martes, 24 de febrero de 2015

De Mendoza, un "souvenir" atípico

                                         Y yo supe que existía,
                       que era allí.
                               Donde no fui nunca,
                                                                     donde ya no sé.                                                   
                                                                            

      Promediaba la primavera del año pasado, cuando viajamos una vez más con mi mujer a la ciudad de  Mendoza. Ella nació y creció allí, donde también estudió medicina antes de establecerse en Buenos Aires.  Tiene su familia radicada en esa provincia, y viajamos de cuando en cuando para allá, haciendo los mil kilómetros de un tirón, que insume unas diez o doce horas de viaje. En esa oportunidad yo debía  participar de un torneo seniors de golf, como miembro de nuestra asociación porteña, en contra de la  local, que representaba al Golf Club Andino. Resultaba imprescindible tomar una semana  para justificar tan extenso trayecto en auto, y los tres días de golf prometían  un panorama por demás   atractivo, por lo menos para mí.
      La cancha, de nueve hoyos,  se encuentra emplazada en el parque San Martín, casi en pleno centro de la ciudad, y tiene un rápido y cómodo acceso. No es para nada fácil, y su recorrido obliga a extremar recaudos y habilidades para lograr un resultado competitivo.
       El torneo se desarrollaba durante dos días consecutivos, y uno previo era destinado para práctica y reconocimiento del terreno.  En el four-ball  obtuvimos  el primer punto en una apretada definición en el hoyo diecisiete, un par tres nada fácil, con un green elevado e inclinado hacia las montañas, alineado en falsa escuadra con unas canchas de tenis a la  izquierda.   Me había pasado con el primer tiro, y debí volver a un green muy rápido y con bastante caída. Logré el par y ganamos el partido 2 y 1.   Al día siguiente, en el individual, llegué uno abajo al tee de salida del diecisiete.  Mi contrario  puso la pelota en el green, y yo la empujé al bunker de la derecha.   Saqué bien pero quedé a más de un metro del hoyo, con toda la caída rápida  hacia la izquierda. Erré y él logró fácil el par. Dos y uno otra vez, pero ésta era en contra. Perdimos la copa por un punto y debimos dejarla  allá, en el Andino.
     La comida de la noche estuvo excelente, la gente local, magnífica en la despedida, pero yo no me podía quitar de la cabeza el punto perdido del individual. 
     Demás está decir que también distribuimos el tiempo realizando las habituales visitas familiares; almorzando en casa de algunos, y saliendo a cenar con otros. Incluso fuimos  al cine en un nuevo y enorme shopping, exactamente igual a los de Buenos Aires, con sus uniformes multicines impregnados por el penetrante aroma dulzón del  pop-corn o pochoclo. Teníamos la desagradable impresión de que nos habíamos trasladado súbitamente de regreso, excepto que allá, a lo lejos, las montañas aún nevadas ofrecían desde el oeste un paisaje diferente, con aire diferente, con olores y sonidos diferentes...
    Al cuarto día partimos hacia la cordillera. El programa es siempre atrayente pues el contraste golpea casi al salir de la ciudad. Avanzamos por la ruta siete hacia el sur -descartando la vía de los caracoles de Villavicencio- hasta el valle de Uspallata, que nos recibió  con su diverso panorama de frondosa vegetación,  sorprendiéndonos con su verdísima frescura, ya que el gris, el marrón y el ocre de las piedras y la achaparrada flora habían  monopolizado  el paisaje hasta allí, en extremo agreste. Regresamos  por el mismo camino, bordeando el río Mendoza, bastante caudaloso en esa época del año, y antes de cruzar por el puente colgante, decidimos detenernos a pasar un día  de reposo, cuasi monacal, en el antiguo hotel de Cacheuta, con sus termas de aguas radiactivas (afirman que su actividad es mínima e inocua,  n. del a.),  incorporadas como principal atractivo turístico. Recorrimos sus instalaciones y, luego de alojarnos, decidimos probar las aguas a la intemperie, en una pequeña pileta a pleno sol y aire cordillerano, con renuevo constante de agua caliente. Las montañas enmarcaban el cuadro, y respirábamos a todo pulmón, con deleite, ese aire frío y muy puro que también se agitaba sobre la piel protegida por la elevada temperatura del agua, a más de mil doscientos metros sobre el nivel del mar.   Nadamos  un  rato  en la  pileta  olímpica, también al aire libre, ya menos templada. Después pasamos a unas sesiones de masajes ejecutados por manos expertas,  y luego al barro,  que se debía dejar secar sobre toda la piel antes de quitarlo debajo de una rumorosa  caída de agua termal.            
