY, SOFÍA

         Sofía regresaba a su casa, por la tarde, la calle  estaba desierta y escuchaba sus pasos rítmicos contra las baldosas de la vereda. Unos labios húmedos  te recorren la garganta, se prenden de los botones de tu pecho, transitan tu abdomen dejando un rastro  de pelos sesgados, te besan en las ingles, alternadamente lo hacen. El susurro del viento entre las hojas de los árboles le recordó de pronto otra calle, otro destino, claro que era más joven. Luego dejan espacio a los dientes que muerden  la piel del pubis, muerden entre la maraña del vello, muerden los bordes del miembro, lo circundan dejando por momentos el espacio a  la lengua que saborea de antemano  promesas más agitadas.. Aún lo soy, pensó, o creyó pensarlo, sin saber a qué atribuir el origen de esa inquietud. Pasean los labios por el dorso y se apoderan del extremo más sensible. La cartera de cuero colgaba de un hombro y se aferró con energía a la correa, como el soldado sostiene el fusil. Ya dentro de la concavidad de su boca, no respiras esperando adivinar la llegada  del placer o del cuasi dolor. Claro que no voy a la guerra, volvió a cavilar, ¿o si?, y se estremeció al descubrir el jardín y luego el camino de entrada de su casa. Bajan sus labios una vez más, viajan por el interior de tus muslos, una y otra vez, hasta que su lengua se apodera, erecta y segura, de tu centro. ¿Mi casa?, recapacitó con sobresalto, y la inundó súbitamente una sensación de extrañeza. Se demora y juega, endureciendo los músculos de la cara, mientras sus manos se unen,  allá arriba, sostén íntegramente robusto. Algo anda mal, si no quiero reconocer lo que conozco y sé mío. De pronto, Sofía decide regresar hacia la adhesión simétrica,  con húmedas escalas.  Los pájaros vespertinos, con variados, y agudos trinos, como la luz de la tarde que se filtraba entre las hojas de los árboles, enturbió y finalmente cubrió el flujo de pensamientos  que alguna rendija espontánea había dejado escapar. Paseas las manos por su boca, luego por su cuello, por sus senos, su vientre, y ya los labios de Sofía se apoderan de los tuyos cuando se enfunda buscando el perfecto contacto. Escapar...escapar ¿hacia dónde?, y entonces mordió con fuerza algo intangible entre los dientes, la mirada perdió brillo, y se endureció desde los músculos de la nuca. Ella se estremece con movimientos circulares de su pelvis  en cadencia perfecta.  Se aferró aún más a la correa, que desprendió del hombro al pisar el porche de lajas de la casa. La piel  tiembla sobre la piel, las bocas y las lenguas asisten al juego de los dos sentidos y las manos se agitan como anguilas en busca de esto,  eso o aquello, que empieza a brotar desde distintos puntos, como estrellas en la noche que se abre. Metió la otra mano en el bolso, extrajo un manojo de llaves, seleccionó una con gesto automático, la hundió en la cerradura, y al sentir el  crujido de metales, se detuvo. Esto, eso y aquello van tomando una forma singular que irradia luz, color, y sonido, hasta que el todo comienza a latir con pulso agitado.  Empujaré la puerta, entraré, y volveré a ser yo misma, se dijo con una voz que apenas logró reconocer como propia. La marea ascendente marca el sístole diástole de los cuerpos que se unen y se desprenden  y se derraman entre si y para sí.... Mi propia vida aquí, dentro de esta casa…, y caminaba por el pasillo, apoyaba en una mesa la cartera y las llaves, se quitaba el abrigo, y entraba en su cuarto.

Interludio.

Se detuvo, volvió sobre sus pasos, pasos que nuevamente  no reconocía como propios, tomó el abrigo, alzó la cartera y las llaves y, antes de  llegar a la puerta, ésta se abrió con el  gemido prolongado de siempre. Él pasea morosamente una mano, recorriendo como legítimo dueño  la forma dormida de Sofía...   Una sombra alargada se enmarcó en la contrastante luz exterior. Busca despertarla, volverla en sí, busca el regreso. La voz masculina de siempre  la saludó. Comienza a besarla, desde la cintura comienza a besarla.. No pudo responder. Y la mano cubre el nacimiento de los muslos.. Uno responde a las voces que conoce, pensó, mientras él se acercaba. La boca se arrima a la mano, y hunde la lengua en la profundidad de Sofía.. Persistió inmóvil. Sofía respira entrecortadamente y lo toma de los cabellos revueltos. Dura como piedra, recibió una mano sobre su hombro y unos labios que buscaron los suyos. Él parte en dos a Sofía  con la boca entreabierta; la lengua embate como arma que se sabe precursora. Respiró hondamente y comenzó a caminar hacia la puerta. Hay quejas y gritos entrecortados de ambas partes. Alguna persona que conozco, o que en realidad no conozco me está empujando hacia fuera de mi casa, pensó. Él se vuelve,  y asciende con la boca, como gusano pegado a un tronco. Y entonces sintió el contacto de la mano y de los labios.  Se encuentran nuevamente simétricos y ondulantes.. Se detuvo y se volvió. Se demoran, nada los asusta, nada los apura, nada los detiene. Lo observó mientras él caminaba por el living. Alcanzan el momento... Me voy, me quedo, me voy, me quedo...Con las bocas, con la piel, con el centro de la pelvis, con el sexo íntegro.
     -Hola...- la voz se desprendió de ella como un alumbramiento. Las hojas de los árboles caducos, caen poco a poco hasta desnudar las ramas cuando culmina el otoño. Algo parecido le ocurrió a ella en ese momento, pero a la inversa, y rápidamente. Se cubrió de hojas que treparon desde el piso por sus piernas, por su torso, por sus brazos  y su cuello, hasta cubrir el cuerpo entero,  mientras viraban del marrón oscuro al verde brillante. “Sí, es cierto, era otra y ahora soy otra”, pensó al mismo tiempo que un deseo incierto circuló por sus venas. “Cuando te encuentre lo sabré”, se dijo, y lo tomó de un brazo, y cuando él se volvió, le devolvió el beso.
    Los ruidos y sonidos de la noche se filtraban por la ventana entreabierta del dormitorio. Las cortinas, leves, se estremecían con la brisa, y los grillos custodiaban el jardín. Poseen el don de la oportunidad, y callan ante un paseante nocturno, alertando con el silencio al que duerme, que de pronto despierta y no sabe porqué lo hace...
   Ay, Sofía, que despertó de pronto con el silencio. Respiraba agitadamente, acostada boca arriba, pues al volver en sí la invadió la confusa sensación de extrañeza que provocaba esa inexplicable pero  imperiosa necesidad de incorporarse, vestirse, tomar la cartera y las llaves y salir corriendo hacia ninguna parte...



