lunes, 13 de octubre de 2014

Los intermediarios

                                      Si no he sido víctima de una alucinación, la    humanidad deberá  estar dispuesta a aceptar un nuevo enfoque científico sobre la realidad del cosmos, y sobre el lugar que corresponde al hombre en el loco torbellino del tiempo.”The Shadow out of Time”, H.P.Lovecraft.



     Ese día, al salir del trabajo, en vez de subir al colectivo de costumbre, decidí tomar un taxi para regresar a mi departamento. Abrí la puerta trasera del vehículo, me senté y le indiqué una dirección al conductor, que arrancó mientras asentía con la cabeza al pedido. Me recosté en el asiento, decidido a descansar durante el corto viaje. De pronto, el automóvil se desvió por una calle con rumbo opuesto al  de mi casa. Deduje que estaría cortado el camino, pero al cabo de unos minutos, al comprobar que no corregía el sentido de la marcha, comencé a inquietarme. Me incliné hacia delante para preguntarle al hombre hacia dónde nos dirigíamos. Pero no me oyó, pues el tango que transmitían por la radio había iniciado un ensordecedor estribillo, al tiempo que el tráfico se intensificaba a ambos lados, con múltiples ruidos de escapes y bocinas. Decidí esperar, pues  no estaba demasiado apurado y no me importaba retrasarme unos minutos. Pero cuando leí el nombre de la calle por la cual circulábamos, me invadió una suerte de malestar visceral, pues me resultó absolutamente desconocido. Nunca me había movido por esos andurriales. Intenté otra vez hablar con el conductor, decidido ya a terminar con el viaje, cuando un colectivo se cruzó a pocos metros del taxi. La frenada fue espectacular; los insultos, floridos, y el arranque casi inmediato. No tuve más remedio que echarme para atrás y esperar. Comprendí que estaba en manos de ese hombre, al cual no conocía y con quien sólo había intercambiado tres o cuatro palabras, al parecer muy imprecisas de mi parte.

    Me sorprendió cuando se detuvo. Creí que tendría problemas con alguna goma, o cualquier otro inconveniente mecánico. Pero el  hombre encendió la luz interior, me pidió una suma de dinero y levantó la banderita luminosa, dando por finalizado el viaje. Le pagué sin decir una palabra y abandoné presuroso el automóvil, ansiando pisar el suelo de una buena vez.

     Suspiré aliviado, mientras veía alejarse al taxi envuelto en una nube de humo, y sentí que volvía a ser dueño de mi persona. Hasta que la vi. Un estremecimiento me invadió y sentí un impulso irresistible de  alejarme de ella. Pero estaba como clavado en la acera. La calle permanecía oscura y desierta. El viento de la noche, que arrastraba por el pavimento las hojas caídas y cimbreaba con irregular violencia las copas de los árboles, traía desde esa casa el sonido de  una vieja y conocida melodía;  me atrajo con ella y caminé lentamente hasta el umbral. Las paredes del frente, semiderruidas, sugerían su antigüedad y una cercana demolición. Encontré la puerta atrancada por unas tablas, que quité de su sitio no sin dificultad. Y a pesar de la sensación de inquietud y recelo  que me embargaba, empujé la puerta y entré.

     Los días siguientes me sorprendieron poseído por un desacostumbrado mal humor. No toleraba las vicisitudes de la vida cotidiana. La compañía de mis amigos me resultaba intolerable. Los compañeros de trabajo me evitaban, y en más de una oportunidad fui reprendido por mi superior por lo que consideraba faltas de responsabilidad en mi dedicación hacia la empresa. Y la tan ansiada presencia de mi amante perdió súbitamente todo atractivo. No resistía su proximidad, y provoqué la ruptura ante el primer pretexto que se presentó, sin que quedara de nuestra larga relación otro sentimiento  que no fuera un urticante rencor. Pero, a pesar de los malos ratos que estos episodios me deparaban, en mi fuero íntimo sentía una extraña alegría, una siniestra satisfacción. Evidentemente, buscaba la soledad a cualquier precio. Me preguntaba a veces por  el motivo de esta actitud, pero no encontraba respuestas. Salía cada vez con menos frecuencia de mi departamento. La vieja costumbre de disfrutar de la música, preferentemente del barroco italiano, junto con mi pasión por la lectura de los clásicos, sustituyeron poco a poco todas mis actividades sociales.

     Una noche, mientras leía, me sucedió que  perdí, no recuerdo si súbitamente o de manera gradual, la mitad de la visión. Abandoné el libro, y no le di importancia al episodio, arguyendo para mi fuero íntimo que el cansancio y la tensión de los últimos días estarían modificándome el sentido de la vista.