     En ese sitio todo impresionaba más agreste y más simple; más natural y más  limpio, dando asimismo una sensación de  sólida permanencia a través del tiempo, en contraste con nuestra chata provincia, tan mutable, tan oscuramente activa,  tan superpoblada como contaminada en sus variadas zonas cercanas al gran río.                                                                                                               
      Seguidamente pasamos a los baños con agua a presión, la ducha escocesa, y  finalmente, el plato fuerte: la gruta “a vapor”, o el casi   ardiente,      silencioso,  sobresaturado microclima de cueva más o menos hermética, goteante de agua termal, al cual se puede acceder  previo control de la tensión arterial- hipotensos abstenerse-. Quince o veinte minutos era el tiempo  recomendado como máximo, y un reloj de pared lo señalaba con grandes marcas. Estábamos solos,  y nuestras  respiraciones, profundas y acompasadas,  nos   adormecían recíprocamente. En un momento dado, y siguiendo un impulso no muy  definido, me incorporé a medias, pues el techo era bastante bajo, y caminé a tientas, evitando resbalar, hasta un recodo de la gruta, que se abría y prolongaba a partir de un saliente que  parecía avanzar  desde  la profundidad  de la roca  viva.   Me apoyé con   las manos en la pared, que transpiraba con exuberante flujo; la humedad y el avanzado calor le daban a la piedra viso de ser vivo en formidable actividad. Un insólito brillo   emanaba de la peña, que uno hubiera supuesto cubierta de vegetales primitivos por la permanente humedad. El resplandor  desmentía  cualquier adhesión   de vida elemental a su superficie. Al rozarla con las palmas de las manos, percibí una sensación de precaria consistencia. Me explico: Suponía que detrás de esa piedra exudativa y vaporosa no se encontraba la roca viva de la montaña; aquella parecía más bien una pared medianera. Al golpearla, se apreciaba sonoridad y no matidez (soy médico y la percusión de la pared torácica comunica vibraciones  de diferente tonalidad, si hay aire o material sólido en el interior del tórax; es un método muy utilizado para el diagnóstico). Caminé batiendo a tientas, con la oreja cerca de la pared, hasta que di con el acceso a otra cámara, en aparente desuso. El paso estaba bloqueado con una pesada e imponente  puerta fabricada de la misma roca, que colgaba de oxidados goznes de hierro. Estaba entreabierta, desesperantemente entreabierta Cuando intenté correrla, me costó un enorme  trabajo moverla de su sitio. Logré abrir una rendija y pasé con  sobrada dificultad por el estrecho espacio ganado. Sin luz propia, el recinto era iluminado por la escasa irradiación que se colaba   desde la otra recámara. Llamé a mi mujer, que se acercó con evidentes signos de temor,  percibibles en sus ojos  muy abiertos,  en sus movimientos muy lentos, y en su tono de voz, un tanto trémula. Le anuncié desde adentro:
     -Mirá esto; parece ser de otra época. Debe haber pertenecido a una parte del hotel anterior al terremoto... o quizá al período precolombino-. Yo  buscaba otra iluminación para poder moverme  con mayor seguridad. Mis ojos se acostumbraban poco a poco a la escasa luz, con las pupilas dilatadas, y  comprobé que el lugar era cerrado y bastante estrecho. En el fondo del mismo apareció de pronto una cisterna casi al ras del suelo, con forma de bañera, llena de agua vaporosa y  cristalina. Debía moverme  en cuclillas, y el aire caliente, saturado de humedad, lo dominaba todo. Habituado ya a la penumbra, me agaché hacia el agua traslúcida de la pileta, que me devolvió una imagen de dorada luminiscencia y contornos fosforescentes. Vislumbré unos rústicos escalones que posibilitaban sumergirse  sin sobresaltos.
