miércoles, 13 de noviembre de 2013

Cuentos infantiles

                        
El señor de las mariposas

                     Todas las mañanas podía vérselo caminando por los senderos de la plaza con las manos metidas en los bolsillos, como si tuviera frío. Pero no tenía frío. Cuando se encontraba con otro paseante se detenía, lo miraba  con minuciosa prolijidad, y después… En general no había después, porque la mayoría de las personas fruncían el ceño, y se alejaban de él apresuradas, murmurando, como quejándose: “¡Que no hay derecho a mirar así a la gente!” “¿Dónde habrá aprendido modales este personaje?”

                    Pero cuando este personaje se encontraba con un grupo de niños, no tenía tanto problema, excepto cuando iban acompañados por adultos, que, casi invariablemente, tironeaban de sus brazos para alejarlos de inmediato de quien había tenido la osadía de detenerse frente a ellos y mirarlos, mirarlos directa y abiertamente. A veces los chicos tienen suerte y corretean solos, y saltan y gritan o cantan entre ellos, y en esas ocasiones, cuando lo enfrentaban, frenaban súbitamente y se quedaban quietos o movían sólo la cabeza, y lo observaban con curiosidad, expectantes. Pues de ese señor algo tenía que surgir, algo que los sorprendería, algo que no conocían, y quizá algo que podrían guardar en sus bolsillos como novedad.

                       Entonces el señor les sonreía, con la boca y con los ojos, y comenzaba a hablarles con palabras interrogantes, y cuando un ¡Sí! amplio y unánime surgía de los pequeños labios, quitaba abruptamente las manos de los bolsillos, extendía los brazos como si fuera un espantapájaros, y al abrir los puños cerrados, todo con un solo movimiento, un abanico de brillantes y abigarradas mariposas inundaba el aire de los alrededores, flotando con su particular suavidad entre los maravillados niños, que saltaban y gritaban intentando atraparlas.

                Al rato, el señor volvía a meter las manos en los bolsillos, y las mariposas se desvanecían en el aire. Mostrando una enorme sonrisa, se alejaba entonces, caminando despacio, ante el asombro que dejaba atrás. Escuchaba los llamados perentorios de los adultos a sus críos, se encogía de hombros como diciendo: “así son las cosas”, y comenzaba a silbar una canción, hasta encontrar otro grupo de gente menuda. En algunas ocasiones, inclusive lograba asombrar y hacer sonreír a algunos adultos, porque aunque raros, también los hay.

              Con el tiempo, algunos lo llamaron el señor de las mariposas. Otros, simplemente el loco de la plaza.


                                     LA CARTA

      Hacía  varias semanas  que esperaba  la carta que su nieto le había prometido al terminar el verano. Pensaba con insistencia en el chico y se complacía en recordar los muchos momentos amables que habían pasado juntos. No podía dejar de sonreír cuando evocaba la imagen seria e inocente, siempre interrogante del niño, y sus palabras y dichos escuetos, de una lógica simple y sencilla, con frecuencia aplastante.
      Con profunda tristeza lo vio alejarse cuando terminaron las vacaciones. Dudaba que la escuela pudiera agregarle algo más que información: conocía las necesidades actuales del chico  y había insistido ante su hijo para retenerlo el año entero. El niño se había entusiasmado con la idea. “Padres separados encuentran la mejor solución internando los hijos en un colegio”, pensaba ahora con un dejo de amargura

     Esa tarde salió de la casa luego de un frugal almuerzo, trajinó con los animales de corral, limpió pesebres,  ató los caballos en el arado y comprobó el estado de la tierra. Unas dos hectáreas serían suficientes para plantar el maíz que necesitaba.
     Después limpió de yuyos la quinta, viendo cómo los retoños sembrados apuntaban decididos buscando la luz del sol. Las papas, cebollas y ajos maduraban bajo tierra y su memoria todavía buena los vigilaba. Más allá, las plantaciones de ajíes y tomates reclamarían en unas semanas su tiempo.

Del otro lado de la cerca, los frutales siempre vulnerables a los bichos, las plagas y los pájaros demandaban también su atención con voz propia.
      Su nieto le había asegurado contarle no bien pudiera las novedades de la ciudad y de la nueva escuela. Estaba muy nervioso cuando lo acompañó a la estación de ómnibus para su regreso. Entonces prometió escribirle.
      En eso pensaba, y también en la original y  especial manera de enfocar ciertas cuestiones que comparten, con curiosa sintonía, las edades extremas, cuando oyó el silbido del cartero. Estaba contemplando con atención y muy de cerca unas manchas oscuras en las hojas de los limoneros, y partió raudo hacia la casa.

Atardecía. Con el arranque apresurado, no percibió el ligero movimiento  que se produjo en el bolsillo de su camisa, al desprenderse los anteojos, que quedaron enganchados en una rama   del árbol, espinosa y adhesiva.

   En el buzón exterior encontró un sobre blanco, escrito con letras que apuntaban un poco hacia abajo, como suelen hacerlo los chicos. Instintivamente llevó la mano derecha al bolsillo de la camisa.  Lo encontró vacío. Nerviosamente rebuscó en los otros bolsillos, sin resultado. Era el único par que tenía, y sin ellos no podía leer. Se  sentó en el suelo, resoplando con fastidio. Golpeó varias veces con la mano distintos sitios del  cuerpo, buscando con esa maniobra una mágica aparición. El sol ya se había ocultado detrás de las lomas que se elevaban más allá de sus terrenos. Pronto sería de noche.

     Entró con pasos fatigosos en la casa. Buscó  por todos los rincones hasta que recordó el último uso que les había dado a los anteojos. “Fue en la quinta”, pensó esperanzado, y hacia allá salió presuroso, aprovechando los últimos minutos de luz.
   
      Limoneros había unos seis o siete, entre otras plantas frutales, como mandarinas, naranjas, quinotos, pomelos y manzanas, y el suelo no estaba para nada limpio. Suspiró con fastidio y comenzó con la búsqueda, planta por planta.

