martes, 13 de diciembre de 2016

En la intimidad de la percepción

    LA GUERRA ENCUBIERTA


El sueño como ingreso a un orden vital de actitud saludable, en suma, de vivir la única condición personal de salud. La vigilia, y su manifiesta conciencia como una condición de enfermedad, vivida como una posesión externa al yo íntimo, personal, profundo. La vida exterior que nos posee a través de la conciencia, del estado de conciencia. El estado onírico, inconciente, es entonces la imagen más veraz e innegable de la vitalidad personal. No vivo verdadera y fielmente en otra dimensión que en ella. En ese estado soy yo y punto. En el otro, mi mundo conciente en el que veo, oigo, hablo, toco, la vida, la vida externa vive por mí. Maneja burda o sutilmente los ejes del curso de mi yo al hacerlo afluir al estado conciente y conducirlo. Aunque la rechace, no sé si puedo, los mismos argumentos del rechazo significan  aceptación, sumisión. ¿Para qué, entonces, oponerle resistencia? Sonrío con buen humor cuando entiendo que da lo mismo resistirme que doblegarme y obedecer los dictados de esa vida que no soy  y que se manifiesta y subsiste a través mío en mi estado conciente. 

Cuando duermo y sueño, soy yo libre, libre de ella, de esa virtuosa vitalidad conciente que obsesivamente quiere poseerme, cuanto más tiempo, mejor. Para ella. Por eso debe ser que mi felicidad comienza cuando voy deslizándome hacia el mundo onírico, y me cuesta tanto volver a la vigilia. Lo difícil que me resulta despertar y dejar mi vida para dejarme vivir, y hacer de hombre social, que se lava, viste, desayuna, besa a su mujer y a sus hijos, conduce el auto hasta su trabajo, se concentra en él, decide, yerra, acierta, fuma, bebe, almuerza, orina, quizá defeca, regresa, cena, conversa con su mujer, quizá, y quizá también con sus hijos, se baña, se acuesta, mira televisión, quizá hace el amor, y finalmente…hunde su cabeza en la almohada, cierra los ojos y se hunde en el sueño. Vuelve a ser él mismo, dueño tal vez de su vida. Porque tampoco sabe bien qué sucede allí. Sólo siente que su vida verdadera, genuina, auténtica pertenece a ese ámbito. Se encuentra allí. 

Como una enfermedad que no tiene cura, la vigilia diariamente me posee y sin discusiones me abandono al curso obligado de las cuestiones digamos, diurnas. La vida nocturna, la noche, por decirlo así, me pertenece. El flujo vital del sueño, que  no tiene dueño ni mandato, surge desde mi yo más profundo. Desde mi orden primigenio. Es tan pobre como volátil. Insignificante, insustancial, el yo onírico que sobrevive gracias al reposo nocturno (podría ser diurno), y curiosamente, sirve de alimento a la vida conciente. 

A veces, mi verdadera esencia irrumpe en el estado conciente. Lo llaman ahora estados alterados. Y provoca reacciones airadas, represión le dicen, por ingresar a destiempo, por intervenir en donde no le llamaron y trastornar el orden establecido de las cosas exteriores. De la vida conocida y sumisamente aceptada, o no.

En resumen, lo que la gente llama reposo, descanso necesario es, en definitiva, el verdadero estado del ser. Pero la conciencia, ese estado de  la vida externa, eso que llamamos vigilia, el mundo, la vida en sociedad, el mundo material, y también el inmaterial, el prefabricado mundo espiritual, aparece, toma posesión, orienta, dirige y avanza hacia el progreso del hombre, de la humanidad (eso dicen), utilizando como alimento sin permitirle su completa expresión a  ese estado subliminal de no-conciencia, que sería nuestra esencia. 

Curiosamente, la búsqueda de esa esencia a través de la conciencia es una batalla perdida, pues la conciencia, a pesar de no reconocerlo, conoce sus límites. Lo esencial se manifiesta en pequeños y aislados núcleos sin lógica ni razón, que sólo sugieren simplemente su existencia. Y lo vivimos en el sueño, sin saberlo, sin presumir su origen, su pertenencia. Simplemente lo dejamos ser. Simplemente somos.

La enfermedad de la conciencia, su rapaz deseo de posesión ilimitada y la negación sistemática de sus límites, nos conduce a la muerte. Lo inconciente, al evadir la ecuación espacio-tiempo, habla de lo permanente, lo siempre vivo, lo inmortal.

Si existir equivale a soñar, y soñar equivale a ser uno mismo y vivir por uno mismo la propia vida, no somos dueños de lo que creemos es la vida, o sea, la vida conciente. No podemos dirigirla, no decidimos en ella. Nos invade, nos engulle, digiere y eyecta en y para su propio proyecto: El mundo conocido, el gran yo, formado por millones de microyos que, querámoslo  o no, somos parte del proyecto.

Es por necesidad que la conciencia se subordina cada tanto  a la inconciencia en el sueño. Es la cura ineludible para el yo enfermo diurno, pues la muerte ronda a la conciencia. Y el dolor de no ser es insostenible en el tiempo. Sostiene, entonces, una guerra encubierta. Batallas diarias, diariamente perdidas por la vida conciente. Embate lúcido y ciego al mismo tiempo, conciente sin remedio de su sino. 

