martes, 6 de diciembre de 2016

Variaciones sobre el amor


   
                                    TU YOU TOI    (tus días circulares)

      Te despierto por la mañana con la mamadera tibia, que devoras con glotonería. Me gusta observar en tus ojos la mirada ausente que produce tu concentración en la mamadera. Al terminarla, abres los brazos desperezándote. Tus ojos entrecerrados piden el abrazo de los buenos días. Después te quito los pañales mojados y te paso la aburrida esponja por la cara. Comienzo a observar tu evolución mientras eliges la ropa con incipiente coquetería. Has aprendido a vestirte sola y apenas te ayudo con los botones más difíciles. Luego, te pongo de pie sobre un banco frente al espejo y te entretienes con el peine mientras me afeito y tomo el desayuno.

    Salimos a la calle tomados de la mano. El quiosco de la esquina ya está abierto y compramos caramelos y cigarrillos. Al caminar, arrastras la otra mano por las paredes. De pronto, algo queda pegado en tus dedos y me los muestras intrigada. Nos detenemos para limpiarlos. Una persona, enternecida con tu pequeña figura, te acaricia en la cabeza al pasar. Te vuelves, furiosa, y después me miras ofendida. Yo reprimo una sonrisa, que podría tener serias consecuencias, y seguimos.

     Al llegar a la plaza, te llevo a las hamacas, al tobogán, o haces equilibrio en los troncos que rodean los juegos. Te gusta meter los zapatos en todos los charcos que encuentras, mientras me miras de reojo. Quieres que te rete, pero no caigo en la trampa. En cambio, hago un barco de papel, que navega en algún charco junto con el borde de tu vestido.

   A veces vamos al zoológico, donde están tus amigos los monos. Creo que has enamorado a uno, pues comienza a hacer piruetas cuando te ve.  El león dormido boca arriba te da miedo y lástima. Crees que está muerto. Te asombras cuando el elefante absorbe con la trompa agua de la canilla, que luego sopla dentro de su boca. Te explico el procedimiento y me pides que te compre una coca-cola. Llega por fin la hora en que todo te molesta; intento llevarte sobre mis hombros, pero ya no puedo alzarte sin hacer un enorme esfuerzo. Entonces, un chupetín te calma, como los sedantes a la gente grande.

     Llegamos. En el ascensor, ya alcanzas con la punta del dedo índice el botón de nuestro piso. Al salir, me quitas de las manos el manojo de llaves y corres hacia la puerta del departamento, pero aún no llegas hasta la cerradura y frunces el ceño mientras golpeas el piso con los talones.

     -Más tarde, niña caprichosa y consentida- aseguro con calma. Te tranquilizas cuando te hablo. Pero al entrar eres como una tromba que todo lo arremete. Llegas a la cocina y te encierras. Escucho tus habituales gemidos del mediodía, y siento la impotencia que me anuda la garganta.

     No puedo ayudarte. Espero que los dolores se te pasen, aunque un médico de niños me aseguró que no existen.

    Abres la puerta y al salir, me enternece tu larga y delgada figura. Tiemblan tus rodillas. Me acerco y limpio con mi pañuelo los surcos que dejaron las  lágrimas en tus mejillas sucias de la plaza. Me abrazas con una fuerza que siempre me resulta insólita. Y poco a poco tus sollozos se disuelven en una amplia sonrisa.
    
-Hay que preparar el almuerzo- afirmas, intentando abreviar la situación.

     -Tú cocinas hoy-  agrego, mientras te beso en la frente y me voy al living con el diario y los cigarrillos. Y la cocina se transforma en un torbellino de ruidosas cacerolas que van de un lado para el otro. Ya sabes leer y escribir correctamente. La escuela primaria te queda chica, y las muñecas son un recuerdo que guardas junto con la ropa de la mañana.

     Cuando almorzamos, me hablas ininterrumpidamente. A veces, tengo respuestas a tus preguntas; en general no las tengo, pero te escucho con atención. Es, quizá, la hora más importante del día. Compruebo que el proceso iniciado al despertarte me sorprende al comer el postre con el comienzo de tu adolescencia.

     En vez de dormir la siesta, salimos nuevamente. Ríes todo el tiempo; no puedes evitar esa hilaridad un tanto ridícula que te posee por la tarde. Vamos al cine, y lloras porque el bueno muere junto con el malo. Intento explicarte que ahora todos se mueren en las películas; no me oyes y cambias nuevamente de humor. Cuando comemos un helado, me cuentas que te encanta trepar a los árboles. Te propongo que vayamos a una plaza. El guardián, que estaba espiando, se acerca furioso. Le sacas la lengua, yo le hago el pito catalán, y nos alejamos corriendo de sus iras.

     Llegamos a un sitio solitario y nos echamos sobre el pasto. La agitación de la carrera te ha transformado otra vez. Ya eres toda una mujer. Hablas con la voz entrecortada por la respiración:

     -Te quiero, te quiero y te deseo, ya, ahora.

      -Y yo te adoro desde que te encontré- murmuro casi sin aliento. Me acerco temblando hasta tu larga figura. Estoy maravillado; no puedo hacer otra cosa más que contemplarte. La línea de puntos de nuestras miradas se detiene, nos rodea sin interrumpirse hasta que surgimos del abrazo con los ojos brillantes y dilatados. Entonces nos besamos desde el interior de los labios.

     Volvemos a casa. El amor es fascinante; el amor es único. Así nos parece y permanecemos unidos. Contra nuestros deseos, nos separamos para preparar la comida. Escuchamos a Mozart.

     -Podríamos casarnos- propones al cerrar la puerta del horno.

      -Cuando crezcas de una buena vez, y no me hagas hacer papelones en el horario del registro civil- 
contesto. Te acercas, te atraigo, y entretanto se quema  la comida. Sin embargo, comemos los restos con voracidad. Y hablamos; hablamos del presente, del pasado, del futuro, hasta que la cafetera empieza a derramar el café hirviendo en el piso de la cocina.

     De Mozart pasamos a Schumann y luego a Brahms. Y después a Los Beatles. A veces leemos juntos, abrazados boca arriba. Tú sostienes una parte del libro y yo la otra. Casi siempre terminamos las páginas al mismo tiempo; de lo contrario, el primero apura al otro de alguna manera original.

     Al apagar la luz, te levantas de la cama y te acercas a la ventana, tal vez para respirar el aire fresco de la noche. La calle ilumina con suavidad el contorno de tu cuerpo y no resisto el deseo de tenerte a mi lado. Hacemos el amor, quizá por última vez en el día. Luego, el sueño se apodera de mí con una urgencia irreprimible.

     -El chupete está en tu mesa de luz- balbuceo medio dormido. Asientes con la cabeza. Estás distraída, preparando sobre la cama los pañales para la madrugada.


                     
                

                                       Vivencias


     Cuando tú entras, él sale. Se miran a los ojos un instante en el marco de la puerta. Y el mundo se abre para ti como una fruta partida en dos, desprendiendo  un humor jugoso, dulce y fragante, alucinando los sentidos, que pierden momentáneamente la seguridad de su natural intermediación, de su diferenciado mandato perceptivo, y entran en un torbellino de flujos arremolinados, de violentas fluctuaciones que chocan entre sí, buscando  salida a una presión que  se vuelve más y más intolerable.
    Al desviar la mirada, traspones el marco de la puerta, y el mundo se cierra una vez más. El sonido del golpe te desvaría con violento efecto implosivo.  Te vuelves, desencajada, furiosa, poseída por un intolerable humor hostil,  abrumada por una sensación de dolorosa impotencia, pues sabes, sí, lo sabes, que en el marco de la puerta ya no hay nadie y que la fugacidad es la marca  en el orillo de tus vivencias más intensas. A veces las deseas, otras las detestas, pues esas vivencias tienen vida propia, y así como te toman y te poseen, así también te abandonan en la más absoluta intemperie.
  