    La noche lo encontró en cuatro patas, rebuscando entre los yuyos. Desesperanzado y muy cansado, regresó  ya definitivamente de mal humor. Entró en la casa, encendió las lámparas de querosén y se lavó en la pileta de la cocina manos, cuello y cara, refregándose la piel con rabia. “Más tarde me cocinaré algo”, pensó siguiendo una rutina.
       Se sentó en el sillón de cuero, gastado por el uso de años, y estiró las piernas. Entonces se desprendió de las botas con movimientos bruscos, descargando una vez más su frustración. Volvió al sobre y lo acercó a la luz. Manchas de tinta borrosas prometían una comunicación que así no llegaría a ser.
        Abrió el sobre con el filo de un cuchillo y extrajo dos hojas blancas, llenas de letras negras ilegibles. Formaban líneas que también apuntaban hacia abajo. Algunas parecían perderse más allá del borde del margen. Forzó la vista, sin lograr corregir el defecto de su visión.

         Se tomó la cabeza con las manos y de pronto se dejó llevar por un llanto que comenzó a sacudirlo desde los hombros. La impotencia y la realidad de sus limitaciones le inundó como un aluvión que todo  lo cubre.
          Se incorporó y arrojó las hojas sobre la mesa. Se acercó a la cocina con la vista empañada, que no quiso distraer con el puño de la camisa. Como siempre, la ilustración del almanaque pinchado en las tablas de la alacena atrajo su atención. Bajó hasta las letras y números, borrosos, solo reconocibles ahora con ayuda de la memoria
          Acercó  la vista a esas manchas oscuras, entrechocando los dientes con rabia. Casi tocaba el almanaque con la cara cuando otro mundo se le abrió súbitamente. Veía. Veía con nitidez letras y números.
         Parpadeó varias veces, molesto por la humedad de los ojos, y la visión borrosa regresó, dueña de su sitio.
          Entrecerró los párpados y con la mirada fija en la luz de una lámpara volvió a lagrimear. Entonces tomó la carta y empezó a leer esas letras enormes que se le iban apareciendo una tras otra, aumentadas y centradas por la lupa que producía el agua sobre las corneas.
        “Querido abuelo: No sabés el trabajo que tengo en la nueva escuela y lo que me ha costado encontrar el momento para poder escribirte. Recién he terminado mi tarea y apenas tengo luz suficiente para escribir. Lo hago de memoria, porque casi ni veo las letras, así que vas a tener que disculparme por los errores de mi escritura, que seguro no te va a resultar nada fácil de leer...