     Me acosté, y después de dormir varias horas un sueño inquieto,  desperté sobresaltado por una novedosa pesadilla. En las escenas finales, esas que habitualmente se mantienen vívidas al despertar, aparecía un oscuro deseo imposible de representar con palabras, que me apremiaba de una manera inobjetable  a regresar cuanto antes a la casa. Una fría y viscosa  transpiración me cubría hasta mojar la ropa de cama. Desvelado, intenté retomar la lectura, pero no podía leer una sola palabra. Volvía a ver la mitad de las letras: de algunas, la superior o la izquierda; de otras, la inferior o la derecha. En resumen, la trama  resultaba un jeroglífico indescifrable. Aturdido, me incorporé y fui hasta la cocina para beber una taza de café. Y allí comprobé que mis ojos captaban los objetos por mitades: la heladera, la pileta de lavar, la cafetera, todo estaba como dividido por una mano misteriosa. Entonces decidí, sin dilación posible, que al día siguiente consultaría con un médico.

     Luego de varias horas de espera, el facultativo, uno de los más serios de esta ciudad, me recibió. Tras realizar una serie de preguntas sobre mis antecedentes, escuchó mi relato con atención y luego me examinó con dedicación y cuidado. Miró con una luz el interior de mis ojos; sacó varias radiografías de mi cabeza; golpeó con un martillo de goma en todos los huesos que encontró y finalmente determinó que el examen no evidenciaba ninguna anormalidad. Opinaba que yo debía padecer algún trastorno psicológico, originado quizá por un exceso de trabajo. De esta manera justificaba también mis dificultades para relacionarme con la gente. Me recetó unos sedantes y me aconsejó unas prontas vacaciones.

     Cuando salí   ya era de noche. Me sentía extrañamente alegre y animado. O quizá más bien poseído por una desacostumbrada euforia. No lo sé. Hice señas a lo que veía de un automóvil amarillo y negro, que se detuvo a mi lado. Tanteando encontré la manija de la puerta trasera;  abrí y me senté, recostándome complacido en el asiento. Entonces fue que repetí el nombre de esa calle, desconocida y al mismo tiempo tan curiosamente familiar para mí.

     Como la vez anterior, encontré la entrada de la casa  bloqueada por tablas clavadas al marco de la puerta;  las quité, empujé la pesada hoja que chirrió sobre sus oxidadas bisagras con un agudo y prolongado espasmo, y volví a entrar en la que de alguna extraña manera sentía como mi casa. Un nauseabundo vaho de húmeda vejez me recibió desde la oscuridad interior. Caminé alumbrado por la endeble llama de un fósforo, ya que no había señas de luz eléctrica, siendo imposible describir con precisión los sentimientos que me embargaban; era como una oscura turbación que se justificaba y acrecentaba con esa sensación tan peculiar de déjà vu. Pude orientarme, a pesar de mis dificultades visuales, y llegué hasta la biblioteca. Encendí otro fósforo y lo acerqué a la lámpara de querosén que hallé sobre el escritorio. Al iluminar la estancia, descubrí otras huellas en el polvo, quizá recientes, que abundaban en marcas circulares, sin orientación ni sentido. Evoqué mi primer viaje en taxi pero no logré profundizar lo que parecía tener un final no recordable. Un estremecimiento más fuerte que los anteriores me sacudió de pies a cabeza. Incapaz de pensar con claridad, con la visión limitada,  sin posibilidades de moverme, sólo podía permanecer cómo y dónde estaba.

     Entonces, la música de la casa, la vieja y conocida melodía comenzó a invadir  el ambiente. El tufillo se tornó más suave, menos desagradable. Olía tal vez como el aroma desprendido de la madera recién cortada. Sí, efectivamente, la casa estaba transformándose;  rejuvenecía. Comencé entonces a comprender algunos pormenores de lo que podría denominar mi actual situación, y en ella,  lo ocurrido durante la otra noche, aquella en la que concurrí a esta casa por vez primera  y cuando, aparentemente, la impresión que recibí ni bien entré fue tan intensa y estresante que  me dejó como entumecido y ensimismado en otro mundo.

