jueves, 1 de julio de 2021

Variaciones sobre "Sueños Compartidos"

 

El abecé de una buena historia

 

    Conversan sobre cuentos y  sueños. También hablan  de héroes y villanos.
      -El abecé de una buena historia es que esté bien contada, que sea verosímil, y que se extienda estrictamente lo necesario-  señala en un momento del diálogo el escritor al ingeniero  entre copa y copa. Continúa:- Pero volviendo a lo que usted me decía,  hasta ahora, nadie me ha demostrado que un sueño pueda ser compartido…

      -Lo que no es imposible si la historia convence - retruca sin mucho fundamento el ingeniero. Y completa,  irritando a su ilustre visitante: - Lo que no me resulta muy   verosímil es el supuesto de que las mujeres tengan sus propios  héroes, que para nosotros serían los villanos de siempre.

      Al advertir que había hablado en demasía, el ingeniero se inclina solícito y, en señal de reconocimiento por el silencio (ni bien terminó de hablar había esperado la reprimenda), carga con tono obsequioso la copa de su acompañante. Saluda con el vaso y bebe, echándose hacia atrás en el confortable sillón de cuero. Pero, hostigado por una idea  irresistible, arremete nuevamente, adentrándose en  terreno peligroso:

     -¿Quiere oír ahora una historia  de mi autoría que  podría minar su aseveración?

     - ¿De su autoría…?- No cabe en sí el escritor ante la audacia manifestada por el ingeniero. “Estos aficionados que garrapatean hojas y hojas con la inocencia de un angelito, y después demandan la atención de los profesionales…” Bebe un largo trago y define tajante.-  Si es corta, que tengo que volver a la estancia y ya se está haciendo noche, ingeniero…

      - Ahí va, escuche-, avanza éste, que no se amilana frente a gestos adustos del pelo y marca que fueren. Abriendo el cuaderno donde registra habitualmente los sueños, lee:

El pájaro y la dama

      “Después de una cena frugal y una breve lectura, para evitar las pesadillas, el matrimonio duerme.  Él sueña que es un pájaro, y revolotea sobre una  ciudad cuando las primeras luces del alba  disuelven poco a poco la bruma que la cubre. Se aleja hacia las afueras y, desde lo alto, reconoce el techo de tejas de su casa, enmarcado por el oscuro piso de lajas de la abierta galería. Registra el parque y, más allá, el angosto y tortuoso camino vecinal. Sí, es su ciudad, su casa. Alborozado, decide bajar,  y comprueba que la ventana del dormitorio principal está abierta de par en par. Hacia allí se dirige con vuelo vertiginoso. Planea el último tramo; agita las alas con un elegante movimiento antes de cerrarlas y termina posándose con suavidad en el alféizar de la ventana.”
      “Ella sueña que está sola en la casa. Su marido bajó al centro de la ciudad solicitado por un negocio impostergable y no volverá hasta el día siguiente. Temerosa, recorre las habitaciones, colocando cerrojos y llaves en todas las puertas hasta llegar a su cuarto. Allí, abre la ventana para disfrutar del fresco de la noche y luego se recuesta en la silla mecedora, con una escopeta descansando sobre sus faldas, y  se adormila. Amanece. De pronto, un enorme pájaro aparece con gesto aparatoso  en el marco de la ventana. Ella se sobresalta,  apunta instintivamente el arma hacia allí y dispara.”
      “Ambos despiertan bruscamente y se incorporan con violencia, apoyándose sobre los puños que mantienen apretados contra el colchón,  los brazos rígidos. Encienden la luz  y se miran, inmóviles, perplejos,   sin poder avanzar en la comprensión del  sucedido, aturdidos aún por la conmoción que el disparo de la escopeta provocara en sus respectivos sueños.”