     -¿Qué vas a hacer?- escuché como un eco lejano. Por el tono de la voz, mi mujer más que interrogar, quería imponer, intentando atraerme  hacia afuera.
     -Esto aparenta ser muy bueno. ¿Por qué no venís y nos metemos juntos? Parece estar sensacional este baño. El agua tiene una temperatura...- y antes de que pudiera detenerme, comencé a descender por los escalones, mientras sus ojos brillantes marcaban un hito desde el hueco estrecho de la puerta. El calor me invadía en las pantorrillas, en los muslos. Desde la cintura llegaba al pecho, al cuello, y cuando sumergí la cabeza,  sentí que esa calentura era parte de mí mismo; que el agua vaporosa y transparente no me cubría, no me envolvía: concretamente me diluía. Extravié la noción de los sentidos habituales, pero adquirí la posibilidad de sentir-percibir-pensar-intuir-vislumbrar y otras sensaciones más que no encuentro palabras para definir, todo ello junto, unido a través  de una singular corriente de sutil, lúcida y –digamos-  serena  entelequia.
     Me dejé llevar sin oponer la más mínima resistencia.
     Forzando el paso por el hueco de la puerta, mi mujer se acercó  por fin a la pileta;  su cara apareció  de súbito más allá de la superficie del agua,  ondulando con suavidad. Pero debía estar contemplando algo fuera de lo común pues con un gesto crispado del rostro denunció sucesivamente alarma, angustia, terror. Entonces comenzó a gritar mientras revolvía el agua con las manos. Me buscaba adentro de la cisterna, como si estuviera ahogándome. Con  la turbulencia y los remolinos perdí los asombrosos sentidos, y me inundó la oscuridad y el silencio.  La nada había invadido todas y cada una de las partículas de mi ser. Sólo  flotaba, ahora fuera de mí, con una sensación muy vaga de fugacidad, como si la corriente vital no tuviera una disposición irreversible de alejarse.
     Poco a poco, ya de regreso de un sueño en extremo denso- o tal vez de otra vida-  comencé a recuperar las sensaciones  habituales, pero ahora aparecían desdobladas,  o sea, dentro y fuera del cuerpo, y tenían una persistencia vital, sin solución de continuidad con la capa de agua que me incluía, que me empujaba, que me cubría.
     Cuando volví a distinguirme a mí mismo como siempre,  salté de la pileta, arrastrando un considerable volumen de  agua que no quería desprenderse de mi piel, y salpiqué con una tibia lluvia a mi mujer y al cuidador- enfermero que también había acudido en mi auxilio. Gritaron al unísono, y ella me abrazó muy asustada.
    -No te preocupes, que estoy bien. No tengas miedo- dije con una voz ronca, acuosa, de honduras insospechadas. Me sorprendí al escucharla, pues me parecía hacerlo por vez primera.
    -¿Adónde te metiste, que no te podía encontrar?-  Ella me miraba extrañada. Yo sólo atinaba a contemplar los reflejos del líquido ondulante, ahora negro, mercúrico, que me llamaba todavía desde sus insondables profundidades. Remojé las manos, y volví a percibir esa extraña sensación de atrayente plenitud. Ahora me había transformado en un vacío recipiente que  anhelaba  ser colmado por  esa masa líquida, negro azabache por momentos, traslúcida en otros, ¿sólo agua termal, o agua termal radiactiva?, y cuyo contacto consumaba esa inquietud con exasperante propiedad y precisión.
     Como no podíamos permanecer allí más tiempo, solicité un frasco y lo sumergí en la pileta. Con el precioso líquido envasado, salimos, atravesando  las necesarias etapas de controles e ingestión de hidratantes y frutas. Nos vestimos y decidimos caminar por los alrededores, que en esa tarde primaveral adquirían rasgos bucólicos de agreste y particularísima belleza. No hablábamos. Sólo nos concentramos en el paseo. Yo la tomaba del hombro con un brazo, y en el otro conservaba el depósito, cuyo contenido, a la luz del día, no era precisamente traslúcido. Un asombroso efecto me producía ese original líquido, pues aunque se encontraba encerrado en el frasco de vidrio, yo sentía que sus moléculas eran un fragmento sustancial de mí mismo- tal como si uno  deambulara con parte de la propia persona  bajo el brazo-. Sacudía la cabeza intentando alejar los agudos espasmos de extravagante sensación, y al percibir algo por demás excepcional en todo esto, mi mujer se me apretujaba a un costado.
