martes, 6 de diciembre de 2016

En el cuarto de mamá no hay hormigas

 Silvia y Enriqueta eran dos niñas de unos doce  años que habían sido contratadas  para cuidar a Martín los martes por la tarde mientras la madre de éste, embarazada ya en el último trimestre, concurría a las sesiones de preparto para entrenarse con esos ejercicios que  facilitan el parto (eso es lo que dicen). A Martín no le hizo ninguna gracia la llegada de las chicas, pero las toleraba; eso sí,  a cierta distancia. No les permitía acercarse a menos de un metro veinte, o un metro, excepto cuando la aproximación nacía de él. Éste era el límite que les había impuesto,  que ellas confirmaron personalmente  después  del berrinche del primer día al mostrarse cariñosas con ese bebé grandote de tres años. A  Silvia le quedaron marcadas en un brazo las uñas del pequeño y Enriqueta apenas pudo amortiguar una patada en el bajo vientre. Pero ambas  tomaron con  humor el episodio y no encontraban  excesivamente difícil  controlar a Martín,  que ya respondía bastante bien al lenguaje, aunque le conocían pocas palabras, muchos chillidos y gritos destemplados. Por otro lado él, básicamente, parecía entretenerse solo. Se encerraba en su dormitorio, claro que sin llave. Desde allí se percibían ruidos de animales deslizándose por el piso acompañados de gruñidos que él articulaba con estridencia. Entretanto, ellas se acomodaban en el living con alguna revista en las faldas,  se arreglaban mutuamente las uñas,  discutían sobre alguna amiga en común o se preparaban para alguna fiesta inminente.
           -Yo adoro el amarillo, que hace juego con cualquier otro color claro- declaró esa tarde Silvia mientras terminaba de hojear una revista de modas de la casa- . Los colores claros, como el amarillo, son preferibles para las chicas rubias y blancas-.  Se tomaba del pelo e intentaba sujetarlo en la nuca; como estaba muy corto,  se escurría de la trencilla, pero la maniobra era entretenida. 
            -¿Te parece?...-  Enriqueta no estaba muy convencida. El amarillo no la disgustaba, pero-: Yo prefiero el verde, el azul,  también el rosa. El rosado es el que más me gusta.
            -Sí, ya sé que el rosado te encanta, no necesitás decirlo...
            -¿Viste qué asco son las uñas pintadas de blanco?... ¿Te resultan a vos?
            -Ni un poco;  parecen de muerto. Son horribles. Ni loca  usaría el blanco en las uñas.
            -Yo, de llevarlas de algún color, me las pintaría  bien rojas, o sino, de un rosa pálido.
            -Dale, nena, la tenés con el rosa.  Suena muy aburrido. ¿Viste esas que se las pintan de negro?...
            -Ajá... para mí que son medio-medio...-  Enriqueta remataba la frase con un gesto sugestivo, cuando unos sonidos extraños desde el cuarto de Martín demandaron silencio. Alarmadas, se incorporaron al mismo tiempo.
            -Vamos a ver qué pasa con el jovencito...
            Llegaron al cuarto, abrieron la puerta y encontraron al niño en el suelo. Se arrastraba por el piso emitiendo rugidos y silbidos, como si fuera algún bicho surgido de alguna serie de la TV. Con el dedo índice extendido parecía perseguir un insecto.
            -¿Qué hacés, Martín, te pasa algo?-  Enriqueta usaba un tono suave, pues intuía   que su pregunta no recibiría la respuesta adecuada.
           -Pasa que tengo hambre y, por si les interesa, estoy comiendo hormigas. Cuando termine de comerme todas las hormigas de aquí, voy a seguir con las de la cocina y el living...
            -Y las del cuarto de tus padres... ¿o te olvidabas?- ironizó Silvia.
          -¡En el cuarto de mi mamá no hay hormigas!- y acompañó la afirmación con un puñetazo en el piso-. Y ahora... ¡salgan de aquí!- Boca abajo, apoyaba sus gritos con un violento zapateo con las puntas de las zapatillas contra el piso de parquet.
         Las chicas salieron dejando la puerta entreabierta; fueron hasta la cocina;  encontraron galletitas en un enorme frasco,  gaseosas en la heladera. Se miraban haciendo morisquetas,  reían con entrecortados grititos. Enriqueta se sentó en un banco y hundió una mano en el recipiente.
            -Este chico está medio tocado, ¿no te parece?- inquirió. Con la galletita entre los dedos efectuaba  un bucle  a la altura de la sien.
          -Hmm, no sé; hoy día me parece que vienen todos medio así-. Silvia bebía la gaseosa mientras  hurgaba también en el bote.
            -Sí, pero éste se pasa...no sé, me parece a mí que no es muy normal- reafirmó Enriqueta, sacudiéndose las migas del pulover celeste. Luego, tomándolo por el borde: -¿Te gusta?