Sueño y vigilia, fantasía y realidad. Ondas de radio de distinta frecuencia, que percibe un mismo receptor y que arbitrariamente codifica y cataloga…Y para evitar el ruido y la posible confusión, establece el cuándo y el cómo para cada cual y asimismo elabora una escala de valores en base a una supuesta utilidad para encarar la vida cotidiana. Pero no percibe la necesidad vital de la mente de liberarse de esas ataduras y bloqueos y manifestarse abiertamente por los canales que encuentre oportunos en cada momento para canalizar la energía sin discriminar ni su origen ni su destino.           

viernes, 30 de octubre de 2015

Mediodia, con Duendes y Demonios

                                                            You, dreammer you… Johnny Cash

    A la sombra aún, desde una puerta del Hospital considerabas con recelo la playa de estacionamiento. Estaba casi vacía, en un  mediodía furioso de febrero. La luz asesina del sol caía  impiadosa sobre el cemento y los autos. Caminando hacia el tuyo, te plantaste los anteojos negros, una necesidad inevitable. “No pasé por Personal…”, recordaste de súbito. “Al carajo con la firma, mañana lo hago”, decidiste, abriendo la puerta del auto con el remoto. “Un día más de esta rutina infernal  enfrentando conflictos, quitando piedras del camino y palos de la rueda para que el carro empiece una vez más a moverse”. Suspiraste  encendiendo el motor, e inmediatamente pusiste el aire acondicionado abriendo también las ventanillas. “Esto es un horno”. Y un horno encendido  era tu cabeza, que reclamaba  una palangana de agua helada. Johnny Cash con su: ...on the night Hank Williams came to town, recuperó de  pronto todo el espacio desde el reproductor de CD. Pero ni su pegajoso y rítmico acento logró aventar tu malhumor. “Hay que despedirse de esto, hay que salirse de una buena vez de esto”, pensabas, mientras enfocabas la salida hacia el bulevar. “Hay que despedirse de tantas cosas...”, y la marea de elucubraciones comenzó a circular por tu  cerebro hirviente como una cinta sinfín.  “Es así nomás la cosa, o ponés punto final a todos tus quilombos, o ellos te dejan a vos, cualquier día de estos, tirado en algún sitio, o aquí mismo, con la cabeza sobre el volante...”

     De reojo viste a alguien de guardapolvo blanco que se  acercaba con pasos presurosos y frenaste. “¿Y ahora qué…?”, te revolviste con furia creciente, imaginando un obligado regreso. Apagaste la música, y ya, junto a vos,  el guardapolvo blanco, y sobre éste, un pelo negro que brillaba al sol, abundante y lacio y que se consolidaba suavemente hacia arriba. En el centro, unos ojos muy claros te miraban  con  interés y algo de sorpresa, y la boca que había empezado a  hablar,  no paraba de hablar. Tomada de la puerta con las manos, ella movía los labios con ritmo alucinante.  Sus ojos, que  se agitaban con rapidez,  no dejaban de... ¿encandilarte? “¿Es esto cierto”, pensaste, “¿o ya me llegó la hora y estoy sobre el volante con el infarto...?” Apagaste el motor y descendiste del auto, enfrentándola.

    - ¡Hola!- saludaste. -¿Te conozco?- y ella se presentó con una disculpa. Su  voz   era ligeramente áspera y baja. En  un bolsillo abierto del guardapolvo se adivinaba la causa.

    - Fumemos- le dijiste, y la miraste ahora directo a los ojos. A plena luz del sol, eran las pupilas muy cerradas, y la claridad marina que recibiste de ellos te pareció que merecía otro ámbito de discusión. Te ofreció un cigarrillo y acercaste la cara a su mano para recibir fuego. Hubieras besado esa mano de no tener el cigarrillo en los labios. Miraste su boca, que echaba  humo  frunciéndose  hacia  un  costado, y  le  dijiste algo como  “Vos no sos de aquí. ¿Venís de otro hospital, o caíste del cielo?”, para verla reír: Querías sus dientes. Desparejos pero blancos, muy blancos, los colmillos superiores montados, labios carnosos y de suaves líneas  los cubrían con dificultad al cerrarse en el cigarrillo. Ella también te miraba.

    -Vamos a un lugar tranquilo- murmuraste, y mientras cerrabas el auto con el remoto, le tomaste un brazo. Te miró y sonrió. En tus oídos sonaba: ...with an angel for a while... “¿Será que a veces Johnny es premonitorio?”, pensaste, sintiendo el brazo bajo tu mano un brazo izquierdo no débil, pero sin lugar a dudas femenino.

    -¿Vas a colaborar con el proyecto?- Sentados en el bar, te preguntaba, y ahora era ella quien te tomaba del brazo, su mano sobre tu antebrazo extendido, como diciendo “¡Hey,  hombre de lejanías abismales!, ¿me estás escuchando?” Sus ojos habían cambiado de tonalidad, más gris, menos azul.

    - Me gusta observarte en  silencio mientras escucho como de lejos tus palabras Tu mirada es increíblemente suave con esta luz... - le contestaste sin proponértelo.

     -¿Qué...?-, y sus blancos colmillos asomaron imprudentes  detrás de la mueca de incredulidad.