     -¿Estás bien? ¿Sentís algo malo? Te noto muy raro- . Ella se detuvo, contemplando al frasco con desconcierto, con ojeriza, decidida por momentos a romperlo en mil pedazos...
     -No lo hagas, querida, porque allí, aunque te parezca mentira, también estoy yo-. Por primera vez lograba traducir en palabras una parte de las múltiples sensaciones-percepciones que me embargaban. Ellas no eran desagradables; muy por el contrario, y  aumentaban mi lucidez hasta la exasperación.
     Con la puesta de sol el aire frío se apoderó del paseo; comencé a temblar como una hoja, y un sentimiento de helada desolación se apoderó de mis fibras, de mis líquidos, por así decirlo, y comprendí que debíamos regresar imperiosamente al hotel. Allí, deposité el agua del frasco en un termo y la calenté con el dedo eléctrico, que siempre llevo en mis viajes para prepararme mate, una infusión imprescindible. Al adquirir mayor temperatura, el agua se calmó,  transmitiéndome una inexplicable placidez  al retornar a su natural y apacible flujo, muy satisfactorio. Me eché sobre la cama y cerré los ojos, con las manos en la nuca y los pies estirados, buscando una total relajación.
     -¿Querés una aspirina?- ofreció mi mujer, hurgando en un bolso enorme.
     -No, ni creo que vuelva a necesitar una nunca más- expresé desde muy adentro, desde el agua de la gruta, por así decirlo.
     -Entonces te preparo algo de comer...- formuló con preocupada convicción. Ni el apetito, y menos aún el hambre,  era entonces mi fuerte como necesidad, pero acepté la propuesta para complacerla. Comí galletitas con queso y una barra de chocolate, acompañados de un vaso de  cognac. En la tierra del buen vino no podía faltar un sucedáneo. Pero, curiosamente, todo lo que comía y bebía se deslizaba al interior del termo, y luego regresaba transformado, digerido, metabolizado. Sentí la irrupción de un brusco pico  febril, y me vi impulsado a abrir la tapa del recipiente. Yo hervía por dentro, y el agua del termo también. Separé las hojas de la ventana y el aire frío me aplacó. Decidido a ponerle fin a la situación, preparé  el mate.
     -Voy a cambiar el agua- dijo mi mujer, tomando el termo y dirigiéndose al baño.
     -¡No!- le grité, deteniéndola con excedida energía-. No, querida, voy a tomar mate con esa agua. La voy a incorporar definitivamente a mi persona, y lo que  pase luego, me encontrará otra vez de cuerpo entero.
     -Entonces, yo también quiero- respondió ella, decidida,  amenazando con una agitada crisis  si se lo negaba.
     -Sería algo parecido a comerte una pierna o un brazo mío- respondí como en sueños.
     -Vos estás más loco que una cabra; parece que te hizo mal el baño... Mañana volvemos y te dejo en el club para que te saques la chifladura con los palos y las pelotitas.
     -No es mala idea; creo que a pleno sol no lo haría nada mal. La sensación es de completo equilibrio, o de total desequilibrio. Y la temperatura lo regula y decide... - establecí  con convicción.
     La noche había caído abruptamente en la cordillera. El rumor del río se escuchaba constante, monótono, tranquilizador. Pequeños y esporádicos ruidos se percibían en el interior del hotel, casi deshabitado. Sin radio ni televisión, el cuarto  aparentaba hallarse en otra época, en otro siglo.
     -Está bien, tomemos mate, juntos, aquí, acercate-   invité, decido a compartir esa segunda experiencia, que no impresionaba  oscura ni traumática. Con un dedo probé la temperatura del agua, para no quemar la yerba, y cebé mate amargo, alternando entre los dos.
    -Está rico, aunque un poco salitroso- dijo ella, luego de las primeras chupadas.
    -¿Lo decís por mis ingredientes, o por los del agua termal?- pregunté con  tono algo  festivo.
    -Dale, no seas ridículo; mirá que ya me estoy cansando...- advirtió ella. Parecía a punto de perder su buen humor habitual.
    -Bueno, está bien- concedí-. El mate está un poco salado,  pero sigamos tomando, que el gusto es excelente; más que termal, parece hipertermal- sugerí  incisivo.   Volví a cebar, ya sin interrupciones, un mate tras otro, hasta que el agua  se agotó con el último chorrito. Temía ese momento; miré a mi mujer, que impresionaba ya adormecida,  denunciada por el acostumbrado temblor de las pestañas, y le pregunté, aprovechando ese estado crepuscular.
