sábado, 8 de noviembre de 2014

Introducción a Esa gracia insolente de la ternura

la  novela de A.C.C. que publicó la editorial Dunken a fines de diciembre 2014:

    
         El corazón del hombre, al que algunos de por aquí  señalan como “el bobo” porque aparentemente siempre hace lo mismo, es el órgano más complejo de los humanos. Sintonizado con el cerebro primitivo, esta víscera posee la propiedad de elevar al cielo o descender a los infiernos a su poseedor, a veces, sin transición alguna. A su propio ritmo de sístole-diástole, marca la diferencia entre el amor y el odio, entre la crueldad y la bondad, entre el afán posesivo y el generoso desprendimiento, entre la ternura solidaria y la envidia o la dura  indiferencia, entre la ira y su violencia irracional y el pacífico equilibrio, entre la honestidad y el engaño,  o los entrevera indiscriminadamente. En resumen, marca la diferencia o entrelaza lo que los hombres  denominan  cualidades  y  conductas  humanas   e  inhumanas,  sin comprender cabalmente los distingues de esta definición. Interpretar al corazón, aceptarlo y dominar sus pulsiones oscuras es el desafío más complejo que enfrentamos a lo largo de la vida  los mamíferos racionales. Los antiguos dioses, pícaros, joviales, a veces algo crueles y despóticos pero amigos al fin de los hombres, antes de ser desplazados para ser convertidos en mitos, les dejaron en algún rincón de la aurícula derecha la clave para descifrar el secreto del enigma de lo que se  ha dado en denominar, quizá impropiamente, ”las razones del corazón”. La sabiduría griega nos ha transmitido una vía de aproximación a esa clave, la epiméleia heautóu o inquietud de sí mismo. (*)

         Cuando llegó el dios único, omnipotente y omnipresente, lo primero  que hizo fue tomar esa clave arbitrariamente como cosa suya  y llevársela consigo como atributo extraviado sabrá quién en qué época o avatar pretérito e instauró para el mundo de los hombres el imperio de la noche seria,  plagado de mandatos y convenciones.         

       Dicen que, de tiempo en tiempo, esa clave añora su rinconcito primitivo y, a veces,  cuando el nuevo dueño que la mantiene cautiva está distraído o descansa, ella regresa y con pequeños golpecitos denominados “extrasístoles” por los cardiólogos anuncia su llegada sorprendiendo, alegrando y a veces enajenando a su eventual huésped. Porque éste, al descifrar el enigma del secreto, deserta de la culpa y  los remordimientos implantados en algún reservorio íntimo por mandato superior. Abandona el estigma del  “pecado original”, deja  de solicitar el perdón por supuestos vicios y errores  propios o
ajenos y asume su condición de humano que aprende, desde su personal epiméleia heautóu, a frenar y redirigir sus pulsiones negativas,  oscuras,  sin conflictos, aumentando exponencialmente las otras, las amparadas y estimuladas por el fuego azul de la noche sin relojes.

       Ese huésped, cuando actúa sin disimulos y se ejercita en la parrhesía (decir verdad),  suele a veces transformarse para sus congéneres en un inadaptado social y es señalado poco menos como un criminal o un hereje. Acusado de asébeia, corre el riesgo de ser colgado o decapitado en el patíbulo o quemado vivo en la plaza pública.

Cuando esto sucede, se puede morir en paz. El corazón se siente completo, ha aceptado buenamente su destino. No hay arrepentimiento ni rencor. Sólo una profunda tristeza por abandonar demasiado pronto la vida  que, casi milagrosamente,  se ha aprendido a amar.

            El riesgo que implica reconocer la llegada de la clave deslumbra y confunde al mismo tiempo. Aceptarla aumenta ese trance azaroso. Aprender a utilizarla, no obstante el peligro que carga dicha praxis, retenerla a cualquier precio, vivir de acuerdo con ella aunque en el intento vaya la propia vida, no significa otra cosa que regresar al tiempo que, pienso, entiendo,  se me ocurre, nunca debimos abandonar.  
                                                                                                           a.c.c,  2014
                                                                                                                                         (*) de La hermenéutica del sujeto. M. Foucault (FCE), comentarios sobre la Apología de Sócrates, Platón                                                                                                                                                                                        





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