BREVE HISTORIA DE UNA PEQUEÑA ABEJA Y UNA FLOR

      Le gustaba soñar, y como era muy chiquita, tenía sueños maravillosos. Pero sus compañeras, ya adultas, con el afán de trabajar el día entero, no se lo permitían. Y le encargaban una serie de trabajos que, según ellas, debían cumplir las abejas más pequeñas -como dar de comer a las larvas y construir nuevos cuartos con cera para agrandar el panal. También recibía el néctar que traían las mayores, lo ingería y luego lo devolvía para depositarlo en los sitios donde se guarda la miel. Todo esto lo hacía bien, pero no se conformaba. Sentía la necesidad de conocer algo más, de vivir de otra manera que no fuera tan maquinal. No amaba su trabajo, pues quería realizarlo para algo o alguien en especial, y no simplemente para cumplir con un deber impuesto en el panal. Soñaba con encontrar una flor; una flor muy hermosa, con cuyo néctar ella fabricaría la miel más deliciosa del mundo. Y así sería su miel, pues la crearía con una sola flor, a la cual querría toda su vida. No deseaba tener trato con cientos de flores, como lo hacían las demás abejas, pues de esa manera jamás llegaría a conocer a ninguna. Pensaba en todas estas cosas, y deseaba compartirlas, pero las mayores no le daban importancia, e insistían en que trabajara sin perder el tiempo con ensoñaciones que, según ellas, sólo servían para distraerla de sus ocupaciones.
     Un buen día, sin autorización, decidió salir con las demás abejas para visitar a las flores. Pensaba que solo así llegaría a encontrar la flor con la  que había soñado. Deslumbrada por su belleza, las contempló largamente hasta que fue sorprendida por la noche. Temerosa, regresó al panal. Traía las patitas vacías, pues no había recogido néctar para la miel. Cuando llegó, las abejas grandes se indignaron con ella. Había descuidado el trabajo en el panal, abandonando las larvas a su suerte, y además había perdido todo el día admirando lo que ella definía incomprensiblemente como “la belleza de las flores”, sin juntar ni un poquito de sustancia para la miel. Avergonzada, la abejita no supo qué decirles. Se sentía acechada, acorralada por sus compañeras. Entonces solicitó autorización para alejarse del panal. Las mayores estuvieron de acuerdo con que se fuera, pero le impusieron que no regresara nunca más, ya que si las más pequeñas seguían su ejemplo, ninguna trabajaría  y todas morirían de hambre en el invierno.
     Sin saber hacia dónde ir, la abejita voló lejos del panal. No conocía ningún refugio ni sabía cómo encontrarlo. Anduvo largas horas, y como era de noche, se extravió. Cansada, bajó para buscar algún sitio donde poder dormir resguardada. Pero al llegar al suelo, todo le pareció inmensamente grande, oscuro, aterrador. Las sombras de los pastos, agitados por el viento, la hacían temblar de miedo. Deseó fervientemente volver al panal. Se sentía tan sola, que se largó a llorar sin consuelo. El viento arrastraba sus gemidos entrecortados, cuando una flor, que ya dormía, despertó al escucharlos, y asombrada la llamó. La abejita se le acercó y comprobó que de esa flor emanaba una perfume muy especial. Como era de noche, no podía distinguirla bien, pero imaginó que era muy hermosa. La flor la acarició con sus pétalos, y  le pidió que le contara lo que le ocurría. Entre sollozos, la abejita le relató todo, su vida, sus anhelos, sus penas, hasta que, ya calmada y abrumada por el cansancio se durmió sobre los pétalos de la flor.
     A la mañana siguiente, la abejita despertó muy temprano. Nunca había contemplado un amanecer tan lindo. El rocío, que se había depositado sobre los pétalos, la refrescaba. Comprobó que los colores de esa flor eran maravillosos, y se combinaban armónicamente. Sintió hacia ella una inmensa ternura, la besó con suavidad, y luego, feliz, salió a volar por los alrededores. El sitio era recóndito y diferente a cuanto ella conocía. Lo protegían enormes árboles, de tupido follaje, y el pasto era alto y muy verde. No encontró otras flores tan grandes como su amiga y, temerosa de perderla, volvió a su lado. ¡Qué hermosa era! ¡Qué pétalos tan delicados y fragantes tenía! En cuanto la flor despertó, la abejita le expresó emocionada que deseaba quedarse a vivir con ella. La flor, como única respuesta, le dijo que ese era el día más feliz de su vida.
     Agradecidas por el encuentro casual que las había unido,  se hicieron muy amigas. La abejita comenzó a construir un diminuto panal dentro de la flor. Destinó un sitio para dormir, y otro para guardar su futura miel, que sería la más deliciosa del mundo. La flor,  que conocía los secretos de su fabricación, le daba indicaciones: Debía recoger el néctar con las patitas, llevarlo hasta el panal, comerlo de a poco, y finalmente devolverlo para depositarlo, ya transformado en miel.
     Al principio, la miel tenía un sabor común, y se parecía a cualquier otra. Pero con paciencia, constancia y una delicada elaboración, la abejita repitió muchas veces el procedimiento, hasta lograr una altísima purificación. Mientras, su amiga le confiaba los secretos de las flores, indicándole los sitios que conservaba intactos,  adónde podía encontrar el néctar más preciado para fabricar la miel. Le contaba que todas ellas disimulan esos escondrijos, pues generalmente las abejas se les acercan sólo por  interés. Únicamente desean explotarlas, sin importarles el resto. Las abejas no advierten que las flores desean hacerse amigas de ellas. Y por ese motivo, éstas mantienen en secreto lo más exquisito y preciado de su esencia. La abejita se dio cuenta del don que su amiga le hacía, y se comprometió a quererla siempre.
     Pasó el tiempo, y ambas amigas eran cada día más felices. Se comprendían y ayudaban en todo momento. Y la abejita fabricó, tras muchos intentos, una miel sin par. Poca era su cantidad, pero incomparable era su calidad.
     Un día en que estaban conversando animadamente, oyeron los lamentos de una abeja. Poco a poco, éstos se intensificaron, hasta que distinguieron que se trataba de una abeja que volaba sin rumbo, dando vueltas en el aire, como perdida y quejándose continuamente. Preocupada, la abejita  la llamó. Cuando llegó hasta ellas,  comprobó que se trataba de una de sus compañeras. Se reconocieron mutuamente y se abrazaron, llorando de alegría. La abejita le contó a su visitante las vicisitudes que había sufrido luego de abandonar el panal, cómo había encontrado a la flor, cuánto la quería y lo feliz que era ahora con ella. La abeja no la comprendió, pero se alegró de encontrarla bien. Entonces le contó el motivo de su tristeza: La Reina estaba muy enferma. Todos los métodos conocidos para curarla habían fracasado, incluyendo la jalea real. Pronto, ellas quedarían sin su reina madre, y habría una enorme congoja en el panal. Esta noticia entristeció mucho a la abejita, ya que ella también era hija de la Reina. Luego del relato, la abeja se despidió y se alejó volando, algo más reconfortada por el inesperado encuentro. Pero la abejita, en cambio, quedó apesadumbrada ante la noticia, y fue a llorar sobre los pétalos de su amada. Esta, que había permanecido callada desde la llegada de la abeja, la consoló con palabras muy suaves y dulces, y le pidió que juntara toda la miel que habían fabricado juntas. Que llenara bien el buche y las patitas con ella, y que se la llevara a la Reina. Estaba segura de que se restablecería si le daba de comer de esa miel. Delirando de entusiasmo, la abejita cumplió con la sugerencia de la flor, y se preparó para partir. Se despidieron sin tristeza, pues pronto estarían nuevamente juntas, y la abejita emprendió emocionada el vuelo hacia el panal natal. Era noche cerrada cuando llegó a sus alrededores. Una gran nostalgia la invadió cuando comenzó a reconocer los sitios donde habían transcurrido los primeros días de su vida. El aroma típico de la miel del panal la estremeció de alegría. Al llegar, las abejas la recibieron con gran entusiasmo. Su presencia les daba una nueva alegría de vivir. Inmediatamente, la abejita preguntó por la Reina, y al verla, agonizante, casi se echó a llorar delante de ella. Pero se contuvo, y se le acercó para ofrecerle la miel que traía.
     Día y noche permaneció junto a su madre, dándole  a cada rato de la preciosa miel. Y la Reina comenzó a reponerse. Poco a poco, fue recuperándose; se la veía más fuerte y se sentía de mejor humor. Hasta que un día, completamente repuesta, pudo levantarse y salir a pasear. Al ver a la Reina nuevamente sana, la alegría de toda la colmena fue indescriptible. Bailaban y cantaban las abejas, felices de que ya hubiera pasado el motivo que las entristecía. Entonces, la Reina decidió que la abejita  permanecería con ella, pues sería su mejor sucesora. Todas las abejas aplaudieron la decisión como la más acertada, y no dejaron de felicitar a la pequeña por  la sabia elección. Pero ésta no estaba nada conforme con esa providencia. Extrañaba enormemente a su flor; no imaginaba otra vida que no fuera junto a ella, y no deseaba otra cosa más que regresar. Ni aunque la designaran sucesora de la Reina quería seguir en el panal. Pero pensó que si expresaba sus deseos, las abejas volverían a enojarse con ella, la llamarían desagradecida. Y ser la futura reina era un honor y un deber que no podía eludir fácilmente.
     Cuando la Reina demostró estar completamente recuperada, la abejita aguardó la oscuridad de la noche y que todas sus compañeras durmieran, y sin despedirse y confiando ciegamente en su instinto, emprendió el vuelo de regreso. El deseo de encontrarse con su amiga la impulsaba y voló rápidamente. Desde lejos percibió la fragancia de su compañera, y se colmó de dicha al acercarse a ella. Fue indescriptible la alegría de ambas  al reencontrarse. La separación había aumentado la fuerza de sus sentimientos, y comprobaron que se amaban intensamente. Ya no tenían miel, pero la fabricarían  de nuevo. Y la próxima sería aún más rica que la anterior, que había demostrado la eficacia de sus propiedades al curar a la abeja reina.
     A partir de entonces, ambas continuaron su vida de trabajo y amistad, combinando las labores con el afecto, en perfecta armonía.
     Pero, pronto aparecieron mensajeras del panal, pidiéndole a la abejita que regresara con ellas. Era la elegida, y no podía rehusarse a la voluntad de la Reina. Ella intentó explicarles que no deseaba ese honor; que simplemente quería vivir en paz con su flor y dedicarse a fabricar esa miel sin par. Las súplicas y los ruegos de las abejas fueron en vano. Nada ni nadie la haría cambiar de opinión. Entonces, las mensajeras regresaron cavilosas al panal. Allí, en secreto conciliábulo, decidieron raptarla, para luego encerrarla en el panal.
     Sin comunicarle la decisión a la reina, se preparó un grupo de ellas, y una noche salieron todas juntas a buscarla. Exploraron la zona hasta el amanecer, pero no pudieron encontrar la famosa flor. Regresaron al panal, contrariadas y agotadas, y no tuvieron más remedio que confesarle a la Reina  el motivo de su frustración: La abejita se había ido para siempre del panal. Al escuchar el relato, la Reina comprendió el deseo de la abejita, y ordenó que no volvieran a molestarla. Y acto seguido designó a otra sucesora.
     A la mañana siguiente, al despertar, la abejita comprobó que su amiga se había cerrado. Sin extrañarse, la despertó como siempre, acariciándole los pétalos con la trompa y las patitas. La flor se desperezó con un lento movimiento de apertura, ofreciendo su interior a la luz del sol, que inundó a ambas amigas con su alegría. Le contó entonces a la abejita que  la noche de la víspera habían llegado muchas abejas revoloteando por la zona, con la intención de raptarla. Ella unió herméticamente los pétalos, y logró pasar desapercibida. Al desconocerla, siguieron su camino. Era una vieja treta que había heredado instintivamente, para evitar ser comida por los insectos nocturnos. Ambas festejaron la idea, y continuaron luego con sus tareas cotidianas.
      Nunca más volvieron las abejas a molestarlas, aunque alguna pasó fugazmente de visita, compartiendo las  novedades y llevándole a la Reina, como regalo, un poco de la miel sin par de la pequeña.
      Vivieron mucho tiempo juntas. Y se amaron; se amaron como solo saben hacerlo una abeja pequeña y su flor.