     - ¡Eso!- enfatizaste-.  Digo que la luz asombrosa de tus ojos se aclara en la penumbra... Y eso que parece  tengo el privilegio hoy, aquí y ahora de contemplar,  llega así nomás hasta mí con el insólito encanto  de  la belleza más embriagadora que he conocido-. Mientras, ella bajaba la mirada, y en la sonrisa  que temblaba en sus labios podía adivinarse el comienzo de una retirada. - Es lo mejor que me ha sucedido en este día- murmuraste-, claro que no se necesitaba un gasto tan enorme para mejorarlo. Dicen que el cielo tiene estas cosas. Sucede cuando menos te lo pensás... Pero bueno, ¿me estás preguntando si adhiero al proyecto?- Ella había retirado la mano, se recostaba en el asiento, y bebía el café. Se inclinó para dejar la tacita en el plato, echó el cabello hacia atrás con un gesto amplio del cuello y la mano:

   -  Sí, me encargaron  que te viera con este proyecto que juzgamos muy  interesante, y creen que vos sos el indicado de aquí para colaborar en él. Valoran en extremo tu experiencia, que  desde ya, compruebo no te falta en lo más mínimo-. Y luego de un silencio- : Te informo, por las dudas,  que “mis ojos claros” no son parte de él.

   - Lástima- y le tomaste una mano, que no retiró- ¿Y en qué proyecto están inscriptos tus ojos marinos de los que no puedo despegarme, el rosado de tus labios que en vano intentan ocultar esos colmillos de fábula, el fuego negro de tu pelo, esas orejas de ficción con aros al tono de tus ojos, justamente ciertas para perderlo a uno, y  ese cuello donde hundir la cara parecería  un  sueño  imposible... Y tus manos…- y  con el pulgar hacías leves movimientos sobre el dorso. Sus dedos se cobijaban en el hueco de tu palma. Ella cerró fuertemente la boca, hundiendo los labios entre los dientes, te miró abierta y directamente a los ojos, y revolviendo su mano tomó la tuya. Acercó el pecho a la mesa y se llevó tus dedos a la boca. Los besó levemente.

    - Vos también tenés una mirada más que hermosa, por momentos hechicera, y una boca que dan ganas de besarla apenas vista. Al hablar, bueno, es como si tomaras posesión de una, y que siempre fue muy natural que así ocurriera,  y hay un, qué sé yo, algo indefinido que irradia tu persona que se  le hace imposible a una no sentirse de atraída de movida... Y atraída mal.

   - ¿Mal...?- Le sonreíste, respirando hondo, concentrado en sus ojos y en esa mano que te sostenía como invitando a olvidar todo y dejarse ir.

   - Mal en el buen sentido. No parece tarea fácil jugar con vos, considerarte como algo, digamos, interesante, agradable pero momentáneo y  que quizá... Das la sensación de que los “quizá” no existen para vos-. Abandonó tu mano por un cigarrillo, lo encendió y se lo quitaste de los dedos como en un pase de prestidigitación. Parecía  enojada, y  lo regresaste a sus labios, rozando los “agentes de Lucifer” de Sabina.

    - Fácil, claro que es fácil. Tengo la casa abierta de par en par- y extendiste los brazos hacia ambos lados-, y se puede entrar y salir con facilidad, sin problema alguno...

    - ¡Eso! Entrar, sí, no lo dudo. Puede ser...- y emitió una bocanada de humo. Le pediste una pitada con dos dedos extendidos, que concedió. -Pero salir, lo que se dice salir, no creo que sea fácil. Para mí las puertas  primero son para entrar, y aunque estén abiertas, me tomo un tiempo, aunque a veces se cierren antes de decidirme…Y  me cuesta  salir…vaya si me cuesta salir-. Fruncía los labios y el entrecejo en una queja prematura. Te encogiste de hombros, la miraste a los ojos y desviaste la mirada hacia un costado, como desprendiéndote de ella.- No hagas eso- pidió con un hilo de voz.- Me estás embrujando, encantador de serpientes...y adivino que esto puede terminar fatal...

    - Para empezar, podría empezar... Lo primero es lo primero, y luego se ve... Te aclaro que creo más en el azar que en las estadísticas - dijiste con una voz casi impersonal, y seguiste- ¿Por qué ustedes siempre están tan ansiosas por leer  el final de la novela?

   - Cuestión de género. Quien se quema con leche...

   - ¿Quién no se ha quemado con leche, con aceite hirviendo, o en la hoguera inquisitorial a esta altura del partido...?- respondiste cortante, y valoraste nuevamente sus ojos, el movimiento de esos discos claros, la clave de la carretera para iniciar otro camino, no precisamente el que pensabas recorrer una hora atrás, saliendo una vez más de ese bendito Hospital.

    - Mirá, no te voy a decir que no se pueda, porque te mentiría, y a mí no me gusta mentir, pero también me gustaría aclarar ciertas cosas. En estadística se basa nuestro trabajo, no en el azar, y el azar no me trajo hasta aquí...

     - Ya veo... Tiempo al tiempo. Dejaste en claro tu perfil serio, que adivino tan atractivo como el frente... Aún no imagino la delicia de contemplar ese perfil desde la almohada de al lado. Tus ojos aclaran el resto, y colaboran  tus labios, tus dientes, con esos colmillos que asoman impertinentes hacia delante.  Además, y como buen comienzo: ¡los dos fumamos!- La carcajada los separó, movimientos propios los sacudían, mientras mantenían con la mirada el dogal de seda que trenzaran ambos minuto a minuto, sin prisa ni pausa. Ella miró de pronto su reloj:

   - Bien, me tengo que ir- dijo, buscando la cartera. Tu ademán le indicó que la cuenta era a cargo del local. Pagaste y caminaron. Ella se había quitado el guardapolvo. La blusa  hacía juego con, con... (¡con qué si no!), y se balanceaba lentamente sobre unos zapatos de taco bajo. Te tomó del brazo y luego deslizó su mano hasta llegar a la tuya.  Junto a tu auto, le soplaste el pelo, y apareció otra vez ese mar brillante y azulado, pero ahora poseído por  corrientes alborotadas y encrespado oleaje.

   - Sos muy hermosa. Deberías cuidarte... Creo que fue Oscar Wilde quién dijo que “la belleza no se perdona”, ¿sabías?-. Ella jugaba con sus labios. Se puso de súbito en puntas de pies y te besó. Sonreía con la boca entrecerrada,   saboreando con la punta de la lengua el dejo de los tuyos. Te recostaste contra la puerta del auto y ella comenzó a hurgar en la cartera. Te miró, entre divertida y algo triste.

