El
abecé de una buena historia
Conversan sobre cuentos y sueños. También hablan de héroes y villanos.
-El abecé de una buena historia es
que esté bien contada, que sea verosímil, y que se extienda estrictamente lo
necesario- señala en un momento del
diálogo el escritor al ingeniero entre
copa y copa. Continúa:- Pero volviendo a lo que usted me decía, hasta ahora, nadie me ha demostrado que un
sueño pueda ser compartido…
-Lo que
no es imposible si la historia convence - retruca sin mucho fundamento el
ingeniero. Y completa, irritando a su
ilustre visitante: - Lo que no me resulta muy
verosímil es el supuesto de que las mujeres tengan sus propios héroes, que para nosotros serían los villanos
de siempre.
Al
advertir que había hablado en demasía, el ingeniero se inclina solícito y, en
señal de reconocimiento por el silencio (ni bien terminó de hablar había
esperado la reprimenda), carga con tono obsequioso la copa de su acompañante.
Saluda con el vaso y bebe, echándose hacia atrás en el confortable sillón de
cuero. Pero, hostigado por una idea
irresistible, arremete nuevamente, adentrándose en terreno peligroso:
-¿Quiere
oír ahora una historia de mi autoría
que podría minar su aseveración?
- ¿De su
autoría…?- No cabe en sí el escritor ante la audacia manifestada por el
ingeniero. “Estos aficionados que garrapatean hojas y hojas con la inocencia de
un angelito, y después demandan la atención de los profesionales…” Bebe un
largo trago y define tajante.- Si es
corta, que tengo que volver a la estancia y ya se está haciendo noche,
ingeniero…
- Ahí va, escuche-, avanza éste, que no
se amilana frente a gestos adustos del pelo y marca que fueren. Abriendo el
cuaderno donde registra habitualmente los sueños, lee:
El pájaro y
la dama
“Después de una cena frugal y una breve
lectura, para evitar las pesadillas, el matrimonio duerme. Él sueña que es un pájaro, y revolotea sobre
una ciudad cuando las primeras luces del
alba disuelven poco a poco la bruma que
la cubre. Se aleja hacia las afueras y, desde lo alto, reconoce el techo de
tejas de su casa, enmarcado por el oscuro piso de lajas de la abierta galería.
Registra el parque y, más allá, el angosto y tortuoso camino vecinal. Sí, es su
ciudad, su casa. Alborozado, decide bajar,
y comprueba que la ventana del dormitorio principal está abierta de par
en par. Hacia allí se dirige con vuelo vertiginoso. Planea el último tramo;
agita las alas con un elegante movimiento antes de cerrarlas y termina
posándose con suavidad en el alféizar de la ventana.”
“Ella sueña que está sola en la
casa. Su marido bajó al centro de la ciudad solicitado por un negocio
impostergable y no volverá hasta el día siguiente. Temerosa, recorre las
habitaciones, colocando cerrojos y llaves en todas las puertas hasta llegar a
su cuarto. Allí, abre la ventana para disfrutar del fresco de la noche y luego
se recuesta en la silla mecedora, con una escopeta descansando sobre sus
faldas, y se adormila. Amanece. De
pronto, un enorme pájaro aparece con gesto aparatoso en el marco de la ventana. Ella se
sobresalta, apunta instintivamente el
arma hacia allí y dispara.”
“Ambos despiertan bruscamente y se
incorporan con violencia, apoyándose sobre los puños que mantienen apretados
contra el colchón, los brazos rígidos.
Encienden la luz y se miran, inmóviles,
perplejos, sin poder avanzar en la
comprensión del sucedido, aturdidos aún
por la conmoción que el disparo de la escopeta provocara en sus respectivos
sueños.”