     Luego,  seguí un impulso incontenible y busqué un volumen antiquísimo que escondía un anaquel de la biblioteca detrás de unas polvorientas carpetas. Lo abrí  y lo aproximé a la lámpara. Comencé a leer; era un extraño jeroglífico que no me resultaba desconocido, pues las letras se unían como en un rompecabezas ante mi visión modificada y podía leer como si fuera castellano corriente. El texto  describía  arcaicas enumeraciones referidas al resurgimiento y  la reencarnación, y aparecían algunas recetas a manera de fórmulas, de escritura que invocaba caracteres cuneiformes, o quizá más antiguos aún, que facilitarían al iniciado, quebrar la línea divisoria y penetrar en los secretos primigenios. Hablaba luego de una sustancia esencial,  de cuyo interior surgimos y que permanece esperando  para guardarnos, para cobijarnos luego de nuestra vida carnal. Comprendí que había nacido y muerto mil veces, y que luego de la última había  llegado definitivamente al refugio de la maravillosa sustancia. Sí, ese había sido el destino prefijado pero, por alguna extraña y caótica circunstancia,  había nacido otra vez, dejando al descubierto y en peligro a la sustancia primordial, que durante los treinta años de mi vida actual estuvo expuesta a las inclemencias del tiempo. Continué con la lectura, para llegar a la dolorosa conclusión de que quizá ya  no podría cobijarme por toda la eternidad.

     Entonces, algo peor que el miedo, algo mucho más fuerte y más allá del terror y el espanto me sacudió por espacio de varios minutos, mientras una multitud de personajes comenzaba a brotar de mi piel a modo de seudópodos, uno tras otro, alejándose indefinidamente como en una galería de espejos. A medida que surgían, combinaban entre sí una más que dudosa corporeidad, en una conjunción de formas y rostros de un aspecto tan extraño y terrible como jamás hube presenciado. Hasta que, en el último instante de lucidez, sentí que me dividía en mil pedazos para dar a luz un gigantesco y pegajoso ser, ameboiodeo y reptante.

     Cuando volví en mí, comprobé que la pesadilla me había dejado un  mareo atroz y un persistente dolor de cabeza. La lámpara se había apagado por falta de combustible y los rayos del sol se filtraban por los resquicios de las tablas que bloqueaban una ventana. Llegué hasta ella y con decididos golpes logré inundar el polvoriento cuarto de  luz. El  libro permanecía aún sobre el escritorio, pero no intenté retomar la lectura. Lo cerré y lo guardé en su sitio original, detrás de las carpetas. Luego, sin poder procesar pensamiento alguno, pero con los sentidos íntegros, busqué la salida y me alejé presuroso de la casa.

     Tras varias horas de  completa amnesia, comencé a recordar los principales términos que descubrí a través del insólito libro la noche de la víspera. Una extraña tranquilidad, unida a una diferente manera de sentir, me permitió rememorarlos con  objetividad:

     “Hay muchas clases de sustancias a lo largo y a lo ancho del planeta. Pero entre su  enorme variedad, se esconden aquellas que parecen sustancias normales,  que quizá han sido normales alguna vez, pero que ya son algo más que materia planetaria. Esa sustancia inerte, fría, cuasi mineral, conserva en su interior un espacio donde jamás ha entrado elemento alguno desde el exterior. Pareciera que allí contuviera algo similar a la antimateria que describe la física actual. Ese espacio comienza a formarse en el interior de la sustancia en el instante mismo de la primera concepción del ser humano que le corresponde. A medida que esa primera encarnación avanza dentro del útero materno, el factor que ocupa primitivamente lo que será dicho espacio se transforma en el ser etéreo, inmaterial, que se trasladará luego al pequeño cuerpo humano cuando éste se halle pronto a desprenderse del vientre de su madre. En esa particular circunstancia, el ser etéreo, inmaterial   se reubica en el niño, donde intentará realizar una etapa carnal de su desarrollo. Entonces, la comunicación entre él y la sustancia original  se interrumpe. Al morir la persona, el ser etéreo regresa  y comparte con la sustancia primigenia  su experiencia carnal. Así, se repite una y otra vez el ciclo evolutivo, trasladando cientos, miles de veces la experiencia humana, dinámica, a la estática o seudomineral. Se sospecha de la presencia de experiencias con otras especies de animales o con vegetales, que serían todas prehumanas, pero no se las puede confirmar.”

     “ La sustancia que logra el estado último de evolución con su ser inmaterial, deja de ciclar y ordena la relación irreversiblemente. Entonces, entra en contacto con sus congéneres del mismo planeta y de otros planetas, para luego comunicarse con otros sistemas solares, con otras galaxias, y participar así en la realización evolutiva de la armonía del Cosmos.”

     “La especie humana constituye un intermediario, imprescindible aún para ella, pues representa el más evolucionado ejemplar del reino animal con que cuenta en este planeta. Esa experiencia resulta fundamental para el desarrollo del ser etéreo, y, por ende, para alcanzar el último grado de evolución.”