    - También, creo que fue Marechal quien  dijo: “Con el número dos nace la pena”- e hizo un gesto como preguntando: “¿Ves, y ahora, qué…? ¿Los sabés vos?” Pero  cambió rápidamente;  el ceño fruncido fingía seriedad-: Bueno, ha sido una charla muy interesante, doctor, y espero que podamos compartir ideas y sugerencias para avanzar en el proyecto. ¿Qué le parece si nos pasamos los tele...?- Con el remoto en el bolsillo abriste tu auto y se interrumpió, sorprendida por el ruido.

    - “Con el número uno nace la poesía, y con el número dos, la poesía cobra vida”. No sé quién lo dijo, pero mi auto te está diciendo que des la vuelta y subas, y no hay pretexto que valga.

   - ¿Y-no-hay-pretexto-que-valga?- entonó ella mientras rodeaba el auto con lentos pasos de baile. Abrieron las puertas simultáneamente y los invadió el calor sofocante acumulado en el interior. Sin cerrar las puertas, se inclinaron el uno hacia el otro, se tomaron de la nuca, revolviendo pelo entre los dedos, y tus labios reconocieron los de ella, los colmillos inefables, y al abrir los ojos, el azul  tan cercano te  envolvió sin remedio y te tragó, cuando a ella la devoraban los tuyos,  sin hablar de promesas, sin tener en cuenta viejas historias  ni mencionar  sueños a cumplir. Sólo esto. “¡Vaya!, si, sólo esto”, alcanzaste a pensar.




  - ¡Adiós, doctor!- saludaron a coro con tono festivo varias voces femeninas con uniforme de enfermería al pasar junto al auto-. ¿Todavía aquí?- y las risas se perdieron con el eco de pasos apresurados, en una abrasadora tarde pasado mediodía que ya había empezado a desparramar sombras como residuos de duendes y demonios sobre la playa de estacionamiento del Hospital.

(del libro Hombre, 2008, ed Dunken)

