viernes, 30 de octubre de 2015

Happy Hour

   Cerca de un mediodía horrible por demás, arribas a la ciudad. Frío, lluvia y viento castigan parejos. El centro, lleno de gente que te va sacudiendo puntazos en la cabeza al caminar, con los piquitos hirientes de los paraguas. “Un asco”, piensas mientras cuidas los ojos,   e  ingresas apresurado a un edificio, buscando protección. Allí te golpea bruscamente el contraste: “¡Caray! Vine con demasiada ropa....me voy a cagar de calor... y desensillar acá es medio imposible”. Llegas y se te ocurre que te invitan a  entrar. Transcurre media hora con música funcional y caras bonitas de figuras estilizadas que cruzan por delante a buen paso. “Aquí se trabaja”, delatan, “o es un curro bien armado”.  Al destrabar las piernas, te sube una urgencia conocida: “¿Quedará muy mal si  pido  de ir al baño?”El grito de la vejiga  te anima. “Sólo para el personal”, es la helada respuesta. “Abajo hay un bar...” “Claro, preciosa, yo también lo vi. Pero si no te sentás a tomar algo, no te dejan usarlo”,  murmuras. “En media hora regreso”, le adviertes a una en voz alta; asiente sin mirarte. “Ma sí, todo da igual” escupes en el ascensor, con una puntada aguda debajo del cinturón. El ascensor, terrible prueba para estos trances. Agudiza hasta el colapso cualquier urgencia. Entras casi terminal al bar. Solicitas al pasar un café en la barra, y preguntas por el baño con desesperación. Con un cabezaso el encargado  te lo señala, sin dejar de lustrar las copas con energía. Ya las gotitas se han anunciado a través del pantalón, peligrosa y fría avanzada. El alivio es rápido, abundante y satisfactorio. “Menos mal que hoy la próstata arrugó y dejó cancha libre...”, y sonríes al recordar la causa. “Y...se  hace lo que se puede”, y canchero, sacudes, te enderezas hinchando el pecho, guardas  y sales. El frío que viene de la húmeda  entrepierna te baja los humos. Y lo completa el encargado cuando pasas desmemoriado, frente a la barra: “¡Hey, jefe,  no se olvide del café!”. Arriba:
     “No, ya el señor gerente  se retiró”, te recibe una beldad con tono helado. Con un hilo de voz, que no se sabe si precede al trueno, preguntas: “¿Y no va a volver...?” “Sí, dijo que en dos o tres horas estará por acá”, alivia ella, pero luego: “No, no se lo puede molestar por el celular, órdenes terminantes”. Dejas los originales sobre el escritorio, y prometes regresar.
       El centro, sucio, plomizo, vaporoso, de ruidos estridentes a cada paso  cubre todo con un velo como una preanestesia. La inercia  te lleva hasta una pizzería. Pides dos porciones de jamón y morrones, con fainá, y agua mineral sin gas; de parado nomás. Odias sentarte  y esperar al mozo quince minutos para que se digne llegar hasta tu mesa, y otros quince para que traiga el pedido. Una heladería te invita con el postre. “¿Con  este tiempo?”, diría la abuela. “Te vas a enfermar, m’hijito”. “Deje, abuela”, contestas mirando esquivamente hacia el cielo, “peor de lo que estoy...” Sin aclarar la patología  de tu aciaga figura, ingresas en una librería de usados, lamiendo los últimos fragmentos de un helado de limón. En la mesa de saldos por un peso encuentras Palmeras Salvajes traducido por Borges, y consideras que ya  te ganaste el día. Caminas por la calle Lavalle, peatonal y turística. Pasas frente a una sala de cine condicionado. Entras, y buscas en la oscuridad, escuchando suspiros varios, un asiento alejado de la gente, escasa afortunadamente. Todos xy. En la pantalla una señorita jadea y un mocetón hace que le pega y otras cosas, con gesto airado. “Me parece que esta película ya la vi”, piensas al sentarte. Pero como sólo buscas un sillón, vale, aunque la música resulte harto monótona. Sonríes al relajarte, tirando los pies por debajo del asiento de adelante, y apoyando la nuca en el espaldar:”Hay que ser boludo para venir al centro en un día asqueroso, y bancarse el garrón de esta gente de la editorial; si uno ya sabe cómo va a terminar...y encima, con la hiperacidez por la pizza, caer acá...”, y sueltas una apagada carcajada, antes de cerrar los ojos. Los gritos y jadeos se suceden allá adelante, variaciones sobre un mismo tema. Te dejas llevar por imágenes interiores, que no coinciden con las de la pantalla. “Debería intentar unirlas; podría ser interesante”. Fijas otra cara en la de  la señorita, y el musculoso y bien armado adonis que pareciera estar ayudándola a trasponer un sitio estrecho por demás, comienza a parecerse al concepto algo escuálido que encuentras más que a menudo en los malditos espejos. Recoges las imágenes de la película más curiosas, cierras los ojos y en tu cerebro  haces la transmutación,  para armar tu propio montaje.
