domingo, 21 de diciembre de 2014

Tarjeta Sube



     Don Aparicio fue invitado por su consuegro a almorzar un domingo en la capital, con motivo del festejo en familia de los cuarenta años de casados. Se emperifolló bien desde temprano, eligió ropa limpia y planchada, se había bañado antes y recortado la barba ya canosa, peinado con fijador, y cerca del mediodía partió desde su chacra de Mercedes por la ruta cinco, silbando bajito. Entretanto, el motor de la chata no sonaba bien. Carraspeaba de vez en cuando y fumaba por el escape un humo negro de mala combustión. “Mañana mismo la dejo en el taller de Carlitos”, se dijo, “total, pa lo que tengo qui´hacer, me lah´arreglo con el trator”, y se largó por la autopista antes de llegar a Luján. Llevaba un regalo en el asiento del acompañante que doña Carmela le había comprado para la ocasión, ya que la viudez lo había dejado un tanto desprotegido en esta materia, y doña Carmela, separada pero muy ducha para arreglárselas sola con el negocio y los hijos ya mayorcitos, era muy gaucha para con él, y siempre dispuesta. Sonrió al recordarla, encendió un cigarrillo y se dejó llevar por la ruta, siempre por la derecha porque a ochenta o noventa, no se puede otra cosa...

    Almorzaron cosas sueltas pero muy ricas, a servirse uno; había mozos que reponían los manjares y alcanzaban bebidas. Fiambres de todo tipo, hasta reconoció chorizo mercedino,  empanadas, pizza, carnes calientes mojadas en salsas varias, buen vino, tinto y blanco. Conversó unir rato con su consuegro, quien le preguntó por la marcha de la chacra, un tanto preocupado por la situación financiera del padre de su nuera, pero sin dejar entrever su verdadero pensamiento para no adquirir compromiso alguno. Después charló con su hija, a quien encontró un tanto distante. Lo contemplaba frunciendo el ceño, con extrañeza, como calculando si había sido buena idea invitarlo a esta reunión. Se despidió temprano, pues deseaba volver al rancho y atar al Gateado para salir a trotarlo un rato con la fresca, cuando el sol comienza a colorearse por detrás de los enormes eucaliptos y se levanta una brisa suave que hace relinchar de contento a su pingo cuando salen montados, dos en uno nomás…

     Pero la chata se negó a arrancar en el estacionamiento. Con “un empaque a lo toro”, tosía, bufaba, de golpe hacía algunas explosiones que lo envolvían con un humo acre, pero nada, no quería tomar ritmo para el regreso. Debió dejarla allí y volver al departamento del suegro de la hija, quien le recomendó volverse en ómnibus: “Tomás el 57 en Palermo, frente a la Rural, y te deja en Mercedes. Yo me ocupo mañana de que te arreglen la chata y te llamo, no te preocupés…” 

     Consiguió subir a un taxi enseguida en la avenida;  los domingos abundan los taxis libres, y al rato bajaba en las cercanías de la Rural. Mucha gente caminando, circulando, paseando. Preguntó por la parada, la encontró y se acercó a una casilla que le señalaron, a unos pasos de la parada, para sacar el boleto. “No, yo no vendo boletos, eso ya no va más, jefe”, le contestó un aburrido empleado que encontró sentado en un banco, en un sucucho de dos por dos, caliente como un horno. “Tiene que usar la tarjeta Sube”, sentenció finalmente el hombre. “¿Qué..., no puedo comprar el boleto, don?”, preguntó ya algo angustiado. “No señor, no hay boletos, ¿no lo sabe? Se acabó eso, tiene que usar la tarjeta Sube”. “¿Y si no la tengo…?”, preguntó inútilmente. “Pues, tome un taxi o empiece a caminar…”, le respondió el hombre,  volviendo a la lectura de una revista. “Y dígame, ¿dónde consigo esa tarjeta Zube?”. El hombre, sin levantar la vista de una foto que mostraba carnes femeninas generosamente, “vaya allá enfrente”, y señalaba del otro lado de plaza Italia, “busque un kiosco abierto y cómpresela. Y vea, le voy a recomendar que no venga otra vez a la capital sin esa tarjeta…y menos en domingo...”, y dio por finalizado el diálogo. Don Aparicio cruzó hasta la plaza sin fijarse en las líneas cebra, y recibió más de un bocinazo e insultos por parte de los ocasionales automovilistas. Cruzó entonces por donde debía la avenida Santa Fe, encontró un kiosco abierto pero…”no, aquí no vendemos esas tarjetas, pruebe en la esquina…”, pero en la esquina había un negocio de ropa cerrado. Empezó a deambular hacia puente Pacífico, y a quien preguntaba obtenía la misma respuesta. Una amable señora le sugirió buscar una farmacia pasando la Juan B Justo, “vió, hace dos cuadras desde la avenida, en Humboldt, en la esquina, hay una farmacia que las vende”. Partió luego de agradecer el servicio, y a los pocos metros encontró otro kiosco. Compró un atado de “Particulares”, y preguntó, ya más por hábito que por otra cosa, y, oh sorpresa, la chica vendía tarjetas Sube. Cuando tuvo en sus manos la tarjeta mágica, sonrió por primera vez en la tarde. Se secó el sudor de la frente con el pañuelo, encendió un negro, y oteó el horizonte de cemento, autos y gente, para estudiar el regreso a la parada del ómnibus sin inconvenientes. Llegó hasta la casilla y enfrentó sonriente al hombre, que seguía enfrascado en su lectura. “Ya la conseguí, jefe, ¿Me la carga?” “Pero usted no entiende nada, don... ¿No ve que yo no cargo esas tarjetas...?, se la tienen que cargar donde la compró”. Don Aparicio chupó fuerte la última pitada del negro, exhaló el humo hacia un costado, y con voz pausada: “Vea, jefe, a ver si nos entendemos… Yo pregunto bien, usted me contesta bien y, todos contentos, ¿no le parece?” “Por eso es que le digo que yo estoy aquí para controlar los vehículos, y no para cargar tarjetas…” “Ajá, hubiéramos empezado por el principio, y no andaríamos a las enredadas como ternero entre alambres caídos…” El hombre fijó la mirada en Don Aparicio y exclamó, “¿usted me está cargando o qué…? Él se volvió, ya decidido a cruzar una vez más las avenidas y musitó un “chau, morite en tu cueva, reventado de m…” mientras caminaba hacia la avenida Santa Fe, ya buscando las líneas cebra y el semáforo en paso libre. Al pasar junto a la estatua ecuestre de Garibaldi miró hacia arriba y le pareció adivinar una sonrisa sardónica en sus labios. “No te rías tanto de mí, vos, que creo te la pasaste bastante pior por estos pagos…”, musitó como al descuido y el héroe italiano pareció inclinarse sobre su caballo con gesto condescendiente.  

         En el kiosco, la chica le informó que no tenía “sistema”,  por lo tanto, no podía cargar la tarjeta. “Ahhh, no hay sistema”, y recordó que varias veces le habían respondido en el banco de la misma manera cuando iba a cumplir con una obligación o a sacar plata. “A joderse, entonces”, pensó, y ante la pregunta de si ella conocía algún sitio que cargara tarjetas Sube un domingo, el gesto de ignorancia del bonito rostro femenino habló por sí solo. Empezó a caminar hacia esa farmacia que le habían señalado anteriormente, cuando en un kiosco de revistas vio a tres señoras mayores conversando y se animó. “Disculpen, señoras, la interrupción…”, y las tres se volvieron sonrientes hacia él, “pero ando medio perdido con esto de la tarjeta Sube”, y blandía entre los dedos el plástico que todavía se negaba a convertirse en pasaporte para regresar al rancho. “¿Sabe alguna de ustedes dónde puedo hacerla cargar…?” Y las tres, casi al unísono, le respondieron señalando la boca del subterráneo: “Claro, señor, allí, en el subte…” “¿Tengo que viajar en subte…?”, preguntó confundido. “Nooooo, señor”, y largaron una carcajada que contuvieron con la mano en la boca,  “perdone” se disculparon, “en la ventanilla se lo venden”. Y ya partió raudo hacia las escaleras descendentes de la estación plaza Italia de la línea D luego de agradecer el dato a las damas. Llegó a la ventanilla y al entregar la tarjeta para la carga, “no, señor, no me la dé, apóyela en el vidrio y dígame cuánto quiere cargar…” “Póngale cien pesos, por las dudas…” Y un visor le indicó la carga de los cien pesos. Regresó a la parada apurando el paso y allí encontró milagrosamente un colectivo 57 Expreso hasta Mercedes que parecía estar esperándole. Ascendió al vehículo y le mostró la tarjeta al conductor como quien ingresa a un país desconocido con nuevo pasaporte. “¿Hasta dónde va?”, la pregunta lógica que respondió sin dudarlo: “Hasta Mercedes”. “Bueno, apoye la tarjeta allí”, y el hombre le señaló un sensor luminoso. Lo hizo, y con un pitido breve obtuvo su pase libre. 

       Saboreando el triunfo, caminó lentamente por el pasillo del ómnibus que ofrecía asientos vacíos a ambos costados, y un aire acondicionado que le devolvía el alma al cuerpo. Se sentó junto a una ventanilla, estiró las piernas, y se durmió soñando con ese paseo vespertino con el Gateado, que debería dejar para mañana, pues hoy “ya vamos a llegar siendo noche cerrada…” 


        El conductor del colectivo sacudía el hombro de don Aparicio en la terminal de ómnibus de Mercedes mientras le recomendaba con voz amable:  “Despierte, don, que ya llegamos…”




  

sábado, 20 de diciembre de 2014

¿Verdadero sentido de la vida?