                                                                                         FIN

sábado, 27 de julio de 2013

Implantación diferida, una clave de la Naturaleza

En una nota anterior titulada: “Embrión o  Persona,  ¿de qué estamos hablando…?”, se planteó la disyuntiva: ¿Es el embrión una persona? 
Paremos aquí. Hablamos utilizando dos lenguajes diferentes, como comparando peces con piedras. Embrión es una definición científica propia de la Biología. Persona es una definición jurídica u ontológica, nunca científica, pues está fuera del ámbito específico de esta última.

Las definiciones jurídicas u ontológicas son propias del hombre y lo involucran inevitablemente. Inventos del hombre para definirse y regularse a sí mismo. Las definiciones científicas son interpretaciones de la Naturaleza que el hombre realiza esforzándose por mantenerse imparcial y externo a ellas.

A veces, el hombre, mezclando la biología con la ontología, intenta construir un armazón bioontológico para dilucidar cuestiones que lo atormentan desde siempre, lanzando definiciones como: La persona existe desde el momento de la concepción, asimilando concepción con fecundación, e ignorando a la "implantación" como proceso decisivo para el avance en el desarrollo de ese “nuevo individuo de la especie”, que sí podría asimilarse a la“concepción”.

Si dejamos para los ámbitos  jurídicos, teológicos y la filosofía el término persona, podremos avanzar en lo que la Naturaleza nos muestra y enseña sobre los orígenes de los miembros superiores del reino animal del cual formamos parte,  sin necesidad de definiciones  confusas y rimbombantes. . La reproducción sexuada requiere, por ahora,  de la unión de los dos gametos diferentes, uno masculino y otro femenino. Cuando se unen, se produce la “fecundación” del óvulo por el espermatozoide, conformando el "cigoto" o "preembrión". La implantación se produce cuando este último se implanta en el endometrio materno, transformándose entonces  en "embrión" y comenzando así con la etapa denominada preñez o embarazo para los mamíferos. Hasta aquí ha hablado la Naturaleza, y su lenguaje ha sido recogido por la Biología.

¿Es inmediata la implantación del cigoto? En muchos mamíferos (nosotros incluidos)  hay una continuidad inevitable entre los actos de fecundación y el de implantación, cuyo proceso transcurre en unos 14 días. Pero hay otros mamíferos, los osos, las martas, los corzos, en los que el período entre ambos acontecimientos es muy variable y bastante largo. Meses transcurren entre la cópula,  la consiguiente fecundación y la implantación del cigoto y el comienzo de la preñez, siendo esto regulado por las condiciones externas que la futura madre y su cría encontrarán en su medio ambiente. Buscando  el momento oportuno en que éste sea favorable es que algo en el organismo materno difiere o posterga la implantación, y entretanto el cigoto fecundado flota libremente en la cavidad uterina sin avanzar en su desarrollo hasta no recibir la “orden” o la “autorización” para implantarse.

Esto que la Naturaleza nos muestra y enseña a través de ciertas especies de mamíferos, debería hacernos pensar en nuestros vanos e inútiles esfuerzos por intentar manipular a la realidad científicamente demostrada con definiciones que carecen de sustento científico. La implantación diferida, praxis de la Naturaleza para dotar con mayor capacidad a determinadas especies de mamíferos con limitada capacidad reproductiva, nos muestra con claridad inobjetable la diferencia entre los procesos de  “fecundación” e “implantación” y el diferente estatus biológico entre cigoto o preembrión y embrión propiamente dicho  (preembrión implantado). 


Por otro lado, si la ciencia biológica estudiara la manera en que esas especies desarrollan y aplican la implantación diferida, y hallara la clave química, enzimática, hormonal, neurohormonal, o el mandato dentro del genoma, etc., y dicha clave permitiera desarrollar algo similar a la implantación diferida en los humanos, estaríamos avanzando hacia la reproducción humana sin embarazos no deseados, o sea… una propuesta interesante para minimizar el aborto provocado...

Quizá ésta sea una vía más para que lleguemos a ser más integralmente personas, basándonos, ahora sí, exclusivamente, en el lenguaje filosófico y la definición que de ello nos legara Kant. Y que los embriones, implantados a través de un proceso siempre deseado, tengan las mayores chances para convertirse en un futuro en personas.