    -¿Estás bien?
    -Ajá. Muy bien. Siento como...
    -...como si estuvieras embarazada, ¿no?- completé con un hilo de voz. Entonces dio un salto en la cama, y me miró asombrada.
    -¿Cómo lo sabés? ¿Cómo te diste cuenta?-. Parecía tan despabilada (¿habría perdido el contacto?) que casi lamenté  la frase-. Sí, es exactamente así. Me devolvió a la época en que estuve embarazada de los chicos... pero hay algo más...
    -¿Y qué es?- Yo  intuía la respuesta, pero no quería adelantarme a su tiempo, inevitable para pensar, para sentir en esa primordial condición.
    -Es una sensación muy curiosa, como si yo fuera un enorme rompecabezas, cuyas piezas están todas sueltas, flotando, y súbitamente se unen para formar la imagen entera que yo ya  esperaba. Y eso vuelve a suceder, una y otra vez  Tengo la certidumbre   de que hay algo adentro y fuera de mí que siempre estuvo  y...
    -...que nunca dejó de ser, y  que nunca dejará de ser - agregué en un murmullo. H. Hesse en “El lobo estepario” hablaba de “abandonar este tiempo, este mundo, esta realidad, y entrar en otra realidad más adecuada a uno, en un mundo sin tiempo, en ese mundo que uno sabe dónde se oculta, porque es el mundo de la propia alma; que nadie puede darle nada, a otro, que no exista ya dentro de sí mismo, y que sólo puede ser dada la ocasión, el impulso, la clave, para  ayudar a hacer visible el propio mundo.” Hablaba también de “...la idea equivocada de que el hombre sea una unidad permanente, ya que consta de una multitud de almas, o yos, cuya separación de la aparente unidad, se tiene por locura. Se puede completar con ellas distintas figuras, mediante el arte reconstructivo, acoplando los trozos siempre en el orden que se quiera, para lograr una ilimitada diversidad del juego de la vida, con pedazos de sí mismo, todos parecidos entre sí desde cierta distancia, todos como pertenecientes a un mismo mundo, como comprometidos al mismo origen, pero cada uno, sin embargo, enteramente nuevo. Esto es el arte de vivir; se puede animar, complicar y enriquecer al propio capricho  el juego de la vida, y los deseos, sueños y posibilidades, previamente vivos sólo en la fantasía, cobrarán entonces realidad y tomarán vida.” 
     Me levanté y vacié el mate en un plato. La yerba aún exhalaba hilitos de vapor. Con una cucharita comencé a comerla, masticándola despacio, tragando con lentitud. Mi mujer se agregó al festín y poco a poco dimos cuenta de los restos del mate.
    -¿No será algo indigesto?
    -No me importaría demasiado- contesté mientras saboreaba la última porción de yerba humedecida por el agua  de esa pileta, y tal vez, por alguna parte de mí mismo. Luego nos miramos con un gesto abierto, sin sombras ni secretos disimulados, sin escondrijos reservados ni intimidades ocultas; con una expresión de absoluta certeza en la más amplia comunicación, algo así como yo desde  tú, y viceversa, contemplándonos  mutuamente desde y hacia el fondo de nosotros  mismos.
    -¿Entendés  ahora lo que pasó?- murmuré.
    -Me parece que sí- afirmó paladeando su último bocado-. Aunque no estoy muy segura...
    -Me disolví en el agua, y cuando metiste tus manos revolviendo para buscarme, la situación llegó a su punto culminante. Luego las moléculas volvieron a reagruparse...¿Cómo? Es un misterio que tal vez nunca me sea develado... O quizá sí,  acaso logre comprenderlo...
    -...cuando  lo hagamos juntos. Podría ser mañana mismo. ¡Sería una experiencia fascinante!-  Ella me miraba desde arriba, sentada en el borde de la cama. Sus ojos sostenían con  determinación la mirada.
    -No me digas que no te lo ofrecí; vos no quisiste meterte allí-susurré.
    -Ahora podríamos probar otra cosa juntos- propuso sonriendo.
     Se inclinó hacia mí, y a medida que se acercaba, yo  la recibía con pasiva actitud, como si fuera  un sucedáneo de esa arcana pileta. Cuando llegó, percibí sus formas, su calor, sus fibras, sus pulsos, su sangre circulando con suave flujo; sus movimientos ondulantes, ingrávidos, incorporándose paulatinamente a mi propia forma;  figuraba un modelo amorfo multicolor que permitía vislumbrar inéditos contornos y tonalidades nuevas a medida que  iban   perdiendo nitidez, consistencia -conciencia, tal vez- los anteriores componentes.
    