        La vida simplemente así. Como la verdad, como la parrhesía. La vida en todas sus manifestaciones que nos ofrece este planeta desde  su superficie terrestre, aérea y acuática. La vida humana, una parte, una porción ínfima en la historia de la vida planetaria. Una porción que desde el suelo parece abarcarlo todo, pero que vista con un poco de distancia,  desde la Luna p.e., parece no existir. La vida humana, vivida desde el homo sapiens sapiens con el afán de encontrarle “un sentido a la vida”. Y la vida no ofrece sentido, la vida no da explicaciones, la vida no pide nada, no da nada, no es justa ni injusta. Está, se desarrolla, muta, evoluciona, se explica por sí misma, es. En la búsqueda inagotable del hombre por encontrar el verdadero sentido de la vida, ha creado seres superiores, que en la antigüedad eran cercanos a los hombres, crueles a veces, otras amables (hasta se reproducían con ellos), hasta  entelequias Únicas que, desde todas partes y de ninguna, le transmitían y transmiten  la clave o las claves para darle "el verdadero sentido a su vida". Por otro lado, la evolución del hombre le hizo buscar y encontrar un sentido más práctico a  la vida, aplicable a su vida, el del crecimiento económico, en la creación y el uso de  instrumentos que le permitieron dominar a la Naturaleza y los seres vivos que la pueblan, manejarla a su antojo, y ya en los siglos últimos, crear tecnología sofisticada en materia de transportes y comunicación, desarrollo urbano, alimentos, medicina, etc. que le han dado sustento a otra visión del siempre buscado “sentido de la vida”. Mejorar las condiciones de vida del hombre parece llamarse esto, a expensas de lo que sea, como si el hombre fuera el  verdadero, genuino, casi único representante de la vida en la tierra. Pero el hombre no cesa ni cesará en la búsqueda de esa necesidad esencial, el sentido de la vida, y más cercano a él, el sentido de “su vida”. Alejado de la Naturaleza biológica, a la que siempre utilizó para su provecho, creó la Bioética como un mecanismo compensatorio para sus carencias. Pero en realidad la aplica como Humanoética, reservando para el resto de los seres vivos que utiliza en investigación científica, la condescendencia de “evitarles todo sufrimiento innecesario”, y no vacila en experimentar con el cerebro abierto de un chimpancé, pero pone el grito en el cielo si alguien experimenta con células humanas embrionarias…
             
         Si la vida no pide sentido, sino  mínimo respeto, si la vida no ofrece sentido sino selección natural, si  la vida simplemente ordena ser vivida, y la evolución nos llevó a los hombres a una etapa superior del resto de los seres vivos, ¿cuesta tanto entender la responsabilidad que llevamos a cuestas desde siglos de comprenderla y cuidarla,  que cada vez más nos empecinamos en ignorar, en abandonar sistemáticamente esa responsabilidad por “ilusoria”, poco práctica, inútil? Así nos parece mientras nos atiborramos de ideologías y sofisticada tecnología, de valores en billetes que mueven y apasionan al mundo, sin tener en cuenta las consecuencias que para el resto de la vida en el planeta este accionar y esta metodología perversa acarrea (perversa porque  el hombre en general la interpreta a la inversa). Llevamos a cuestas la carga de la responsabilidad de crecer, desarrollarnos y evolucionar siguiendo, como reza desde antiguo la medicina, el primun non nocere o, de la moderna Bioética, los principios de beneficencia, no maleficencia, autonomía y equidad.  


             Lamentablemente, a esta altura,  para mí, para vos, para un individuo, un ser humano común, como todos, como cualquiera, le resulta imposible sobrevivir sin atenerse a las reglas y leyes de sus congéneres, variadas según cada sociedad, pero atadas al común  denominador de lo humano como principio rector de la vida en este planeta. Al hombre sólo le preocupa el hombre, la familia humana, las sociedades humanas, las naciones humanas… No es posible sobrevivir fuera de eso. (Véase en los humanos diccionarios,  que lo humano es lo hermoso, lo bueno, lo aceptable, y lo inhumano es lo aborrecible, lo cruel, lo inaceptable). Pero es posible entender, darse cuenta, tener en cuenta la enormidad de las contradicciones que nos poseen a diario, y volver a los griegos y a su epiméleia heautóu,  a su parrhesía, y aprender a saber quién uno es para encontrarse con la propia naturaleza que tiende a insertarse naturalmente en la Naturaleza, y manifestarlo, no con “voluntad de verdad” como habitualmente el hombre impone su manera de pensar, su ideología, sino como verdad inmanente, no oculta, apta para ser percibida por quien abra sus sentidos al fluir de la vida, en cambio de buscar incansablemente, sin cuestionamientos ni soporte verdadero, el sinsentido,a mi juicio, del: “verdadero sentido de la vida”.

jueves, 4 de diciembre de 2014

Variaciones Chejovianas (in memoriam Anton Chéjov 1904-2004)

                                                  
Otro capítulo para “Las Bellas”

        -Poco probable, sí, parece muy poco probable que haya llegado a tus manos por esa vía tan extraña como estrambótica, un texto que podría ser nada menos que de Antón Chéjov- me decía hace unos años mi amigo Ernesto cuando le mencioné la curiosa manera mediante la cual había obtenido  un texto  en caracteres cirílicos,  escrito aparentemente a fines del siglo XIX. Lo había hecho traducir por una  conocida dama de la ciudad donde vivo, de ascendencia rusa ella, quien lo leyó  de corrido,  de un tirón, como si fuera castellano corriente. Al finalizar, la mujer alzó una mirada encendida, y opinó simplemente: “¡Qué lindo!”
     A la semana me  entregó la traducción, la leí y  empecé a buscarle el origen entre los autores rusos que conocía, empezando por León Tolstöy, hasta que, hurgando  entre la amplia bibliografía del muy querido y mejor apreciado Antón Chéjov,  finalmente le encontré un lugar en el gigantesco rompecabezas del cual  se habría desprendido, quizá sin otra intervención que la del azar.     
     -Es sabido que en una época, Chéjov admiraba a Tolstöy, y hasta seguía sus enseñanzas e incluso sus consejos... y también es sabido que los comentarios del conde eran muy tenidos en cuenta por Chéjov.  “Amorcito! es un cuento que al gran escritor le deleitaba particularmente. Ahora, hasta donde yo sé, no hubo una relación epistolar entre ellos que justifique lo que vos decís- respondió Ernesto, luego de mi exposición, mientras sostenía la traducción con una mano, y la comparaba con las cuartillas centenarias que mantenía en la otra. Presuponía que sopesando lo que cargaba entrambas,  aclararía lo cierto o apócrifo del  origen del relato.
     -El  Cte. J. Tolstöy, pariente y amanuense del conde L. Tolstöy  le envió a mi tío abuelo, el doctor Cárlos Carles, en febrero de 1898, un grabado con el retrato del  conde,  realizado por Frank de una pintura del célebre pintor ruso Ilyá Repin.  Así consta en la carta redactada en francés desde la Academie Impériale des Beaux Arts, St. Petersburg por el  mencionado Cte. J. Tolstöy-. Insistía yo con el relato original-. Éste le escribía a mi tío en nombre  del  “grand écrivant”  en retribución por haber recibido un  envío  del doctor Carles, a la sazón Director de Correos y Telégrafos de la Nación.
     -¿Y que iba en ese envío, si puede saberse?
     -Nunca lo supe. También ignoro si se repitió, ya que la carta hablaba del premier envoi. Tal vez en los archivos de Correos y Telégrafos pueda encontrarse algo al respecto...Pero no es el caso...
     -Y  este texto vino junto con el retrato y al llegar,  tu pariente  armó el cuadro con el uno debajo del otro. Tal vez, no se lo  puede descartar, podrían  haberse utilizado las hojas del cuento para envolver el grabado, a guisa de protección- me interrumpió Ernesto, haciendo  gestos dubitativos con la cabeza.
     -Podría ser. Cuando el cuadro cayó desde donde colgaba  y se trizó el vidrio, hubo que desarmarlo y limpiarlo. Y el texto apareció allí, prensado entre el grabado y la lámina de madera terciada contrapuesta al dorso. La carta, visible, se conservó siempre en una esquina del retrato-  y al ver  la perplejidad pintada en su rostro  -: Sí, ya lo sé, es increíble...- acepté.
     -Se me ocurre que podrías presentarlo como un texto tuyo, como un experimento literario- propuso él- . Si es verdad que tenés especial predilección   por los cuentos de Chéjov, y tanto afecto te despierta su  biografía, podrías esperar hasta el aniversario de los cien años, que no falta tanto, y hacerlo como un cumplido homenaje. Sería más aceptable si lo mostraras como una ampliación del cuento original Las Bellas, para el que vos le hubieras desarrollado una tercera parte...- y movía la cabeza afirmativamente, como convenciéndose a sí mismo.
     -¿Te parece? Pero... ¿cómo se puede hacer algo así? ¿Es lícito, ché? ¿No  estaría pretendiendo plagiar  a un enorme escritor, patrimonio hoy día de la humanidad? Podría ser muy mal interpretado...Algo así como una sórdida superchería...

     -Bueno, hay un famoso autor que tituló un cuento suyo: “Para Esme, con amor y sordidez”. Y por otro lado, la conocida escritora Catherine Mansfield, gran  admiradora de tu querido Antón, tiene un cuento denominado La niña que estaba cansada, publicado en 1911 en el libro “En un Balneario Alemán”, que es casi una copia del cuento Un asesinato de Chéjov. Creo que no hay que exagerar. El texto me parece bueno, aunque no es de los mejores, si presumimos que es de él...Podrías cambiarle algunos detalles, algunas frases, para que parezca algo tocado, para que despierte dudas razonables...De esa manera dejarías algunas pistas. El lector avezado no va a tener problemas en saber de que se trata...Y al fin y al cabo- terminó con un breve suspiro y una sonrisa -, sería  una especie de “broma  literaria”, como la que Chéjov le hace a Nádeñka, el dulce personaje del cuento “Una bromita”, que finalmente  conserva del chasco un recuerdo feliz, bello, conmovedor...

   Y aquí está. Con licencia, y respetuosa dilección.

     El argumento debería ser considerado como un tercer capítulo del conocido cuento Las Bellas, por lo que podrán tenerse presentes los otros dos capítulos a modo de introducción   y como elementos fidedignos de comparación.
     