Happy Hour

   Cerca de un mediodía horrible por demás, arribas a la ciudad. Frío, lluvia y viento castigan parejos. El centro, lleno de gente que te va sacudiendo puntazos en la cabeza al caminar, con los piquitos hirientes de los paraguas. “Un asco”, piensas mientras cuidas los ojos,   e  ingresas apresurado a un edificio, buscando protección. Allí te golpea bruscamente el contraste: “¡Caray! Vine con demasiada ropa....me voy a cagar de calor... y desensillar acá es medio imposible”. Llegas y se te ocurre que te invitan a  entrar. Transcurre media hora con música funcional y caras bonitas de figuras estilizadas que cruzan por delante a buen paso. “Aquí se trabaja”, delatan, “o es un curro bien armado”.  Al destrabar las piernas, te sube una urgencia conocida: “¿Quedará muy mal si  pido  de ir al baño?”El grito de la vejiga  te anima. “Sólo para el personal”, es la helada respuesta. “Abajo hay un bar...” “Claro, preciosa, yo también lo vi. Pero si no te sentás a tomar algo, no te dejan usarlo”,  murmuras. “En media hora regreso”, le adviertes a una en voz alta; asiente sin mirarte. “Ma sí, todo da igual” escupes en el ascensor, con una puntada aguda debajo del cinturón. El ascensor, terrible prueba para estos trances. Agudiza hasta el colapso cualquier urgencia. Entras casi terminal al bar. Solicitas al pasar un café en la barra, y preguntas por el baño con desesperación. Con un cabezaso el encargado  te lo señala, sin dejar de lustrar las copas con energía. Ya las gotitas se han anunciado a través del pantalón, peligrosa y fría avanzada. El alivio es rápido, abundante y satisfactorio. “Menos mal que hoy la próstata arrugó y dejó cancha libre...”, y sonríes al recordar la causa. “Y...se  hace lo que se puede”, y canchero, sacudes, te enderezas hinchando el pecho, guardas  y sales. El frío que viene de la húmeda  entrepierna te baja los humos. Y lo completa el encargado cuando pasas desmemoriado, frente a la barra: “¡Hey, jefe,  no se olvide del café!”. Arriba:
     “No, ya el señor gerente  se retiró”, te recibe una beldad con tono helado. Con un hilo de voz, que no se sabe si precede al trueno, preguntas: “¿Y no va a volver...?” “Sí, dijo que en dos o tres horas estará por acá”, alivia ella, pero luego: “No, no se lo puede molestar por el celular, órdenes terminantes”. Dejas los originales sobre el escritorio, y prometes regresar.
       El centro, sucio, plomizo, vaporoso, de ruidos estridentes a cada paso  cubre todo con un velo como una preanestesia. La inercia  te lleva hasta una pizzería. Pides dos porciones de jamón y morrones, con fainá, y agua mineral sin gas; de parado nomás. Odias sentarte  y esperar al mozo quince minutos para que se digne llegar hasta tu mesa, y otros quince para que traiga el pedido. Una heladería te invita con el postre. “¿Con  este tiempo?”, diría la abuela. “Te vas a enfermar, m’hijito”. “Deje, abuela”, contestas mirando esquivamente hacia el cielo, “peor de lo que estoy...” Sin aclarar la patología  de tu aciaga figura, ingresas en una librería de usados, lamiendo los últimos fragmentos de un helado de limón. En la mesa de saldos por un peso encuentras Palmeras Salvajes traducido por Borges, y consideras que ya  te ganaste el día. Caminas por la calle Lavalle, peatonal y turística. Pasas frente a una sala de cine condicionado. Entras, y buscas en la oscuridad, escuchando suspiros varios, un asiento alejado de la gente, escasa afortunadamente. Todos xy. En la pantalla una señorita jadea y un mocetón hace que le pega y otras cosas, con gesto airado. “Me parece que esta película ya la vi”, piensas al sentarte. Pero como sólo buscas un sillón, vale, aunque la música resulte harto monótona. Sonríes al relajarte, tirando los pies por debajo del asiento de adelante, y apoyando la nuca en el espaldar:”Hay que ser boludo para venir al centro en un día asqueroso, y bancarse el garrón de esta gente de la editorial; si uno ya sabe cómo va a terminar...y encima, con la hiperacidez por la pizza, caer acá...”, y sueltas una apagada carcajada, antes de cerrar los ojos. Los gritos y jadeos se suceden allá adelante, variaciones sobre un mismo tema. Te dejas llevar por imágenes interiores, que no coinciden con las de la pantalla. “Debería intentar unirlas; podría ser interesante”. Fijas otra cara en la de  la señorita, y el musculoso y bien armado adonis que pareciera estar ayudándola a trasponer un sitio estrecho por demás, comienza a parecerse al concepto algo escuálido que encuentras más que a menudo en los malditos espejos. Recoges las imágenes de la película más curiosas, cierras los ojos y en tu cerebro  haces la transmutación,  para armar tu propio montaje.
     Despiertas. Alguien come pochoclo  o pop corn, cuya varanda te inunda desde un costado. Y otro alguien se mueve de manera poco habitual para un cine tradicional. Te incorporas con dolor en la nuca, en el cuello, en la cintura, en los pies. Chistan desde atrás, te agachas, y sales. El aire frío y las gotitas en la cara te despabilan. Falta una hora. Llamas con el celular: “No, aún no ha llegado”. Vuelves a pasar por la librería. Hoy parece que es tu día de suerte. Consigues el  Herzog, de Bellow por cinco pesos. Estás hecho.
     El gerente entra como una tromba, bien trajeado, mejor peinado y recién bañado, con abundante loción. “Debe venir de un telo, así que acá falta una” piensas casi acertando. Habla por teléfono, da órdenes a diestra y siniestra, y luego de mirar el reloj con detenimiento, como si a través de él quisiera también prescribir algo, estira las manos unidas sobre el escritorio, y con un gesto de la cabeza: “¿Y bien?”. “Tengo esto”, respondes con una voz que intenta afirmarse carraspeando. Y él  toma  el hilo: ·”...que es...” “El manuscrito del que le hablé”. Lo sopesa como si el valor de su contenido pudiera tasarse como  papas o manzanas, y pregunta: “¿Y qué quiere que hagamos con él?” “Publicarlo, si vale la pena”. “Pero usted sabe que nosotros no corremos riesgos con gente desconocida; que nosotros vendemos lo que se vende”. “Quizá algún día se venda bien, y haga con  eso un buen negocio”. “Sí, quizá, pero por ahora...a menos que usted desee hacer una inversión en su libro...” Se incorpora en el asiento, sus ojos cobran brillo nuevo, y la carpeta pasa a ser sostenida con ambas manos. “Yo, inversión, imposible en este momento, pensé que...” Él vuelve al reloj con un gesto amplio y decidido, estira una mano para entregarte tus originales y la otra en señal de despedida. Al salir, ni el “chau, chicas”, te responden las beldades. Se limitan a oprimir un botón secreto que abre la puerta con un chillido.
    “Final anunciado”, pronuncias con  calor pegajoso  en un ascensor atestado en el descenso de las seis de la tarde. La calle Reconquista te absorbe con sus edificios opacos, llovidos y  casi en tinieblas. El cielo que se adivina allá muy arriba sigue encapotado. Pierdes el rumbo del estacionamiento y debes volver. Pasas por un sitio colmado de gente. Llega música desde su interior. Luces de neón en impecable inglés británico anuncian el producto de moda, la copa doble, el dos por uno, la hora feliz made in argentina. Te pica la curiosidad y entras. El pizarroncito al lado de la barra anuncia las bebidas del día. El ambiente pretende recordar algún sucucho de la ciudad de Joyce, mezclando maderas, verdes y cristalerías. Memorabilia de cervezas y whiskeys desconocidos dan un sabor auténtico al imperio invasor de 1807, “pasaron por acá mismo cuando los cagamos a cascotazos”, y  sonríes ante la supervivencia del más hábil. Llegas con dificultad hasta la barra. Cerveza se ofrece. Ya no la guiness o kelkenny, aptas para otros tiempos de bonanza; tragos daikiri o sex on the beach, el dulzón sabor de preferencia femenina, lo mismo que el new age. Varones, además de la cerveza, gastan fernet con coca, y los más viejos o  los yuppies new rich encaran como trago una buena medida de whisky importado, on the rocks, o solo. Hay quienes miran este último trago como un emblema del esnobismo porteño más rancio. Todo el clima evoca una nostalgia por el uno a uno, y los viajes regalados a Europa.
     Consigues un asiento en la barra. Apoyas el manuscrito encima de la madera lustrosa, y pides algo luego de quitarte el impermeable y aflojar el cuello de la camisa. Un vaho tibio y cargado sube desde allí. Te encoges de hombros. En el espejo te adivinas, no demasiado presentable, entre la variedad de botellas multicolores. Miras hacia un costado y la ves. Sola. Fuma de perfil y eleva al aire una perfecta columna de humo. Bebe algo indescriptible con pequeños sorbitos. El pelo, largo y negro, le cae con gracia sobre unos hombros que sostienen con  naturalidad un elegante vestido. Sobre sus piernas descansa un tapado de piel como perrito faldero.. El aro dorado pende de una oreja perfecta. Cuando sonríe, te recuerda a alguien conocido, que mejor no recordar. La puntada en el estómago anuncia una nostalgia mal olvidada Te quedas con el vaso en mitad de camino. Se vuelve, frunce el ceño y te encara.
       -¿Qué...tengo monos en la cara?- Sacudes la cabeza y bebes, sin dejar de mirarla.
       -No, monos precisamente, no. Todo lo contrario- contestas. Sonríe nuevamente. Fuma y vuelve a beber. Entonces dices alguna estupidez como:
        -No, los monos se fueron cuando llegaron los ángeles.
       -¿Es poeta, por casualidad?
       -Dios me valga, niña, no, nada que ver...
       -Señora...-y torna al vaso hasta terminarlo.
       -Señora y niña, para mí- y luego-: ¿Sola?
       -Haciendo tiempo- y observa el Gucci negro de bordes dorados en la muñeca.
       -Gran cosa es hacer el tiempo...yo, que lo pierdo casi constantemente... ¿Quiere otro?-ofreces con el vaso, y terminas el tuyo. Ella acepta y convida con un cigarrillo. Hace un par de años que lo dejaste, pero consideras que ésta es una buena oportunidad para volver. Las primeras bocanadas de humo te hacen flotar en una niebla por momentos silenciosa, y la náusea aprieta desde debajo del cinturón. Otro trago muy largo, y te vuelves para mirarla bien. Vale la pena.
        -Mi marido, sabés, es un gran economista y dentro de un rato presentará un libro en la Cámara de Comercio-. El tuteo te permite acercar unos centímetros el asiento.
        -...de economía, supongo- completas.
        - Claro, ¿de qué va a ser?- el  gesto de ella no alcanza al descrédito. Agrega:- Es un hombre muy inteligente-. No sabes si te la dio servida, o si de veras es inocente, cosa que no logra aparentar. Mueves la cabeza; la frase tiene que caer exacta..
           -Si  tiene  a su lado a alguien como vos, nadie osaría  dudar de su talento, y mucho menos de su buen gusto...
            -Ja, ja,ja,ja- ríe sorprendida. Se vuelve y te mira, casi por primera vez. No se detiene demasiado en tu aspecto por debajo de la barbilla.- Te cuento: es inteligente a pesar mío. Soy, lo que se dice, su peor  fastidio-.Mira hacia delante, suspira  e inhala una bocanada enorme de humo.
             -No lo parecés. No creo que  nadie pueda pasarlo mal con vos... ¿otro?- ofreces nuevamente. Ya el regreso parece lejano, improbable, impredecible. Y no te importa.
             -No dije exactamente eso, pero no se puede descartar que no esté próximo al colapso... ¿Y vos, también escribís?- dice, observando tu carpeta.
             Ella vuelve a fumar y ofrece. Aceptas. El mareo se estabiliza en un lánguido estiramiento de vísceras huecas.
             -Sí, escribo en algunos pasquines, y hago argumentos para otros. Comento basura preparada en forma digerible, y en mis ratos libres, o no libres, me dedico a  estas cosas para mí- y le señalas con los ojos el manuscrito. Ella acerca una mano y la dejas hacer pero le adviertes:- Su destino es  algún canasto de papeles.
             -¡Ahhh! ¡Sos más romántico que una mazurca de Chopín!- y ríe, entusiasmada, hojeando las cuartillas. De pronto se detiene y lee: “Todos los sentidos hacia fuera para  acallar ese rumor interior, el zumbido incesante del monólogo, o el de la plática entre fantasmales personajes. Todos los sentidos hacia fuera. Y con ellos en punta, el grito, y más allá el reposo, el verdadero reposo”.
         -¡Wow!-  emite con un largo soplido, y te mira, con la boca entreabierta, los ojos inquietos, una línea que desciende se ha formado en la piel  junto a su boca. Piensa, y muy rápido. -¡Parece que sos bueno  de verdad! Y además...
         -Querida, si fuera bueno ya estaría en la las librerías, o por lo menos en la imprenta...
          -Bueno y llorón...
          -Y viejo, gastado, y aburrido de todo, y más que nada, de sí mismo...
          -Bueno, llorón y nihilista. Un romántico incorregible. Aquí adentro deben haber delicias incunables...-y sonríe entrecerrando los ojos, llevando el texto doblado a la mejilla. Ya es suyo.
          -Te lo regalo, autografiado y todo.
           -¡Dale!-, y garabateas en la primera hoja algo así como tu nombre. Por encima de los lentes la interrogas con la mirada.
           -¿Para...?
           -Poné: Para G, y con eso me basta. Pero agregá tu teléfono, o tu mail, así te cuento mi impresión luego-. No terminas de escribir cuando ella se larga del asiento con una agilidad inesperada. El animalito faldero salta de sus brazos, se estira y se le integra  con rapidez y naturalidad. De pie, ella resulta aún mejor.
           -¿Así que sos la pesadilla de tu marido.....? No debe ser el único....
            - ¡Ja, ja,ja,ja!- se vuelve y te besa con sonoridad.-¡Chau, hermoso!- y sale hecha un torbellino.
               Terminas tu trago, apagas el cigarrillo, respiras hondo. "Podría haberle regalado el Herzog, para que lea algo decente", te lamentas.  Pagas y pasas al baño, largo y tendido. Te  refrescas la cara, el cuello, las orejas, el pelo, las muñecas, y sales.  El frío se te cuela por la cintura y te cubres con el impermeable.