Sueño, luego existo. Pero algo se metió en el medio para lograr sus propósitos colectivos: La realidad conciente, de la cual somos envases, vehículos de ella que ven, oyen, piensan, hablan, actúan, crecen, se reproducen y finalmente mueren por ignorar su yo profundo, inconciente, indeleble, siempre vivo, variable e inmutable al mismo tiempo. 

Aquí, la conciencia, la denostada conciencia, pregunta: 

¿Dónde quedan las pesadillas en tu esquema? ¿No será que ellas forman parte de una enfermedad de tu añorada vida onírica?

Error, responde ésta. Las pesadillas representan el extremo más  vital con que puedo manifestarme. Y esa denominación la pusiste tú. Yo llamo desde otra visión a esas intensas manifestaciones vitales, cuyo nombre no deseo confiarte…

La guerra continúa…










                                       TRIÁNGULOS     
                                                

  Los largos dedos de la mano izquierda se extendieron sobre la hoja de papel, que yacía sobre la mesa, creando entre ellos cuatro triángulos blancos. Detuvo la mirada en el primero, el más abierto. Allí percibió que circulaba savia muy joven, que bullía como un espeso y aromático guiso sobre la hornilla azul de la cocina. Acercó la nariz y olió; aspiró lenta y largamente. Los mil y un recuerdos de su infancia irrigaron su cerebro y se desparramaron por sus células a través de la sangre. No recuperaba imágenes, harto estaba de ellas. Sólo el inmediato registro de un tiempo sin tiempo, siempre actual, siempre dentro de sus tejidos, de sus entrañas, de su sangre roja como un crepúsculo. Miró dentro del segundo triángulo, donde veloces líneas negras, como flechas, entraban y salían de él. Tentado estuvo de encerrarlas entre los dedos, pero sintió la inminencia de un escozor en el interior de los mismos, como un desgarro prematuro, y se abstuvo de hacerlo. Las líneas se agrupaban en espirales, luego en círculos, buscando una forma aún sin definir. Intuyó que perdería el contacto, y regresó al primer triángulo, para recuperar lo primigenio que siempre fue allí. Aspiró hondamente y regresó al segundo triángulo. Sus ojos se encontraron con un nombre escrito, aún con espasmódicos movimientos en sus límites. “Yo”, pensó. Y luego: “Yo y ellos”. Sintió que el frío de un crepúsculo invernal lo invadía  desde la espalda, desde los hombros, corría por los brazos y le helaba la mano, donde picoteaban haces de hielo y fuego al mismo tiempo. Saltó con la mirada al tercer triángulo, donde un puntito central comenzó a cobrar forma. La pequeña imagen de un  animal diminuto, del cual surgieron una multitud de animalitos, ocupando el espacio entre los dedos medio y anular. Respetaban los limites y al acercarse a la línea interungueal se detenían, como oteando un horizonte impreciso. Cabras y gatos, perros y caballos, vacas, gallinas y conejos y demás yerbas corrían y saltaban sin tocarse, sin molestarse entre sí, como ignorándose. Acercó al triángulo el dedo índice de la mano derecha, que extendió una sombra amenazadora sobre el grupo, y minúsculos grititos se elevaron hasta sus oídos, como vibraciones muy agudas. Llegó a sentir sobre la yema del dedo el  breve roce de las pieles y las plumas. Como el mediodía, volcaba calor extremo y sombras verticales muy oscuras desde sus claros ojos  que no apartaban la mirada. “Yo”, repitió para sí. “Yo y ellos”. Y lo vio, o lo sintió en la yema del dedo. Supo que estaba allí, y se retiró, sin permitirse más interferencias.

Lo aguardaba el último triángulo, entre el anular y el meñique. Apagó la luz de la lámpara, y poco a poco sus ojos retomaron imágenes borrosas a través de la visión nocturna: El papel, y las sombras. Se concentró en el último triángulo. Los otros tres lo tentaban desde el ángulo de los dedos, pero los ignoró. Nada lo  desconcentraría ahora. Había llegado. “Yo”, volvió a pensar, “y ellos”. Encendió la luz y vio un movimiento en espiral, como un torbellino, en ese cuarto triángulo, que se hundía desde una ausencia de imágenes dentro del papel, la mesa, el piso, y se elevaba hacia un cielo muy azul, muy brillante, con un sol de fuego en el centro. “Yo”, alcanzó a pensar, “yo y ellos”, antes de irse, arrastrado por el furor de la tormenta, vorágine marina, colapso terreno, erupción volcánica. 

   Cerró la mano izquierda, todavía entumecida, y la frotó contra la derecha. Entremezcló los dedos, los apretó sacando huesudos ruiditos, y luego estiró ambas manos hacia delante. La sombra de los dorsos  de manos y dedos, y ocho triángulos luminosos contra la luz de la lámpara, que se abrían y se cerraban al compás del movimiento casi involuntario de los grupos musculares lumbricales e interóseos. “Yo y ellos”, pensó otra vez, y bajó la mano derecha hasta el papel, para terminar apoyándola con los dedos muy abiertos, y formando nuevamente otros  cuatro triángulos. 

Inclinando la cabeza, dirigió la vista hacia el primer triángulo, el formado por los dedos índice y pulgar...

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