- ¡Pero,
ché…! Esas son gansadas que no se las traga ni un chico de escuela, ingeniero-
remata con tono sentencioso el escritor antes de alejarse de la casa. Como lo
intuyera desde las primeras frases, ha confirmado el despropósito, y busca
desprenderse de ese gustito amargo que
la velada ha depositado como al descuido en su interior, siempre tan razonable,
desapasionado, objetivo. Más allá, saluda con una mano alzada, sin
volverse.”Aunque no puede dejar de reconocerse que la historia está
medianamente bien contada, es bastante
ingeniosa, y lo más significativo, es breve”, farfulla para sí, congratulándose
con el flujo interior de una inesperada condescendencia que lo sorprende antes
de subir al automóvil. Pero, casi inmediatamente: “Caramba, ché, al fin y al
cabo uno es escritor y tiene la obligación de asumir siempre un juicio crítico sin concesiones… ¿No le
parece, ingeniero?” Y sonríe con una mueca de alivio al ponerse en marcha.
“Sueños compartidos. ¡Qué ganas de joder con esas especulaciones! Si yo me
resolviera, que no es el caso, a escribir un cuento de tal suerte… ” El
escritor enfoca la vista en el callejón que iluminan dos faros algo descentrados, sintiendo en la
espalda lo desparejo de las precarias huellas flanqueadas por enormes
eucaliptos, y comienza a imaginar el almuerzo tardío del próximo lunes con
María Pía en el habitual restorán, nada especial pero discreto y bien ubicado en el
tradicional barrio porteño de la Recoleta.
Adentro,
el ingeniero junto al fuego agonizante de la chimenea, con un vaso ya vacío en
una mano y el cuaderno en la otra. Se inclina hacia las brasas y deposita el
cuaderno sobre ellas, que comienza en seguida a emitir una columna espesa de
humo que excede la boca de la chimenea e inunda el ambiente, hasta que el fuego
regresa ganador con lengüetas multicolores, originadas quizá por la cobertura
plástica de las tapas. El ingeniero mira el vaso, y recuerda algunas frases de
su amigo: “El abecé de una buena historia…“ Sonríe, suspira hondamente y se incorpora en busca de
la botella, sacudiendo la cabeza como quien procura despegar pensamientos reiterativos que no terminan de retirarse.
Una
cena memorable
Sucedió
a fines de la década del 70, o quizá antes, no lo recuerdo bien. Había transcurrido una tarde largamente
apacible con Silvina en su piso de la calle Posadas. Comentábamos algunos
cuentos rusos y ella hablaba entusiasmada de la publicación reciente de una
novela local. Con nostalgia evocamos de
a ratos el mar en invierno, se hizo
tarde y Silvina me invitó a cenar. Ya me había quedado en otras oportunidades, compartiendo junto a Borges y Adolfito una
mesa para comer, observar y callar.
-Te
quedás-. Más que una invitación era una orden, pero la sonrisa de ella diluía
cualquier semejanza con algo imperativo.
-Si usted lo dice…- deslicé. Nunca pude
tutearla.
-Hay
sopa de fideos y bifes a la plancha con
papas hervidas…No es muy divertido el menú, pero nunca fui muy ducha en esos
menesteres… ¡Como ama de casa soy una negación!
-Yo
como cualquier cosa- contesté, y ambos reímos.
Avanzábamos con el segundo plato y Adolfito se
quejó de pronto de la escasa cocción que presentaban las papas, pero no interrumpió el diálogo literario con Georgie.
Silvina no se dio por aludida y muy de vez en cuando intercalaba alguna
observación breve de cualquier cosa no doméstica. Yo mordisqueaba un bife
demasiado cocido (Adolfito tenía razón, las papas necesitaban unos minutos más
de hervor...), y un momento de silencio universal, de palabras, no de ruidos de cubiertos contra
los platos, me provocó y la observación
surgió sin mediar la voluntad, como si
de un reflejo tusígeno irreprimible se tratara:
-Adolfito,
usted, al final del cuento El héroe de las mujeres dice que no son
posibles los sueños compartidos, o algo parecido…- Me miró y detuvo el ciclo
masticatorio. Sonreía con una mirada curiosa.