     Despiertas. Alguien come pochoclo  o pop corn, cuya varanda te inunda desde un costado. Y otro alguien se mueve de manera poco habitual para un cine tradicional. Te incorporas con dolor en la nuca, en el cuello, en la cintura, en los pies. Chistan desde atrás, te agachas, y sales. El aire frío y las gotitas en la cara te despabilan. Falta una hora. Llamas con el celular: “No, aún no ha llegado”. Vuelves a pasar por la librería. Hoy parece que es tu día de suerte. Consigues el  Herzog, de Bellow por cinco pesos. Estás hecho.
     El gerente entra como una tromba, bien trajeado, mejor peinado y recién bañado, con abundante loción. “Debe venir de un telo, así que acá falta una” piensas casi acertando. Habla por teléfono, da órdenes a diestra y siniestra, y luego de mirar el reloj con detenimiento, como si a través de él quisiera también prescribir algo, estira las manos unidas sobre el escritorio, y con un gesto de la cabeza: “¿Y bien?”. “Tengo esto”, respondes con una voz que intenta afirmarse carraspeando. Y él  toma  el hilo: ·”...que es...” “El manuscrito del que le hablé”. Lo sopesa como si el valor de su contenido pudiera tasarse como  papas o manzanas, y pregunta: “¿Y qué quiere que hagamos con él?” “Publicarlo, si vale la pena”. “Pero usted sabe que nosotros no corremos riesgos con gente desconocida; que nosotros vendemos lo que se vende”. “Quizá algún día se venda bien, y haga con  eso un buen negocio”. “Sí, quizá, pero por ahora...a menos que usted desee hacer una inversión en su libro...” Se incorpora en el asiento, sus ojos cobran brillo nuevo, y la carpeta pasa a ser sostenida con ambas manos. “Yo, inversión, imposible en este momento, pensé que...” Él vuelve al reloj con un gesto amplio y decidido, estira una mano para entregarte tus originales y la otra en señal de despedida. Al salir, ni el “chau, chicas”, te responden las beldades. Se limitan a oprimir un botón secreto que abre la puerta con un chillido.
    “Final anunciado”, pronuncias con  calor pegajoso  en un ascensor atestado en el descenso de las seis de la tarde. La calle Reconquista te absorbe con sus edificios opacos, llovidos y  casi en tinieblas. El cielo que se adivina allá muy arriba sigue encapotado. Pierdes el rumbo del estacionamiento y debes volver. Pasas por un sitio colmado de gente. Llega música desde su interior. Luces de neón en impecable inglés británico anuncian el producto de moda, la copa doble, el dos por uno, la hora feliz made in argentina. Te pica la curiosidad y entras. El pizarroncito al lado de la barra anuncia las bebidas del día. El ambiente pretende recordar algún sucucho de la ciudad de Joyce, mezclando maderas, verdes y cristalerías. Memorabilia de cervezas y whiskeys desconocidos dan un sabor auténtico al imperio invasor de 1807, “pasaron por acá mismo cuando los cagamos a cascotazos”, y  sonríes ante la supervivencia del más hábil. Llegas con dificultad hasta la barra. Cerveza se ofrece. Ya no la guiness o kelkenny, aptas para otros tiempos de bonanza; tragos daikiri o sex on the beach, el dulzón sabor de preferencia femenina, lo mismo que el new age. Varones, además de la cerveza, gastan fernet con coca, y los más viejos o  los yuppies new rich encaran como trago una buena medida de whisky importado, on the rocks, o solo. Hay quienes miran este último trago como un emblema del esnobismo porteño más rancio. Todo el clima evoca una nostalgia por el uno a uno, y los viajes regalados a Europa.
     Consigues un asiento en la barra. Apoyas el manuscrito encima de la madera lustrosa, y pides algo luego de quitarte el impermeable y aflojar el cuello de la camisa. Un vaho tibio y cargado sube desde allí. Te encoges de hombros. En el espejo te adivinas, no demasiado presentable, entre la variedad de botellas multicolores. Miras hacia un costado y la ves. Sola. Fuma de perfil y eleva al aire una perfecta columna de humo. Bebe algo indescriptible con pequeños sorbitos. El pelo, largo y negro, le cae con gracia sobre unos hombros que sostienen con  naturalidad un elegante vestido. Sobre sus piernas descansa un tapado de piel como perrito faldero.. El aro dorado pende de una oreja perfecta. Cuando sonríe, te recuerda a alguien conocido, que mejor no recordar. La puntada en el estómago anuncia una nostalgia mal olvidada Te quedas con el vaso en mitad de camino. Se vuelve, frunce el ceño y te encara.
       -¿Qué...tengo monos en la cara?- Sacudes la cabeza y bebes, sin dejar de mirarla.
       -No, monos precisamente, no. Todo lo contrario- contestas. Sonríe nuevamente. Fuma y vuelve a beber. Entonces dices alguna estupidez como:
        -No, los monos se fueron cuando llegaron los ángeles.
       -¿Es poeta, por casualidad?
       -Dios me valga, niña, no, nada que ver...
       -Señora...-y torna al vaso hasta terminarlo.
