miércoles, 15 de abril de 2015

Tríptico

                                                VIVENCIAS


     Cuando tú entras, él sale. Se miran a los ojos un instante en el marco de la puerta. Y el mundo se abre para ti como una fruta partida en dos, desprendiendo  un humor dulce y fragante, alucinando los sentidos, que pierden momentáneamente la seguridad de su natural intermediación, de su diferenciado mandato perceptivo y entran en un torbellino de flujos arremolinados, de violentas fluctuaciones que chocan entre sí, buscando  salida a una presión que  se vuelve más y más intolerable.
    Al desviar la mirada, traspones el marco de la puerta, y el mundo se cierra una vez más. El sonido del golpe te desvaría con violento efecto implosivo.  Te vuelves, desencajada, furiosa, poseída por un intolerable humor hostil,  abrumada por una sensación de dolorosa impotencia, pues sabes, sí, lo sabes, que en el marco de la puerta ya no hay nadie y que la fugacidad es la marca  en el orillo de tus vivencias más intensas. A veces las deseas, otras las detestas, pues esas vivencias tienen vida propia, y así como te toman y te poseen, así también te abandonan en la más absoluta intemperie.


                                        LA OTRA NOCHE


   Los sapos gritan sus trinos enamorados, se oye el pausado fluir del agua en alguna parte, la noche entra por la ventana y la luna se cuela detrás de ella como una intromisión obscena. Un perro ladra súbitamente y el paseante distraído pega un brinco y desliza un insulto. La vida nocturna.  ¿Es eso la vida, tan fuera de mí? Los sapos reclaman con estridente monotonía.  Brusco comienzo y final busco. Se montarán luego  en el agua y cubrirán la superficie  de rosarios interminables con sus  huevitos negros. Eso es la vida. La otra, la que  dice dominarme, es como la noche que se deja mojar por los rayos de plata de una luna helada. Cuando la emplazo responde con el eco de otros tiempos, recuerdos que ya ni sé  de quién son. Entonces inician su curso mecanismos que no logro reconocer como propios pero me adapto sin muchas ganas y le sigo la corriente. Me dejo ir. La muerte no está lejos, la vida  está afuera, quizá donde los sapos reclaman un sitio en su corazón y besan con  desesperados cantos sus bordes albuminosos. Quieren poseerla, henchidos de fría sangre apasionada.  El silencio de la noche los envuelve, me envuelve. La intrusa de plata ya  se ha ido, y la oscuridad es cortada por miles de puntitos brillantes;  el rocío que regresa la luz lejana de las estrellas. Ya no estoy.  La memoria de mis átomos reproduce una imagen y la entrega a un sitio cualquiera. Algo me obliga con insistencia a rearmar el rompecabezas. ¡Como si eso fuera posible....! La casa, donde vivo, con su sólida y amable  estructura se ha ofrecido para colaborar. Lo sé, no soy estúpida. No permitirá que la huida hacia ninguna parte sea fácil. Ahora los grillos han remplazado el grito enamorado de los sapos, que ya lograron su encuentro,  silenciosamente  enquistados en el centro de una noche que se abrió para recibirlos. El rocío sigue cayendo sobre el pasto. Un perro ladra y otro le responde en la lejanía. Conversarán un rato...eso creo. Yo cerraré los párpados, obnubilaré los oídos, y el flujo del pensamiento se agotará como el agua que ya no  se oye correr. Y me dejaré ir hacia la otra  noche, aunque esta casa crea que me guarda y que logrará rearmarme. ¡Ilusa! Seré otra, seré otras.  Por lo menos... Y de alguna manera, de cualquier manera, habré dejado una vez más de ser yo.
                      
                                BLANCA PIEL DE LA PARED
                            
    Ella paseaba con  un grupo de gente extraña por la vereda de una calle extraña, de un mundo extraño. Era una mañana de sol  y  la luz por momentos hería con fuerza su mirada cansada. Desconectada del conjunto, iba pateando piedritas o palitos, como al descuido, poseída por esa sensación de extrañeza que aleja del mundo, entretanto el que está  allí, fuera de uno no coincide para nada con el lacerante  mundo interior, cuando la vio. La pared, blanqueada hasta el deslumbramiento,  reflejaba una fortísima luminosidad. Se detuvo, a pesar del llamado del grupo, que la urgía a no alejarse de ellos. Y en la clara y brillante superficie, lo vio. Lo vio con una nitidez que le hizo bailar el corazón en apretada taquicardia.
    “¡Amor!”, murmuró para sí, mientras él iba adquiriendo realidad cinematográfica. Cuando escuchó que la llamaba se acercó. ”¡Ven!”, percibía desde alguno de sus interiores. Los gritos destemplados del clan que se alejaba intentaron evadirla de su abstracción, de esa sensación cada vez más potente de certeza, de exuberante certidumbre. “Te espero desde siempre”, volvió a escuchar. “Te estoy esperando. ¡Ven!”.
     Ella sintió entonces que la tristeza la abandonaba, que la humedad en sus párpados tenía otro vínculo con la mirada, que la expresión del rostro mudaba a una definitiva embriaguez, que la sangre corría con mayor urgencia, colmando  venas y arterias,  para concentrarse en sus piernas, en sus pies, que comenzaron a contraerse sin que la voluntad mediara en ello.

       Como una tigresa al acecho, esperó la orden interior. Y de súbito, partió. Se lanzó hacia la pared. Se arrojó hacia él en loca carrera, que se iluminó, guía encendida súbitamente; abría los brazos para recibirla  como alberga una ola de arenas movedizas, y  la piel de la pared tomó por un instante un tinte turbio, velado, como haciéndose cargo del impacto, para luego  regresar a la blancura casi perfecta de siempre.