                
                Diez indiecitos rebeldes
                                                                                          
   Mirá, mis pies me están dando trabajo. Están… no sé cómo decirlo…fastidiados, ofendidos, recelosos... Sé que muchas veces he abusado de ellos, por ejemplo, cuando daba esas  largas caminatas  y  los talones bramaban y yo seguía hasta llegar a casa casi destruido. O en aquella oportunidad que se  cortó uno con un vidrio, y por no ir a la guardia del Hospital, le hice tres puntos sin anestesia, y se la bancó. Pero ahora, los dedos, porque son ellos los que comandan la cosa, han hecho como rancho aparte, y todos juntos,  solidarios los muy hijos de puta, se han rebelado. Y si resulta difícil lidiar con un pie, imaginate  lo que es con los dos… 

   Todo comenzó hace unos quince días, cuando decidí cortarles las uñas. Cacé el alicate grande, pues estaban (y siguen estando) bastante creciditas, y encaré a la uña del dedo gordo derecho, ésa que se me encarnaba cada dos por tres, hasta que…Sigamos. Con  mano izquierda lo tomé firme, y luego lo presenté. Pero en cuanto acerqué el alicate pegó una reculada brusca hacia la planta, que empezó a contracturarse por el tirón. No  podía enderezar al pie. Con un empaque a lo toro, después vino el calambre furioso. Caminé un rato y pasó. Cuando volví a encarar al dedo gordo, otra vez mezquinó la cara. Lo dejé por el segundo dedo. Igual respuesta. En sucesión, se rebelaron todos, hasta el chiquito se escondió haciendo algo así como morisquetas.    Irritado, pasé al izquierdo. Imposible pescar alguno desprevenido y descabezarlo con el alicate. Y el dolor en las plantas se extendía a las pantorrillas. Tiré con rabia el alicate sobre la mesa de luz, me acosté estirando bien las piernas, lejos de ellos, que ahora sí se mostraban como siempre.
  
“¿Qué carajo les pasa a ustedes?, les espeté, iniciando un diálogo esquizoide. Y una corriente suave empezó a circular por mis piernas, proveniente de ellos.

   “No queremos que nos cortes las uñas. Dejanos tranquilos”, parecían querer decir.

   “¿Por…?”, les pregunté, ya convertidos para mí en personajes.

   “No queremos con vos. Y ya sabés…”, murmuraron, mirándose entre ellos.

   “¡Hijos de una gran puta! No me pueden estar diciendo esto. Ustedes, sí, ustedes, son míos, ¿entienden?, son parte de mí, y yo decido y les corto las uñas y punto”, les grité rabioso

   “Queremos que…”, y los interrumpí abruptamente:

   “¡Basta, eso se acabó! ¡A ver si lo entienden de una buena vez…!” Se miraban. Los dedos gordos se acercaron entre sí. Cuchicheaban. Los demás estaban quietos, atentos a ese diálogo.

   “No, no lo vamos a entender. Y hemos decidido los diez”, y los demás cabeceaban en señal de aprobación, “que te vamos a servir como siempre, pero te pedimos que no abuses de nosotros. Y las uñas son nuestras, y nosotros decidimos qué hacer con ellas”.

   “¡Caramba!”, exclamé, y abriendo un cajón de la mesa de luz agarré el 38. Les apunté uno a uno mientras les contaba el cuento de Jack London del leñador que les tenía terror a las víboras, y que una noche, borracho y alumbrado por una vela, creyó ver una serpiente  a los pies de la cama y se voló de un tiro el dedo gordo que había quedado destapado. “¿Con quién empiezo?”, y paseaba con la mira, uno por uno. A poco más de un metro de distancia, saltarían en pedacitos, con las uñas pulverizadas, y problema solucionado. Elegí al lider, el gordo del derecho. “¿Van a entrar en razón, o te tiro?”

   “Yo vuelo en pedazos, pero vos vas a sentir otra que el dolor de una uña encarnada, y no creo que te animes con el resto de los nueve”, razonó fríamente. Me clavaba la mirada,  escoltado por  el dedo adjunto también desafiante.

   “Está bien”, aflojé. No soy reacio a la lógica. Creí que presionándolos un poquito cambiarían de opinión... Me levanté, los cubrí con medias y zapatos, y salí. 

   Olvidé el asunto hasta hace unos dos o tres días, pues las molestias de caminar con ellos así, no son pocas. Decidido, volví a encararlos, alicate en mano. ¡Para qué! La contractura de los dos pies  fue feroz. Salté de la cama con un calambre de las plantas y pantorrillas que me revolvió de dolor. Usé todos los  corchos que encontré, estiraba y encogía las piernas (aliviaba la parte anterior, y empeoraba la posterior), las masajeaba con furor hasta que finalmente las envolví  con pedazos de venda elástica que encontré en un  cajón del ropero y a los quince o veinte minutos comenzó a aflojar. Otra vez sobre la cama, intenté relajarme. Ellos, allá al fondo.

   “¿Vamos a seguir así para siempre? Las uñas van a empezar a lastimarnos en serio”, les dije con un tono suave. Intentaba convertirme en uno más del grupo.

   “No nos importa. Queremos que ella nos corte las uñas. Y nadie más”, fue la unánime respuesta del coro.

   “Ella…ella no está más, ni para mí ni para ustedes. Y no puedo llamarla por esta boludez. ¿No lo pueden entender?, terminé con un tonillo de tristeza en la voz.

   “No estará para vos”, fue la rápida respuesta de un gordo, “pero no creo que no esté para nosotros. Siempre nos quiso y nos trató bien”.

   “¿Y…? ¡Llámenla ustedes, entonces…! ¡Ocúpense…pero así no podemos seguir!”, opiné, ya harto y revuelto con ese diálogo alucinante.

   “No podemos”, gimió el chiquito de la derecha, y sentí que me corría agua por el borde del pie. Me incorporé y lo tomé. Asustado,  pegó un violento salto hacia atrás.

   “¡Hey!, que no les voy a hacer nada. Quería mirar al chiquito de cerca, que parece estar supurando”, los tranquilicé.

   “No está supurando”, contestó el de al lado, inclinándose hacia el pequeño, “está llorando. ¿No te das cuenta?”. Me quedé medio duro, sorprendido por la exaltada sensibilidad de mis pequeñas e independientes extremidades.

   “Bueno, basta”, y sequé  el pie con la sabana. “Yo me ocupo. No se cómo ni cuándo, pero algo voy a hacer”, y me levanté de un salto de la cama, dando por terminada esa escena casi patética.

   Y desde entonces, quedó como una relación cordial, aunque siempre con algo de tensión en el medio. Cada tanto, al descalzarme,  me enviaban una breve y suave corriente, como diciendo: “No te olvides, estamos esperando…”. Y los diez  me clavaban la vista. 
   Yo los ignoré, hasta que ya no pude más, y es por eso  que te estoy llamando ahora…


                                         Ay, Sofía....