     Las bellas III
                                  Trad. Gentileza de Ania Grigórievna (Aniuta)                   
                           

                         

                                    “Algunos años después, habiendo pasado ya la etapa de practicante y siendo   médico del zemstvo de la ciudad de C***,  en el jurisdicción de Galchinsk, tocóme en suerte concurrir a una casa situada en las afueras de la ciudad,  donde debía asistir a un niño de unos seis años de edad,  atacado por una repentina y severa  enfermedad, según refería la nota que un isvoschik  traía consigo al presentarse agitadamente en mi casa. La fiebre tifoidea era frecuente en esos parajes, y no me parecía nada  extraño que de eso se tratara. Vañka Alekseich, tal era el nombre del  cochero, había sido enviado por la señora de Diukovski, y conducía una desvencijada  troika, en la cual recorrimos  con agotador  traqueteo, las doce verstas de la  accidentada carretera. Era una noche obscura, ventosa, extremadamente fría y  desapacible, de un otoño que ya  estaba haciéndole lugar  al rigor del invierno. Cuando arribamos a la casa, me abrió la portezuela del coche una afanosa polia,  que me señaló la puerta de entrada con un brazo extendido, mientras se acompañaba de grititos ininteligibles. Avanzaba yo hacia allí, cuando sentí sus pasos cortos y apresurados que me perseguían. Entré, pero ella misma  adelantóse en el vestíbulo para recibirme la bufanda con el abrigo y la chistera. En ese momento percibí el rumor  de unos pasos que bajaban por la escalera. Cuando me volví, ya  una  dama, aún oculta por las sombras, se  acercaba  extendiendo  una  mano hacia mí:”
    “-Gracias por venir a estas horas, doctor-. La dueña de  casa, Olga Nicolaievna Diukvski me recibía con natural cordialidad, aunque en el entrecejo  se le adivinaba  un desasosiego, que manifestó en seguida: - ¡Venga, doctor, apresúrese!  Sasha está arriba, y arde de fiebre...”
     “La seguí escaleras arriba hasta el piso alto, pensando en las posibles dolencias que podrían estar socavando el delicado organismo del niño. La alcoba donde se encontraba Sasha era amplia, aunque en ella se respiraba una atmósfera casi sofocante. Una enorme ventana se adivinaba detrás de las pesadas cortinas, y tentado estuve de abrirla a pesar del  mal tiempo que reinaba fuera. Objetos infantiles desparramados por todas partes hablaban de las anteriores ocupaciones del jovenzuelo, ahora postrado en su lecho de enfermo. Hundía la pelirrubia cabeza en un enorme almohadón, cuya blancura  disolvía  su pálido rostro, al que sólo las mejillas y los labios  otorgaban una nota de color.  Las estrechas sienes y los ojos brillantes, en un semblante amarillo  extremadamente somnoliento, me provocaron  una sensible impresión. Me senté junto a él y le tomé el pulso, rápido y filiforme. La boca muy seca, y los labios agrietados, hablaban por sí solos de la necesidad de  líquido, cuya provisión ordené de inmediato, al mismo tiempo que la aplicación de compresas húmedas en  la frente, abrasada con una temperatura difícil de soportar. Luego de reconocerlo con detenimiento, me volví hacia la madre, que permanecía de pie junto a mí:”
     “-Parece una fiebre corriente, señora, pero aún no se puede descartar...”
     “-¡Por el amor de Dios, doctor! ¡Dígame lo que sea, y no me oculte nada...Se lo pido por lo que más quiera!- prorrumpió ella impulsivamente, y sacudía con  temblor  involuntario una pierna contra la cama del niño.”
     “-¡Tranquilícese, señora!- reclamé con energía, y  miré nuevamente hacia arriba, viéndola creo por primera vez. Y tal fue mi impresión, que me puse de inmediato de pie, pues no hubiera podido mantener la calma un minuto más sosteniendo la mirada desde abajo. En su  hermosísimo y níveo rostro,  la seriedad del cabello rubio recogido, se ajustaba  a  lo que reflejaban las marcas azulíneas alrededor de los ojos, el gesto severo de la boca, la nariz, recta y algo afilada; en fin, toda su fisonomía que revelaba una vasta inquietud, un franco abatimiento, y al mismo tiempo un férreo temple para desafiar la adversidad. Cuando nos enfrentamos, comprobé que ella también me observaba, asistida por la generosa luz de varias bujías, que brillaban vivamente desde una mesa al costado de la cama. Sus ojos, que se adivinaban claros, dilatados ahora por la crisis y la luz artificial, eran  muy grandes y muy bellos. El rostro, ahora contraído por la ansiedad, no obstante ello,  conservaba las señas de una original, dulce y refinada lozanía, unida a una   mesurada pero agraciada reserva. Perfectamente delineada, su frente amplia sugería una brillante inteligencia, y su encantadora boca finalizaba, con signo inequívoco de voluntad diamantina, en una barbilla delicada y prominente Las orejas,   bonitas y pequeñas, escondidas a medias por los bucles sueltos de las sienes, remataban un cuello esbelto y delicado, de una blancura exquisita, donde ahora sobresalían los músculos prontos para el esfuerzo que reclamaba la presente circunstancia, lo que también se adivinaba en el leve temblor de los hombros,  que bajaban  hacia los brazos con  suavidad y gracia natural. Sus manos, también pequeñas y muy blancas,  se estrechaban entrambas con notoria aunque controlada  zozobra. La apostura de la zhena irradiaba, toda ella,  una sencilla, ligera, y al mismo tiempo madura  excelencia. Si en ese momento  hubiera podido sonreír, y si en verdad existen, yo no habría dudado de estar contemplando a un ángel. Pero no lo hizo, y me miró con interrogante insistencia.”
      “-¿Qué necesita, doctor? ¿Comisiono al isvoschik a la farmacia por algún remedio? – Y al ver mi señal de asentimiento, llamó  con energía: - Pelagia, ¡Ven aquí!-, y al aparecer la polia: -  Busca en seguida a Vañka Alekseich, que debe ir a la botica de Chernomórdik...¡Díle que pronto, que debe partir ya mismo!”
     “Con rápidos rasgos prescribí una solución de quinina, bromuro de sosa, infusión de ruibarbo, tinturae gentinae y aquae foeniculí, con jarabe de rosas para aminorar el gusto amargo del brebaje y se lo entregué a la criada, que había  ingresado a la alcoba respirando con agitación. Al rato se oyó al mujik emprender  viaje otra vez en la troika, al son de los alegres cascabeles. Entre tanto, nos abocamos  a ofrecerle agua al niño, mientras le humedecíamos la frente con las compresas que, con extraordinaria rapidez, perdían la frescura original.”
     “Avanzaba la noche, y la enfermedad del pequeño no presentaba visos de ceder en su mórbida embestida, aunque la fiebre y los temblores no parecían haberse agravado. La madre de Sasha ordenó preparar té,  y Pelagia subió el samovar con diligencia. Yo bebía la  infusión hirviente acompañada por unos sencillos pastelitos de miel, que me dejaban en la boca un amable gusto a ciprés, más  entretanto no podía dejar de  observar de reojo a Olga Nicolaievna. Inclinábase ella con solícita actitud sobre el niño,  ora para ofrecerle una cucharada del brebaje,  ora para intimarle a beber algo de agua, ora para humedecer de tanto en tanto las compresas que refrescaban la  afiebrada frente. Me cautivaba estar atento a la repetida cadencia de sus  movimientos, suaves y pausados, a su cálida manera de aproximarse a Sasha, con el cuello y la cabeza ligeramente erguidos, y el gesto de la boca y la barbilla  hacia delante, solicitando,  alentando, exigiendo la llegada del esperado alivio  Para desarmar el hechizo que comenzaba a poseerme,  y no dar rienda suelta a la fantasía, me incorporé y caminé hasta la ventana; corrí los visillos y limpiando con una mano el vidrio escarchado, intenté mirar hacia el exterior. En la oscuridad se divisaban las siluetas de los árboles sacudidos por el viento, y  ya se advertía  la llegada del tiempo  cuando el cuello del castor se argenta de polvillo helado. El cansancio me provocó un brusco estremecimiento; me volví, casi farfullando una queja, y  busqué con  las manos heladas el calor de la chimenea. Las llamas del fuego desparramaban  sombras que se agitaban en el suelo y temblaban sobre las paredes, los muebles, los cortinados. Ella también se acercó al fuego, con un aire de compunción peculiar, mansamente interrogante:”
   “ -¿Y...qué le parece, doctor? ¿Cómo va a salir mi pequeño Sasha?- Desvié la mirada del fuego y  me sorprendí al descubrir por segunda vez en la noche a Olga Nicolaievna, pues en su rostro  la lumbre del hogar recientemente  avivado con nuevo combustible,  resplandecía con asombroso juego de matices,  iluminándole con extraordinaria intensidad. Y tal como se percibe un relámpago, un súbito destello de aguda percepción cruzó por mi conciencia,  devolviéndome  las imágenes que aún se conservaban en mi memoria de la joven  armenia, y  de aquella  muchacha rusa de la estación de ferrocarril, entre Belgorod y Karkov. De conmovedora belleza aparecía ahora ineludible  su maravilloso semblante, cuyos rasgos habían adquirido un brillo preternatural, donde sobresalían con  fascinante atractivo  sus ojos enormes, de un color azul oscuro como el fondo de un mar muy profundo pero muy tranquilo, y  que, acariciados por  las llamas  que crecían en la chimenea, reflejaban un tembloroso fulgor  de  irresistible encanto. No pude reprimirme y  tomé sus ateridas  manos entre  las mías,  que oprimió con extraña fuerza.”
     “Afuera, el viento de la noche golpeaba contra las ventanas y silbaba por encima de los tejados. El niño hablaba por momentos de manera entrecortada, poseído cada tanto por el delirio de la fiebre.”
     “-Olga Nicolaievna, va a ver que pronto el cuadro clínico  comenzará a perder fuerza. Estoy seguro de ello-  formulé  casi susurrando.- No creo posible que a partir de ahora surja alguna complicación- dije finalmente, más esperanzado que convencido. Y le transmití, a través  del contacto de mis manos   quemadas por el ácido fénico,  una suerte de tierna y al mismo tiempo exaltada agitación, producto de un estado emocional tan extraño como turbador, que esa noche no terminaba de embargarme con creciente intensidad.”
     “Volvimos a un costado de la cama del niño, y continuamos con la tarea de bajarle la temperatura, contener su delirio, obligarle a beber, mantenerle  en definitiva la homeostasis, para que encontrara naturalmente el camino de la defervescencia.”
     “La madrugada  insinuóse por una rendija de las cortinas, pálida, macilenta, muy fría. El combustible de la chimenea escaseaba, pues ya la polia se había retirado hacía un buen rato. El agotamiento nos poseía a ambos por igual, pero de pronto una sonrisa iluminó por fin el extenuado rostro de Olga Nikolaievna.”
     “-¡Venga, doctor! ¡Tóquelo! Me parece que ya no tiene fiebre...”
    “Me acerqué y comprobé que, efectivamente,  la frente del pequeño  ya no ardía. La tibieza de su piel anunciaba un cambio favorable de su estado, que fue reforzado cuando, de pronto  oyósele  sollozar  solicitando con  un quejido algo para  beber.”
     “Más tarde, contemplaba yo la salida del sol arrebujado en el fondo del asiento de la troika,  de regreso rumbo a mi casa, mientras pensaba, sacudido  por los barquinazos, que alguien debería entretener el deteriorado camino, pues el coche veíase obligado a evitar continuamente las rodadas. Como cubierta por un velo, toda la naturaleza parecía esconderse tras una bruma transparente, a través de la cual asomaban los primeros rayos de un tímido sol otoñal. Un cansancio, por momentos desconocido,  habíase apoderado de mi cuerpo entero,  y en el alma  se insinuaba una antojadiza sensación de llana tristeza, impregnada de un dulce,  inexplicable presentimiento. La promesa de unas horas de sueño reparador no lograba  disipar,  como siempre, la situación de excitada  fatiga  que  en esos momentos me dominaba. Sólo me serenaba el compromiso adquirido con Olga Nicolaievna de regresar por la tarde para comprobar la resolución de la enfermedad de Sasha. El isvoschik  Vañka    pasaría a buscarme  en el drozhki, pues habíame prevenido que estaría disponible  para antes de que cayera el  crepúsculo.