    Extraña manera de comportarse la de nuestros cuerpos, ¿atribuible sólo a esa crucial experiencia en aquella increíble gruta?, que no terminaban de sorprendernos. ¡Qué fantástica gruta, con su asombrosa pileta y su  prodigioso contenido, tal vez accesible sólo una vez en la vida! Quizá mañana cuando busquemos la dilución compartida, no podamos realizarla. Pero...¿será necesaria una nueva tentativa?
       Ella nadaba; se sumergía una y otra vez,  forzando la fusión hacia una frontera inexplorada, harto exasperante, poseída por una furia incontenible, investida de un deseo apasionado, vehemente,   mientras bebía a grandes tragos y devolvía  agua una y otra vez, hasta respirarla, hasta incorporarla- con particular deleite- desde todos sus poros  y a través de  su superficie, a su sólido contenido que ya había  comenzado a diluirse, poco a poco, pero con definitiva disposición. Éramos uno solo, nosotros dos, con el agua termal  de la gruta.
   

     A la mañana siguiente, desayunamos con un hambre voraz. No necesitábamos hablar para conocer nuestras necesidades, nuestros deseos, para comunicarnos  más allá de las palabras, de los signos, de los gestos. Seguíamos siendo una y dos personas al mismo tiempo. Bajamos a los baños, y buscamos con una linterna, desde la gruta habitual  la otra gruta. Repasé una y otra vez la pared en cuestión. Pero el sonido que  devolvía denotaba una sólida estructura. No había señales de  una puerta, ni nada que se le pareciera. Interrogamos al cuidador-enfermero, quien ignoraba que hubiera otra cámara adyacente a la gruta. Tampoco  recordaba su participación en el episodio de la víspera.
     Luego del baño de vapor, suprimimos el barro y los masajes, tomamos una ducha escocesa, muy vivificante, y salimos. Pagué la cuenta en la conserjería, e iniciamos cerca del mediodía el regreso a la ciudad.
    -Podríamos comer  chivito asado- solicitó mi mujer, verbalmente. Movía los labios y gesticulaba como siempre.
    -Buena idea- le contesté por la misma vía-. Y luego pasamos por el Andino para hacer un poco de práctica, ¿te parece?-  No se sentía nada mal volver a estar adentro de sí mismo, ser uno en la propia piel. Cuando se lo comenté, estuvo de acuerdo conmigo. Curiosamente, la vivencia fue tan intensa y particular, que impidió vislumbrar la periferia, esas pequeñas zonas oscuras que todos tenemos –secretos, que le dicen- y que, en definitiva, no dejan de ser también uno mismo. Nos miramos por un instante como diciéndonos: “Por allí no anduviste, ¿verdad?”
     Luego, el camino montañoso nos atrapó con sus curvas y su vértigo, exigiendo toda mi atención. Ella,  somnolienta y algo pálida, se recostó en el asiento, dispuesta a dormitar durante una parte sustancial del trayecto. 
     Mientras tanto, el sabroso almuerzo,  irrigado con un perfumado, suave e intenso malbec nos esperaba en un restaurante del Acceso Sur, próximo a la ciudad.