     “El momento final de mi proceso se habría producido  hace treinta años. Al desprenderse del cuerpo humano anterior a mí, el ser inmaterial  volvió a la sustancia original creyéndolo definitivo. Pero entonces, a raíz de una anormal, caótica circunstancia cuya causa  permanece ignota, nací yo, separando de manera aberrante al ser etéreo de la esencial sustancia. Si el espacio sufrió transformaciones inconcebibles  luego de mi nacimiento, yo estaría aislado, sin existencia posible, totalmente fuera del eterno y perfecto movimiento...”

     Ha transcurrido ya más de un mes desde que estoy viviendo en esta casa, en mi casa. Y lo que al principio era una oscura sospecha, se transformó en una certeza que acentuó, inevitablemente, una sensación de hondo malestar: La casa,  impregnada de malignidad, irradia permanentemente hacia mí  un aborrecimiento inconmensurable. Ha adquirido un aspecto en extremo lúgubre y su olor es cada vez más pestilente y nauseabundo, como si, luego de los fugaces y esporádicos episodios de rejuvenecimiento, ella entera, definitivamente, hubiera entrado en una etapa irreversible de putrefacción. Ruidos insólitos en la planta alta cuando se inicia el crepúsculo, sugieren que algo fuera de lo habitual ocurre. Y ese algo está muy alejado de mis limitadas posibilidades de control. Por las noches he despertado sobresaltado al escuchar sonidos estridentes –como de pesados cuerpos que golpean bruscamente contra el metal hueco-, seguidos de extrañas lamentaciones que culminan en horrorosos alaridos, para luego abrirle paso a un ominoso silencio, que me mantiene desvelado hasta las primeras luces del alba.

    Nuevos sucesos internos y externos a mí están ocurriendo. Varias encarnaciones primigenias han emergido durante mis últimos sueños (si puedo llamar así a mis constantes pesadillas), y en sus gestos y actitudes alcanzo a adivinar un espeluznante designio hacia mi persona: Sospechan, creen o saben que soy el culpable de haber quedado fuera del eterno y perfecto movimiento. Como eso no quieren admitirlo, insinúan que aún conservan una remota posibilidad de regresar al espacio de la sustancia original, del que reniegan su destrucción. Pero, para lograr el propósito último, deberán deshacerse de mí, ya que yo los retengo  tal cual fueron durante la experiencia humana y quizá prehumana.

     Hay un hecho que me sobrecoge, me espanta hasta llegar a la confusión y parálisis total: Ellos existieron como seres etéreos, y carnales, para ser ahora, sin incluirme por cierto, el ser inmaterial. Yo, entonces, soy una presencia puramente carnal y no existo de otra manera, y me encamino hacia la nada absoluta sin la más mínima esperanza de persistir en otro estado. Y mi única posibilidad de continuar vivo radica en que llegue a serles imprescindible o a dominarles. Pero ambas opciones me repugnan, y no resisto mi actual carencia de intimidad. Ellos, que me odian hasta el delirio, entran y salen de mi cuerpo cómo y cuándo quieren.

     Ahora comprendo sus designios y no puedo oponerme a su singular voluntad. El es él, siempre y a través de sus múltiples manifestaciones. Y yo no soy más que un aberrante obstáculo para su regreso a la sustancia original. Pequeño, ínfimo, o imposiblemente enorme. Creo que aún desconoce si puede deshacerse de mí, pues mi desaparición podría acarrearle la inexistencia eterna. Por demostraciones que he presenciado estos últimos días a cargo de primitivas encarnaciones, sé que estoy definitivamente en lo cierto. El existe, yo no, y mi desaparición podría conducirle de regreso al perfecto movimiento, o hacia la total aniquilación. Y este dilema que lo corroe exalta su odio hacia mí, su carcelero, y lleva esta situación, cada día que pasa, hasta límites insostenibles.

     Necesito con urgencia encontrarle una salida a esta situación. A pesar de que en el fondo reconozca que no existe ayuda humana posible, acudiré a solicitarla, no obstante represente sólo un paliativo, aunque con ella me acerque al  último destino, que auguro inevitable.