         Sofía regresaba a su casa, por la tarde; la calle  estaba desierta y escuchaba sus pasos rítmicos contra las baldosas de la vereda. Unos labios húmedos  te recorren la garganta, se prenden de los botones de tu pecho, transitan tu abdomen dejando un rastro  de pelos sesgados, te besan en las ingles; alternadamente lo hacen. El susurro del viento entre las hojas de los árboles le recordó de pronto otra calle, otro destino, claro que era más joven. Luego dejan espacio a los dientes que muerden  la piel del pubis, muerden entre la maraña del vello, muerden los bordes del miembro, lo circundan dejando por momentos el espacio a  la lengua que saborea de antemano  promesas más agitadas. Aún lo soy, pensó, o creyó pensarlo, sin saber a qué atribuir el origen de esa inquietud. Pasean los labios por el dorso y se apoderan del extremo más sensible. La cartera de cuero colgaba de un hombro y se aferró con energía a la correa, como el soldado sostiene el fusil. Ya dentro de la concavidad de su boca, no respiras esperando adivinar la llegada  del placer o del dolor. Claro que no voy a la guerra, volvió a cavilar, ¿o si?, y se estremeció al descubrir el jardín y luego el camino de entrada de su casa. Bajan los labios una vez más, viajan por el interior de tus muslos, una y otra vez, hasta que su lengua se apodera, erecta y segura, de tu centro ¿Mi casa?, recapacitó con sobresalto, y la inundó súbitamente una sensación de extrañeza. Se demora y juega, endureciendo los músculos de la cara, mientras sus manos se unen,  allá arriba, nido íntegramente robusto. Algo anda mal, si no quiero reconocer lo que conozco y sé mío. De pronto, Sofía decide regresar, hacia la adhesión simétrica,  con húmedas escalas.  Los pájaros vespertinos, con variados, y agudos trinos, como la luz de la tarde que se filtraba entre las hojas de los árboles, enturbió y finalmente cubrió el flujo de pensamientos  que alguna rendija espontánea había dejado escapar. Paseas las manos por su boca, luego por su cuello, por sus senos, su vientre, y ya los labios de Sofía se apoderan de los tuyos cuando se enfunda buscando el perfecto contacto. Escapar...escapar ¿hacia dónde?, y entonces mordió con fuerza algo intangible entre los dientes, la mirada perdió brillo, y se endureció desde los músculos de la nuca. Ella se estremece con movimientos circulares de su pelvis  en cadencia perfecta.  Se aferró aún más a la correa, que desprendió del hombro al pisar el porche de lajas de la casa. La piel  tiembla sobre la piel, las bocas y las lenguas asisten al juego de los dos sentidos y las manos se agitan como anguilas en busca de esto,  eso o aquello, que empieza a brotar desde distintos puntos, como estrellas en la noche que se abre. Metió la otra mano en el bolso, extrajo un manojo de llaves, seleccionó una con automático gesto, la hundió en la cerradura, y al sentir el  crujido de metales, se detuvo. Esto, eso y aquello van tomando una forma singular que irradia luz, color, y sonido, hasta que el todo comienza a latir con pulso agitado.  Empujaré la puerta, entraré, y volveré a ser yo misma, se dijo con una voz que apenas logró reconocer como propia. La marea ascendente marca el sístole diástole de los cuerpos que se unen y se desprenden  y se derraman entre si y para sí.... Mi propia vida aquí, dentro, y caminaba por el pasillo, apoyaba en una mesa la cartera y las llaves, se quitaba el abrigo, y entraba en su cuarto.
Interludio.

Se detuvo, volvió sobre sus pasos, pasos que nuevamente  no reconocía como propios, tomó el abrigo, alzó la cartera y las llaves y, antes de  llegar a la puerta, ésta se abrió con el  gemido prolongado de siempre. Él pasea morosamente una mano, recorriendo como legítimo dueño  la forma dormida de Sofía...   Una sombra alargada se enmarcó en la contrastante luz exterior. Busca despertarla, volverla en sí, busca el regreso. La voz masculina de siempre  la saludó. Comienza a besarla, desde la cintura comienza a besarla.  No pudo responder. Y la mano cubre el nacimiento de los muslos. Uno responde a las voces que conoce, pensó, mientras él se acercaba. La boca se arrima a la mano, y hunde la lengua en la profundidad de Sofía. Persistió inmóvil. Sofía respira entrecortadamente y lo toma de los cabellos revueltos. Dura como piedra, recibió una mano sobre su hombro y unos labios que buscaron los suyos. Él parte en dos a Sofía  con la boca entreabierta; la lengua embate como arma que se sabe precursora. Respiró hondamente y comenzó a caminar hacia la puerta. Hay quejas y gritos entrecortados de ambas partes. Alguna persona que conozco, o que en realidad no conozco me está empujando hacia fuera de mi casa, pensó. Él se vuelve,  y asciende con la boca, como gusano pegado a un tronco. Y entonces sintió el contacto de la mano y de los labios.  Se encuentran nuevamente simétricos y ondulantes. Se detuvo y se volvió. Se demoran, nada los asusta, nada los apura, nada los detiene. Lo observó mientras él caminaba por el living. Alcanzan el momento...Me voy, me quedo, me voy, me quedo...Con las bocas, con la piel, con el centro de la pelvis, con el sexo íntegro.

     -Hola...- la voz se desprendió de ella como un alumbramiento. Las hojas de los árboles caducos, caen poco a poco hasta desnudar las ramas cuando culmina el otoño. Algo parecido le ocurrió a ella en ese momento, pero a la inversa, y rápidamente. Se cubrió de hojas que treparon desde el piso por sus piernas, por su torso, por sus brazos  y su cuello, hasta cubrir el cuerpo entero,  mientras viraban del marrón oscuro al verde brillante. Sí, es cierto, era otra y ahora soy otra, pensó al mismo tiempo que un deseo incierto circulaba por sus venas. Cuando te encuentre lo sabré, se dijo, y lo tomó de un brazo, y cuando él se volvió, le devolvió el beso.

    Los ruidos y sonidos de la noche se filtraban por la ventana entreabierta del dormitorio. Las cortinas, leves, se estremecían con la brisa, y los grillos custodiaban el jardín. Poseen el don de la oportunidad, y callan ante un paseante nocturno, alertando con el silencio al que duerme, que de pronto despierta y no sabe por qué lo hace...
  
 Ay, Sofía, que despertó de pronto con el silencio. Respiraba agitadamente, acostada boca arriba, pues al volver en sí la invadió la confusa sensación de extrañeza que impulsaba esa inexplicable pero  imperiosa necesidad de incorporarse, vestirse, tomar la cartera y las llaves y salir corriendo hacia ninguna parte...

         


