domingo, 21 de diciembre de 2014

Tarjeta Sube



     Don Aparicio fue invitado por su consuegro a almorzar un domingo en la capital, con motivo del festejo en familia de los cuarenta años de casados. Se emperifolló bien desde temprano, eligió ropa limpia y planchada, se había bañado antes y recortado la barba ya canosa, peinado con fijador, y cerca del mediodía partió desde su chacra de Mercedes por la ruta cinco, silbando bajito. Entretanto, el motor de la chata no sonaba bien. Carraspeaba de vez en cuando y fumaba por el escape un humo negro de mala combustión. “Mañana mismo la dejo en el taller de Carlitos”, se dijo, “total, pa lo que tengo qui´hacer, me lah´arreglo con el trator”, y se largó por la autopista antes de llegar a Luján. Llevaba un regalo en el asiento del acompañante que doña Carmela le había comprado para la ocasión, ya que la viudez lo había dejado un tanto desprotegido en esta materia, y doña Carmela, separada pero muy ducha para arreglárselas sola con el negocio y los hijos ya mayorcitos, era muy gaucha para con él, y siempre dispuesta. Sonrió al recordarla, encendió un cigarrillo y se dejó llevar por la ruta, siempre por la derecha porque a ochenta o noventa, no se puede otra cosa...

    Almorzaron cosas sueltas pero muy ricas, a servirse uno; había mozos que reponían los manjares y alcanzaban bebidas. Fiambres de todo tipo, hasta reconoció chorizo mercedino,  empanadas, pizza, carnes calientes mojadas en salsas varias, buen vino, tinto y blanco. Conversó unir rato con su consuegro, quien le preguntó por la marcha de la chacra, un tanto preocupado por la situación financiera del padre de su nuera, pero sin dejar entrever su verdadero pensamiento para no adquirir compromiso alguno. Después charló con su hija, a quien encontró un tanto distante. Lo contemplaba frunciendo el ceño, con extrañeza, como calculando si había sido buena idea invitarlo a esta reunión. Se despidió temprano, pues deseaba volver al rancho y atar al Gateado para salir a trotarlo un rato con la fresca, cuando el sol comienza a colorearse por detrás de los enormes eucaliptos y se levanta una brisa suave que hace relinchar de contento a su pingo cuando salen montados, dos en uno nomás…

     Pero la chata se negó a arrancar en el estacionamiento. Con “un empaque a lo toro”, tosía, bufaba, de golpe hacía algunas explosiones que lo envolvían con un humo acre, pero nada, no quería tomar ritmo para el regreso. Debió dejarla allí y volver al departamento del suegro de la hija, quien le recomendó volverse en ómnibus: “Tomás el 57 en Palermo, frente a la Rural, y te deja en Mercedes. Yo me ocupo mañana de que te arreglen la chata y te llamo, no te preocupés…” 

     Consiguió subir a un taxi enseguida en la avenida;  los domingos abundan los taxis libres, y al rato bajaba en las cercanías de la Rural. Mucha gente caminando, circulando, paseando. Preguntó por la parada, la encontró y se acercó a una casilla que le señalaron, a unos pasos de la parada, para sacar el boleto. “No, yo no vendo boletos, eso ya no va más, jefe”, le contestó un aburrido empleado que encontró sentado en un banco, en un sucucho de dos por dos, caliente como un horno. “Tiene que usar la tarjeta Sube”, sentenció finalmente el hombre. “¿Qué..., no puedo comprar el boleto, don?”, preguntó ya algo angustiado. “No señor, no hay boletos, ¿no lo sabe? Se acabó eso, tiene que usar la tarjeta Sube”. “¿Y si no la tengo…?”, preguntó inútilmente. “Pues, tome un taxi o empiece a caminar…”, le respondió el hombre,  volviendo a la lectura de una revista. “Y dígame, ¿dónde consigo esa tarjeta Zube?”. El hombre, sin levantar la vista de una foto que mostraba carnes femeninas generosamente, “vaya allá enfrente”, y señalaba del otro lado de plaza Italia, “busque un kiosco abierto y cómpresela. Y vea, le voy a recomendar que no venga otra vez a la capital sin esa tarjeta…y menos en domingo...”, y dio por finalizado el diálogo. Don Aparicio cruzó hasta la plaza sin fijarse en las líneas cebra, y recibió más de un bocinazo e insultos por parte de los ocasionales automovilistas. Cruzó entonces por donde debía la avenida Santa Fe, encontró un kiosco abierto pero…”no, aquí no vendemos esas tarjetas, pruebe en la esquina…”, pero en la esquina había un negocio de ropa cerrado. Empezó a deambular hacia puente Pacífico, y a quien preguntaba obtenía la misma respuesta. Una amable señora le sugirió buscar una farmacia pasando la Juan B Justo, “vió, hace dos cuadras desde la avenida, en Humboldt, en la esquina, hay una farmacia que las vende”. Partió luego de agradecer el servicio, y a los pocos metros encontró otro kiosco. Compró un atado de “Particulares”, y preguntó, ya más por hábito que por otra cosa, y, oh sorpresa, la chica vendía tarjetas Sube. Cuando tuvo en sus manos la tarjeta mágica, sonrió por primera vez en la tarde. Se secó el sudor de la frente con el pañuelo, encendió un negro, y oteó el horizonte de cemento, autos y gente, para estudiar el regreso a la parada del ómnibus sin inconvenientes. Llegó hasta la casilla y enfrentó sonriente al hombre, que seguía enfrascado en su lectura. “Ya la conseguí, jefe, ¿Me la carga?” “Pero usted no entiende nada, don... ¿No ve que yo no cargo esas tarjetas...?, se la tienen que cargar donde la compró”. Don Aparicio chupó fuerte la última pitada del negro, exhaló el humo hacia un costado, y con voz pausada: “Vea, jefe, a ver si nos entendemos… Yo pregunto bien, usted me contesta bien y, todos contentos, ¿no le parece?” “Por eso es que le digo que yo estoy aquí para controlar los vehículos, y no para cargar tarjetas…” “Ajá, hubiéramos empezado por el principio, y no andaríamos a las enredadas como ternero entre alambres caídos…” El hombre fijó la mirada en Don Aparicio y exclamó, “¿usted me está cargando o qué…? Él se volvió, ya decidido a cruzar una vez más las avenidas y musitó un “chau, morite en tu cueva, reventado de m…” mientras caminaba hacia la avenida Santa Fe, ya buscando las líneas cebra y el semáforo en paso libre. Al pasar junto a la estatua ecuestre de Garibaldi miró hacia arriba y le pareció adivinar una sonrisa sardónica en sus labios. “No te rías tanto de mí, vos, que creo te la pasaste bastante pior por estos pagos…”, musitó como al descuido y el héroe italiano pareció inclinarse sobre su caballo con gesto condescendiente.  

