martes, 6 de diciembre de 2016

Variaciones "Felinas"

 TRÍO DE  BOLOS, TRÍO FELINO
                     

     Dormía el domingo por la mañana, cuando una serie de maullidos lastimeros de la gata me forzaron a levantarme antes de lo previsto para abrirle la puerta, pues quería ingresar a la casa. Ella suele pasear todas las noches por los tejados, y entiendo que  tenía hambre y además necesitaba ir al baño,  a su bañoAsí es la cosa:  se acostumbró a hacer sus necesidades en un sitio preciso, en esas piedritas adsorbentes, y no utiliza otro lugar para ello. Bravo por la felina. Bueno, luego de abrirle y acompañarla hasta el lavadero, encendí  música clásica en la radio, e intenté regresar al sueño. Antes fui al baño, pero  ni siquiera me lavé la cara, sólo oriné. Es más, ni abrí los ojos. Todo el trajín lo hice mirando por una pequeña rendija de los párpados. Recuperé la modorra, relajé las piernas, estirándolas juntas, apuntando las rodillas hacia un costado; me abracé a la almohada, y comencé a respirar profunda y acompasadamente. El trío en Mi bemol mayor de Mozart me acompañaba  con simples y a la vez  prodigiosas notas y acordes  en el retorno al mundo onírico. Buscaba el violín detrás del piano, pues había llegado tarde a la presentación; no reconocía  la viola, y me circunscribía sólo al evidente juego entre  el clarinete y el piano. “¿Qué es lo que se escucha en el fondo?”, me preguntaba,  ya desde una playa soleada, o más allá, desde un paisaje de montaña, o desde un jardín dieciochesco,  presenciando una partida de bolos...  Y de pronto recibí sobre mis piernas la súbita presión de las cuatro patas de mi gata negro azabache que, luego de hacer sus necesidades, venía a reclamar "algo". Rehice con el pensamiento el trayecto anterior, como se revierten las escenas en una una cámara de vídeo, y recordé y certifiqué que el recipiente de su comida estaba vacío. Había olvidado  agregarle sus granitos  concentrados de pescado, leche,carne, vitaminas, etcétera (de un olor intolerable, sobre todo antes del desayuno),  con que se  alimenta diariamente, como  todos los pequeños felinos domésticos en la actualidad. Le di un ligero empujón con una pierna (una suave patada) que la elevó por el aire, y cayo al piso sin hacer ruido, con levedad y gracia,  emitiendo un lastimero maullido en señal de protesta. El trío avanzaba con el andante, y volví a buscar el violín dentro de la  asombrosa combinación entre el clarinete y el piano. Recordé súbitamente la escena de la película Amadeus, cuando Salieri hablaba con  admiración de la música de Mozart, y mostraba cómo el oboe,  en la Serenata para vientos, le pasaba con delicada gracia una nota al clarinete, y éste la tomaba para jugar con ella, y el dedo del viejo músico hacía firuletes en el aire... Y desde el aire volvió a caer encima de  mis piernas ella, con sus cuatro patas acolchadas, sin emitir  sonido alguno, sin revelar las uñas tampoco... todavía. Caminó sobre mi cuerpo como sólo ellos saben hacerlo,  comprimiendo suavemente mis exasperantes protrusiones, engañosos resaltes, molestas depresiones. Todo lo salvaba con su habitual parsimonia, y acercó una oscura y vellosa cabeza a mi hombro, que encogí  cuando sentí el contacto de su aterciopelada piel.  