       Hasta aquí, el relato de J.B., de 31 años de edad, internado a mi cargo en este Hospital de Agudos de Salud Mental. Mi responsabilidad como médico psiquiatra  hacia este paciente, al ser  además su amigo personal, me obliga a ver los hechos con la mayor objetividad. Por lo tanto, intentaré realizar una descripción que se ajuste apretadamente a los sucesos ocurridos durante el período que me tocó tratarle:

    “A las doce de la noche del sábado 3 de agosto, acudí al domicilio del arriba mencionado, conocido mío desde su temprana juventud. Había solicitado mi colaboración por lo que llamaba un caso de vida o muerte. Lo encontré postrado en su lecho, sumido en un profundo sopor, situación que al principio confundí con un coma alcohólico. Pero en cuanto me reconoció, cambió el aspecto radicalmente. Demarcados por unas largas y profundas ojeras, sus ojos se abrieron demostrando una insólita lucidez, mientras que un brillo extraño brotaba de sus dilatadas pupilas. Comenzó a hablar precipitadamente, mientras sus manos gesticulaban y su pecho subía y bajaba en un intermitente jadeo. Respirando durante las breves pausas,  me relató en un par de largas horas  lo  que he asentado en estas páginas  en comprimido extracto y en el lenguaje más inteligible posible. Por razones de estricto pudor no me atreví a agregar algunos detalles, impensables por demás, que adicionara  J.B. reiteradamente y con floridas expresiones  a la narración.”
     “Cuando terminó, insinué que debía internarse en un sitio apropiado. Aceptó mi propuesta, manifestándose incluso agradecido conmigo.”

     “Los primeros días de su internación permaneció bastante tranquilo. Pero luego decidí aislarlo, pues temí que su delirio llegara a perturbar a los otros internados. Utilicé dos tipos de sedantes a dosis límite, y la tolerancia fue aceptable.”

     “Durante los cortos intervalos en que se mantuvo lúcido, intenté conversar con él acerca de su situación. Me di cuenta de que suplicaba por mi ayuda; la necesitaba desesperadamente, pero yo no podía hacer otra cosa por él más que escuchar su delirio y calmarlo con drogas. Y a pesar de los sedantes, hubo días en que estuvo más que intranquilo. Por momentos se agitaba: Abría los ojos  casi desorbitados, y temblaba como poseído por un cuadro convulsivo. Y de cuando en cuando emitía unos espeluznantes alaridos (esto lo digo así, a pesar de que llevo casi seis años como médico interno de este Hospital). Su estado, con el transcurso de las semanas, llegó a preocuparme en extremo. Temí, no ya por su salud mental, que consideraba poco menos que irrecuperable, sino por su vida. En dos oportunidades debimos sujetarlo con correas a la cama, y luego inyectarle un cocktail lítico endovenoso.”
       “Su condición fue empeorando poco a poco pero de manera inexorable. Pasaba alternativamente del sopor más profundo a la conmoción más incontrolable. Y debido al deterioro de su estado nutricional, debimos recurrir al clínico para hacerle alimentación parenteral.”

     “Ayer, 30  de agosto  por la noche, llegó J.B. a un espantoso desenlace de la manera más violenta que se puede concebir. Hacía yo mi turno de guardia, cuando fui llamado con extrema urgencia por un enfermero del Pabellón de Cuidados Especiales. Cuando llegué, encontré a mi amigo en el suelo con el cráneo totalmente destrozado. Se había golpeado contra las paredes, que mostraban por doquier manchas de sangre y trozos de ropa,  tejidos y vísceras. La materia encefálica, como producto de un estallido del cráneo, estaba esparcida por los cuatro rincones, y hasta  en el techo podía notarse algún resto orgánico. El rostro era por demás irreconocible, y en sus fláccidos miembros pude apreciar la presencia de múltiples fracturas. Y a pesar de lo reciente del suceso, una hediondez insoportable emanaba de su destrozado cuerpo.

     Hoy, 31 de agosto por la mañana, con el cansancio aún encima  producto de una guardia agotadora, abrí el diario mientras tomaba el desayuno. Y la noticia que encontré en una página interior, terminó por despabilarme mucho más rápido que la taza de café doble, cargado, que tenía debajo de mi nariz. “La noche de la víspera, un pavoroso incendio había convertido en cenizas la vieja casona donde vivía últimamente J.B., llevándose consigo una  parte del vecindario”.

     Esta noticia, sumada a una más que razonable duda referente a su insólito y espantoso fin, es todo lo que puedo agregar al relato de mi malogrado amigo. Renuncié a explicar el delirio mediante mis conocimientos psiquiátricos y, por lo tanto, intentaré aproximarme al plano de su exposición: O J.B. se suicidó a pesar de los esfuerzos del ser inmaterial para mantenerlo con vida, o fue muerto por éste para liberarse de la aberrante atadura carnal que lo alejaba definitivamente de la  sustancia primordial. Esta última posibilidad es la que más se adecuaría para explicar la horrenda forma en que murió, similar al final de un vulgar insecto, aplastado sin piedad contra el suelo por la implacable presión del pie calzado de un ser humano.


(del libro de cuentos 1926, Primera Edición, ACC, ed. Dunken 2002)







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