       -Señora y niña, para mí- y luego-: ¿Sola?
       -Haciendo tiempo- y observa el Gucci negro de bordes dorados en la muñeca.
       -Gran cosa es hacer el tiempo...yo, que lo pierdo casi constantemente... ¿Quiere otro?-ofreces con el vaso, y terminas el tuyo. Ella acepta y convida con un cigarrillo. Hace un par de años que lo dejaste, pero consideras que ésta es una buena oportunidad para volver. Las primeras bocanadas de humo te hacen flotar en una niebla por momentos silenciosa, y la náusea aprieta desde debajo del cinturón. Otro trago muy largo, y te vuelves para mirarla bien. Vale la pena.
        -Mi marido, sabés, es un gran economista y dentro de un rato presentará un libro en la Cámara de Comercio-. El tuteo te permite acercar unos centímetros el asiento.
        -...de economía, supongo- completas.
        - Claro, ¿de qué va a ser?- el  gesto de ella no alcanza al descrédito. Agrega:- Es un hombre muy inteligente-. No sabes si te la dio servida, o si de veras es inocente, cosa que no logra aparentar. Mueves la cabeza; la frase tiene que caer exacta..
           -Si  tiene  a su lado a alguien como vos, nadie osaría  dudar de su talento, y mucho menos de su buen gusto...
            -Ja, ja,ja,ja- ríe sorprendida. Se vuelve y te mira, casi por primera vez. No se detiene demasiado en tu aspecto por debajo de la barbilla.- Te cuento: es inteligente a pesar mío. Soy, lo que se dice, su peor  fastidio-.Mira hacia delante, suspira  e inhala una bocanada enorme de humo.
             -No lo parecés. No creo que  nadie pueda pasarlo mal con vos... ¿otro?- ofreces nuevamente. Ya el regreso parece lejano, improbable, impredecible. Y no te importa.
             -No dije exactamente eso, pero no se puede descartar que no esté próximo al colapso... ¿Y vos, también escribís?- dice, observando tu carpeta.
             Ella vuelve a fumar y ofrece. Aceptas. El mareo se estabiliza en un lánguido estiramiento de vísceras huecas.
             -Sí, escribo en algunos pasquines, y hago argumentos para otros. Comento basura preparada en forma digerible, y en mis ratos libres, o no libres, me dedico a  estas cosas para mí- y le señalas con los ojos el manuscrito. Ella acerca una mano y la dejas hacer pero le adviertes:- Su destino es  algún canasto de papeles.
             -¡Ahhh! ¡Sos más romántico que una mazurca de Chopín!- y ríe, entusiasmada, hojeando las cuartillas. De pronto se detiene y lee: “Todos los sentidos hacia fuera para  acallar ese rumor interior, el zumbido incesante del monólogo, o el de la plática entre fantasmales personajes. Todos los sentidos hacia fuera. Y con ellos en punta, el grito, y más allá el reposo, el verdadero reposo”.
         -¡Wow!-  emite con un largo soplido, y te mira, con la boca entreabierta, los ojos inquietos, una línea que desciende se ha formado en la piel  junto a su boca. Piensa, y muy rápido. -¡Parece que sos bueno  de verdad! Y además...
         -Querida, si fuera bueno ya estaría en la las librerías, o por lo menos en la imprenta...
          -Bueno y llorón...
          -Y viejo, gastado, y aburrido de todo, y más que nada, de sí mismo...
          -Bueno, llorón y nihilista. Un romántico incorregible. Aquí adentro deben haber delicias incunables...-y sonríe entrecerrando los ojos, llevando el texto doblado a la mejilla. Ya es suyo.
          -Te lo regalo, autografiado y todo.
           -¡Dale!-, y garabateas en la primera hoja algo así como tu nombre. Por encima de los lentes la interrogas con la mirada.
           -¿Para...?
           -Poné: Para G, y con eso me basta. Pero agregá tu teléfono, o tu mail, así te cuento mi impresión luego-. No terminas de escribir cuando ella se larga del asiento con una agilidad inesperada. El animalito faldero salta de sus brazos, se estira y se le integra  con rapidez y naturalidad. De pie, ella resulta aún mejor.
           -¿Así que sos la pesadilla de tu marido.....? No debe ser el único....
            - ¡Ja, ja,ja,ja!- se vuelve y te besa con sonoridad.-¡Chau, hermoso!- y sale hecha un torbellino.
               Terminas tu trago, apagas el cigarrillo, respiras hondo. "Podría haberle regalado el Herzog, para que lea algo decente", te lamentas.  Pagas y pasas al baño, largo y tendido. Te  refrescas la cara, el cuello, las orejas, el pelo, las muñecas, y sales.  El frío se te cuela por la cintura y te cubres con el impermeable.

          ¿Hacia dónde? Una buena pregunta. “Podrías ir a darte un buen baño caliente, para empezar”, escuchas desde algún rincón interior. Una baldosa suelta de la vereda te salpica con su helado grito invernal debajo del pantalón, y gruñes una puteada hacia abajo. Todo ha vuelto a la normalidad.

(del libro Mujer, 2004, ed. Dunken)

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