         En el kiosco, la chica le informó que no tenía “sistema”,  por lo tanto, no podía cargar la tarjeta. “Ahhh, no hay sistema”, y recordó que varias veces le habían respondido en el banco de la misma manera cuando iba a cumplir con una obligación o a sacar plata. “A joderse, entonces”, pensó, y ante la pregunta de si ella conocía algún sitio que cargara tarjetas Sube un domingo, el gesto de ignorancia del bonito rostro femenino habló por sí solo. Empezó a caminar hacia esa farmacia que le habían señalado anteriormente, cuando en un kiosco de revistas vio a tres señoras mayores conversando y se animó. “Disculpen, señoras, la interrupción…”, y las tres se volvieron sonrientes hacia él, “pero ando medio perdido con esto de la tarjeta Sube”, y blandía entre los dedos el plástico que todavía se negaba a convertirse en pasaporte para regresar al rancho. “¿Sabe alguna de ustedes dónde puedo hacerla cargar…?” Y las tres, casi al unísono, le respondieron señalando la boca del subterráneo: “Claro, señor, allí, en el subte…” “¿Tengo que viajar en subte…?”, preguntó confundido. “Nooooo, señor”, y largaron una carcajada que contuvieron con la mano en la boca,  “perdone” se disculparon, “en la ventanilla se lo venden”. Y ya partió raudo hacia las escaleras descendentes de la estación plaza Italia de la línea D luego de agradecer el dato a las damas. Llegó a la ventanilla y al entregar la tarjeta para la carga, “no, señor, no me la dé, apóyela en el vidrio y dígame cuánto quiere cargar…” “Póngale cien pesos, por las dudas…” Y un visor le indicó la carga de los cien pesos. Regresó a la parada apurando el paso y allí encontró milagrosamente un colectivo 57 Expreso hasta Mercedes que parecía estar esperándole. Ascendió al vehículo y le mostró la tarjeta al conductor como quien ingresa a un país desconocido con nuevo pasaporte. “¿Hasta dónde va?”, la pregunta lógica que respondió sin dudarlo: “Hasta Mercedes”. “Bueno, apoye la tarjeta allí”, y el hombre le señaló un sensor luminoso. Lo hizo, y con un pitido breve obtuvo su pase libre. 

       Saboreando el triunfo, caminó lentamente por el pasillo del ómnibus que ofrecía asientos vacíos a ambos costados, y un aire acondicionado que le devolvía el alma al cuerpo. Se sentó junto a una ventanilla, estiró las piernas, y se durmió soñando con ese paseo vespertino con el Gateado, que debería dejar para mañana, pues hoy “ya vamos a llegar siendo noche cerrada…” 


        El conductor del colectivo sacudía el hombro de don Aparicio en la terminal de ómnibus de Mercedes mientras le recomendaba con voz amable:  “Despierte, don, que ya llegamos…”




  

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