                                      

        

       Nosotros tres
                                           (inspirado en el cuento VAÑKA)

      Gricha se levantó cuando todavía era de noche. Su madre dormía y ya el abuelo Konstantin se había incorporado en la cama tosiendo continuamente.
      El niño caminó hasta la cocina  con la manta sobre los hombros,  encendió el samovar y preparó el té, que tomó en silencio con  el abuelo,  envuelto en su amplio zamarrón.
     Afuera, la  madrugada pintaba bastante fría. El tiempo avanzaba  hacia el otoño, pero el aire todavía olía a madreselvas. Antes de salir, Gricha alimentó con leña la estufa encendida. “Para mamásha”. Cuando ella  despertara ya estarían  a mitad de camino hacia la výstavka.
     Salieron y caminaron hasta el establo.
     Con sus escasos y ya endurecidos aparejos, ataron la kobýla al carro,  cargado desde la noche anterior, y partieron hacia el pueblo de C***, distante a unas ocho verstás de la dom.
     Gricha  pensaba en los posibles resultados de la venta de los productos de la  férma que llevaban  en el carromato, amontonados allí atrás. Ovaschi y frúkty se entremezclaban con sus variadas y redondeadas formas y colores,  y el niño se volvía constantemente para observarlas en detalle: Sobresalían el aloque de los tíkva,  el verde tan variado de  los kapúske,  las salát, los aguryéts y pyéryets,  las turgentes luk y el rojo verdoso de los pamidór sin madurar, las terrosas kartófyel,  y las tiras bien cargadas de chiesnók, junto a las brillantes markóf y las oscuras baklazhán. Las svíokas prometían su púrpura dulce, lo mismo que los granos amarillos de  kukurúza . Y allá al fondo,  la bolsa cargada de grip, los últimos dorados dýsnya y los apetitosos pyérsik, las encarnadas yáblakas, el verde suave de las grúshas junto a las últimas, enormes arbús. Un cajón agrupaba víshnyas y slívas  y una bolsa de grip completaba la variada y rica producción de la férma,  gracias al trabajo de su madre, ayudada por ellos dos.  Gricha gozaba por anticipado sobre el resultado probable de la venta.  Hacía cálculos mentales sobre  las muchas kopeikas,  juntas sumarían unos cuantos rublos, que obtendrían del cargamento, que representaba varias semanas de duro trabajo.
     Distraído,  volvía en sí y examinaba con  admiración la apostura del abuelo Konstantín quien, con un cigarrillo en la boca, canturreaba una vieja pésenka,  mientras  hostigaba  con las riendas  las hundidas ancas de la kobýla. Ésta avanzaba con el mismo paso que llevaba desde la salida, y no era probable que lo fuera a cambiar hasta que emprendieran por la tarde el regreso.
     El resultado de la venta en la feria fue asombrosamente bueno. En menos de tres horas pudieron despachar toda la mercadería, pues  su producción había rebasado en calidad  a  la que habían aproximado al pueblo  los quinteros de la vecindad.
    -Podríamos haber pedido algo más por lo nuestro- rezongaba Gricha, dirigiéndose al abuelo, que contaba el dinero sobre el asiento del coche, mientras mojaba  los dedos con saliva-.¡Esperamos tanto por esto! No sé qué apuro había para volver…
     -Así está bien... ¡Qué diablos! Tú si que nunca te conformas con nada, niño. ¡Válgame Dios!
     -No, abuelo, es que mámienka tiene que comprar  pokryvàlos para el invierno, y procurarse de leña para la estufa, y alimento para la kobýla y para  la koróva, y grano para los útkas y las kúricas...- y la lista parecía interminable, cuando el abuelo Konstantín elevó la mirada entrecerrando los ojos, y lo miró como tratando de adivinar adónde iba el pensamiento de ese endiablado chiquillo. Hizo ruido con la nariz, escupió a un costado y luego largó una carcajada.
     -¡Vamos, hijo, bien pensado! ¿eh? Muchas cosas tienes en tu pequeña cabeza- y luego de guardar el dinero en el bolsillo del pantalón, la emprendió con la kobýla, fustigándola con energía, que sorpresivamente abandonó el cuadrado de pasto donde mordía con paciencia equina, y arrancó con nuevo brío  hacia la casa. El camino, muy desparejo, zarandeaba el carro, pero el abuelo lo mantenía en las rodadas con pericia.
     A poco andar,  cruzáronse frente a la taberna de Nicolás Ilich, y el viejo Konstantín dirigió disimuladamente a la kobýla hacia la entrada.
     -A dónde vamos, abuelo? ¿Qué haces? –rezongó Gricha, desconfiando.
    -¡Pero, niño, déjame en paz!, ¿quieres? ¡No seas tan terco! Voy a bajar un ratito aquí, que tengo que saludar a un amigo y hacerle un pedido a Nicolás Ilich- y ya saltaba del carretón con agilidad sorprendente para la edad, recomendándole al nieto desde abajo:- ¡Espérame aquí, que no me tardo!
     Como a la hora, el niño despertó recostado en el asiento del  carro, que se había alejado unos metros de la entrada de la taberna, arrastrado por la kobýla que no perdía  tiempo y mordisqueaba en todos las manchas verdes que iba encontrando a su paso. Gricha recogió las riendas y regresó. Y ya de mal humor, descendió apresurado en busca del abuelo. Al entrar, varios parroquianos lo observaron con asombro y algunas sonrisas sarcásticas, señalándolo con la barbilla y mirándose entre sí.
    -¡Mira, Nicolás Ilich, qué cliente tan crecido ha venido a visitarte!  ¡Invítale con una copa de vódka! Ja, ja, ja.
     Pero el niño  ignoró las chanzas  y  caminó derecho al viejo Konstantín, y antes de que éste se diera cuenta, ya lo estaba sacando a empujones de la taberna, no sin antes pagarle a Nicolás Ilich la cuenta por la bebida consumida, a lo que hubo que sumar un reclamo por un antiguo registro no saldado.
     -Vaya, vaya, sí que eres molesto, chicuelo tonto- rezongaba  el abuelo  mientras ascendía al carro, no sin cierta dificultad-. Y ahora, ¡dame las malditas riendas, que al carro lo conduzco yo!
     Gricha, cabizbajo, entregó las riendas luego de enfocar el carromato otra vez camino a casa,  frunciendo la boca y apretándose las manos contra el estómago, que empezaba a protestar pues no recibía nada desde la mañana.  Comenzó a reflexionar sobre las sensibles mermas en las ganancias, y no podía evitar mirar de reojo al viejo  con  odio contenido. Al rato, con el constante zarandeo del carretón, volvió a dormirse sobre el asiento.
     Despertóse solo nuevamente. La kobýla comía a un costado del camino, y el abuelo...”Habrá bajado para vomitar, el anciano borracho”, pensó Gricha, cuando divisó la entrada de un paradero, cuyo aspecto no engañaba. Era, sin dudas,  otro despacho de bebidas. Entro, y cumplió con la misma rutina anterior. Luego de pagarle al patrón, se llevó a empujones al abuelo, que  casi no podía mantenerse en pie.
   -¡Sal de aquí, muchacho! ¡Déjame beber en paz, que otra cosa no me queda en esta maldita tierra!- protestaba otra vez el viejo Konstantín,  buscando complicidad a los costados entre los otros parroquianos. Algún eco encontró, pues desde una mesa  se pudo oír:
    -Eso, ¡Vete, niño molesto, y deja a la gente grande hacer sus cosas!
    -Sí, no te metas en lo que no te importa, muchacho. ¡Qué insolencia! ¡Hay que ver…!
      El carro continuó  su rumbo,  ahora ya sin interrupciones. El Viejo Konstantín Makárich dormitaba, luego de vomitar  varias veces, y Gricha conducía  con la mirada fija en las orejas de la kobýla, que partían en dos al camino. Llevaba  los dientes muy apretados. En su bolsillo, el par de rublos y las escasas  kopeikas que habían quedado eran demasiado poco para aliviar el peso enorme que ahora  le oprimía el corazón.
     “¡Qué le voy a decir a  mamushka!” meditaba el niño. “Aunque ella ya lo conoce, me lo encargó especialmente: ¡Que no pare en ninguna taberna, Gricha! Y yo, como un niño flojo y estúpido, me he dormido y se acabó. Adiós planes ahora”, y el brillo de alguna lágrima apuntó en sus ojos cansados.
      En un momento dado la ira lo inundó y tentado estuvo de empujar al viejo a un costado del camino, cuando  recordó la triste vida del mujik, golpeado por las desgracias, una tras otra: A la muerte de la abuela Pasha el año anterior, de pulmonía,  se había sumado hacía un par de meses   la prisión del tio  Projor, condenado a trabajos forzados por robar piezas del ferrocarril“. Al fin y al cabo, quedamos nosotros tres solos,  nosotros tres nomás”, y mientras dirigía la kobýla hacia el camino de la entrada, con la otra mano sacudía el hombro del abuelo:
     -¡Hey, abuelo, despierta, que ya estamos llegando!- y al verlo revolverse para luego incorporarse,  miró directamente a esos ojos enrojecidos por el alcohol. El aliento del viejo Konstantín olía a vódka  hasta  los confines del mundo. El chico hizo una mueca de asco, pero lo tomó de la mano y le propuso:
     -Nos robaron al salir del pueblo, ¿cierto, abuelito? Solamente salvé este poco dinero, ¿verdad? ¡Qué lástima!, ¿no? Con  lo que habíamos esperado...-Y al ver que el viejo lloraba, el niño le sacudió el hombro cariñosamente: - ¡Vamos,  que todavía tenemos otras cosas para vender  en la próxima výstavka!
 Al llegar a la entrada de la férma, la madre de Gricha salió a recibirlos, secándose las manos en el delantal.
    -¡Ahí viene mamushka, así  que baje y vaya a lavarse, que está hecho una lástima!- recomendó el niño, al tiempo que conducía al carro hacia el cobertizo para desatar la kobýla. “Sólo nosotros tres, nada más” pensaba, y al soltar el animal en el corral,  sintió sobre el hombro el peso duro pero amable  de la mano de su madre. Sin decir nada, metió la mano en el bolsillo, sacó el dinero y se lo entregó.
      La zhena  miró  lo que tenía en la palma de su mano,  cerró el puño y preguntó:
     -¿Nada más que esto, Gricha? ¿Sólo esto?- En su rostro prematuramente arrugado y envejecido, había  aparecido el gesto amargo que  el niño conocía muy bien. Como Gricha no podía  encerrar más angustia adentro del pecho, suspiró  y agachó la cabeza intentando iniciar una explicación, pero luego se encogió de hombros mientras en su cara se pintaba un gesto resignado. 
        Adentro, la tos húmeda y persistente del abuelo hacía temblar los empañados vidrios de las ventanas     El niño  se quitó los zapatos embarrados y entró en la dom detrás de su madre.
    Pensó entonces que no sería cosa mala probar con el bueno de Aliagin, quien se había ofrecido para  llevarlo consigo  como aprendiz de zapóznik a la gran ciudad.