          ¿Hacia dónde? Una buena pregunta. “Podrías ir a darte un buen baño caliente, para empezar”, escuchas desde algún rincón interior. Una baldosa suelta de la vereda te salpica con su helado grito invernal debajo del pantalón, y gruñes una puteada hacia abajo. Todo ha vuelto a la normalidad.

(del libro Mujer, 2004, ed. Dunken)

domingo, 27 de septiembre de 2015

Viaje al Sur

 No recuerdo  bien cuando sucedió, aunque pienso que ya no importa. El tiempo sin tiempo es también una realidad tangible, que depende, como el tiempo temporal, de la calidad del observador.  Había salido yo un mediodía lluvioso desde un sitio cercano a mi casa, al oeste del  conurbano bonaerense,  por la ruta nacional 5 rumbo a La Pampa. Llegué de noche a Santa Rosa bastante cansado, pues llovió todo el camino. Tomé entonces hacia el sur, ya con cielo despejado, por la ruta nacional 35 hacia General Acha, una ruta despoblada y oscura, ondulada, el negro nada devolvía y había que estar concentrado en los límites de las banquinas. Los faros en alta horadaban la noche con alta solvencia, provocando en mis percepciones un inquietante contraste. Sin ellos…

   No sé cómo ni desde dónde, por arriba del espacio iluminado por los faros, allá  adelante del camino que iba apareciendo hacia mí desde su tenebrosa oscuridad, de pronto surgió una luz fuertísima en el aire, que me deslumbró un instante. Volví a verla viniendo desde atrás, como si anduviera buscando un rumbo. Me superó a gran velocidad y, con un giro insólito hacia arriba,  desapareció definitivamente. Y con ella, desapareció también la luz de la camioneta. Se apagó toda, y apenas pude desviar su rumbo hacia la banquina hasta que se detuvo. 