Nota: Si lo deseas puedes dejar tu comentario

sábado, 13 de julio de 2013

Saludos a las golondrinas (in memoriam Marie Kudeñková)

  Marie Kudeñková fue una joven checa ejecutada por los alemanes en primavera de 1943, acusada de trabajar para la resistencia antifascista en Checoslovaquia. Había comenzado a escribir cuando se vio involucrada en los avatares de la  Guerra. Detenida por la Gestapo en Brno, en 1941, fue sometida a todo tipo de torturas y vejaciones. El suplicio duró hasta diciembre de 1942, fecha en la que, tras una farsa de juicio, fue condenada a muerte. No obstante, y desde unos meses antes, había empezado a escribir un Diario que llevaba por título Fracciones de la vida y del pensamiento. En él, que naturalmente quedó  inacabado, recuerda a sus amigos, su familia, su infancia y su Eslovaquia natal. Es curioso que en ese Diario secreto no se haga mención de los tormentos a los que era sometida. Por sus enemigos sólo parecía sentir un profundo desprecio: “Después de todas estas experiencias, sólo puedo decir una cosa: que evitaría cometer los mismos errores”.

     Las anotaciones de Marie Kudeñková se convirtieron en un documento literario  de la generación joven que llegó a la madurez a comienzos de la Segunda Guerra Mundial.

      Todos los años, en la ciudad de Sträñice donde estudió en el liceo, tiene lugar un concurso literario y de recitación denominado “La Stráñice de Marie Kudeñková”. En 1968 el realizador Jaromil Jires rodó una película sobre Marie “Saludos a las golondrinas” en que desempeñó el papel de protagonista la actriz eslovaca Magda Vasaryová.
         Estos son algunos fragmentos de su Diario:

       “Mi vida fue hermosa. Activa, fervorosa, combativa y triunfadora. ¡Qué importa que sea breve el tiempo! Así es la ley del progreso humano, la lucha contra el mal... Luchamos con igual dureza como con el amor y la ternura, construimos el mundo de la gente de tal nombre...No soporto la lástima y la compasión de la gente que no es capaz de estos sentimientos. ¡Dios mío! No me miren como a un cadáver putrefacto. Vivo con bastante bienestar espiritual, seguramente de manera más profunda que ustedes, gente perversa. ¿Hay algo terrible en mi condición? Yo muero por la causa del bien. Ustedes morirán también, y veremos si tendrán sus cuentas tan ajustadas y pagadas... No vayan, por favor, a mi sepulcro a llorar mi muerte. Ojalá que en él solo florezcan la alegría, la sonrisa y la fortaleza. Les pido que no lleguen a perder las ganas de vivir, sino que las fomenten día a día. Alienten cada recuerdo, cada idea...”
        
           Su último párrafo:

          “Me despido de ustedes. Saludos, amor. No lloren, yo no lloro. Sin lágrimas, sin temor, sin dolor, me voy. Ya me estoy acercando a lo que debe ser el final y no la mitad del camino. Los abandono y a pesar de ello hay un acercamiento y unión totales. Les puedo dar un poco de mi amor. Sólo la afirmación más solemne sobre lo profundo y entrañable que es. Muchísimas gracias. Hoy, 26 de marzo de 1943, a las seis y media de la tarde, dos días después de haber cumplido 22 años, daré el último suspiro. Y, pese a todo, ¡Vivir y creer! ¡Hasta el último instante! Siempre he tenido el valor de vivir, y no lo pierdo ni siquiera frente a lo que el lenguaje humano se llama muerte. Saludos a las golondrinas”.

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                                                 En El ser y la nada (Libertad y Responsabilidad), Sartre expresa ”...la coerción no puede ejercer dominio alguno sobre una libertad, pues lo propio de la realidad humana es ser sin excusa”.
                                               La dignidad con que Marie Kudeñková caminó hacia  el cadalso en plena juventud,  es un conmovedor ejemplo de cómo se puede llegar a ejercer  el ser, con plena libertad, sin excusa, en el centro mismo de la más opresiva coerción.


domingo, 7 de julio de 2013

De leyendas y sueños compartidos


UNA CENA MEMORABLE (con amor, sin sordidez)