GLOSARIO
Mamasha, Mamushka, Mámienka: Mamá, madre.
Výstavka: Feria
Verstá: Unidad de medida de longitud rusa equivalente a 1.066,8 metros.
Dom: Casa
Zhena: Señora
Kobýla: Yegua.
Koróva: Vaca.
Útkas: Patos.
Kúricas: Gallinas.
Mujik: Campesino ruso.
Kopeikas: Dinero ruso, menos de un rublo.
Pokryvàlos: Mantas.
Vódka: Bebida alcohólica rusa.
Pésenka: Canción.
Zapóznik: Zapatero.
Ovaschi: Verduras.
 Frúkty: Frutas. 
Tíkva: Zapallo
Kapúske:  Repollo, col.
Salát: Lechuga.
Aguryéts: Pepinos.
Pyéryets: Pimientos, ajíes.
Luk: Cebollas.
Pamidór: Tomates
Kartófyel: Papas
Chiesnók: Ajo.
Markóf: Zanahorias.
Baklazhán: Berenjenas.                  
Svíokla: Remolacha.
Kukurúza: Maíz, choclos.
Grip: Setas, hongos.
Pyérsik: Duraznos
Yáblakas: Manzanas.
Grúshas: Peras.
Arbús: Sandías.
Víshnyas: Cerezas.
Slívas: Ciruelas.
Férma: Granja





domingo, 30 de noviembre de 2014

Variaciones Felinas

La Bella Zapaquilda

            “La cohesión de las representaciones entre sí por la ley de la causalidad distingue la vida del ensueño. El único criterio seguro para distinguir el ensueño de la realidad no es otro que el meramente empírico del despertar, por el cual positivamente la cadena causal entre las representaciones soñadas y las de la vigilia es rota de una manera explícita y palpable” (Kant).

            La mañana circulaba ya por sus últimos tramos. Sentado en el banco de la plaza, fumaba y leía Mrs. Dalloway. “Después de esto”, pensaba, “ya no se puede escribir”. Sabía que cuando lo terminara,  recomenzaría su lectura. Como un sinfín. “¿Habrá algo más para leer?” se preguntó e inmediatamente reconoció: “Sí, también puedo devorarme Al Faro, Los Años, Las Olas…” y sonrió con placer anticipatorio. Volvió a la primera página, pero  levantó la vista cuando algo negro se movió frente a él.
            Como escapada de alguna Silva de la famosa Gatomaquía de Lope de Vega, la gata se me acercó con pasos de sombra. Delgada, azabache, curiosamente sin cola, se sentó en el suelo justo frente a mí. Miraba fijamente con sus pupilas verticales. Lamió sus bigotes y pidió con maullido lastimero.
            Quise acercar una mano, se retiró dos pasos hacia atrás. Volvió a su posición egipcia. Se quejó nuevamente. Hurgué en mis bolsillos, miré hacia los costados buscando algo. Ella reiteró su lamento. Sabía que por allí no había nada de lo que  necesitaba. La miré, le hablé, volví a llamarla con los dedos abiertos. Se alejó otro paso.
            Encendí el último cigarrillo de la caja;  antes de arrugarla para  tirarla comprendí. En mi bolsillo pesaba el cortaplumas. Hice un platito con el envase de los cigarrillos y con la hoja del cortaplumas practiqué un corte profundo en un dedo de la mano izquierda. La sangre comenzó a gotear en abundancia;  la orienté hacia el improvisado recipiente. Ella olisqueó en el aire,  avanzó dos pasos. Cuando me pareció que ya había un volumen apreciable, con el pañuelo contuve la hemorragia y deposité la escudilla en el piso. Ella se acercó con precaución, oliendo, relamiéndose los bigotes. Me miró y se zampó con el hocico dentro del platillo. Se oía el rumor de la lengua recogiendo con deleite los coágulos púrpura. La levedad de la bandeja hacía que se corriera hacia los lados, impulsada por la voracidad de la miza. No tardó mucho en dar cuenta del alimento,  levantó la cabeza reclamando más mientras se relamía la grana de los bigotes. Volví a acercar una mano. “Vamos”, musité, “ven, hermosa Zapaquilda, que en casa habrá más para ti”. Se alejó dos pasos, el maullido no dejó lugar a equívocos. Solté el torniquete. Volví a llenar el plato. Comió nuevamente,  pero con menor avidez. No esperó  que se lo llenara de nuevo. Se retiró y me miró, entre agradecida y divertida. Probé por tercera vez, pero ahora olió y se alejó sin probar el nuevo servicio. Maulló como pidiendo algo diferente. Varias veces lo hizo, pero también se arrimó,  me rozó una pierna con el lomo arqueado. Miraba hacia arriba como solicitando algo que yo no tendría excusas en ignorar. Tomé entonces el cortaplumas con firmeza y me seccioné el dedo en la coyuntura de su base. Envolví al muñón que bramaba lo suyo, con la pequeña hoja fui abriendo los tejidos para que ofreciera las partes carnosas sin dificultad. Lo puse en el platito embebiéndolo en la salsa que quedaba. Ella lo buscó de inmediato con un movimiento sorprendente. Ahora trabajaba con  los dientes y las  manos, pequeñas garras afiladas. En un momento, el dedo saltó del plato,  rodó por el suelo. El muñón me pulsaba con agudos arañazos hacia todo el brazo como reclamándolo. “¡Sí que cuesta acercarse!”, pensé. Me asombró verme repartido en partes, huesitos blancos casi pelados que dejó  la bonita katze  allí en el piso antes de saltar sobre mí.
            La envolví con un abrazo suave. Recogí  la cajita, húmeda aún y los restos del dedo. Guardé todo en un bolsillo. Ella se refregaba contra mi cuerpo,  se apretaba entregada. Me incorporé, la besé levemente en el cuello. Mientras caminaba, sentía la diferencia entre las sensaciones derechas e izquierdas. El placer y el dolor en un dueto de trinos y arpegios complementarios e inseparables que se unían en el centro, como una síntesis que late sin prisa ni pausa.

            “¿Cómo se hace ahora para despertar”, pensó, “cuando se ha transpuesto la línea que separa  lo posible de lo imposible?” La bella Zapaquilda le lamía una mano, entre cariñosa y agradecida, como asegurándole que, aunque despertara, el sueño no se evaporaría,  terminaría ingresando definitivamente en la trama de la conciencia. “Ay, Virginia, ay...”         