     Después de comer, muy bien por cierto, nos dirigimos al club de golf. Un par de horas de luz y calor daban suficiente margen para realizar una larga, intensa y provechosa práctica. Mi mujer decidió esperar en el auto, ya que el viaje, el chivito asado y el malbec la inclinaban hacia un prolongado descanso. Yo me sentía insólitamente bien, y no dudé en proceder a tirar pelotas, comenzando con el  pitching-wedge a 100 o 110 metros, en el centro del fairway. Los golpes surgían curiosamente regulares, y las pelotitas hacían el mismo trayecto de vuelo, para caer una junto a la otra,  como si repitiera los tiros con matemática exactitud. Cambié por el fierro nueve, y las pelotitas bajaban más allá,  apretándose entre sí. Con el fierro ocho sucedió igual. Dejaba mojones de diez o doce pelotitas en un radio de alrededor de un metro, colocadas como con la mano. Y la sensación al realizar el swing era absolutamente especial. Desde el apronte, el grip, la alineación, pasando por la subida y la compleja y sutil transición, con un timing que jamás creí llegar a sentir. Y la bajada, bueno, la bajada compacta, dándome cuenta de lo que iba haciendo en cada instante, sólidamente afirmado en el suelo, desde adentro, naturalmente, sin apurar el lado derecho, y la columna en el mismo ángulo de la subida. Haciéndolo y percibiéndolo al mismo tiempo.  La cabeza atrás y abajo, viendo desaparecer la pelotita aplastada por la cara del fierro... Veía surgir los divots perfectamente alineados, con el pasto rebanado en la justa proporción... El master-caddie, que se encontraba trajinando por allí, se detuvo y  se acercó lentamente a mirar. Otros caddies lo imitaron.  Con el fierro siete hice otro montoncito más allá, y comenzaron a surgir silbidos y exclamaciones del público acompañando los golpes. Recordé aquella frase de Hesse "... y los deseos, sueños y posibilidades, previamente vivos sólo en la fantasía, cobrarán entonces realidad y tomarán vida".
    El sol se ocultó súbitamente detrás de las montañas, y el frío del crepúsculo interrumpió la práctica de casi dos horas. Estaba en el putting-green, donde se repitió el curioso efecto de exacta precisión. Al aprontarme y apuntar, percibía como real y concreto el hilo que llevaría la pelotita al fondo del hoyo. Al cabo de veinte minutos de embocar los putts, uno tras otro, un estremecimiento me recordó que debía regresar, que mi mujer me esperaba en el auto. La encontré todavía dormida en un asiento reclinado.
     - ¿Vamos?- le sugerí, luego de despertarla al cargar con estrépito los palos en el baúl.
     - Soñé que jugabas al golf como nunca... ¿Cómo te fue en la práctica?
     - ¡Sucedió eso que pensaba que podía llegar a ocurrir! Estoy como entre nubes, con una sensación indescriptible-. Pero al intentar darle arranque al auto, volví a la dura realidad cuando comprobé que la luz de la batería me estaba indicando que algo fuera de lo normal ocurría. Al abrir el capot, comprobé que se había cortado una correa dentada.
     Debimos trasladar el auto a un taller, donde al día siguiente cambié el compresor engranado del aire acondicionado. El trámite nos llevó toda la mañana,  y luego  debimos emprender el viaje de regreso a nuestra llana provincia.
     No pude darle otra vuelta  a  los nueve hoyos del Andino, como me había propuesto al finalizar la práctica, para desquitarme del fracaso del partido  individual.
    