                    Amor


    Sentados en precarios bancos, la luz de la ventana y la puerta abierta  iluminan la escena parcialmente. Una pequeña mesa de madera con víveres sobre ella los separa. Una cama deshecha contra la pared. La cocina a un costado calienta agua. La puerta entreabierta de un pequeño baño también acerca luz. 
   -Te amo- dice ella- y no puedo vivir sin tu presencia, sin tu contacto, sin tus besos, sin tu  cuerpo junto al mío  en la cama todas las noches...
-Yo también te amo, y comparto todos tus deseos, pero también debo regresar a lo que tú sabes llamo “mis cosas”...
-Yo no tengo “mis cosas”; todo lo mío está impregnado de tu presencia...
-Ven, ven aquí- llama él, y la toma de los brazos, la sienta sobre sus piernas y comienza a besarla, a acariciarla, y le susurra:
-El amor es esto, y es hermoso, y parece interminable, como algo que crece indefinidamente, que nunca va a terminar, y que nos absorbe a los dos y nos lleva, más fuerte que cada uno, más fuerte que los dos juntos. 
-¿Y por qué, entonces no dejarse llevar?- pregunta ella, liberando su boca de la de él.
-Dejarse llevar no es sinónimo de perderse en ese mar de placeres sin nombre. Dejarse llevar, es primero responder al llamado, o recibir la respuesta al propio llamado. Pero también es tan gratificante como eso el hecho de recogerse de pronto en sí mismo y encontrarse uno mismo, renovado, vital y poseedor de un extraño equilibrio, el equilibrio de la naturaleza, que se descarga por momentos con oscura violencia y brota en otros con luminosa suavidad. Equilibrio para reconocer todo lo existente. 
-Yo existo también-  reclama ella, entre caricias que le obligan a entrecerrar los ojos.
-Existes, y lo que más amo en ti, o a través de ti, es tu existencia, saber que existes es la fuente de lo que podría nombrar como “la felicidad”. Amarte, para mí, no implica siempre contar con tu presencia, me basta simplemente que estés, que seas, que existas.
-A mí no me basta eso. Quiero estar contigo siempre, compartirlo todo, que seamos uno entre los dos, compañeros en todo...
-Eso no lo creo posible. Somos dos, y siempre lo seremos, que a veces, gloriosas veces se convierten en uno, y de esas veces, nos enriquecemos ambos. También sé y lo siento, que da angustia salir del uno y volver a ser dos, con todas las incertidumbres que eso provoca, como si al ser uno, esa circunstancia aparece como única, irrepetible, final. Pero no es así. Uno se engaña al pensar que el amor es tan indefenso como para no alimentarse y crecer por sí mismo.
-La vida me ha enseñado a dar siempre todo de mí misma, a compartirlo todo, a amar sin límites, y esos límites que tú mencionas, me duelen, me dejan vacía, sin voluntad de vivir.
-La voluntad de vivir está sólo disponible en uno mismo, no afuera. Buscarla en un espejo al mirarse en el otro,  te deja vacío. Porque es cierto que cuando estamos poseídos por esto, y es una posesión, de la cual hay que cuidarse, sin rechazarla ni temerle, parte de uno parece que se lo lleva el otro, y uno quiere recuperar eso de uno, porque sin eso uno no es nada, así parece...
-No lo sé, no sé analizar demasiado bien  todo esto que me pasa. Me siento viva en el deseo, en el deseo más absoluto que he conocido en mi vida, y ese deseo a veces me domina hasta casi hacerme estallar...¿Somos diferentes?- y lo mira fijamente, tomando distancia.
-Sí,  afortunadamente lo somos. Pero tenemos una corriente única que compartimos, un solo río que nos lleva, no sé hacia dónde, pero donde nos sumergimos, y somos uno rodeados del agua que fluye sin parar.
-Admiro tu lenguaje, pero no me convence. Creo en la poesía de la piel, de la mirada, de los besos, de la cama interminable...
-También creo en esa poesía, pero también creo que ella no es infinita, que tiene momentos en que se interrumpe...
-No, a mí no se me interrumpe  nunca. Mi deseo de estar contigo en constante, y lo sé interminable, infinito.
-Tú sabes que debo regresar del paraíso a dónde me llevas, volver a mí mismo, y reconocerme dentro de mi propia piel, y la soledad que ello implica me es tan necesaria para vivir como nuestro amor. Contigo vivo en un oasis, pero también debo salir al desierto, caminar en él y sentir que todo es posible así, nada se pierde, y todo tiene posibilidades. Yo no vivo a través tuyo, yo me regocijo de que existas, de haber acudido a tu llamado o de que hayas acudido al mío.
-Yo tampoco dejo de hacer lo mío, que no es poco- los ojos de ella relampaguean un instante-, pero eso no quita que también necesite compartir todo eso mío, propio, contigo. Si no, me parece que nos negamos a una vida más plena, quizá no tan elevada como “tus miras”, pero también más real, y en esa realidad, el amor también crece y se afianza.
-A veces eso que planteas es posible, y otras veces no lo es. A veces, adaptarse y resignar cosas de uno mismo no resulta un buen alimento para el amor. Y el “compartirlo todo” puede no ser una buena receta para mantener viva a la criatura.
-Sales de mí y entras en mí a tu antojo, y eso duele. No me hace feliz. Me abandonas y eso duele, duele mucho.
-Pides todo de mí, y para complacerte dejo de ser yo mismo. Me ahogas en el mar de la felicidad. Y recibes a cambio una cáscara vacía.
-Así ya nada es posible...
-Así no resulta posible. Ni aceptable.
-¿Entonces?...
-Tú conoces la respuesta. Si ninguno de los dos parece dispuesto a matar la criatura, habría que encontrar un punto intermedio, flexible, dinámico, que nos permita ser y estar, ser cada uno, y estar unidos como ahora- se inclina y la besa, largamente la besa. Ella le responde, y se funden en una sola piel, en una sola humedad, en un solo goce de infinitas circunstancias.

    A la madrugada, él abandona el lecho. Se huele las manos, los brazos, es ella, aún dormida entre revueltas sábanas, una sombra desplegada su pelo lacio renegrido. Sale.  Al rato, ella percibe la ausencia y se abraza a sí misma, tratando de retener la presencia de él. Hasta que, pateando las sábanas, se pone de pie. Prepara automáticamente el desayuno luego de pasar por el baño. No puede pensar con claridad. Algo agrio ha inundado  su interior. “¿Cuándo?”, se pregunta. “¿Cuándo otra vez?”. Deambula por la casa, sin orientación, sin sentido cierto. Toma algo, lo deja, toma otra cosa y la estrella contra la pared. Comienza a llorar, y se toma con fuerza del pelo. Quiere arrancarlo, y con él, esos fantasmas que no la dejan pensar, que no la dejan vivir. “Y esa mierda de ser libre, para qué me sirve, si yo no quiero ser libre”, grita contra el vidrio de la ventana. Afuera, el día apunta soleado. Se seca la cara con las manos y sale. El sol la encandila y se refugia en el alero de la casa. Se sienta en la breve escalera y enciende un cigarrillo. Fuma con avidez. Trata de elaborar una estrategia para el día, para una semana, y finalmente se pone de pie, entra en la casa como una extraña, toma el bolso, quién sabe con qué contenido, cierra la puerta con estruendo y camina con pasos de sonámbula hacia el auto. En el reloj comprueba que llegará tarde al trabajo. “Bueno, por lo menos todavía tengo eso”. Se apresura,  y antes de arrancar, en el espejito comprueba el estado de su rostro. No le gusta y comienza a maquillarse con velocidad alucinante. Enciende la radio a buen volumen y haciendo chirriar las gomas se lanza una vez más hacia su día.


                            Si no sale bien...

                                                                       Los prejuicios mueven al mundo… (Sabiduría Popular)


   - Escuchame, diosa, vos no podés hacerle esto a ella. Irte así nomás, sin explicaciones...- expresó él inclinándose sobre la mesa, las manos apretando el grueso borde de madera, y las palabras casi silbadas como una prolongación de su actitud toda, que era de llegar hasta ella, envolviéndola. “Y yo, ya ni cuento, ¡qué va!”, pensó.
 