   Respiré hondo y emití un: “¡Que carajo…!!!”, y busqué cigarrillos y el encendedor en el bolsillo de la camisa. Bajé, encendí uno, y la bocanada de humo salió por primera vez casi invisible de mis pulmones. La brasita parecía la única luz restante a lo largo de la ruta 35. Reinaba la oscuridad más absoluta que yo recuerde en mucho tiempo. El cielo, muy estrellado, permitía adivinar un monte cercano a la ruta. Intenté poner en marcha nuevamente a la camioneta. Nada. La linterna de mano que llevaba en la guantera tampoco reaccionó. El reloj pulsera se había detenido. Yo intuía lo que había ocurrido. No sentí temor, sólo me orientaba a encontrar nuevamente la luz y visión,  y procuré organizarme. Junté tanteando el piso algunos restos que encontré a la vera del camino, y prendí fuego con el encendedor. Caminé entonces hacia los árboles cercanos y alcé algunas ramas que alimentaron el fuego. Ya tenía luz y calor. ¿Qué más podía pedir? 

   Había agua caliente en el termo, y un bidón con agua y una pava entre mis cachivaches amontonados en la caja de la camioneta. Preparé mate, me senté junto al fuego, y bebí el brebaje caliente mirando al cielo, cada vez más brillante y más frío. Las estrellas se movían hacia occidente, o, mejor dicho, la tierra rodaba rauda hacia el este, en busca de otro amanecer, que demoraría varias horas de frío, oscuridad  y la soledad más absoluta, no que recuerde pues era imposible encontrar comparación válida. Nadie circulaba por la ruta. Nadie. Supuse que estarían todos detenidos  en las mismas condiciones que yo. “Por lo menos, asaltantes no va a haber, a menos que vengan de a pie…”, pensé. Y como llamada por esos pensamientos, vi de súbito  una sombra que se acercaba caminando por el borde de la ruta, recortada contra el tenue brillo del cielo. Llegó hasta la camioneta. Al enfrentarme se detuvo. Me puse en pie y retrocedí hacia las sombras,  alejándome prudentemente del fuego. Esperé pero en seguida habló:

   -¡Hola! ¿Puedo acercarme al fuego?- Su voz femenina me sorprendió. Era una mujer bastante alta, llevaba una mochila en los hombros.

   -Podés- contesté. Y seguí:- ¿Andás sola?
  
   -Sí. Venía en un camión, que me alzó en Santa Rosa, pero hace un rato pasó una luz por arriba y se apagó todo…

   -Aquí sucedió lo mismo…- y volví a la fogata.

   -Entonces bajé y empecé a caminar-. Se acercó al fuego, descargó la mochila en el suelo y se sentó con ganas, como desmoronándose. Estiraba las manos hacia las llamas y movía las piernas tratando de entrar en calor.

   -Tengo mate. ¡Tomá!- ofrecí. También le acerqué una campera abrigada y ofrecí cubrirle los hombros. Me agradeció con la mirada y un hilo de voz.

   -Voy a preparar algo para comer- propuse, y fui hasta la caja de la camioneta. Con la luz del encendedor me orienté y encontré la olla, sopas en sobres, arroz, pan, una lata de tomates y otra de pescado enlatado.

   - Podría hacer una especie de guiso con esto, ¿te parece bien?-. Afirmó con la cabeza y una sonrisa. Encendí un cigarrillo y le pregunté qué andaba haciendo por allí, sola…

   -Viajo así siempre, sola, y me dejo llevar…

   -¿No tenés miedo…? Las cosas suelen ponerse difíciles para las mujeres solas. Caminos solitarios, camiones, camioneros aburridos con ganas de pasar el rato, ¿no te pasa eso…?

   -Trato de evitarlo…no es frecuente. La gente no es tan mala como se dice. Si tienes miedo, es imposible moverse. Terminas encerrado en ti mismo…- El rumbo de su conversación era decididamente otro. Lo entendí y me dediqué a la pitanza. Le conté entretanto que viajaba hacia Epuyén para verme con una amiga que hacía una vida similar a la de ella. Nos encontraríamos en la Stupa que recuerda al Buda en plena estepa patagónica.

   -Casualmente, o no casualmente, yo también voy para allá a visitar  una vieja amiga…- deslizó mientras probaba una cucharada del humeante guiso-. Mmmm, está muy bueno- y se lanzó con la cuchara sobre la olla. Me senté a su lado y la miré con curiosa simpatía. Me ofreció la cuchara llena en la boca, que abrí instintivamente y comimos alternadamente con ganas. En esos momentos sentía  que era buena la noche a pesar del frío, que era buena la compañía, que era buena la comida…Algo parecido a una sensación de alegre confortabilidad me recorrió el cuerpo. Sí, se estaba bien allí, se estaba bien así.

   -La mía no es una vieja amiga. Nos conocimos hace un mes en una estación de servicio cerca de Rosario. Viajamos juntos unos días. Hicimos buenas migas. Después se fue a un encuentro de meditación Vipassana, y la perdí de vista hasta que me escribió desde el sur, y quedamos en vernos en la Stupa.

   -Lo sé- afirmó y rió con una risa  abierta, cómplice pero raramente lejana. Me miraba  y gesticulaba y hablaba como si me conociera. Me poseía una curiosa extrañeza, sin ruidos de temor, pero con la inquietud ineludible de preguntar:

   -¿A sí…? Contame entonces…pero esperá que voy a buscar más leña-.  No respondió y caminé a tientas otra vez hacia el monte. Cuando volví cargado de ramas, no estaba. La mochila seguía allí, mojón ineludible. La oí detrás de mí, caminando hacia el fuego.

   -A veces hay que cumplir con necesidades elementales, no? Jajajaja-. Yo cebaba mate otra vez,  tomaba y ofrecía. Y esperaba sin esperar una respuesta que nunca llegó. Busqué en el interior de los bolsos una manera de armarle algo abrigado y cómodo para que durmiera. Se acomodó junto al fuego, se acurrucó en sí misma. Temblaba.

   -Tengo frío. ¿Puedes acercarte? No temas…no te haré nada malo, jaja-. “¿Qué pasa aquí?”, me pregunté. “¿Quién es esta mujer que en vez de  haber surgido de las sombras de la noche parece emergida de algún rincón desconocido de mi propio interior?” Me cubrí con la manta junto a ella y se lo dije mientras la abrazaba.

   -Tienes razón al pensar así. Si tienes paciencia y sabes esperar, llegarás a entenderlo…- Me besó una mano, la llevó junto a su pecho y al rato se durmió.  Yo dormité de a ratos, sobresaltado por la extraña situación y la necesidad de alimentar el fuego. 