     El sábado siguiente, dos días después de la llegada, reaparecí en el club para jugar dieciocho hoyos con mis compañeros de siempre. Tenía una sensación indefinidamente confusa. No había tocado un palo desde aquella práctica tan especial en el Andino, y estaba expectante, sin hacer  elucubración alguna sobre el futuro de mi juego. Con mi mujer ya habíamos llegado a la acostumbrada diferenciación. Sólo me faltaba comprobar si había  conseguido asentar esa especial habilidad golfística, que añoraba y temía al mismo tiempo.

      Bajé los palos del auto, y  caminé hasta la cancha de practicas. Con un balde de pelotitas me ubiqué en una gatera. Me calcé el guante,  buscando concentrarme en las sensaciones anteriores, hice un par de swings de práctica con el pitching-wedge, y me apronté frente a la primer pelotita.  Apunté más allá del cartel de los 100, hice el swing ansioso, presionado por repetir la experiencia mendocina, y los golpes comenzaron a sucederse, uno tras otro, con regularidad.  Con mi habitual  y aleatoria regularidad.

                                                                                                ACC, primavera del 2000

martes, 17 de febrero de 2015

Tus Pequeños Detalles


HSIAO CH’U (9)  El poder domesticador de lo pequeño. 
Sólo con la suavidad llegará el éxito        I CHING

Me preguntas si alguna vez, quizá,
Podría enamorarme de ti.
Tal vez, te contesto, tal vez…
¿Tal vez…?, te asombra mi respuesta.
Si me dejas conocer tus pequeños detalles
Podría responderte con certeza, digo.
¿Por ejemplo?, y sonríes interesada.
Necesito saber de tus maneras de peinarte,
El gesto que haces con los hombros al tirar del pelo,
La boca hacia un costado mordiendo un labio apenas.
Cómo estiras la cara hacia el espejo,
Buscando testimonios que te afeen o embellezcan.
Cómo al final levantas las cejas y frunces el ceño,
Pocas veces satisfecha.
Cómo te cortas las uñas de los pies,
Cómo las pintas, recogiendo
Un muslo a la vez, apretado sobre el pecho.
Cómo caminas hacia la salida de tu casa,
Y el gesto que haces al cerrar con la llave.
Cómo apoyas tus manos sobre el volante del auto,
Como te detienes frente a una vidriera,
Como estiras un brazo con fuerza
Al hundir la mano en la cartera,
Logrando de allí cualquier cosa, menos lo que buscas.
Cómo te sorprendes si te llamo por tu nombre,
Cómo sonríes al volverte y encontrarme frente a ti.
Cómo te inclinas frente a tu hijo para cerrarle los botones,
O arreglar el cuello de su campera.
Cómo te cubres con el camisón de noche,
Para luego volverte hacia mi y colgarte de mi cuello, 
Remedando el gesto de los niños…

Hay tantos, pero tantos detalles a explorar,
Que no alcanza una vida para abarcar a todos…

Pero si además tu boca
Dice siempre lo que tus ojos dicen,
Desde el claro núcleo de tus pequeños detalles,
Y esos ojos hablan sin parar de ti,
Irradiando sin medida
La fuerza imponderable de la suavidad,
Entonces, sí, mujer, creo que podría
Ir enamorándome de ti,
Detalle a detalle, suavidad más suavidad,
Para qué apresurarse,
Si tengo lo que me resta de una vida
Para ir enamorándome de ti… 











Ay, Hombre...



Ay, hombre que no te atreves,
Ay , hombre que te confundes,
Ay, hombre que no comprendes,
Ay, hombre, que no distingues
Dónde está la diferencia
Entre  la dicha y la euforia
Entre  la debilidad y la gracia
Entre el  poder de la esencia femenina
Y la fuerza  del instinto masculino.
Ay, hombre que no distingues
Entre la voluntad de posesión
Y el amor sin título de propiedad.
Entre el amor sin engaños
Y los engaños atribuidos al amor.
Hay hombre, que no indagas la diferencia
Entre   compromiso y  promesa

Entre  libertad y poder,

Entre la ansiedad y el deber,

Entre la vida y el sueño,

Entre lo tosco y lo fuerte,

Entre la mentira que te dicen

y la mentira que te dices.

Ay, hombre que no conoces

La intimidad de lo simple

La propiedad femenina de tu centro.

El valor de la palabra “gracias”

Ni el poder del pedir  “por favor”.

Ay hombre que no conoces

La calidad de tu potencia integrada

La dosis exacta de tu optimismo sin ruidos

El ritmo preciso de tu aliento amable

La forma delicada de tu propio corazón.

Ay hombre, que crees que no precisas

De  la suavidad y la ternura que te nutre,

del  rasgo femenino de tu esencia

Que se oculta debajo de tus manos

Y  presiona en la luz de tu mirada

Y dulcifica el tono de tu voz.

Ay, hombre que pasas sin ver nada

Y te ocultas  entre el pasado y del futuro
Y te aferras  al presente con tal ímpetu
Que terminas fuera de él, lejos de ti,
Ajeno a los significantes de tu vida.
                        Y en tus sueños, sueñas con aquello                          
Que nunca acaba de comenzar…

Ay, hombre,
¿cuándo empezarás a ser hombre...?

























domingo, 15 de febrero de 2015

Ida y Vuelta (poesía breve)

  
Siembra indiferencia, cosecharás aislamiento,

Cultiva aislamiento, reclutarás abandono,

Derrama abandono, recogerás distancia,

Siembra distancia, cosecharás silencio,

Cultiva silencio, reclutarás ausencia,

Derrama ausencia y recogerás olvido,


Siembra el olvido y cultiva la ausencia,

Siembra el silencio y cultiva distancia,

Siembra abandono, derrama aislamiento,

Cultiva indiferencia,  

Y recoge  abandono,

Recluta aislamiento, 

Cosecha distancia y silencio, 

Ausencia y olvido.