  - Me gustaría que no opinaras tanto de nuestra relación, que es particularmente nuestra, entendiste, nuestra. - Ella modulaba con precisión cada palabra, y los ojos, a pesar de su claridad y transparencia, parecían haber adquirido la dureza de la piedra.- Además, vos sos el último en llegar, y creo que no entendés el núcleo en el que se basa nuestro vínculo, que es lo primordial.
   - Creí que ya era parte de eso. ¿Lo decís porque no soy homosexual? Creo que te equivocás...
   - No del todo… En parte es por eso, pero también porque siempre quisiste meterte en el medio, estar en el medio. Buscás algo a través de nosotras dos, y no respetás lo que siempre fueron nuestros códigos-. Tomó el vaso y bebió. No estaba dispuesta a mirarlo directamente todavía, y contempló por un momento la noche a través de la ventana, que reflejó su cara. No le gustó y se recostó en el asiento. La hebilla de su cinturón brillaba allá abajo.
   - Comenzamos siendo libres, y lo seguimos siendo, eso creo, y vuestros códigos están tan indemnes y saludables como cuando las encontré. Y si yo las amo a las dos, las amo básicamente juntas, pero eso no me impide opinar sobre ustedes dos y sobre cada una de ustedes dos- . El argumento le salió fluido, sin tropiezos. Ella le clavó la mirada, ahora sí.
  - Tu amor es muy raro, y también bastante complicado. Siempre he pensado que había algo más detrás de tus actitudes, tan sinceras, tan abiertas, tan amplias, donde los celos no tienen cabida, donde dar y recibir no tiene límites ni condicionamientos... Algo muy ideal, que en la práctica, bueno, ¡ya ves...!- y miró para el costado, evitando los ojos de él, que tenían un no sé qué de risueño, de... Volvió a clavarle la mirada:- ¡Y de una buena vez te lo voy a decir! : Una de las cosas que no soporto de vos es que parecés siempre de vuelta de todo, el liberado, el superado, el que todo lo puede, ajjjjjjj, a veces me dan ganas de vomitar o de tirarte con algo...- Sonrió malignamente, pero sonrió, por primera vez en la noche, y la sorprendió el calor que subía de un plato humeante de carne y verduras que vaya a saberse quién colocó allí sin que se diera cuenta. Tomó los cubiertos y, sin muchas ganas, empezó a mezclar la comida en pequeños trozos.
   - Quizá esto es lo que más me gusta de vos, reina. Cuando te irritás, sos insuperable. Ella en cambio es 
siempre tan delicada, tan tenue y tan deliciosamente femenina... Y ambas, tan hermosamente distintas, se complementan de una manera asombrosa. ¡Cuántas veces hemos volado juntos, los tres hasta la estratósfera! ¿No podés entender que hay que seguir así, cueste lo que cueste? Romper esto es un crimen…. Hemos generado una relación  interesante por donde la mires, una entidad deliciosamente tierna y cálida. Por otro lado...- y se llevó el tenedor cargado a la boca. Masticaba lentamente, y aunque tenía la boca cerrada, parecía continuar hablándole. Luego del trago de vino:

   - ...por otro lado, aquí nadie, ninguno de los tres hemos perdido individualidad, autonomía, independencia. Ni hay predominio de uno sobre  otro. Eso siempre lo hemos respetado a rajatabla. Y si algo grave hubiera ocurrido, sería el primero en decir que no va más, pero me parece un capricho tuyo impedirle a ella que...

  - ...que se acueste con un tipo para tener un hijo propio. ¿Eso te parece aceptable?- Un sabor agrio le subió por el pecho hasta la garganta. Tosió, con lágrimas en los ojos.
   - Si ustedes no pueden concebir hijos conmigo, y están en edad de reproducirse, y resulta tan cara la inseminación artificial, bueno, pues me parece lo más normal del mundo que ella quiera hacerlo así-, y sirvió vino tinto en los dos vasos. Luego entrechocó su copa con la de ella, antes de beber.- Es más, brindo por ello.
   - Vos estás rematadamente chiflado. Ya estamos bastante complicados como para traer un niño a este mundo nuestro, loco por donde lo mires, y donde no va a entender nada, ni quién es quién- y movía desordenadamente el pelo sobre el plato. Cuando se descubrió, él vio dos ojos brillantes, hermosamente claros, a punto de llorar. Estiró un brazo y le tomó una mano con fuerza.
   - Amor, este mundo está enfermo  por tantas otras cosas que pasan, pero no precisamente  por nosotros. Cada uno en su actividad nos desenvolvemos con idoneidad y ética, y no andamos corriendo y aplastando cabezas en pos del éxito, el dinero o la fama-. Le acariciaba la mano, y le alcanzó el vaso para que bebiera.- Nos amamos, y cuando convivimos, a veces lo hacemos de a dos, a veces de a tres, y si algo le podemos enseñar a la futura generación, es a vivir sin prejuicios, respetando a los otros y haciéndose respetar.
   - A vos te sale tan fácil; convencerías hasta a las piedras del desierto...
   - Menos a vos, parece... No me resignaría perder a ninguna de ustedes y peleo por lo que creo que vale la pena...
   - Si fuera yo la que hubiera propuesto eso, ¿pensarías lo mismo?
   - Me hubiera alegrado igual. Es más...podrías planteártelo.
   - Ni loca. Me da miedo-. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Sus labios temblaban, pero estaban blandos y dóciles.- Miedo de que todo se pierda, que se diluya con la intromisión de extraños entre nosotros... Prefiero romperlo yo antes que...
   - ¿Extraños? ¿Qué cosas decís, reina? ¿Cómo se te ocurre que un hijo tuyo o de ella puede ser un extraño entre nosotros?
   - ¿Y cómo sería, entonces...? A ver, explicámelo, vos que todo lo sabés...- y largó una carcajada rabiosa, sorbiendo las lágrimas con la nariz.
   - Sencillo. A los chicos, lo único que les importa es el afecto. Y no están fijándose ni cómo se les da ni de dónde viene. Afecto y protección. Y respirar un aire saludable, ese gustito prometedor de la libertad envuelto en límites razonables...
   Un postre triangular y el vaivén de la cuchara  los entretuvo un rato en silencio. Ella masticaba y a veces  sonreía. “¿Será tan fácil como él lo pinta?”, pensaba. Miró  hacia los costados, como buscando alguien o algo donde depositar su opresiva incertidumbre. Cuando lo enfrentó, ya había realizado la operación. Sus ojos brillaban intensamente y en su boca bailaba una sonrisa imposible, con una combinación inefable de mágica sorpresa y misterio encantador:
   - Pagá y vamos. Tenemos que ir ya a hablar con ella. ¡Tengo tantas ganas de verla...! ¡Si no sale bien, juro que te mato...!