   TRÍO DE  BOLOS, TRÍO FELINO
                    

     Dormía el domingo por la mañana, cuando una serie de maullidos lastimeros de la gata me forzaron a levantarme antes de lo previsto para abrirle la puerta, pues quería ingresar a la casa. Ella suele pasear todas las noches por los tejados, y entiendo que  tenía hambre y además necesitaba ir al baño,  a su baño. Así es la cosa:  se acostumbró a hacer sus necesidades en un sitio preciso, en esas piedritas adsorbentes, y no utiliza otro lugar para ello. Bravo por la felina. Bueno, luego de abrirle y acompañarla hasta el lavadero, encendí  música clásica en la radio, e intenté regresar al sueño. Antes fui al baño, pero  ni siquiera me lavé la cara, sólo oriné. Es más, ni abrí los ojos. Todo el trajín lo hice mirando por una pequeña rendija de los párpados. Recuperé la modorra, relajé las piernas, estirándolas juntas, apuntando las rodillas hacia un costado; me abracé a la almohada, y comencé a respirar profunda y acompasadamente. El trío en Mi bemol mayor de Mozart me acompañaba  con simples y a la vez  prodigiosas notas y acordes  en el retorno al mundo onírico. Buscaba el violín detrás del piano, pues había llegado tarde a la presentación; no reconocía  la viola, y me circunscribía sólo al evidente juego entre  el clarinete y el piano. “¿Qué es lo que se escucha en el fondo?”, me preguntaba,  ya desde una playa soleada, o más allá, desde un paisaje de montaña, o desde un jardín dieciochesco,  presenciando una partida de bolos...  Y de pronto recibí sobre mis piernas la súbita presión de las cuatro patas de mi gata negro azabache que, luego de hacer sus necesidades, venía a reclamar "algo". Rehice con el pensamiento el trayecto anterior, como se revierten las escenas en una una cámara de vídeo, y recordé y certifiqué que el recipiente de su comida estaba vacío. Había olvidado  agregarle sus granitos  concentrados de pescado, leche,carne, vitaminas, etcétera (de un olor intolerable, sobre todo antes del desayuno),  con que se  alimenta diariamente, como  todos los pequeños felinos domésticos en la actualidad. Le di un ligero empujón con una pierna (una suave patada) que la elevó por el aire, y cayo al piso sin hacer ruido, con levedad y gracia,  emitiendo un lastimero maullido en señal de protesta. El trío avanzaba con el andante, y volví a buscar el violín dentro de la  asombrosa combinación entre el clarinete y el piano. Recordé súbitamente la escena de la película Amadeus, cuando Salieri hablaba con  admiración de la música de Mozart, y mostraba cómo el oboe,  en la Serenata para vientos, le pasaba con delicada gracia una nota al clarinete, y éste la tomaba para jugar con ella, y el dedo del viejo músico hacía firuletes en el aire... Y desde el aire volvió a caer encima de  mis piernas ella, con sus cuatro patas acolchadas, sin emitir  sonido alguno, sin revelar las uñas tampoco... todavía. Caminó sobre mi cuerpo como sólo ellos saben hacerlo,  comprimiendo suavemente mis exasperantes protrusiones, engañosos resaltes, molestas depresiones. Todo lo salvaba con su habitual parsimonia, y acercó una oscura y vellosa cabeza a mi hombro, que encogí  cuando sentí el contacto de su aterciopelada piel.  Yo intentaba proteger la oreja, apretando el acolchado contra el cuello. Como quien se prueba una prenda muy fina y delicada, la minina hundió entonces la cabeza por debajo de mi brazo;  cuando me volví, ya irritado pues  me impedía dormir, y la miré con furia, sus ojos brillantes, redonditos, de pupila vertical se clavaron en los míos, suplicantes. Movió apenas el bigote izquierdo, canoso, largo y asimétrico, y  maulló quedamente. Quería comer, pero sin fastidiarme demasiado. Apoyó sus manos en mi pecho, y acercó la cara a la mía, ronroneando como un motor bien  calibrado. Vibraba toda desde su garganta, y transmitía un  murmullo suave, que iba transformándose en un grave ronquido.  Cuando abrió otra vez la boca, un  gruñido sordo se confundió con  el trío que promediaba un menuetto angélico, donde la viola se percibía uniendo a los otros dos  instrumentos; parecía una madre tomando de la mano a  sus  hijos traviesos; por momentos hasta jugaba con ellos, participando de una ronda infantil. Pero el clarinete y el piano escapaban nuevamente con dos saltos al finalizar el movimiento, para alejarse haciendo pequeñas piruetas en el rondo. La viola los llamaba con insistencia, y ellos respondían con evasivas, preparándose para el allegretto final; viajaban juntos a otros ámbitos, a otras esferas, unidos por un hilo de plata de sutil armonía a las cuerdas de la viola, que los acogía y preservaba con un equilibrado ritmo de fondo... Y otra vez debí sacudir a la miza, empujándola con el hombro hacia un costado; mejor dicho, intenté removerla, pues con los compases finales del trío y la suavidad felina, no percibí que ella había crecido considerablemente; que  ya no parecía doméstica. Que su peso merecía un tratamiento diferente, o por lo menos ameritaba algo de respeto, o quizá, un mayor cuidado al intentar alejarla. El trío emitió sus notas finales, con  tres o cuatro acordes sucesivos de todos los instrumentos juntos,  y simultáneamente sentí algo mojado, ¿áspero? y cálido debajo de mi oreja. Recordé en ese momento un relato en el que un gatito doméstico crecía hasta transformarse en una enorme  pantera o en un tigre de Bengala; sentía las patas muy densas sobre mi cuerpo, una boca tibia y húmeda buscaba mi cuello, y cuando la música se ocultó detrás del silencio,  la angustia estalló en mi garganta, con  un grito aterrado...      
     -¿Qué te pasa, querido? ¿Ya no te puedo besar? ¿Estoy tan fea que gritás espantado cuando me acerco?-   Mi mujer  iniciaba la mañana del domingo de una manera un tanto brusca.
     -No, no es así, querida; es que tuve un mal sueño-intenté explicarle-. Y el final de la música de Mozart me dejó como... afectadamente vacío.
     - Tomá esto para llenarlo, entonces- dijo ella, y alzando un pequeño bulto negro, quejoso, suavemente peludo, me lo  depositó sobre el pecho. De inmediato advertí su exagerado tamaño   con la presión de cada una de sus patas; había vuelto a medrar curiosamente sobre mi cuerpo, al punto que me impedía cualquier movimiento, y su boca buscaba nuevamente mi garganta; la lengua rasposa y  tibia saboreaba de antemano el gusto salado de la sangre,  el dulzón de la carne firme y caliente, que ya las garras desprendían de su inserción habitual, y cuyos dientes filosos separarían en largos y sabrosos trozos. Antes de ello, recordé por un instante, con un exabrupto que no logró ser emitido, que mi mujer había viajado para visitar a unos parientes, y que  me había recomendado alimentar todos los días a la bonita katze, sin descuidarme, para que no...
     ¡Oh, fascinante,  delicioso  Kegelstatt-Trío, cuyas notas quedaron flotando en el éter cual celeste influjo, al que, si  pudiera    rebautizaría: Katzenartig-Trío!  Ahora, o en ningún tiempo.


viernes, 14 de noviembre de 2014

Variaciones sobre el GÉNESIS...

                        Génesis 2, 1, 27:  Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó.
  
   
                                 MUJER

           Solo, hombre experimentaba con el mundo  de sus alrededores. Los cinco sentidos lo tenían asombrado. En un espejo de agua descubrió su propia imagen,  sus manos recorrían afanosas  la piel en toda su extensión  que después intentó prolongar  con el contacto a través de la superficie del agua. Bebió de las manos, y después comenzó a jugar con la tierra gredosa de la orilla. Sus manos moldeaban al azar   trozos de ella, los contemplaba, y luego los unía  entre sí sobre la playa arcillosa. Se miraba, se tocaba, y volvía a esa tierra amarilla que poco a poco iba tomando la forma que observara en el espejo de agua.  También regresó allí para buscar semejanzas. Un bosquejo redondo, sin facciones,  modeló lo que parecía una cabeza; después, en el cuello, logró darle una forma suave y delgada. Fue sencillo bajar hacia los hombros. Las manos se deslizaban por ellos complacidas. Y los brazos fueron torneados por los dedos, con  dedicación, pues quedaban pegados a esa forma casi perfecta que los recibía... Articuló los codos, continuó hacia las manos. Ahhh, ¡las manos! Allí se inclinó con espíritu detallista. Copiaba una suya y trabajaba con la otra. Abundante material adjuntó para el torso. Y amasó, hacia arriba y hacia abajo. El vientre plano, el pecho abierto hacia arriba. Pasaba las palmas como acariciando algo ya muy suyo. Se tocó, se contempló, y con las manos llenas de tierra bajó hasta los muslos, que también llevaron su material y esfuerzo. Los torneó más finos que los que veía. Luego volteó la figura  y se entretuvo largo rato modelando sus nalgas.  Siguieron las piernas y los pies, pequeños, muy pequeños. Regresó a la entrepierna. Se miró, y comenzó  a copiar sus genitales.  Posó una mano en el  bajo vientre y  los hizo de su misma naturaleza. Luego se miró nuevamente en el agua, comparó, y comenzó a  delinear el rostro. Una y otra vez bajó hasta el lago, a examinarse. Regresaba y avanzaba. Una y otra vez. En una de las tantas, se encontró con el Señor, que lo contemplaba con curiosidad.
         “¿Qué haces?”, escuchó hombre. Señaló  con un gesto la estructura arcillosa que habían modelado sus manos:
          -Una compañía- Y luego solicitó:-  Sóplalo, por favor.  Ahora sóplalo...- Su mirada era abierta, franca; no admitía una negativa.
           “No sabes lo que dices”, volvió a escuchar. “Esa compañía es incompleta.”
           -Tal vez, pero eso no me importa...- Luego:- ¡Dime porqué es incompleta...!
           -“Porque es igual a ti”.
           -¿Y cómo debería ser, entonces...?
           -“Para ser verdadera compañía, deberían complementarse...”
           -Ahhh, entonces....- y hombre miraba detenidamente la figura que emergiera por sus manos de la tierra-. Dime que debo hacer para que sea una verdadera compañía...
             -“Toma la tierra que le agregaste en la entrepierna, y colócala en el pecho. Eso; ahora regresa y alisa bien esa superficie. Luego hunde el dedo medio allí y forma la huella que será tu perfecto complemento...”
              Hombre siguió las instrucciones, y luego solicitó:
             -Sóplalo ahora;  hazlo ya, antes de que llueva-. Negros nubarrones amenazaban con lluvia. El Señor hizo un gesto, y el sol volvió a salir.
             -“¡Sóplala deberás pedir. La compañía será ella, no él. Has creado una compañera...”
              -Sóplala, entonces, de una buena vez, o me iré y no me verás más...
              La insolencia de hombre lo hizo sonreír (o algo similar, indeciblemente hermoso):
            -“Antes deberás prometer algo.”
            -Prometer... no te entiendo.
            -“Cuanto te hice a ti, yo te hice libre. Sabes que eres mi única creación fuera de mis infinitos poderes. Ella deberá ser también libre. Libre de mí,  y también libre de ti.”
             -No comprendo, si será mi compañía, estará conmigo. ¿Para qué querrá ser libre de mí?
              -“No se trata de que ella lo quiera o no lo quiera. Para ser, ella deberá  ser como te digo.”
                Hombre miraba la figura estática en el suelo, la acariciaba por momentos, corregía con mano delicada algunos detalles, hasta que finalmente se incorporó:
                 -Hazlo, por favor. Sóplala ya, y será como tú dices...
                  El Señor se inclinó sobre ella y sopló dentro de sus labios. Una corriente similar a un tenue rayo recorrió el cuerpo dormido, y los ojos de mujer se abrieron. Las alas de la nariz se agitaron, y de su boca surgió un gemido. Hombre la miraba extasiado. Acercó sus manos y comenzó a tocarla. La piel ajena le despertó una extraña ternura. Acercó su cara a la de ella, que lo miraba, curiosa pero confiada. Ella también comenzó a tocarlo.
                 El Señor se retiró. Sabía que sólo  le estaba dado crear  con el soplo divino, e iluminar luego a sus creaciones. Pero no le era posible tocar con  manos, ni sentir el roce de otra piel sobre algo suyo. Se volvió hacia ellos, que se acariciaban con movimientos que parecían no tener fin y sonrió (o algo similar, de innombrable belleza). “Si fuera posible”,  caviló con un dejo de melancolía, “ahora sentiría envidia hacia ellos.”
                 Sabía que únicamente podría amarlos desde su  incomparable distancia, y que a partir de ahora lo haría con  inmarcesible intensidad . Y también sabía que sufriría infinitamente por ello.

