lunes, 20 de julio de 2015

Todos somos olvidables

Hay veces, unas pocas, en las que uno descubre que  hay un punto al que se arriba, intencionadamente o no, no interesa, y se intuye que a partir de allí  no hay retorno. Esa percepción, por un lado tranquiliza y por otro inquieta. Ese punto marca el comienzo de un solo camino, hacia adelante, por definirlo de alguna manera. Señala también lo desconocido a través de un vía de cornisa. El portal se atraviesa sin mirar hacia atrás y uno se adentra en la oscuridad, olvidando referencias conocidas, rechazando el anhelo de la luz. Es la senda donde habitan  la nada y el olvido, donde la insignificancia del ser adquiere su real dimensión. Llegar hasta allí, dar los primeros pasos como sea, sin apelar a la memoria y a los porfiados  recuerdos es una pulsión que impresiona ineludible. El lenguaje conocido se ha perdido, ya no sirve, los oídos perciben sólo los murmullos internos, la pulsación ligera de la sangre, la secuencia regular del corazón. La inercia parece apoderarse de uno y se avanza, a los tropiezos, con caídas frecuentes, con un dolor sordo producto de las laceraciones, hasta que el medio se hace más liviano, por no decir incorpóreo. Se registra la levedad de volar, o flotar, y la necesidad de dejarse ir. No hay rumbo, todas las direcciones  dan lo mismo. No hay orientación, ni adelante ni atrás, ni arriba ni abajo. En la dimensión de la nada uno se convierte entonces en nadie, y en el momento  que se percibe esa especie de conjunción o unión inasible, uno se abandona imperceptiblemente al olvido, al olvido de todo lo conocido y al mismo tiempo se sabe con certeza  que  ha sido olvidado. En una palabra, uno se ha adentrado, se ha dejado ir para ser parte de la nada, posibilitando la eclosión de la dimensión no humana del ser. ¿Se ha perdido lo que se era  en aras de ese reconocimiento? Uno no lo sabe, pero ya  tampoco importa. La necesidad de la luz ha desaparecido, la percepción de los sentidos se ahoga en un mar de ingrávida oscuridad.


Cuando se despierta y el sueño flota como una nube ilustrada dentro de uno, sobre uno y los sentidos luchan desesperadamente por apoderarse de la realidad de uno, ese momento crepuscular cuando nada se ha definido aún y las posibilidades permanecen en una dualidad incierta y la balanza puede inclinarse hacia uno u otro platillo, el exterior irrumpe con suavidad o violencia provocando el vuelo o el aterrizaje definitivos. El exterior no lo sabe, nunca lo sabrá, construcción que se justifica una vez más sólo por eso, al ahuyentar momentáneamente al olvido, o incitándolo. Porque, quiéraselo  o no, uno es tan pequeño, tan insignificante, tan fugaz, tan perecedero, que percibir que todos somos olvidables, es la única certeza que no se puede evitar.

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