Yo intentaba proteger la oreja, apretando el acolchado contra el cuello. Como quien se prueba una prenda muy fina y delicada, la minina hundió entonces la cabeza por debajo de mi brazo;  cuando me volví, ya irritado pues  me impedía dormir, y la miré con furia, sus ojos brillantes, redonditos, de pupila vertical se clavaron en los míos, suplicantes. Movió apenas el bigote izquierdo, canoso, largo y asimétrico, y  maulló quedamente. Quería comer, pero sin fastidiarme demasiado. Apoyó sus manos en mi pecho, y acercó la cara a la mía, ronroneando como un motor bien  calibrado. Vibraba toda desde su garganta, y transmitía un  murmullo suave, que iba transformándose en un grave ronquido.  Cuando abrió otra vez la boca, un  gruñido sordo se confundió con  el trío que promediaba un menuetto angélico, donde la viola se percibía uniendo a los otros dos  instrumentos; parecía una madre tomando de la mano a  sus  hijos traviesos; por momentos hasta jugaba con ellos, participando de una ronda infantil. Pero el clarinete y el piano escapaban nuevamente con dos saltos al finalizar el movimientopara alejarse haciendo pequeñas piruetas en el rondo. La viola los llamaba con insistencia, y ellos respondían con evasivas, preparándose para el allegretto final; viajaban juntos a otros ámbitos, a otras esferas, unidos por un hilo de plata de sutil armonía a las cuerdas de la viola, que los acogía y preservaba con un equilibrado ritmo de fondo... Y otra vez debí sacudir a la miza, empujándola con el hombro hacia un costado; mejor dicho, intenté removerla, pues con los compases finales del trío y la suavidad felina, no percibí que ella había crecido considerablemente; que  ya no parecía doméstica. Que su peso merecía un tratamiento diferente, o por lo menos ameritaba algo de respeto, o quizá, un mayor cuidado al intentar alejarla. El trío emitió sus notas finales, con  tres o cuatro acordes sucesivos de todos los instrumentos juntos,  y simultáneamente sentí algo mojado, ¿áspero? y cálido debajo de mi oreja. Recordé en ese momento un relato en el que un gatito doméstico crecía hasta transformarse en una enorme  pantera o en un tigre de Bengala; sentía las patas muy densas sobre mi cuerpo, una boca tibia y húmeda buscaba mi cuello, y cuando la música se ocultó detrás del silencio,  la angustia estalló en mi garganta, con  un grito aterrado...       
     -¿Qué te pasa, querido? ¿Ya no te puedo besar? ¿Estoy tan fea que gritás espantado cuando me acerco?-   Mi mujer  iniciaba la mañana del domingo de una manera un tanto brusca.
     -No, no es así, querida; es que tuve un mal sueño-intenté explicarle-. Y el final de la música de Mozart me dejó como... afectadamente vacío.
     - Tomá esto para llenarlo, entonces- dijo ella, y alzando un pequeño bulto negro, quejoso, suavemente peludo, me lo  depositó sobre el pecho. De inmediato advertí su exagerado tamaño   con la presión de cada una de sus patas; había vuelto a medrar curiosamente sobre mi cuerpo, al punto que me impedía cualquier movimiento, y su boca buscaba nuevamente mi garganta; la lengua rasposa y  tibia saboreaba de antemano el gusto salado de la sangre,  el dulzón de la carne firme y caliente, que ya las garras desprendían de su inserción habitual, y cuyos dientes filosos separarían en largos y sabrosos trozos. Antes de ello, recordé por un instante, con un exabrupto que no logró ser emitido, que mi mujer había viajado para visitar a unos parientes, y que  me había recomendado alimentar todos los días a la bonita katze, sin descuidarme, para que no...

