jueves, 1 de julio de 2021

Variaciones sobre EL BOOM ETÍLICO


   Hace varios años, más de veinte quizá, sí,  poco antes del colapso económico estrepitoso, final del uno a uno  al ritmo de cacerolas, bastonazos policiales, huidas incomprensibles y festejos vergonzantes,  un domingo 13  de mayo, el diario Pägina 12 de Buenos Aires titulaba así a una serie de artículos  firmados por Horacio Cecchi:

   “No van a cafés, sino a Wine bars. Hacen cursos de degustación para saber cómo y qué tomar. Algunos son entendidos; otros apenas snobs que se lanzan a comprar obsesivamente desde el decateur hasta el recogegotas o el termómetro para botellas. Buenos Aires se ha sumergido en el rito del buen vino y busca aprender a cualquier precio a tomar. Y hasta a escupir”.

   Desde un costado informa del léxico del bonvivant, más allá, de que “el vino no entra sólo por la boca”, y lo que se aprende en los cursos de degustación, las novedades del sacacorchos de uno o dos impulsos, cestillos plateados, apoyabotellas de níquel, termómetros para introducir en el envase, y finaliza con una serie de CONSEJOS PARA NO HACER PAPELONES:

    “Usted es un bonvivant de cinturón ajustado. Más allá de sus tropiezos y vértigos cotidianos, sometido a las decisiones economicistas del más alto nivel (esto poco antes del diluvio defoltiano), ha decidido recoger alguna mínima semilla de todos sus esfuerzos: beber un buen vino cuando la ocasión y el bolsillo lo permitan. Los siguientes son algunos secretos, recomendados por expertos y para seguir al pie de la letra, que le permitirán completar el placer del paladeo con una imagen de seguridad enológica que abrirá relaciones nuevas e inesperadas puertas.

   * En principio, es preferencial un restaurante o bar donde la carta de vinos tenga, al menos, seis hojas o doce páginas.

·        No elija lo más caro, ni por marca. El primer punto prácticamente no tiene límites. El segundo lo puede llevar a un mal trago. No importa que la bodega tenga doble apellido. Si es posible, consulte a un sommelier.

·        Está absolutamente en condiciones de romper los mitos y pedir un tinto para acompañar un plato de mar. El secreto es que algunos pescados como el salmón rosado son grasosos, y el blanco no tiene tanino, sí el tinto. El tanino es el que raspa la grasitud en la boca y el esófago y permite saborear el vino. El blanco en un pescado grasoso no se va a descubrir.

·        Mientras el mozo parte en busca de la orden, explique su extraña elección (tinto/salmón) a su acompañante, afirmando que el tanino se concentra en el hollejo de la uva y es lo que le da el color al vino. Agregue, tras un breve intervalo que alimentará la curiosidad, que el hollejo de la uva blanca se quita porque no tiene  tanino (“justamente por eso es blanca”, afirme con voz pausada y sin temor). En cambio el hollejo de la uva tinta es puro tanino. Si es hombre, provocará una sonrisa de deseo en ella. Si es mujer, considere ganada la partida: usted es única.

·        Jamás tome la copa por la base sino por el tallo o todo lo dicho y hecho hasta el momento se desmoronará inevitablemente. Si su acompañante lo hace, mantenga el rostro impasible, sea tolerante del desconocimiento, y sólo dé el ejemplo mediante sutiles y silenciosas indicaciones gestuales.

·        No se apure a dar el sorbo. El vino debe descansar. Deberá soportar la presión del mozo y de su marido/esposa no experto/a.

·        Si usted es hombre, desaire al mozo habilitando a su mujer a probar el primer sorbo. Deberá acordar con ella previamente. En Francia ya se usa.

·        Observe primero el color, inclinando la copa y sin volcar. Que sea cristalino, brillante, recuerde que el vino tiene piernas (pequeñas lágrimas que surgen al inclinar y levantar la copa. Indican la concentración de alcohol. Cuanto más piernas, mejor.

·        Después de observar, eche por tierra la formalidad y hunda su nariz en la copa. Hundir es hundir. Frunza el entrecejo y medite como un catador para eludir miradas.

·        Si pasó el trance airosamente, el tercer paso, el gusto, será tan sólo cosechar miradas de admiración entre los comensales, y susurros de aprobación entre el sector gastronómico. Incline suavemente la copa en sus labios y pase a lo que siempre supo hacer: tomar vino.

·        Encienda un habano, recoja aplausos y esté preparado para críticas infundadas.

 

 

                                                  Epílogo

 

   Mi primer contacto con esta seductora bebida fue a los doce años, en una fonda de Santos Unzué, un pueblito en el centro de la provincia de Buenos Aires. Luego de un arreo de varias horas, una vez cargados los animales en las jaulas del tren rumbo al mercado de hacienda, concurrimos los “troperos” a almorzar antes de emprender el regreso. Vino y soda regaban un sabroso y cargado asado de oveja. Cuando me puse de pie para salir, percibí la curiosa sensación de que la tierra ondulaba; se acercaba y se alejaba de mis pies, como el lomo de un animal irritado. Mis compañeros montaron y partieron al galope tendido. MI caballo me recibió con mansa resignación. Una vez arriba, avancé en zigzag con piloto automático. Hubo obligadas detenciones por deslizamiento, o simplemente por caídas; el animal, pacientemente, aguardaba con sus cuatro patas quietas, mientras yo vomitaba hasta el alma allí, debajo de su panza sudorosa. Regresaba casi reptando al recado, no sé mediante qué extraño arte de trepar, y así cubrimos en más de un par horas las tres leguas hasta arribar a “las casas”. La conciencia, vaporosa y  crepuscular,  sólo estaba enfocada hacia mi caballo y su esencial función. “De ésta, hermano, te quedo debiendo...”, y palmeaba el cogote, o literalmente me recostaba sobre él. Cuando llegué y se detuvo frente al palenque, caí definitivamente. Al día siguiente desperté con cefalea (se  me partía la cabeza), y con un estado nauseoso que me acompañó  todo el día. Salí, busqué un morral y en el depósito del gallinero lo llené de maíz, robando de la ración de las gallinas del casero. Encontré a mi amigo en un corral, molesto por  el encierro Le calcé el morral y empezó a masticar con goloso crujir de granos. Cabeceaba como saludando, al tiempo que empujaba al maíz dentro de su boca. Luego lo solté en el potrero con la tropilla. “¡Hoy tenés franco, hermano. Disfrutalo!” Regresé en busca de un jarro de café y una aspirina. “¡Cuando los viejos se enteren...!, se deslizó por primera vez en mi conciencia  con viso de tenebrosos augurios.

    Varios años de abstención me costaría ese desliz.

    Es por esto que el “boom etílico” nunca llegó a sorprenderme, ni mucho menos a alterar mi inveterado hábito del tinto con dos golpecitos de soda...¡Ah, sí!, dos golpes solamente.

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