 

      - ¡Pero, ché…! Esas son gansadas que no se las traga ni un chico de escuela, ingeniero- remata con tono sentencioso el escritor antes de alejarse de la casa. Como lo intuyera desde las primeras frases, ha confirmado el despropósito, y busca desprenderse de ese gustito amargo  que la velada ha depositado como al descuido en su interior, siempre tan razonable, desapasionado, objetivo. Más allá, saluda con una mano alzada, sin volverse.”Aunque no puede dejar de reconocerse que la historia está medianamente bien contada,  es bastante ingeniosa, y lo más significativo, es breve”, farfulla para sí, congratulándose con el flujo interior de una inesperada condescendencia que lo sorprende antes de subir al automóvil. Pero, casi inmediatamente: “Caramba, ché, al fin y al cabo uno es escritor y tiene la obligación de asumir siempre un  juicio crítico sin concesiones… ¿No le parece, ingeniero?” Y sonríe con una mueca de alivio al ponerse en marcha. “Sueños compartidos. ¡Qué ganas de joder con esas especulaciones! Si yo me resolviera, que no es el caso, a escribir un cuento de tal suerte… ” El escritor enfoca la vista en el callejón que iluminan  dos faros algo descentrados, sintiendo en la espalda lo desparejo de las precarias huellas flanqueadas por enormes eucaliptos, y comienza a imaginar el almuerzo tardío del próximo lunes con María Pía en el habitual restorán, nada especial  pero discreto y bien ubicado en el tradicional barrio porteño de la Recoleta.

      Adentro, el ingeniero junto al fuego agonizante de la chimenea, con un vaso ya vacío en una mano y el cuaderno en la otra. Se inclina hacia las brasas y deposita el cuaderno sobre ellas, que comienza en seguida a emitir una columna espesa de humo que excede la boca de la chimenea e inunda el ambiente, hasta que el fuego regresa ganador con lengüetas multicolores, originadas quizá por la cobertura plástica de las tapas. El ingeniero mira el vaso, y recuerda algunas frases de su amigo: “El abecé de una buena historia…“ Sonríe,  suspira hondamente y se incorpora en busca de la botella, sacudiendo la cabeza como quien procura despegar pensamientos  reiterativos que no terminan de retirarse.

 

Una cena memorable

 

Sucedió a fines de la década del 70, o quizá antes, no lo recuerdo bien.  Había transcurrido una tarde largamente apacible con Silvina en su piso de la calle Posadas. Comentábamos algunos cuentos rusos y ella hablaba entusiasmada de la publicación reciente de una novela local.  Con nostalgia evocamos de a ratos el mar en invierno,  se hizo tarde y Silvina me invitó a cenar. Ya me había quedado en otras oportunidades,  compartiendo junto a Borges y Adolfito una mesa para comer, observar y callar.

-Te quedás-. Más que una invitación era una orden, pero la sonrisa de ella diluía cualquier semejanza con algo imperativo.

 -Si usted lo dice…- deslicé. Nunca pude tutearla.

-Hay sopa de fideos y  bifes a la plancha con papas hervidas…No es muy divertido el menú, pero nunca fui muy ducha en esos menesteres… ¡Como ama de casa soy una negación!

-Yo como cualquier cosa- contesté, y ambos reímos.

 Avanzábamos con el segundo plato y Adolfito se quejó de pronto de la escasa cocción que presentaban las papas, pero  no interrumpió el diálogo literario con Georgie.  Silvina no se dio por aludida y muy de vez en cuando intercalaba alguna observación breve de cualquier cosa no doméstica. Yo mordisqueaba un bife demasiado cocido (Adolfito tenía razón, las papas necesitaban unos minutos más de hervor...), y un momento de silencio universal,  de palabras, no de ruidos de cubiertos contra los platos,  me provocó y la observación surgió sin mediar la voluntad,  como si de un reflejo tusígeno irreprimible se tratara:

-Adolfito, usted,  al final del cuento El héroe de las mujeres dice que no son posibles los sueños compartidos, o algo parecido…- Me miró y detuvo el ciclo masticatorio. Sonreía con una mirada curiosa.