AL SÉPTIMO DÍA 

   Al séptimo día, el Señor paseaba contemplando satisfecho la Obra de una semana de intenso trabajo. Los animales y las plantas fructificaban y daban vida a la Tierra, después de eones de aridez en su superficie y en la profundidad de los mares. Pero, en su Inmarcesible Interior sabía que faltaba algo, o que le faltaba algo.
    En el continente, que con el tiempo lo llamarían  “negro”,  encontró una familia de homínidos que convivían pacíficamente, eran herbívoros por naturaleza y aparentaban tener capacidad para una inteligencia superior. Observó entonces a una hembra de ese grupo (al que posteriormente se lo denominaría “bonobos” por el sitio donde residían), le gustó por su gracia y su belleza, la llamó (es un decir) y ella se acercó. Confiada le tomó una mano (es un decir) y Él comenzó a dialogar con ella. Le preguntó si quería crecer, desarrollarse de otra manera, ser su compañera carnal, y ella aceptó. Entonces el Señor la tomó de los brazos, la puso de pie, sopló el pelo que le cubría la piel y surgió una superficie negra, brillante, sedosa. Le modeló el rostro, dejó que un pelo ondulado y brilloso, negro como el azabache, se extendiera desde la cabeza hasta las caderas, cambió las manos inferiores por unos pies firmes y fuertes,  le quitó el rojo al trasero remodelando sus gluteos, así como los pechos pequeños, firmes, turgentes, sin peso innecesario, sólo bellos y finalmente sopló dentro de su boca hasta que un brillo nuevo surgió de sus ojos negrísimos. Entonces ella rió, se soltó y comenzó a bailar y a cantar, como agradeciendo el augurio de una nueva vida. Cuando se detuvo, preguntó:
    -¿Y ahora…? ¿Qué hago yo sola en este mundo…? Ya no puedo convivir con ellos- y señaló al grupo de bonobos, que la contemplaban agrupados en la maleza, entre curiosos y asustados.
   “¿Qué dices, mujer…?” Por primera vez era nombrada.  “No estás sola. Estarás conmigo”, dijo Él “y conversaremos, pasearemos. Siempre. Y te daré todo lo que quieras. Serás la reina de la Creación…” Ella no parecía muy conforme con la propuesta, y movía la cabeza hacia los lados, sacudiendo un pelo que no terminaba de asombrarla. Tomó una punta entre los dedos, se la llevó a la boca, lo mordió, hizo una mueca, y finalmente:
   -No, no me alcanza eso que ofreces. Necesito un compañero. ¡Hazme uno, ya, hazme uno!- Y pegaba saltos, sacudiendo los pies contra el piso. Él la observaba pensativo. “Esto no lo tenía calculado”, meditaba, “y puede tener consecuencias que no logro anticipar…” Respondió, casi de mal humor (es un decir):
   “Está bien, elige un compañero entre los tuyos.”  Y cuando ella se volvió hacia su grupo, estos desaparecieron como por encanto entre la selva. Después de varias horas de infructuosa búsqueda (Èl había decidido mantenerse al margen), ella pidió:
   -Crúzame el río. Si lo hago por mis medios, me ahogaré. Sé que en la otra orilla hay familias similares. Seguro que allí encontraré uno…- Y Él cumplió con los deseos de ella, cruzaron el río y en la otra costa aparecieron ejemplares que parecían de su familia. Manifestaban conductas no tan pacíficas, por momentos había violencia entre ellos, y no eran sólo vegetarianos (con el tiempo, los llamarían “chimpancés”).
    -No me gustan- expresó ella, volviéndose hacia un Dios ya sin deseos de seguir con el juego.
   “Es lo que hay” respondió Él, “elige uno y avancemos, que no tengo mucho más tiempo que perder y hay una enormidad de cuestiones que me están esperando…”
   -Perdón, sí, ya sé que te estoy demorando, y probablemente no soy tan importante como me creo, pero- y le sonrió de una manera que iniciaría un nuevo camino en el planeta-, pero no olvides que yo, sí, yo, fui, soy, una idea tuya, ¿o lo olvidas?
     “No, no me olvido” rugió Él, y volviéndose le señaló un ejemplar como compañero: “Allí tienes uno…parece joven, sano y fuerte. Y aunque no parece muy inteligente, te servirá para lo que quieres…”  Ella observó al ejemplar masculino del grupo de los chimpancés, se acercó a él, que se dejó tocar sin manifestar rechazo, palpó sus brazos, sus piernas, sus hombros, sus caderas, tomó la cara entre sus manos, tanteó la superficie ósea, miró dentro de su boca, los ojos pequeños e inquietos, bajó una mano y verificó sus genitales… Finalmente, ante los bufidos y suspiros que escuchaba a su espalda, se volvió hacia Él.
    -Está bien. Que sea éste-aceptó. Hazle el mismo procedimiento que a mí. Pero lo quiero bello, muy bello. Y que sea suave, tierno, tolerante y que me obedezca. Y que me dé hijos hermosos, muchos hijos hermosos para desarrollar esa nueva familia que te propusiste fundar conmigo.
   “Yo no quise ninguna familia. Quise una compañía, una compañera, pero me salió un “domingo siete” contigo. Sé que cuando tengas a tu compañero vas a abandonarme…Pero, está bien, “a lo hecho, pecho”, avancemos y terminemos con esta historia…” Y el Señor tomó al chimpancé de los hombros, lo puso de pie, lo estiró a lo largo y a lo ancho, aventó el pelo con un soplido,  cambió las manos posteriores por pies, al trasero le dio el color negro azabache del resto del cuerpo con nalgas suaves y firmes. Respetó la fortaleza de los miembros superiores e inferiores, lo mismo que al pecho amplio y musculo. A la cara le dedicó más tiempo. Sentía que, de alguna manera, Él iba a estar allí. Como mirándose a un espejo, cobró forma en él y le dio los rasgos que deseaba para sí. Finalmente, apoyando sus manos (un decir) en la caja craneana le dio el desarrollo del cerebro que también reservaba para sí y sopló dentro de sus labios. Miraba (un decir) de reojo pues quería evitar de ella cualquier interferencia. Pero mujer ya  contemplaba embelesada a la nueva creación, la tocaba por todas partes, la probaba con la lengua, la olía, hasta que de pronto hombre, ya en sus plenas y novedosas facultades, la tomó con sus fuertes brazos arrastrándola hacia el interior de la espesura. En el trayecto pudo escucharse los entrecortados grititos de ella, mezcla de sorpresa, ansiedad y anticipado placer.
     El Señor suspiró (es un decir);  cuando los perdió de vista, ascendió a los Cielos en un rápido vuelco de poderío e imaginación, y emprendió viaje hacia otros mundos, otras galaxias, otros universos que lo estaban aguardando para continuar con el desarrollo de esa idea persistente que naciera con Él  de darle un sentido a la Creación, aunque el cómo y el por qué, aún no lo tenía muy claro…Los últimos acontecimientos en el planeta que recién había abandonado intempestivamente le habían demostrado que los deseos y la improvisación, cuando van juntos, son generalmente malos consejeros. Años, siglos después regresaría impulsado por una curiosidad que nunca lo había abandonado para verificar el resultado de ese experimento al que finalmente denominara, no muy satisfecho de Sí Mismo, la Creación acompañada del “libre albedrío”.


                                      Al OCTAVO DÍA


           Al octavo día el Señor se presentó con  deslumbrante imponencia. Las criaturas corrían, gritaban y saltaban, dando rienda suelta a su desbordante vitalidad. El Señor habló con voz de trueno:
         “A ver si desaparecen de aquí, que hoy es día de…”, y cuando bajó la mirada y  los buscó, comprobó que las criaturas habían desaparecido. Habían huido,  quizá a esconderse como siempre en algún rincón de los alrededores, o tal vez en la espesura de la selva.
          “...que hoy es día de limpieza”, completó el Señor, algo desconcertado, ahora casi en  un murmullo.
          Al noveno día, el Señor reflexionó seriamente sobre la situación y hasta se recriminó por el modo con que había tratado a las ausentes criaturas, excesivo por demás.
           Al décimo día, ya seriamente preocupado, consideró la posibilidad  de enviar  a alguien por ellos.
            “Sí, y hasta es posible que mande a mi Hijo en persona a buscarlos, si no aparecen esta misma noche...”, mascullaba casi encrespado, alarmado,  pero decidido. En ese momento lamentó la facultad que les había otorgado a las criaturas, que les permitía mantenerse fuera de su alcance, de su voluntad. “Ese bendito libre albedrío”, repetía malhumorado, como si no hubiera sido idea suya la de...
           Cómo le devolverían al Hijo, es otra historia.                      