-Digo
que “hasta ahora no he oído hablar de sueños compartidos, que el sueño es una
de las poquísimas cosas que podemos llamar nuestras…”-.respondió casi textualmente. Y al rato siguió: -Fijate que
el protagonista “ni siquiera los tuvo con Laura, que era parte de su vida”. ¿A qué viene tu observación…?- demandó con
curiosidad y se enfrascó nuevamente en el bife, dejando las papas a un costado
del plato. Borges indagaba su memoria
mirando hacia arriba y moviendo negativamente la cabeza al no encontrar
referencias válidas.
-Recientemente
he leído un cuento- mentí- donde se establece esa posibilidad…
-¿De
quién…?- La mirada aguda de Adolfito esperaba la respuesta antes de volver a la
carne, ya fría. Me demoré, más por la sorpresa que debí prever antes de hablar,
que por el tono de la pregunta. Decidí
entonces tirar la pelota afuera.
-No
lo recuerdo. Una antología que encontré entre usados de la calle Corrientes lo
recoge- seguí inventando-. Me parece que de un autor inglés de fin de siglo…-
Tiraba el anzuelo hacia la otra silla…
-¿Será
de...?- intercaló Borges. Aquí intervino Silvina desde mi costado derecho.
-¿Y
qué dice el cuento…?- Yo no quise mirarla; sospechaba que al hacerlo ella
rompería en una carcajada incontenible y yo tendría que salir corriendo de allí
para no volver nunca más. Concentrado en
un centro de mesa inexistente donde una jarra sin demasiado atractivo
con abundante agua de canilla me prestaba atención, expuse en voz baja, casi
sin voluntad:
-
Se trata de un matrimonio; ellos duermen
solos en su casa. Él sueña que es un pájaro grande, que sobrevuela una ciudad y,
desde arriba, reconoce su casa, baja y se posa en el alfeizar de una ventana
que encuentra abierta. Ella sueña que está sola en la casa, pues su marido está
de viaje. Temerosa, recorre las
habitaciones cerrando puertas y ventanas con la escopeta bajo el brazo. Al
llegar a su cuarto, antes de sentarse en
la silla mecedora, abre la ventana para respirar el aire fresco de la noche. De
pronto, un pájaro enorme se asienta en el alfeizar de la ventana aleteando con
el sordo sonido de las alas desplegadas.
Ella alza la escopeta, apunta y dispara. Ambos esposos se incorporan en la
cama, bruscamente, encienden una luz y se miran sin comprender, sobresaltados y aturdidos aún por el efecto
que el disparo ha producido en sus respectivos sueños…
Silencio
en la mesa. Borges, mirando hacia el cielo raso y tartamudeando un poco,
dictaminó:
-Ingenioso,
bastante ingenioso…
-Tiene una falla central- agregó
inmediatamente Adolfito-. Nadie puede soñar que es un pájaro…Esas son argucias
literarias. Sigo sosteniendo lo que decía “don Nicolás”- y soltó una breve
risa.
-A
mí me gustó- deslizó Silvina, y acto seguido me invitó a tomar café en la cocina. Allí:
-Así
que un inglés…ja,ja,ja- y seguidamente abrió la ventana de par en par. Me tomó de una mano, trepamos a la mesada, nos deslizamos al
alfeizar de la ventana y, ya de pie,
exigió, cerrando los ojos:
-¡Soñemos!
¡Soñemos juntos!- Y como dos enormes
pájaros negros nos lanzamos al aire desde el quinto piso y sobrevolamos el
antiguo edificio gris de departamentos de la calle Posadas, la plaza Francia
con sus enormes y añosos árboles y,
antes de despertar, bajamos para posarnos suavemente en un banco.
Charlábamos
de no sé qué cosas cuando los vimos llegar, caminando lentamente, Borges con su
bastón y Adolfito tomándolo del brazo. Se sentaron en otro banco y siguieron
conversando hasta que se pusieron de pie. Entonces, Adolfito llamó a Silvina para emprender el regreso.
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