martes, 18 de septiembre de 2012

Revelaciones



Si el alma existe y debe pasar por su atadura carnal en esta penosa vida precaria y terrenal, es muy poca cosa. Casi nada. Lamentable visión del hombre.  Así, no parece que tuviera ni que mereciera trascendencia. Si, en cambio, el alma es una construcción del cuerpo, una elaboración desarrollada paso a paso con el intelecto, con las emociones y vivencias profundas de cada día de nuestra vida, es el núcleo, el centro de nuestro universo personal, en el cual nos recogemos para regocijarnos de la existencia, única, singular, que nos demuestra que somos parte del Cosmos, que compartimos con lo general nuestro particular modo y sentido del ser, bueno, pues entonces sí vale la pena, se la llame como sea.

Si nos atamos a la voluntad y deseos de un Ser Supremo, perdemos la lozanía y originalidad de nuestra visión particular y única, hacia fuera, hacia el mundo y sus avatares, y  hacia adentro, hacia el microcosmos personal donde nos encontramos con el ser que nos identifica como originales.

Si nos desentendemos de voluntades rectoras foráneas, podemos entendernos desde nuestro entendimiento, y sentirnos desde nuestras propias sensaciones, Pensarnos desde nuestro pensamiento. Amarnos desde nuestro fuego amoroso. Tocamos con nuestras manos, vernos con nuestros ojos,  oírnos con nuestros oídos, y hablarnos con nuestra propia voz. Y ese conjunto, resumen del yo construido desde nuestras células primordiales, gira alrededor de un, digamos,  núcleo ígneo que atrae las sensaciones y pensamientos como un vórtice heliocéntrico que digiere y metaboliza y luego devuelve sus productos esenciales mutados, enriquecidos, para ser percibidos por cada rincón del yo profundo.

Si yo soy yo, en cualquier situación y circunstancia, y nada ni nadie es capaz de extraer de mí una pizca de mi esencia, mi existencia es absolutamente personal, indivisible e intransferible. Ninguna voluntad es capaz de quebrarla, dividirla, dominarla. Entregarla a la voluntad de los dioses, de los hombres, o de un Dios Omnipotente, sería un pecado,  una herejía personal hecha en base a la negación y a expensas de mi propia originalidad.

Somos lo que somos, porque precisamente somos lo que somos. En la decisión de ser, nuestro motor personal se enciende irrumpe y avanza hacia su destino de crecimiento y desarrollo. Ininterrumpido proceso, que sólo la muerte pone fin, porque la finitud es parte de ese núcleo esencial, donde somos al mismo tiempo combustible y la propia combustión. Experiencia finita, tal es nuestro significado último. Y no está en nuestro ánimo ni es de nuestra competencia dilucidar su sentido o su sinsentido, pues nuestro tiempo es el presente, o lo que llamamos realidad. Y así como somos lo que somos, porque precisamente somos así, también no somos lo que no somos. De esta manera, lo otro y la muerte adquieren un mismo significado: Lo que no somos. Pero precisamente no somos para poder ser, integralmente, lo que somos. En absoluta libertad.
Sólo ingresando al núcleo del yo profundo puedo percibirme a mí mismo, y entenderme como  sustancia personal, única y original.

¿Es esto el alma? ¿Es esto espíritu religioso? ¿Es esto percepción y creencia en un Ser Supremo? No lo creo. Es más, esta percepción particular de mi persona es posible porque está exenta de condicionamientos, creencias y ambiciones de trascendencia. Y aparece, libre y potente, porque ha madurado en la experiencia de su propio crecimiento y desarrollo. Y porque se respeta profundamente, tanto como se ama. Y desde allí, comparte. Se ofrece a sí misma como mejor ofrenda, y comparte. No se pierde y comparte. No se aleja de sí y recibe. En el presente sin tiempo, porque cuando el presente es el único tiempo vivible, el tiempo deja de ser tiempo. Y en ese tiempo, que no es, el ser ígneo, el núcleo esencial, el yo profundo, simplemente es.

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