domingo, 21 de septiembre de 2014

Parrhesía y Cinismo


El discurso de la verdad. La verdad como forma de vida, una encarnación de la verdad,  los “cínicos”, antiguos griegos  precursores sin misticismo (sin poner el alma de por medio) del cristianismo. Tan diferente su significado de lo que recoge hoy día con esa palabra el lenguaje cotidiano. El cristianismo tomó lo que le fue útil a sus propósitos y despojó al “cinismo” de su verdadero sentido. Y le dio el que hoy todos conocemos. El diccionario de la RAE recoge en sus acepciones primeras el origen en los filósofos griegos, pero luego avanza así:
“Impúdico, procaz, que muestra  cinismo, desvergüenza en el mentir, desaseado, falto de aseo. Cinismo: Práctica de acciones o doctrinas vituperables. Afectación de desaseo  y grosería. Impudencia, obscenidad descarada”. Tal vez motes provocados por la anécdota de Diógenes masturbándose en la plaza pública, “si se puede comer en público, por qué no esto, decía cínicamente…”
Se ha tomado de los cínicos el ascetismo, el vivir para dar testimonio  de la verdad (no la revelada de los cristianos, claro),  pero se ha dejado en el camino lo que se podría considerar  la “basura cínica”, incorporándole al sustantivo  sólo este adjetivo como sello definitorio. Siempre me llamó la atención que tamaño descrédito en los términos con que se les evoca fuera también el nombre origen de una escuela filosófica de la antigua Grecia. La perversión (de dar vuelta) en la manera que adopta nuestro lenguaje para ensalzar o desacreditar  lo que no coincide con la “voluntad de verdad” del emisor lleva a que ni siquiera el diccionario sea un recurso veraz  para acceder al significado verdadero de las palabras. Que la historia escrita sea tendenciosa, lo sabemos. Pero que también los diccionarios lo sean…
Bien. Siguiendo a la escuela cínica  con la cual me identifico parcialmente  (no soy un asceta,  pero trato de que las palabras que salen de mi boca sean afines y concuerden  con mi estilo de vida, mi presencia, mi accionar personal y hacia el mundo), me reconcilia una vez más con la herencia que nos dejaron los griegos antiguos, única fuente que encuentro aceptable para avanzar y profundizar en la epiméleia heautóu (inquietud de sí mismo)  de Sócrates y la parrhesía relacionada con la ética de la vida  que él preconizaba como base para poder  aprender y eventualmente enseñar.
La vida cotidiana y de relación con el mundo lo enfrenta a uno casi sin darse cuenta con pensamientos, actos y hechos que ponen a prueba ese modo de sentir, pensar,  expresarse y actuar “sin que medie el cálculo de las consecuencias” que dicho modo produce en la sociedad, en la familia, en definitiva, en los otros. El decir verdad, el vivir de modo que la propia vida se ofrezca como  testigo  o  testimonio de ello, requiere coraje, el coraje de la verdad que ni el propio Sócrates  alcanzó a definir en un diálogo memorable con Nicías y Laques, pero que siglos después motivo de un libro imprescindible de M. Foucault.

El  coraje de la verdad  comienza en uno mismo, avanza en uno mismo, se desarrolla en uno mismo, y termina en uno mismo, a veces, desgraciadamente, antes de la muerte. Con maestros o sin maestros. Con ejemplos o sin ejemplos visibles y comprobables. Como la vida, está en el interior de uno,  es el germen que aguarda desde que abrimos los ojos al mundo, abrirlo a la luz a través de la epiméleia heautóu, es una decisión personal, un compromiso con  la vida misma.

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