SEXO



 Le tocaba el turno a Gabriel, y  empezó así:
     - Sexo. Sexo en pareja. Sexo homosexual, sexo heterosexual. Sexo individual, con sus particularidades,  y,  ¿por qué no?, sexo grupal, con sus excentricidades y su limitante dispersión  Cualquier  modalidad es válida. Eso pienso.
      Gabriel miró a quienes lo acompañaban, que parecían afirmar con la cabeza, o  la movían hacia ambos lados simplemente para ocultarse tras un pelo largo y suelto, o sencillamente deseaban sentir el suave roce  en sus rostros, o quizá también negaban  con el gesto. Siguió:
     -  Irradiar y percibir  irradiación. Acercarse y permitir acercarse. Tomar contacto desde la palabra, la  mirada, la piel, y dejarse ir tras esa sensación que provoca hormigueo en las costillas, en el vientre, en los muslos, y permite abrir el cerebro, el más completo y complejo órgano sexual que poseemos. Las sensaciones fluyen hacia fuera de uno como una marea, de sabor agridulce, tibia y viscosa, la imaginación anticipa, la piel desea, el vientre exige, la voz llama e invita. El mundo se detiene, y el tiempo deja de ser tirano. Las manos se rozan  y se aprietan. La piel toma contacto con otra piel, los labios besan en la piel, hasta que se encuentran en las bocas; las lenguas, suaves y húmedas, se descubren, y se regocijan  entre sí. La mirada pasea rozando el cuerpo desnudo del otro, la voz susurra cosas ininteligibles, salidas vaya a saber uno de dónde, y el deseo toma la forma de una música sin escalas, como surgida de otros mundos. Lentamente se va posesionando de los cuerpos, siempre “in crescendo”. De pronto, aquél que esperaba y se detenía  con pausado goce, busca algo más.  Debe colmar su oquedad, y debe hacerlo con  quien enfrenta. Necesita inmediación. Ahora se besan con otra intensidad, se frotan, se aprietan, se recorren hasta con un dejo de violencia. Hay que llegar a alguna parte,   ya no se puede seguir esperando, y se debe viajar  con todo el equipaje a cuestas. No puede quedar nada  en el camino. Morder y agitarse,  uno dentro del otro. Unir y deshacer. Buscar y ser buscado, encontrar y ser encontrado. Allí, allá, aquí, en la periferia, en el centro, lejos de este mundo, cerca  de otro  mundo. Es otro mundo, porque cuando el cerebro irradia sus luces como centellas, y la vida explota desde el centro, hacia otro centro, se tiene la sensación  de no haber vivido antes.  Morir para renacer, dentro de un universo donde todo es válido, donde todo ha sido válido cuando el destino final fue siempre el placer. Encontrar goce en uno mismo, en el otro, en los otros, y saber que los otros pueden producirle a uno tanto  como uno les provoca. A él, a ella, a ella, a él. El yo, confundido de sí mismo, encuentra en el sexo la indefinición más lograda y la definición más certera. Sexo, vida.  Sinónimos...
         Gabriel respiró hondamente  luego del ininterrumpido discurso. Y alguien susurró: 
       - ¿Algo más?
       Gabriel estiró sus manos hacia el centro del grupo. Otras manos se acercaron. Miraba hacia ese primer encuentro de dedos entrelazados, donde se empieza a perder identidad y se inicia el delicioso trance de hallarla en otra dimensión. Elevó la cabeza y buscó otra mirada, otras miradas. Murmuró:
       -Sí, hay algo más, hay mucho más...-. Una mano le cubrió la boca, y una boca le susurró al oído:
  - Vamos, pues,  a su encuentro...