   Sucedió a fines de la década del 70, o algo así, no lo recuerdo bien.  Había transcurrido una tarde largamente apacible con Silvina en su piso de la calle Posadas. Comentábamos algunos cuentos rusos y ella hablaba entusiasmada de la publicación reciente de una novela local. Con nostalgia evocamos de a ratos el mar en invierno,  se hizo tarde y Silvina me invitó a cenar. Ya me había quedado en otras oportunidades,  compartiendo junto a Borges y Adolfito, una mesa para comer, observar y callar.
   -Te quedás-. Más que una invitación era una orden, pero la sonrisa de ella diluía cualquier semejanza con algo imperativo.
    -Si usted lo dice- deslicé. Nunca pude tutearla.
    -Hay sopa de fideos, y  bifes a la plancha con papas hervidas…No es muy divertido el menú, pero nunca fui muy ducha en esos menesteres… ¡Como ama de casa soy una negación!
   -Yo como cualquier cosa- contesté, y ambos reímos.
    Avanzábamos con el segundo plato y Adolfito se quejó de pronto del poco hervor que presentaban las papas, pero  no interrumpió el diálogo literario con Georgie.  Silvina no se dio por aludida y muy de vez en cuando intercalaba alguna observación breve de cualquier cosa no doméstica. Yo mordisqueaba un bife demasiado cocido y, Adolfito tenía razón, las papas necesitaban unos minutos más de hervor... Un momento de silencio universal,  de palabras, no de ruidos de cubiertos contra los platos,  me provocó y la observación surgió sin mediar mi voluntad,  como si de una arcada nauseosa, irreprimible se tratara:
    -Adolfito, usted,  al final del cuento El héroe de las mujeres dice que no son posibles los sueños compartidos, o algo parecido…- Me miró y detuvo el ciclo masticatorio. Sonreía con una mirada curiosa.
    -Digo que “hasta ahora no he oído hablar de sueños compartidos, que el sueño es una de las poquísimas cosas que podemos llamar nuestras…”-.respondió casi  textualmente. Y al rato siguió: -Fijate que el protagonista “ni siquiera los tuvo con Laura, que era parte de su vida”.  ¿A qué viene tu observación…?- demandó con curiosidad y se enfrascó nuevamente en el bife, dejando las papas a un costado del plato.  Borges indagaba su memoria mirando hacia arriba y moviendo negativamente la cabeza al no encontrar referencias válidas.
    -Recientemente he leído un cuento- mentí- donde se establece esa posibilidad…
    -¿De quién…?- La mirada aguda de Adolfito esperaba la respuesta antes de volver a la carne, ya fría. Me demoré, más por la sorpresa que debí prever antes de hablar, que por el tono de la pregunta. Decidí  entonces tirar la pelota afuera.
    -No lo recuerdo. Una antología que encontré entre usados de la calle Corrientes lo recoge- seguí inventando-. Me parece que de un autor inglés de fin de siglo…- Tiraba el anzuelo hacia la otra silla…
    -¿Será de...?- intercaló Borges. Aquí intervino Silvina desde mi costado derecho.
    -.¿Y qué dice el cuento…?- Yo no quise mirarla; sospechaba que al hacerlo ella rompería con una inevitable carcajada, y yo tendría que salir corriendo de allí para no volver nunca más. Concentrado en  un centro de mesa inexistente, sólo una jarra con abundante agua de canilla me prestaba atención, expuse en voz baja, casi sin voluntad:
     - Se trata de un matrimonio;  ellos duermen solos en su casa. Él sueña que es un pájaro de buen tamaño, que sobrevuela una ciudad, y desde arriba reconoce su casa, desciende y se posa en el alfeizar de una ventana que encuentra abierta. Ella sueña que está sola en la casa, pues su marido está de viaje y, temerosa,  recorre las habitaciones cerrando puertas y ventanas con la escopeta bajo el brazo. Al llegar a su cuarto y antes de sentarse en la silla mecedora, abre la ventana para respirar el aire fresco de la noche. De pronto, un pájaro negro, enorme, se posa en el alfeizar de la ventana con las alas  todavía abiertas. Ella alza la escopeta, apunta y dispara. Ambos esposos se incorporan en la cama, bruscamente, encienden una luz, y se miran sin comprender,  sobresaltados y aturdidos aún por el efecto que el disparo ha producido en sus respectivos sueños…
     Silencio en la mesa. Borges, mirando hacia el cielo raso y tartamudeando un poco, dictaminó:
     -Ingenioso, bastante ingenioso…
    -Tiene una falla central- agregó inmediatamente Adolfito-. Nadie puede soñar que es un pájaro…Esas son argucias literarias. Sigo sosteniendo lo que decía “don Nicolás”- y soltó una breve risa.
    -A mí me gustó- deslizó Silvina, y acto seguido me invitó a tomar café en  la cocina. Allí:
    -Así que un inglés…ja,ja,ja- y seguidamente abrió la ventana  de par en par. Me tomó de una mano,  trepamos a la mesada, nos deslizamos al alfeizar de la ventana y, ya de pie,   exigió, cerrando los ojos:
    -¡Soñemos! ¡Soñemos juntos!- Y como dos negros y enormes pájaros nos lanzamos al aire desde el quinto piso y sobrevolamos el antiguo edificio gris de departamentos de la calle Posadas, la plaza Francia con sus enormes y añosos árboles, y,  antes de despertar, bajamos y nos posamos en un banco.
    Charlábamos de no sé qué cosas cuando los vimos llegar, caminando lentamente, Borges con su bastón y Adolfito tomándolo del brazo. Se sentaron en otro banco y siguieron conversando hasta que se pusieron de pie, y Adolfito llamó  a Silvina para emprender el regreso.    


EL ABECÉ DE UNA BUENA HISTORIA
                                             

       Conversan sobre cuentos y  sueños. También hablan  de héroes y villanos.
   -El abecé de una buena historia es que esté bien contada, que sea verosímil, y que se extienda estrictamente lo necesario-  señala en un momento del diálogo el escritor al ingeniero  entre copa y copa. Continúa:- Pero volviendo a lo que usted me decía,  hasta ahora, nadie me ha demostrado que un sueño pueda ser compartido…
   -Lo que no es imposible si la historia convence - retruca sin mucho fundamento el ingeniero. Y completa,  irritando a su ilustre visitante: - Lo que no me resulta muy   verosímil es el supuesto de que las mujeres tengan sus propios  héroes, que para nosotros serían los villanos de siempre.
   Al advertir que había hablado en demasía, el ingeniero se inclina solícito y, en señal de reconocimiento por el silencio (ni bien terminó de hablar había esperado la reprimenda), carga con tono obsequioso la copa de su acompañante. Saluda con el vaso y bebe, echándose hacia atrás en el confortable sillón de cuero. Pero, hostigado por una idea  irresistible, arremete nuevamente, adentrándose en  terreno peligroso:
  -¿Quiere oír ahora una historia  de mi autoría que  podría minar su aseveración?
  - ¿De su autoría…?- No cabe en sí el escritor ante la audacia manifestada por el ingeniero. “Estos aficionados que garrapatean hojas y hojas con la inocencia de un angelito, y después demandan la atención de los profesionales…” Bebe un largo trago y define tajante.-  Si es corta, que tengo que volver a la estancia y ya se está haciendo noche, ingeniero…
   - Ahí va, escuche-, avanza éste, que no se amilana frente a gestos adustos del pelo y marca que fueren. Abriendo el cuaderno donde registra habitualmente los sueños, lee:

 EL PÁJARO Y LA DAMA


  “Después de una cena frugal y una breve lectura, para evitar las pesadillas, el matrimonio duerme.  Él sueña que es un pájaro, y revolotea sobre una  ciudad cuando las primeras luces del alba  disuelven poco a poco la bruma que la cubre. Se aleja hacia las afueras y, desde lo alto, reconoce el techo de tejas de su casa, enmarcado por el oscuro piso de lajas de la abierta galería. Registra el parque y, más allá, el angosto y tortuoso camino vecinal. Sí, es su ciudad, su casa. Alborozado, decide bajar,  y comprueba que la ventana del dormitorio principal está abierta de par en par. Hacia allí se dirige con vuelo vertiginoso. Planea el último tramo; agita las alas con un elegante movimiento antes de cerrarlas y termina posándose con suavidad en el alféizar de la ventana.”
   “Ella sueña que está sola en la casa. Su marido bajó al centro de la ciudad solicitado por un negocio impostergable y no volverá hasta el día siguiente. Temerosa, recorre las habitaciones, colocando cerrojos y llaves en todas las puertas hasta llegar a su cuarto. Allí, abre la ventana para disfrutar del fresco de la noche y luego se recuesta en la silla mecedora, con una escopeta descansando sobre sus faldas, y  se adormila. Amanece. De pronto, un enorme pájaro aparece con gesto aparatoso  en el marco de la ventana. Ella se sobresalta,  apunta instintivamente el arma hacia allí y dispara.”
   “Ambos despiertan bruscamente y se incorporan con violencia, apoyándose sobre los puños que mantienen apretados contra el colchón,  los brazos rígidos. Encienden la luz  y se miran, inmóviles, perplejos,   sin poder avanzar en la comprensión del  sucedido, aturdidos aún por la conmoción que el disparo de la escopeta provocara en sus respectivos sueños.” 