   De madrugada se revolvió hacia mí. Me abrazó y  me besó con pasión. Pedía con un susurro entrecortado que hiciéramos el amor. El fuego de la fogata irradiaba menos calor que el ardor de su cuerpo que me envolvió y me penetró como ingresa un vendaval en una casa abierta y desprevenida. Imposible no caer hacia el fondo negro de una oscuridad sin fin, imposible no elevarse hasta la sede de las brillantes estrellas que se alejaban ya empujadas por la claridad del oriente, imposible no sentirla temporal y permanente, conocida y desconocida, imposible rechazarla, imposible no amarla…

   Cuando desperté, ella había avivado el fuego y cebaba mate. No hablamos. El sol ya calentaba algo y circulaban autos y camiones con habitual regularidad por la ruta. La camioneta volvió en sí y arrancó como siempre. Recogimos las cosas, apagamos el fuego y partimos. Nos detuvimos en General Acha sólo para cargar nafta. Al rato ingresamos a la ruta provincial 20, el camino del desierto, y a lo largo de esa línea recta sin fin hablamos, hablamos sin hablarnos, nos expresábamos desde un interior poco conocido en mí, con una rara certeza de parte de ella, como poseedora de una sabiduría milenaria.

   -¿Quién sos?-, murmuraba para mí, mientras contemplaba obsesivo la línea recta pavimentada que avanzaba hacia nosotros sin devorarnos pero amagando hacerlo.

   -Soy la que soy-  respondió con naturalidad.- Te dije que ya lo entenderás, cuando te abras completamente sucederá-. Y reía con una risa cantarina, amable, contagiosa. Abandoné las preguntas, y dejé que hablara mi interior,  reí a gritos y lloré con torrentes de lágrimas que caían sin fin por mi cara, y por momentos, un raro fuego me subía por el vientre, se derramaba en mi pecho, en mis brazos, en mis piernas, mientras la camioneta avanzaba interminable hacia el oeste, luego hacia el sur. 

   Pasamos la ciudad de Neuquén y paramos en un hotel a la vera del camino. Comimos  allí cordero patagónico asado y bebimos vino del Valle.

   -¿Seguimos?- ofrecí. Ella negó con la cabeza, me tomó de la mano y me condujo hacia la habitación, que no abandonamos hasta el día siguiente.

    Y así continuó el viaje hacia el sur, pasamos por San Martín de los Andes, tomamos desde allí el camino de los siete lagos y por la tarde llegamos a Puerto Manzano.

   -Quedémonos aquí- pidió ella. Buscamos una hostería abierta. Nos instalamos y salimos a recorrer ese paisaje variado de ensueño, entre enormes y  añosos árboles y una tupida vegetación, bordeamos el río mientras teníamos luz de día; llegamos al lago ya de noche. Las olas lo anunciaron, lentas y pequeñas, rumor inconfundible del agua transparente que llega suavemente contra los cantos rodados de la playa. Complejos hoteleros vacíos nos contemplaban desde arriba. De pronto ella partió corriendo y después me llamó casi a gritos.

   -¡Ven! ¡Mira lo que encontré!- En un moderno complejo hotelero, una iluminada piscina elevaba a la helada que caía en la noche nubes de su agua vaporosa.

   -¡Bañémonos!- sugería, solicitaba, ordenó. Sin saber si alguien surgiría de la casa a los tiros, sin toallas para salir y secarse, nos desnudamos y nadamos  largo rato bajo la fría y luminosa noche de un cielo cuajado de estrellas. Hicimos el amor cubiertos por el agua tibia, impulsados por un extraño y particular designio que mezclaba lo eterno e inmutable con lo frágil y lo efímero. Nada impidió que nos secáramos después a los saltos y tiritando con las manos y parte de la ropa, y volviéramos a la carrera a la hostería, donde terminamos de secarnos y calentarnos al borde de la salamandra. Tomamos ron del pico de la botella,  que nos devolvió el alma al cuerpo,   y la noche patagónica nos envolvió con su brillante vértigo, con su helado resplandor y el intenso fuego azul robado a las estrellas que giraban en un sinfín en derredor de nuestros cuerpos que ardieron entrelazados hasta el alba.

   Cruzamos la ciudad de Bariloche al mediodía, almorzamos fiambres ahumados y cerveza roja, scotch ale, en una parada. a laaltura del  km 11 de la ruta al Llao-Llao. Más tarde tomamos el camino que bordea el espejo del lago Gutierrez, el Mascardi, y ya en la montaña,  la sinuosa vía del Cañadón de la Mosca.

   Entramos en el Bolsón por la tarde, compramos algunos víveres y partimos sin detenernos hacia Epuyén. Preguntamos a un empleado de la Dirección de Turismo que ya cerraba y se iba,  y llegamos al rato a la Stupa.

   Modesta, sobria, imponente en su humilde estructura, dimos algunas vueltas en derredor, rozando con las manos los rodillos de cobre. Hicimos algún ofrenda, hasta que de pronto escuché que me llamaba una voz conocida:

   -¡Hola!!! ¡Llegaste!! Te esperaba ayer-. Cristina se acercaba con su paso amplio y resuelto. Corrí hasta encontrarla y nos abrazamos. Volvimos a la Stupa.

   -Mirá, quiero que conozcas…- dije, pero no pude continuar. No estaba. Nada. Ni ella, ni sus cosas en la camioneta, como luego comprobaría. Había desaparecido.

   -¿Que conozca a quién?- preguntó ella desconcertada.

   -Nada, no es quién sino qué. Quiero que conozcas mi encuentro con lo desconocido, una realidad diferente. Quiero compartirlo,  que lo sientas como lo he sentido yo-, y el calor que irradió súbitamente mi aliento desde lo más profundo del pecho me indicó que se estaba yendo, que se iba y que  lo efímero y lo eterno tenían el mismo significado, que lo que es, no deja de ser nunca, ya sea en una humilde morada o en la mansión de los príncipes…



    -Yo también quiero contarte que vino a visitarme mi hada madrina…-comenzó ella, y nos pusimos a girar alrededor de la Stupa, poseídos por el mismo vértigo de la comprensión, de la dimensión inconcebible de la apertura, de la humilde sencillez que cobra en sí misma  la sensación de ser y de no ser al mismo tiempo, que sucede  en el tiempo de un tiempo sin tiempo…