-Digo que “hasta ahora no he oído hablar de sueños compartidos, que el sueño es una de las poquísimas cosas que podemos llamar nuestras…”-.respondió casi  textualmente. Y al rato siguió: -Fijate que el protagonista “ni siquiera los tuvo con Laura, que era parte de su vida”.  ¿A qué viene tu observación…?- demandó con curiosidad y se enfrascó nuevamente en el bife, dejando las papas a un costado del plato.  Borges indagaba su memoria mirando hacia arriba y moviendo negativamente la cabeza al no encontrar referencias válidas.

-Recientemente he leído un cuento- mentí- donde se establece esa posibilidad…

-¿De quién…?- La mirada aguda de Adolfito esperaba la respuesta antes de volver a la carne, ya fría. Me demoré, más por la sorpresa que debí prever antes de hablar, que por el tono de la pregunta. Decidí  entonces tirar la pelota afuera.

-No lo recuerdo. Una antología que encontré entre usados de la calle Corrientes lo recoge- seguí inventando-. Me parece que de un autor inglés de fin de siglo…- Tiraba el anzuelo hacia la otra silla…

-¿Será de...?- intercaló Borges. Aquí intervino Silvina desde mi costado derecho.

-¿Y qué dice el cuento…?- Yo no quise mirarla; sospechaba que al hacerlo ella rompería en una carcajada incontenible y yo tendría que salir corriendo de allí para no volver nunca más. Concentrado en  un centro de mesa inexistente donde una jarra sin demasiado atractivo con abundante agua de canilla me prestaba atención, expuse en voz baja, casi sin voluntad:

- Se trata de un matrimonio;  ellos duermen solos en su casa. Él sueña que es un pájaro grande, que sobrevuela una ciudad y, desde arriba, reconoce su casa, baja y se posa en el alfeizar de una ventana que encuentra abierta. Ella sueña que está sola en la casa, pues su marido está de viaje. Temerosa,  recorre las habitaciones cerrando puertas y ventanas con la escopeta bajo el brazo. Al llegar a su cuarto,  antes de sentarse en la silla mecedora, abre la ventana para respirar el aire fresco de la noche. De pronto, un pájaro enorme se asienta en el alfeizar de la ventana aleteando con el sordo sonido de las alas  desplegadas. Ella alza la escopeta, apunta y dispara. Ambos esposos se incorporan en la cama, bruscamente, encienden una luz y se miran sin comprender,  sobresaltados y aturdidos aún por el efecto que el disparo ha producido en sus respectivos sueños…

Silencio en la mesa. Borges, mirando hacia el cielo raso y tartamudeando un poco, dictaminó:

-Ingenioso, bastante ingenioso…

 -Tiene una falla central- agregó inmediatamente Adolfito-. Nadie puede soñar que es un pájaro…Esas son argucias literarias. Sigo sosteniendo lo que decía “don Nicolás”- y soltó una breve risa.

-A mí me gustó- deslizó Silvina, y acto seguido me invitó a tomar café en  la cocina. Allí:

-Así que un inglés…ja,ja,ja- y seguidamente abrió la ventana  de par en par. Me tomó de una mano,  trepamos a la mesada, nos deslizamos al alfeizar de la ventana y, ya de pie,   exigió, cerrando los ojos:

-¡Soñemos! ¡Soñemos juntos!- Y como dos  enormes pájaros negros nos lanzamos al aire desde el quinto piso y sobrevolamos el antiguo edificio gris de departamentos de la calle Posadas, la plaza Francia con sus enormes y añosos árboles y,  antes de despertar, bajamos para posarnos suavemente en un banco.

Charlábamos de no sé qué cosas cuando los vimos llegar, caminando lentamente, Borges con su bastón y Adolfito tomándolo del brazo. Se sentaron en otro banco y siguieron conversando hasta que se pusieron de pie. Entonces,  Adolfito llamó  a Silvina para emprender el regreso.   

 

 

 

 

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