           -Más o menos… no te queda mal...- Mirando hacia la puerta, Silvia siguió con el tema: - Pero no nos podemos  quejar. Por un rato que estamos aquí tenemos plata para todo el fin de semana-.  Silvia demostraba con sus razonamientos estar desarrollando un interesante sentido práctico -.Si no lo molestamos en sus juegos él tampoco se mete con nosotras...
         -Hablando de Roma...- dijo Enriqueta mientras levantaba los pies, pues una aspiradora humana se acercaba, arrastrándose, con un dedo en punta, emitiendo ruidos de succión con la boca contra el piso.
          -Te vas a ensuciar todo, Martín. ¿Por qué no te dejás de hacer pavadas y  volvés a tu cuarto a entretenerte con alguno de tus juguetes? - sugirió Silvia.
     El niño alzó la cabeza, exhibiendo una mueca respondió mirando alternativamente a cada una:
        -Porque allí se me acabaron las hormigas;  además... porque no se me da la gana y si quiero ensuciarme, me ensucio todo...
        -Pero tu mamá se va a enojar con nosotras si te encuentra así, todo mugriento-. Enriqueta observaba con cierta aprensión la camisa retorcida del niño,  el color de hollín terroso que habían tomado sus manos, brazos, cara,  rodillas y ropas en general.
          -Mejor, así no me deja más con dos formicas, blancas y para peor, rubias como ustedes dos, puajjj...- Con una arcada final hacia el piso, el niño finalizó el diálogo. Apuntó dedo y labios hacia la rejilla de desagüe y expresó con voz atiplada: -¡Otra más para este Formicos urso! - A continuación, generando excesivos ruidos masticatorios, se volvió de espaldas contra el piso. Observaba a las chicas provocativamente, mientras se refregaba contra los mosaicos. Parecía disfrutar del contacto frío, como si recordara con placer algún antepasado reptil.
            -For... ¿qué?... -se sobresaltó Enriqueta al escuchar tamañas expresiones en boca de un  (digamos) niño - ¿No te dije, Silvia? Creo que ni por televisión tendríamos un programa como éste-. Dirigiéndose a Martín: -¿No querés algo para tomar, alguna gaseosa, digo, para digerir mejor a tus hormigas?
            El niño se incorporó. Restregándose las manos a modo de limpieza se encaramó en una silla para solicitar:
            -Una coca, y galletitas, no, mejor  un alfajor de chocolate...
            -Está bien, Fornicos, ya te  traigo-. Silvia hundió una mano en la heladera y al punto otra en la alacena.
            -Fornicos serás vos, nenita sucia... Yo soy el  Formicos urso y me como todas las hormigas que encuentro, cuanto más grandes, mejor- y se largó al piso con estrépito, arrastrando la silla en la caída. Produciendo los ruidos característicos, se alejó hacia otra habitación reptando por el piso.
            Las chicas  permanecieron en la cocina, calladas,  demorándose interminablemente con las gaseosas. Se buscaban y al mismo tiempo eludían mirarse,  sin avanzar con el obligado comentario de lo que cada una estaba pensando.
            -Vamos a ver un rato de televisión- sugirió Enriqueta. Silvia no le respondió, arrancó hacia el cuarto matrimonial siguiendo los pasos del niño (bueno, los pasos del niño es un decir). Acostado en la cama grande por debajo de las sábanas, se cubría con éstas hasta la barbilla. La mugre había oscurecido la tela blanca.  Silvia sintió que la rabia le subía hasta la garganta. Gritó:
            -¡Pero... fuera de allí, mocoso de porquería! ¡Mirá lo que has hecho en la cama de tu madre! ¿Y ahora, cuando venga ella…?
            -Salí vos de aquí, Formica rubra; si no me dejás tranquilo,  cuando venga mi mamá, ya van a ver ustedes...-  Pero Silvia, resuelta, dio dos zancadas y se plantó  al borde de  la cama. Sin dudarlo, corrió de un golpe las sábanas, tomó al niño del brazo, lo arrastró hasta su cuarto y cerró la puerta. Enriqueta había acudido al oír el estrépito,  al ver la condición lamentable de la cama se alteró  igual  que su amiga.
            -Vení, ayudame, que hay que arreglar esto antes que llegue la señora...
            -Pero vamos a tener que decírselo de todas maneras. No lo podemos esconder.
            -Ni yo lo pretendo-. Enriqueta se incorporó luego de alisar el cubrecama.- ¿Qué estará haciendo el fornicos ese...?
Caminaron sigilosamente hasta el cuarto. Aguardaban en la puerta, sin entrar, inclinando el oído hacia el interior. Nada. Cuando decidieron regresar al living, desde allí les llegó otra vez un sonido entre gutural, rastrero. Era él, buscando alimentarse.
            -¿Tenés hora, Silvia?- Enervada, Enriqueta  manifestaba una desacostumbrada inquietud.
            -Ya tendría que estar llegando...-  Vigilaban con ansiedad hacia la puerta de calle. Querían  escuchar el ruido de la llave hurgando en la cerradura. Entretanto, deslizándose por debajo de un sillón de altas patas, la aspiradora se les acercaba a menos de un metro veinte, de un metro...