LA GRAN INDIFERENCIA



 I

    Empujó la puerta y entró, abandonando así el intenso frío exterior. En el interior del establecimiento, el calor casi sofocante la forzó a quitarse rápidamente el abrigo, antes de sentir que comenzaba a transpirar por debajo de la ropa helada. Se acercó a la barra del bar. Se arregló el cabello, buscó el paquete de cigarrillos en el bolso y encendió uno. El barman se acercó y le hizo una seña interrogativa. Pidió. Fumaba y bebía. Desconocía a sus vecinos, que cambiaban de cuando en cuando, mientras los vasos se acumulaban en el mostrador, frente a ella. Afortunadamente, allá donde dominaban las botellas no había espejo que le devolviera su imagen. Alguien de al lado le pidió fuego, y le arrimó el encendedor con un empujón de la mano. “Ya está bien”, pensó, “debo irme... ¿a dónde ir?”
    - ¿Querés seguir tomando en una mesa? Esto ya va siendo incómodo-, y el vecino se tocaba el trasero asentado en el banco.  El hombre había hablado mirándola de reojo. Ella se volvió y lo miró. “¿Por qué no?”, pensó y descendió del banco, probando estabilidad. Tomó el vaso y caminó hacia una mesa vacía. Se tambaleaba lentamente. Se descolgó sobre una silla y con el vaso en la mesa, contempló el aspecto del acompañante. “Nada especial”, pensó, “como tantos...”
   - Traje la botella, ¿te parece bien...?- dijo él, antes de sentarse.
   - Sí, por mí no hay problema...- y le sonrió entre los vahos del alcohol. Sentía ganas de reír. Y también de llorar. Bebió el trago y vació el vaso. Lo acercó a la botella y  él lo llenó.
   - ¿Cómo te llamás?- preguntó ella antes de beber.
   - ¿Importa eso?- respondió él. Le pidió un cigarrillo y fumaron.
   - No, la verdad, no importa. Yo soy María. O no, mejor, Eva. Siempre quise llamarme Eva.
    - Bonito. Bíblico. Yo soy Nadie. Siempre quise llamarme así.
   - Ja, ja, está bueno... ¿Y qué se te dio por invitarme esta noche? ¿Tiene algo de especial?
   - No, ¿por qué tendría que tenerlo?
   - Nada, si no querés hablar no hablamos. Terminamos la botella  y luego nos vamos cada uno a...- Eva no pudo terminar la frase. Cuando pensaba en  la salida de allí, no encontraba la secuencia de los futuros pasos en la calle.
  - ¿Querés hablar?, hablá...Yo te escucho. No estoy tan borracho como parezco.
     - ¿Qué querés que te cuente? ¿Que vengo de la iglesia, de confesarme con el cura, y que ahora estoy aquí, llenándome de alcohol, acompañada por un desconocido?
     - Para empezar... Parece un buen comienzo. Además, estás hablando con mister  Nadie-. Ella sonrió. Se recostó en el respaldo de la silla y enfocó la vista. Nadie la miraba. O sea, alguien llamado Nadie la miraba. Empezó a hablar.
   - ¿Sabés...? Soy una señora, sí, una señora normal y corriente, con marido, hijos, una casa. Con obligaciones programadas que cumplir, con un pasado, y un futuro. Pero lo que ocurre es que no tengo presente, ¿lo entendés?
   - Sí, lo voy entendiendo. Te diré que es bastante común eso hoy día. Digo, se lo ve con frecuencia...No es que yo...
   - Claro, es cierto. Perdoname. Aburro a cuantos se me acercan... El pobre cura es el único que me escucha. Por obligación, se entiende. Es su oficio.
   - Yo fui algo parecido en mi juventud. Quería arreglar al mundo, creía en la solidaridad, en que todos podíamos ser hermanos...
   - Y ahora crees lo contrario, ¿verdad?
   - No precisamente. Ya no creo en nada. Soy un don Nadie, y siento que las cosas están  como están, y punto. Me dijiste que estuviste en la iglesia... ¿creés todavía en esas cosas?
   - No lo sé. Solamente voy a confesarme, a hablar con el cura. Eso me sostiene.
   - ¿Te sostiene para qué? No te entiendo muy bien. Me contás que tenés todo, y estás aquí emborrachándote con un desconocido en este tugurio. Algo no coincide.
   - La que no coincide soy yo. Estoy seca. Seca, ¿podés entenderlo? Y no siento nada. Hoy, cuando salí de la iglesia, mientras caminaba hasta aquí, pensaba que no volvería a mi casa, a mi familia, a mi vida. Mi presente me inundó con su hedor rancio, y ya no puedo ajustar el pasado con el futuro. La delgada línea se rompió. Estoy seca. No hay nada.
   - Doña Nadie. Bienvenida al club de los escépticos, o mejor dicho, de los ausentes- y sonrió, llenando nuevamente las copas.
  - Nada tiene sentido para mí ahora, aquí, ya... Y lo que fue, no fue, y lo que será es un pozo ciego.
- Es difícil encontrarle sentido a esto, al mundo, a la gente, a la vida. A Dios, ni qué hablar. Un mito interesante, pero haciendo un poco divertida la conversación, podemos suponer que no es un mito, que existe. ¿Te parece? Y te olvidás por un rato de vos misma, que mal no te va a venir.
    Ella trató de imaginarlo con el cuello blanco y sotana negra. Y un  misal gordo en una mano. Y pensó que sí, que quizá...:
   - Ya te dije que voy a la iglesia y hablo con el sacerdote. Le confieso mis horrendos pecados y no me arrepiento de nada. Trato de escandalizarlo. No es difícil. Él sabe que después de confesarme vengo aquí a emborracharme. Que quiero dejar todo, marido, hijos, trabajo, casa,  todo, para iniciar ese viaje hacia...ninguna parte-. Sonrió con amargura y bebió.
   - Nadie te dice que sí, que Dios existe, pero que los que no existimos somos nosotros. Para él, no existimos. Porque en su todopoderosa voluntad, prima la indiferencia. Se le importa un rábano lo que nosotros hagamos acá con nuestras vidas...
   - Hay un chiste, que leí en un libro de Below,  en el cual una persona le pregunta a otra: ¿Sabés la diferencia entre la ignorancia y la indiferencia? Le responden: No lo sé, ni me importa- y ella largó una carcajada algo gangosa, seguida de varios espasmos de tos.
     - Gran escritor Below. El Herzog es insuperable. Pero volviendo, te diré que la ignorancia le está vedada al omnipotente, pero no la indiferencia. Y nosotros, de tanto buscarlo a Dios, de tanto emularlo, hemos logrado mimetizarnos con su más alta cualidad,  la cualidad del poder, la todopoderosa y omnipresente indiferencia.
   - ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
   - Has caído otra vez. Es que has sentido la indiferencia en todo su esplendor, y  se ha apoderado de tu centro. Y sentís que estás vacía, seca, terminada. Sin pasado ni futuro, y un presente que no merece ser vivido.
- ¿Y vos qué sentís? Hablás como si yo te interesara, no parecés indiferente.
   - Soy Nadie. Me puedo dar ese lujo. Soy una puerta abierta, pero sólo un umbral. Detrás, no hay nada. El vacío me rodea, pero a diferencia tuya, convivo con el vacío como buenos amigos.
   - Me parece que no te entiendo muy bien. Hay algo tuyo que desmiente tus palabras.
   - Que no siento angustia al hablar, que tengo cierto equilibrio interior. En definitiva, que me banco el presente así como es, y no me provoca la náusea que estás sintiendo vos...
   - Y te estás ofreciendo como tabla de salvación... En definitiva, querés terminar en un hotel conmigo esta noche- y volvió a sonreír con una mueca amarga.
   - Sí, o no. Lo que sea, será. No planifico, como vos. Si salimos del bar, y el frío nos empuja uno hacia el otro, y nos sostenemos mutuamente para no caernos, bueno, quizá terminemos como vos decís. Pero me dejó intrigado tu relación con el cura...
   - Es un viejo conocido. Fuimos juntos al colegio. Después pasó el tiempo y lo dejé de ver, y ahora, con todo esto, me topé otra vez con él...
   - Debe estar enamorado de vos, seguramente... - Fumaba, echado sobre el asiento, estiraba las piernas por debajo de la mesa. Demostraba disfrutar de cierta comodidad.
   - No lo creo. Está enamorado de su profesión, de su Dios, de sus imágenes, de su casa, esa madre iglesia que lo protege y le promete la otra vida.
   - Sin embargo, el amor terrenal es más fuerte que el celestial. Y no hay amor donde reina la indiferencia. Acordate de eso de:”Padre, ¿por qué me has abandonado?” Creerse hijo de Dios, y llevarlo hasta las últimas consecuencias. Retar a la Gran Indiferencia… Era osado, y lo pagó caro.
   - Puede ser, ahora que me  decís eso del cura, sí, algo puede haber...pobre si es así...
   - Quizá le sirva recordarte cuando se masturba a la noche- largó él con el mismo tono, mientras se servía otra copa. Luego se disculpó y llenó la de ella.
   - ¿Hacen eso los curas? - y se imaginó en el confesionario, mientras ella le hablaba con su lenguaje descarnado, el cura  metiendo una mano debajo de la sotana. La ingenuidad de Eva hizo reír a Nadie, que siguió:
   - Por supuesto, pero no es nada trascendente. Al contrario, demuestra que son humanos. El autoerotismo no es más que una parte del amor a sí mismo, que al fin y al cabo es lo que recomiendan  los mandamientos de la ley de Dios. Y el erotismo,  si no comienza con el reconocimiento propio, no llega a nada. Buscarse en el otro, sin conocerse uno, es una mentira...
   - Seré una mentira, entonces, pues no tengo esos hábitos. Claro que tampoco ahora me interesa que me toque mi marido. Ni siquiera a mis hijos toco. Son adolescentes y han entrado en otra dimensión que me resulta extraña, desconocida...
   - Tocarse uno mismo es un mandato natural. Obtener placer del propio cuerpo, producirse placer sin culpa, una obligación humana para sentirse humano. A partir de allí, uno puede recibir placer de otros, o darlo a otros. El “ámate a ti mismo” debería ampliarse y comenzar por “gózate a ti mismo”
   - Entonces los curas son perfectos...- y ella largó una carcajada, antes de inclinarse y volver a la copa. Fumaba, respiraba hondo, y la náusea la había abandonado. Miró a su alrededor, extrañada, como reconociendo por primera vez al ambiente del bar, donde ya escaseaban los parroquianos.
   - No. Se han vendido a la culpa, y a la promesa de la vida eterna. Cuando era chico, doce o trece años, la culpa era tan enorme de verme sorprendido por la muerte antes de confesar una masturbación y perder la “vida eterna”, que una vez, ante la erección inevitable y el deseo indominable, mandé a la mierda a la vida eterna, y gocé de y con mi cuerpo. Creo que fue la primera vez que lo hice en cuerpo y alma.
   - ¿Y seguiste así hasta...?
   - No, en seguida vino la culpa, el arrepentimiento, y todo lo demás. Hasta que finalmente me libré de esos mitos medievales, y enfrenté la vida desde el presente, vacío y abierto.
   - ¿Nunca te enamoraste? ¿Ninguna mujer llenó un poquito ese vacío?
   - Hablando de vacío, creo que quieren cerrar y nos están echando...- agregó él, mientras le hacía una seña al encargado. Compartieron la cuenta. Él no quiso discutirlo.
   - Me enamoré varias veces...O eso creo, pero...- y le sonrió con una mueca mientras la tomaba del brazo. Caminaron hacia la salida. Afuera, alguien con excesivo ruido, cerraba el local. El frío los envolvió y se apretaron entre sí. Agilizaron el paso hacia....hacia cualquier parte.