HOMBRE

                                                      I
                                                          
     Llovía desde hacía varios días, y hombre no había acopiado suficiente cantidad de leña en la cueva. Conservaba el fuego mezquinando ramas, que trozaba con las manos agarrotadas por el frío. Mujer permanecía en un rincón, con los dos vástagos, envuelta en las pieles de animales que cubrían también parte del húmedo suelo. En las paredes, el fuego iluminaba pobremente algunos toscos dibujos de manos y animales hechos por hombre en días mejores, menos inclementes. Ahora tosía y arrojaba un vapor envenenado hacia el exterior de la cueva. De golpe, desgarraba secreciones del pecho con sangre roja, y el dolor en el dorso se le volvía intolerable. Ya ni siquiera aullaba por ello, sólo emitía una sorda queja. Mujer también tosía, y los dos vástagos apenas podían caminar. Poco alimento les significaba mamar de la madre, y sus gemidos eran casi continuos. Hombre sabía que si no llegaba el tiempo más templado,  si no conseguía pronto más leña que sostuviera el fuego, y algún animal para comer,  no volverían a ver la luna.  En la entrada  de la cueva olfateaba el aire, estiraba las manos y recogía agua, que luego bebía o le arrimaba a mujer,  moviéndose con dificultad. Cuando comenzó a soplar viento, supo que la lluvia cedería, pero en cambio, el frío arreciaría.

      La luz del día tocaba a su fin y debía salir a recoger leña para secarla en la cueva, al costado de la fogata. Bajó lentamente y con cuidados pasos hasta el bosque. Seleccionó algunas ramas que, por el peso, parecían secas en su interior. Cuando retornaba cargado,   descubrió la boca de  la cueva ocupada por tres personajes similares a él. Inmediatamente entendió que estaba  perdido. No recordaba haber escuchado gritos de mujer, por lo que resolvió aproximarse como siempre. Pero antes de llegar a la entrada, los  personajes se descolgaron aullando y empuñando piedras en las manos. Y antes de que pudiera reaccionar ya había caído al suelo con hondas lastimaduras y golpes rudísimos encima.

         Los personajes lo arrastraron hacia el interior de la cueva, y lo arrojaron a un costado. Luego buscaron a mujer y los vástagos. Uno de ellos la montó por detrás mientras ella chillaba, y al desprenderse de ella, le descargó un golpe en la cabeza que la hizo rodar por el suelo. Los vástagos también berreaban. Los tomaron de brazos y piernas y los estrellaron contra la pared. Recogieron al más grande y lo acercaron al fuego.  Le quitaron la piel de animal que lo cubría, y con una piedra afilada lo abrieron en canal. Chuparon la sangre y arrancaron las vísceras, que tragaron emitiendo aullidos de satisfacción.

      Uno de ellos se acercó a mujer y la empujó hasta ponerla de pie, buscando aparearse . Cuando ella vio los restos de su hijo,  comenzó nuevamente a gritar y  el personaje descargó su furia con una piedra en cada mano, hasta que la hembra  rodó por el suelo bañada en sangre. Luego se volvió hacia sus compañeros, que trozaban los restos  del vástago intentando cocinarlos sobre el fuego, que por  momentos languidecía. Pero el hambre que traían era atroz, y los devoraban casi sin  cocción.

        Hombre comenzó a abrir un ojo cuando le llegaron ruidos cercanos. Veía muy poco y de un solo lado. Mujer se quejaba e intentaba incorporarse, y otro personaje la tomó para copular.  Ella pretendió resistirse, y el  personaje emitió un rugido, le disparó un golpe al cráneo que crujió con sonido de rama partida, y ella cayó fulminada al suelo. Con curiosidad, los otros se acercaron, para examinarla. Hasta que decidieron simultáneamente arrancarle las pieles que la cubrían. Una vez desnuda, como si fuera restos de un animal de presa, comenzaron a trozarla con los rudimentarios cuchillos de piedra. Arrojaban los pedazos de carne al fuego, y luego los engullían con gritos de entusiasmo.

       Hombre despertó con la luz del día, sintiendo golpes por todos lados. Le gritaban, lo sacudían, lo pateaban. Abrió el único ojo que veía y  percibió que los tres personajes  le señalaban algo. El fuego se había apagado. Comprendió que ellos pretendían que él hiciera algo para que el calor de las llamas volviera, pues  no sabían provocarlo. Los restos de un vástago y de mujer estaban esparcidos por el suelo de la cueva. Hombre no supo distinguirlos de los de un animal cazado, y sintió un hambre voraz al verlos, que se confundió con el  frío y los dolores lacerantes de todo el cuerpo.

       Se incorporó a duras penas y fue a sentarse al lado de las cenizas. Buscó calor tentando con las manos y no lo encontró. Revolvió las cenizas, pero ya  se advertían frías. Y la leña que había juntado estaba todavía húmeda. Examinó  la cueva y encontró unas pocas ramitas secas. Los personajes  lo observaban en silencio y seguían sus pasos. Debía encontrar una rama en forma de vara, y pasto seco...

          Salió de la cueva, seguido por el trío. Bajaron lentamente hasta el bosque. Hombre apenas podía caminar. Un hueso de la pierna crepitaba, y la tos era continua, desgarradora. Nada importaba ya, salvo perder, si podía,  a esos personajes, que lo seguían dando roncos gritos. En el hueco de un árbol podrido encontró restos de algo similar a pasto seco. Los llamó y, mediante señas,  les exigió acarrear ese material hasta la cueva, junto con varias ramas sin hojas. Cubierta por la maleza del sotobosque, esa leña serviría para alimentar el fuego hasta que el resto se secara  con el sol.

           Una vez adentro, preparó una varilla y comenzó a frotarla con rápidos movimientos contra la piedra, a la que había rodeado del material seco del tronco. Una y otra vez hizo rotar la varilla entre sus ateridas manos, y se agotaba sin lograr que el humo surgiera de la punta de la rama.  Los personajes lo contemplaban con ansiedad y hosco gesto. En un momento dado comenzaron a menudear los golpes. Cuando por fin logró que surgiera un hilito de humo y se inclinó para soplar, comprobó que ese material no ardería. El fuego no volvería así,  y ellos terminarían pronto  con su vida.

        Se volvió y encontró los restos de mujer, donde sobresalía la cabeza y su tupida cabellera. La señaló y solicitó el cuchillo. Cortó unos mechones de pelo y nuevamente comenzó a invocar al fuego con la varilla. Esta vez, cuando sopló, la brasita chisporroteó en contacto con la grasa del pelo.  Y las chispas tomaron vida, y el soplo contagió la incandescencia, hasta adquirir ésta la forma   inicial de una llama. Los personajes comenzaron a gritar;  saltaban y  reían, manifestando su contento. Con un gesto los contuvo y comenzó a alimentar la  incipiente fogata con pequeños trozos de ramas secas, y arrimó las últimas,  mojadas todavía, para  secarlas. Entretanto, los personajes,  cerca del calor del fuego volvían a  alimentarse con los restos. Hombre los miraba, sin llegar a entender o recordar cabalmente qué era lo que comían. Pero  sintió otra vez un  hambre atroz,  y con gestos pidió compartir la comida. Los otros lo dejaron hacer. Luego salieron los cuatro a buscar más leña. Hombre les señaló las mejores ramas, y cuando regresaron amontonó una pila junto a la hoguera para que fuera perdiendo la humedad. Un vapor que por momentos chiflaba, se elevó por  entre los leños.

         Hombre se alejó del fuego en busca de las pieles para cubrirse y descansar. Allí encontró al otro vástago. Ya  frío y rígido, igual se abrazó a él y se dejó ir, contemplando en la pared los reflejos de las llamas con su único y nubloso ojo. Intuía que una vez que lo embotara el sueño, no volvería a despertar. Escuchaba los sonidos guturales de los personajes alimentándose. El olor dulzón de la carne chamuscada había inundado el ambiente.  Comprendió que mañana, o más allá, él también serviría de alimento, lo mismo que el vástago que apretaba contra sí.  Sintió de súbito otra punzada en el estómago y, casi sin darse cuenta, comenzó a arrancar  y masticar la carne magra y fría que le ofrecía un bracito del vástago por delante de su boca.

                                                                II


    Muchos miles de años después, otros hombres, horrorizados con las incesantes pesadillas que invariablemente los visitaban en sus sueños nocturnos, decidieron bajar una pesada cortina  sobre el inconsciente colectivo. Pretendían, desesperadamente, que los antecedentes primigenios no volvieran a perturbarlos con aterradoras alucinaciones. Luego de muchos intentos frustrantes,  inventaron a un  ser Único, Invisible e Indivisible, Omnipresente y Omnipotente por necesidad, y le dieron todos los nombres que se les ocurrió, incluso el Innombrable,  para que llenara sin excepción los huecos pavorosos de esa memoria colectiva ancestral. Y le otorgaron la facultad suprema de haber sido el Hacedor de la especie. Nada antes que Él. Nada después de Él.

    Obviamente,  los hombres no sabían entonces  que las pesadillas así, no sólo no terminarían, sino que se verían incrementadas ad infinitum.

      Alguien, muchos años más tarde, intentando regresar a la visión primordial, anunciaría con voz de trueno antes de suicidarse, y sin ser debidamente escuchado que  esa creación, Única, Innombrable, Invisible, Omnipotente y Omnipresente, había muerto.

      No sería nunca justa y cumplidamente escuchado, pues nunca estuvo en la intimidad del hombre la auténtica voluntad de suprimir las pesadillas...