             -Hola, hola...ya llegué... ¡Chicas! – La soledad y el silencio le respondió a la dueña de casa desde todos los ámbitos que recorría con paso fatigado. En la cocina encontró restos de galletitas, envases vacíos de gaseosas y al llegar a su cuarto, en la cama...
            -Pero... ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién ha sido el...? – En seguida, con  tono enérgico:- ¡Martín! ¡Martincito!- Una calma desconocida hizo eco a sus requerimientos. Intentó sacudir la suciedad de las sábanas sin éxito. Se desplomó en la cama, más cansada que enfadada  y el sueño comenzó inmediatamente a insinuarse entre sus fibras y neuronas, agotadas por el ejercicio reciente. “Deben  haber bajado a buscar algo en el supermercado”, pensaba antes de abandonarse a esa modorra pesada que ya se había apoderado de todo su ser. “Sí, o a lo mejor Martín se puso cargoso y fueron al quiosco a comprarle alguna tontería...”
En su viaje hacia la nada, la señora embarazada no llegó a escuchar unos sonidos apagados, guturales, de succión intermitente, reptantes, que desde el cuarto de Martín se alejaban hacia la cocina, porque en el cuarto de  mamá no hay hormigas.
                                                                                                                                                                                                  Fin


             Hasta aquí, el cuento original, pero cuando me alejaba del escritorio donde estaba la computadora, un escándalo de imágenes en la pantalla con colores fosforescentes y frases entreveradas me hizo regresar. ¿Y esto?, me pregunté, hasta que me di cuenta de que eran las chicas, quienes, a grito pelado,  se negaban  a ser comidas por el “fornicosito”. Terminado el chisporroteo,  apareció la frase: 
            Así no, por favor, sé buenito, escribínos otro final. Besitos... 
            No me pude negar:

            Caminaban presurosas, tomadas de la mano. Se miraban sin hablar, sacudían el pelo y aceleraban el paso. En una esquina, subieron al colectivo que las llevaría hasta cerca de sus casas. Afirmadas al pasamano, se observaban de reojo. Respiraban con ruido, se agachaban alternativamente para contemplar el exterior a través de las ventanillas. Procuraban no perderse la parada.  Enriqueta sonrió. Señaló a alguien con la perilla y le comentó a Silvia:
            -¡Mirá los colores de ésa! ¿No te parecen un mamarracho?...
            -Claro, como no usa el rosado...- Silvia largó una carcajada, que pronto fue coreada por su amiga. Cuando cruzaron la mirada,  fruncieron el ceño, súbitamente serias otra vez. Entonces Silvia buscó la mano  de Enriqueta, la oprimió contra el pasamano, le solicitó:
            -Cuando llegués  a tu casa, vos que tenés teléfono, llamá a ver si está todo bien. Hablá con la señora y decile que para el próximo martes se vaya buscando otra niñera para su fornicosito...- y abriendo mucho la boca y los ojos, largaron juntas otra carcajada, que sólo interrumpieron cuando percibieron  que el vehículo abandonaba la parada donde debían bajar y se alejaba frenético hacia la siguiente al compás de una rabiosa primera.          

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