                                                               II

    Cuando despertó, poseído por un tremendo dolor de cabeza, Nadie intentó recordar quién era esa mujer que dormía junto a él. Estaban ambos vestidos sobre una cama desconocida, en un cuarto desconocido. Por la ventana entrecerrada se vislumbraban luces de neón del anuncio exterior de un hotel. Aún era de noche. Fue hasta el baño a orinar. Se enjuagó la boca. En el espejo encontró una imagen que lo asustó un poco. Regresó al cuarto, se quitó el saco, el pulóver, los zapatos y se recostó al lado de la ilustre desconocida que lo acompañaba. La miraba, cuando ella de pronto abrió los ojos. Lo miró un rato y luego se incorporó. Comenzó a mover la cabeza, buscando orientarse. Se levantó y fue hasta el baño. Nadie encendió una luz. Cuando Eva regresó, estaba casi por dormirse. La vio parada junto a la cama y abrió los ojos. Se miraron. De pronto él comenzó a reír. Reía y se sacudía. Tosía y reía, reía con una risa abierta, contagiosa y ella lo imitó. Se acercó, riendo y cayó de rodillas en la cama. Se sacudía con espasmos intermitentes. Tosían y reían. Eva llegó hasta el bolso, sacó el paquete de cigarrillos y comenzaron a fumar.
   -Ayyy, señor, qué dolor de cabeza, si creyera que lo que me duele es mi cabeza… Ya que no sé dónde está a esta altura- murmuró ella, y reía ya nerviosamente. Iba comprendiendo donde estaba.
   - Aquí, conmigo- dijo Nadie y se le acercó, tomándole la mano. Fumaba y le besaba la palma, los dedos.  Ella la retiró. Nadie la tomó del hombro y, suavemente, la acostó sobre la cama. Comenzó a besarla, a desvestirla. Apagaron los cigarrillos y se abrazaron. Se quedaron un rato largo abrazados, muy quietos.
   - Me incomoda la ropa. Hace calor aquí- dijo ella y comenzó a desvestirse.- Apagá la luz, por favor- pidió. En la semioscuridad, el cuerpo de ella brillaba con luz  propia. Nadie volvió a besarla, y le tomó una mano, y  con ésta comenzó a tocar a Eva. La cara, el cuello, los pechos pasaban debajo de la palma no muy dócil de ella. Él la dirigía lentamente. A través de la mano de ella, bajó por el abdomen, la entrepierna, los muslos, y volvía a la entrepierna. Allí apoyó suavemente la mano  y se detuvo. Con ligeros movimientos, la mano de Eva iba tomando posesión del vello pubiano, de los labios de su sexo. Corría la mano hacia los muslos y volvía. Eva respiraba con agitación. Él la besaba y la mano de ella comenzó a tener movimientos propios. Él se separó y comenzó a acariciarse mientras la contemplaba. Eva lo hacía con ambas manos, subía y bajaba. Cuando entró con los dedos, Eva emitió un grito sordo. Él se acercó hasta tocarla con el cuerpo desnudo. Se acariciaba muy cerca de ella. La besaba intermitentemente. Hasta que ella comenzó con espasmos. El orgasmo la sacudió unos segundos, y luego cayó como adormecida, la respiración muy agitada. La mano de Nadie llegó hasta el vientre de Eva, bajó, y la acarició hasta volverla en si, y ella se aferró a su cuello. Lo besaba queriendo devorarlo. Hicieron el amor furiosamente.
                                                                                                                                                       
                                                             III

    Durante varias noches Eva concurrió al bar. Esperaba encontrar a Nadie. Bebía en la barra, sin prestar atención más que a la puerta. Una noche, Nadie apareció. No podía dejar de contemplarlo. Él pasó detrás de ella, sin reconocerla. Se acomodó al fondo, en una mesa alejada del ruido. Bebía solo. Eva tomó su vaso y se acercó. Corrió una silla y se sentó. Le tendió el vaso vacío y él lo llenó. La miraba con una mirada lejana, vacía.
   -¿Tan lejos estás?- murmuró ella.
   - No lo sé. Los demonios andan cerca, y creo que hoy no podré con ellos. Es mejor que te alejes de mí- e hizo un gesto con la mano, como echándola.
   - No me iré. Bebamos en silencio-. Eva encendió dos cigarrillos y le pasó uno a él.
   - Sí, el silencio es el mejor consejero, el mejor amigo. Es la paz. Pero he perdido mi silencio interior. Y cuando eso pasa, sé que la señora anda rondando, y de la peor manera.
   - He venido todos estos días, esperando encontrarte. Ahora no te dejaré ir-. Él rió con amargura. La miraba como diciendo “adiós, señora, adiós”. Bebía sin interrupciones.
   - ¿No significo nada para vos ya? ¿Fue una noche más ésa? Para mí, no. He abandonado mi mundo, pero no puedo sola con éste. Es demasiado salvaje. Me aterra la soledad con el alcohol por única compañía- y comenzó a llorar en silencio. Estiró una mano y tomó una de él, seca, muy fría.
   - Nada tengo para ofrecerle esta noche, estimada Eva... ¿Eva era, no?- y volvió a sonreír con amargura.- Creí que sostendría las puertas del umbral abiertas  para siempre, pero algo las ha cerrado. Mejor bebamos en silencio, y luego nos despedimos como buenos amigos.
   - Y nos vamos a... a ninguna parte- completó ella-. Intentaba transmitirle calor con la mano, pero se daba cuenta que era imposible hacerlo. Era la mano de un muerto.
   - ¿Qué te mató,  querido don Nadie?
   - El ruido de la nada. A Nadie lo mata la  insoportable actividad de la nada. El amor es un engaño, querida señora. Es un impulso, nada más, para olvidar a los demonios, a los fantasmas, que siempre terminan derrotándolo a uno. Usted cree haber sentido algo así la otra noche. Pronto se dará cuenta que esos momentos, se pagan  muy caro. Es un juego siniestro. Si no sentís nada, está todo bien, pero cuando comenzás a sentir, te cae el peso de lo inevitable. Es el castigo de la Gran Indiferencia... ¿Le hablé de eso, verdad?
   - El otro día me tuteabas. El otro día me despertaste al amor, al sexo, al olvido, al más hermoso de los olvidos. Y dejé de ser yo, para ser otra. Y luego, con tu ausencia, el vacío, la nada. Y ahora esto como epílogo. Pero no te abandonaré. Viajaremos juntos a ese refugio que sé que no existe.
   - Buscaré el silencio de la nada, y ahora hay una sola manera de encontrarlo. Me envuelve el temor a esta otra, y me he quedado sin fuerzas. Sin sentidos, sin voluntad, sin pensamientos que hagan funcionar otra vez la máquina.
   - Bien, terminemos la botella y salgamos. Caminemos juntos, que la noche helada hará el resto...
   - ¿Vendría conmigo hasta el final?- Sonrió  esperanzado. Una chispa de vida cruzó por sus ojos. - ¿Podrá soportarlo?
   - Lo que no podría soportar es volver al mundo que dejé. O al vacío que me dejaste. Y no tengo voluntad para seguir sin vos. Te acompañaré a dónde sea.
   Trabajosamente se pusieron de pie. Se cubrieron con los abrigos y salieron a la noche.
   - Elija usted hacia dónde- solicitó Nadie, y Eva se colgó de un brazo de él y enfiló hacia una plaza. Nevaba. Dejaban huellas zigzagueantes, que casi en seguida se borraban. Encontraron un árbol añoso. Despojado de hojas, parecía seco y se iba cargando de nieve. “La nada cubre ahora los árboles, y parecen indefensos. Pero no son como nosotros”, pensó él.  Se sentaron al pie del tronco. Ella recostó su cara en el pecho de él, y él, la mejilla sobre el cabello de ella. La nieve caía silenciosamente.
   - ¿Puedo decirte algo?- preguntó Eva.
   - Claro. Hablemos mientras podamos.
   - Pues te diré que nunca en mi vida conocí a alguien como vos, que haya llegado tan hasta el centro de mi persona, tan completa, aunque fugazmente. Y estoy  muy agradecida por haberte conocido, incluso de estar acá con vos... Creo que te amo, y que no podría dejar de amarte nunca-. Él hacía movimientos con la cabeza, como asintiendo, señalándole a Eva comprensión y agradecimiento.
   - Yo no sé lo que siento, ya que era abierto, con simpatía, pero sin fondo. Las puertas se cerraron, y la nada que me aturde es ahora mi dueña. Pero estoy seguro que si pudiera sentir amor, lo sentiría  por usted, estimada señora, mi mejor compañía.
   Se apretaron entre sí, se tomaron fuertemente de las manos, entrelazaron las piernas y se durmieron juntos, una vez más, otra noche más.

   Los encontraron por la mañana, congelados. Debieron trasladarlos juntos, pues manos y  piernas soldadas de esa manera, hacían muy ardua la separación sin apelar a una feroz mutilación.

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