    - ¡Pero, ché…! Esas son gansadas que no se las traga ni un chico de escuela, ingeniero- remata con tono sentencioso el escritor antes de alejarse de la casa. Como lo intuyera desde las primeras frases, ha confirmado el despropósito, y busca desprenderse de ese gustito amargo  que la velada ha depositado como al descuido en su interior, siempre tan razonable, desapasionado, objetivo. Más allá, saluda con mano alzada, sin volverse. “Aunque no puede dejar de reconocerse que la historia está medianamente bien contada,  es bastante ingeniosa, y lo más significativo, es breve”, farfulla para sí, congratulándose con el flujo interior de una inesperada condescendencia que lo sorprende antes de subir al automóvil. Pero, casi inmediatamente: “Caramba, ché, al fin y al cabo uno es escritor y tiene la obligación de asumir siempre un  juicio crítico sin concesiones… ¿No le parece, ingeniero?” Y sonríe con una mueca de alivio al ponerse en marcha. “Sueños compartidos. ¡Qué ganas de joder con esas especulaciones! Si yo me resolviera, que no es el caso, a escribir un cuento de tal suerte… ” El escritor enfoca la vista en el callejón que iluminan  dos faros algo descentrados, sintiendo en la espalda lo desparejo de las precarias huellas flanqueadas por enormes eucaliptos, y comienza a imaginar el almuerzo tardío del próximo lunes con María Pía en el habitual restorán, nada especial  pero discreto y bien ubicado en el tradicional barrio porteño de la Recoleta.
   Adentro, el ingeniero junto al fuego agonizante de la chimenea, con un vaso ya vacío en una mano y el cuaderno en la otra. Se inclina hacia las brasas y deposita el cuaderno sobre ellas, que comienza en seguida a emitir una columna espesa de humo que excede la boca de la chimenea e inunda el ambiente, hasta que el fuego regresa ganador con lengüetas multicolores, originadas quizá por la cobertura plástica de las tapas. El ingeniero mira el vaso, y recuerda algunas frases de su amigo: “El abecé de una buena historia…“ Sonríe,  suspira hondamente y se incorpora en busca de la botella, sacudiendo la cabeza como quien procura despegar pensamientos  reiterativos que no terminan de retirarse.








miércoles, 1 de mayo de 2013

Discursos


Cuando en el seno del Colegio de Médicos se discuten temas como el actual del “aborto no punible”, surgen variados discursos que reflejan las lógicas diferencias que un conjunto de más de setenta personas, unificadas por una profesión común, tienen y sustentan cuando se expresan postulados científicos pero matizados o impregnados de lo que podríamos denominar posturas  ideológicas, morales,  “de vida”…

Es así que,  desde un discurso, se pretende utilizar la ética médica  como estandarte de cierta manera de pensar, que, a pesar de sus variantes, puede  unificarse en lo que se  ha autodenominado una postura “pro vida”. La “objeción de conciencia”, frente al embate “abortista”, representa un seguro reducto donde se refugia la última resistencia de una postura conservadora y fiel a la tradición de ignorar los derechos del género femenino en materia reproductiva,  frente a una realidad que avanza hacia nuevos paradigmas de la medicina, de derechos de género, de derechos de minorías, de derechos del paciente, etcétera.

Nadie les  cuestiona la "objeción de conciencia". Están en todo su derecho al sostenerla, menos pretender, desde ese ángulo, monopolizar la ética médica.

Salvado esto, desde otra visión, el discurso que acepta el avance de esos nuevos paradigmas en las relaciones humanas, en este tema no  tiene, pues no puede ni debe tener,  una postura única. Como definiéndose en amplitud y extensión, no avanza  en el discurso con “voluntad de verdad”, sino que expresa “riqueza, fecundidad, fuerza suave e insidiosamente universal,  e ignora, por el contrario, la voluntad de verdad, como prodigiosa maquinaria destinada a excluir”  (M. Foucault, El orden del discurso). Si en algo se define este discurso, como mínimo común denominador aceptando de los griegos la cualidad democrática de la aritmética, es el respeto y la aceptación en ese respeto (aunque no gusten sus resultados), del ejercicio de la voluntad procreativa de la mujer (por ahora, bajo las circunstancias definidas en el art. 86º del Código Penal).

La voluntad de verdad en su discurso no acepta el ingreso sin permiso de una verdad sin títulos académicos, currículum acreditado, e historia irreprochable de respeto y sumisión al “orden natural” o al Iusnaturalismo.  Sospechosa por donde se la mire, la verdad, rica, fecunda y que es, al decir de Foucault,  una ”fuerza suave e insidiosamente universal”, se ofrece, no se impone, está allí desde siempre para ser reconocida y tomada. No parece limitarse a una creación del conocimiento, ni provenir del mandato de una fe.

La mentalidad abierta y tolerante y que pone en tela de juicio las verdades creadas, tiende a no rechazar  postulados que puedan marcar otros rumbos a la manera impuesta y aceptada de pensar en nuestra sociedad. Es así que frente al conocido dilema de “embrión o persona”, descartando el lenguaje jurídico, que sólo dirá lo que queramos decir, toma del avance de las ciencias biológicas y del reconocimiento de la aritmética griega  como argumento básico de la igualdad de géneros (abandonando para la voluntad de verdad el argumento de la geometría griega, paradigma de la desigualdad), plantea en este caso que el embrión es un proyecto de persona, no una persona en sí, ya conformada,  sujeto a ciertos derechos que están subordinados  a su condición biológica, dependiente de la persona que lo gesta. Y los derechos de la mujer gestante, a quien debe reconocerse como “una sola persona” cualquiera sea su condición,  no deberían conculcarse en base a un tutelaje que parte de la sociedad pretende ejercer sobre el género en su etapa de “gestante”.  La igualdad de géneros  lo demanda y lo exige así. Ni más, ni menos.          

Más allá del orden jurídico vigente y más allá de la constitucionalidad de los derechos que les asiste a las mujeres comprendidas en el denominado “aborto no punible”, este tema abre,  en el seno de nuestra profesión,  una puerta “discursiva”  que algunos temen traspasar, otros intentan cerrar, otros ya la han dejado atrás y transitan por carriles aún no aceptados, y, por qué no decirlo, todavía prohibidos. Porque hablar de los derechos “naturales” (que nada tienen que ver con el “orden natural” establecido) que le asisten al género femenino, y no desde ahora, desde siempre, en materia reproductiva por lo menos, subordinando a estos derechos los derechos de los nasciturum, impresiona como una manera de pensar y ver las cosas  que violentaría conceptualmente  el “orden natural”, y estaría más cercana a la ideología nazi de cruel discriminación, eutanasia y genocidio, que al humanismo rico, fecundo, poseedor de una fuerza suave e insidiosamente universal…
Y sin embargo, no es así.

 La más segura garantía de vida que poseen los nascitorun es  la voluntad procreativa de la madre. Ser el fruto o producto de un “embarazo deseado”. Sin esa voluntad de su lado,  por más que las leyes y las organizaciones Pro Vida proclamen sus derechos inalienables a nacer, el aborto será su destino obligado casi siempre, aborto temprano, aborto tardío, nacido pero  abortado afectivamente, probable número en las alarmantes estadísticas de abandono, abuso y maltrato, desnutrición, mortalidad infantil, etc.

Nuevos paradigmas, nuevos discursos. Y el necesario respeto y la 
necesaria tolerancia en el medio parece, a mi modesto entender, el 
camino para descifrar las incógnitas que la vida, en nuestra 
particular profesión, nos presenta en forma de constantes desafíos. 

miércoles, 24 de abril de 2013

A propósito de la "parrhesía" (decir verdad) y la "epiméleia heautou (inquietud por sí mismo)



Durante mucho tiempo intenté avanzar en el gnothi seauton (conocimiento de sí mismo), buscando la verdad de mí mismo (si es que existe) a través del conocimiento. Es así que me convertí en médico más para conocerme a mí mismo que para conocer a los demás, quienes en definitiva serían los sujetos de mis conocimientos. Intenté también avanzar en ese sentido a través de la psicología, que no profundicé demasiado. La filosofía siempre me fue ajena, quizá por saber sin saber que al final caería en brazos de ella. La historia también me absorbió durante un tiempo. El método científico me llegó a impresionar como  muy árido y por momentos limitante. La intuición y la imaginación se erigieron entonces como precursoras de la llave maestra para ingresar a... Su poder disgregante y fuera del orden natural me encandiló desde temprana edad, proponiéndome caminos del pensamiento no tranquilizadores, muchas veces lindando con la estupidez o la locura. ¿Para qué te sirve todo esto?, me preguntaba. Utilidad práctica para desenvolverse en el mundo y sus difíciles relaciones, cero. Para alejarse de ese mundo que tironea empecinadamente de uno, sí. Alejarse y mantenerse al margen del mundo era entonces una condición esencial para avanzar en el gnothi seautou, y después arriesgarse e introducirse en la epiméleia heautou.

Soy lo que soy y soy lo que no soy. ¿Lo sé? Asumamos que sí, que lo sé.En la medida que me conozco y reconozco a cada instante de mi existencia, aparece algo más que surge de mí o ingresa en mí. ¿Qué es? No lo sé, pero ya no me importa eso.  Sé que hay algo más, detrás, delante, a los costados de mi ser, que se manifiesta a través mío, que no soy yo, pues lo percibo diferente pero que al manifestarse me hace participar de su movimiento, me toma hasta hacerme sentir parte indiferenciada de “su especialísimo algo”. Antes sabía lo que era y lo que no era. El mundo era ajeno a mí, y la frontera de la piel y de los sentidos, incluyendo la palabra, marcaban nítidamente esa distancia. Ahora ya no sé lo que soy, ni tampoco  sé lo que no soy,
indiferenciado con ese algo que se manifiesta a través mío, que no sé de dónde surge ni descarto que sea una parte de mi desarrollada particularmente, pero que me complace y me completa. Indiferenciado y diferenciado del resto del mundo.


La interrelación e interconexión con el mundo se da ahora con naturalidad, con armonía, con equilibrio. Participo al resto del mundo de ésta mi novedad. Mi epiméleia heautou avanza sobre todos los campos. Aprendo y me sorprendo permanentemente. Y las palabras hilvanan pensamientos que se corresponden con lo que veo, percibo, analizo y siento. Expresar los sentimientos es una tarea ingrata las más de las veces, porque parecería que se siente en un idioma y se expresa en otro. La vulnerabilidad que deja en el emisor la manifestación exacta y precisa de un sentimiento nos hace temer esta praxis, imprescindible para que la comunicación adquiera su verdadera dimensión.


Si al abrir las puertas de las emociones a la comunicación se transita sobre la cornisa de cara al abismo, y se descubre que una vez dado el primer paso ya no hay vuelta atrás, vivir con autenticidad se convierte en un oficio peligroso y de alta exposición, sin inmunidad alguna. Las palabras se transforman en hechos que hablan inequívocamente de uno mismo y expresan sin subterfugios ni engaños a uno mismo en su mayor y más sensible realidad. De alguna manera, "la parrhesía, como franqueza valerosa del decir verdad" (M. Foucault, El coraje de la verdad).

Me conozco, sé quién soy, me acepto, me quiero y no quiero ser otro que quién soy. Y me expreso, porque no puedo dejar de expresarme. Yo mismo, en esa larga y trabajosa guía que he seguido hasta llegar aquí, me obligo a expresarme, me obligo al movimiento, me obligo a ingresar al mundo que antes negaba porque no podía aceptarlo ni reconocerlo sin antes haber llegado al núcleo de mí mismo. 

Ingreso al otro, a los otros, como antes lo he hecho conmigo mismo. No me impulsa la voluntad, no me impulsa la engañosa sensación de utilizar al otro como espejo, no me impulsa el deseo de posesión, no me impulsa la ambición por el poder. Al ingresar en el otro, en los otros, me impulsa el más vivo y ferviente deseo de participar de la fiesta de la vida, de esa vida que me inunda a torrentes desde el otro, que me atraviesa y vivifica.

Vida, amor, verdad, tres palabras que expresan distintas variantes de un mismo fenómeno. Y que no son excluyentes. Para percibirlas en toda su dimensión es bueno transitar por la epiméleia heautou. El mundo puede ser su campo de acción en tanto y en cuanto la vida sea vivida como una interpretación musical que desemboca en la verdad, no buscada y que llega sola, como una necesaria coda, a través del amor.

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