     ¡Oh, fascinante,  delicioso  Kegelstatt-Trío, cuyas notas quedaron flotando en el éter cual celeste influjo, al que, si  pudiera    rebautizaría: Katzenartig-Trío!  Ahora, o en ningún tiempo.




La Bella Zapaquilda

            “La cohesión de las representaciones entre sí por la ley de la causalidad distingue la vida del ensueño. El único criterio seguro para distinguir el ensueño de la realidad no es otro que el meramente empírico del despertar, por el cual positivamente la cadena causal entre las representaciones soñadas y las de la vigilia es rota de una manera explícita y palpable” (Kant).

            La mañana circulaba ya por sus últimos tramos. Sentado en el banco de la plaza, fumaba y leía Mrs. Dalloway. “Después de esto”, pensaba, “ya no se puede escribir”. Sabía que cuando lo terminara,  recomenzaría su lectura. Como un sinfín. “¿Habrá algo más para leer?” se preguntó e inmediatamente reconoció: “Sí, también puedo devorarme Al Faro, Los Años, Las Olas…” y sonrió con placer anticipatorio. Volvió a la primera página, pero  levantó la vista cuando algo negro se movió frente a él. 
            Como escapada de alguna Silva de la famosa Gatomaquía de Lope de Vega, la gata se me acercó con pasos de sombra. Delgada, azabache, curiosamente sin cola, se sentó en el suelo justo frente a mí. Miraba fijamente con sus pupilas verticales. Lamió sus bigotes y pidió con maullido lastimero.
            Quise acercar una mano, se retiró dos pasos hacia atrás. Volvió a su posición egipcia. Se quejó nuevamente. Hurgué en mis bolsillos, miré hacia los costados buscando algo. Ella reiteró su lamento. Sabía que por allí no había nada de lo que  necesitaba. La miré, le hablé, volví a llamarla con los dedos abiertos. Se alejó otro paso.
            Encendí el último cigarrillo de la caja;  antes de arrugarla para  tirarla comprendí. En mi bolsillo pesaba el cortaplumas. Hice un platito con el envase de los cigarrillos y con la hoja del cortaplumas practiqué un corte profundo en un dedo de la mano izquierda. La sangre comenzó a gotear en abundancia;  la orienté hacia el improvisado recipiente. Ella olisqueó en el aire,  avanzó dos pasos. Cuando me pareció que ya había un volumen apreciable, con el pañuelo contuve la hemorragia y deposité la escudilla en el piso. Ella se acercó con precaución, oliendo, relamiéndose los bigotes. Me miró y se zampó con el hocico dentro del platillo. Se oía el rumor de la lengua recogiendo con deleite los coágulos púrpura. La levedad de la bandeja hacía que se corriera hacia los lados, impulsada por la voracidad de la miza. No tardó mucho en dar cuenta del alimento,  levantó la cabeza reclamando más mientras se relamía la grana de los bigotes. Volví a acercar una mano. “Vamos”, musité, “ven, hermosa Zapaquilda, que en casa habrá más para ti”. Se alejó dos pasos, el maullido no dejó lugar a equívocos. Solté el torniquete. Volví a llenar el plato. Comió nuevamente,  pero con menor avidez. No esperó  que se lo llenara de nuevo. Se retiró y me miró, entre agradecida y divertida. Probé por tercera vez, pero ahora olió y se alejó sin probar el nuevo servicio. Maulló como pidiendo algo diferente. Varias veces lo hizo, pero también se arrimó,  me rozó una pierna con el lomo arqueado. Miraba hacia arriba como solicitando algo que yo no tendría excusas en ignorar. Tomé entonces el cortaplumas con firmeza y me seccioné el dedo en la coyuntura de su base. Envolví al muñón que bramaba lo suyo, con la pequeña hoja fui abriendo los tejidos para que ofreciera las partes carnosas sin dificultad. Lo puse en el platito embebiéndolo en la salsa que quedaba. Ella lo buscó de inmediato con un movimiento sorprendente. Ahora trabajaba con  los dientes y las  manos, pequeñas garras afiladas. En un momento, el dedo saltó del plato,  rodó por el suelo. El muñón me pulsaba con agudos arañazos hacia todo el brazo como reclamándolo. “¡Sí que cuesta acercarse!”, pensé. Me asombró verme repartido en partes, huesitos blancos casi pelados que dejó  la bonita katze  allí en el piso antes de saltar sobre mí. 
            La envolví con un abrazo suave. Recogí  la cajita, húmeda aún y los restos del dedo. Guardé todo en un bolsillo. Ella se refregaba contra mi cuerpo,  se apretaba entregada. Me incorporé, la besé levemente en el cuello. Mientras caminaba, sentía la diferencia entre las sensaciones derechas e izquierdas. El placer y el dolor en un dueto de trinos y arpegios complementarios e inseparables que se unían en el centro, como una síntesis que late sin prisa ni pausa.

            “¿Cómo se hace ahora para despertar”, pensó, “cuando se ha transpuesto la línea que separa  lo posible de lo imposible?” La bella Zapaquilda le lamía una mano, entre cariñosa y agradecida, como asegurándole que, aunque despertara, el sueño no se evaporaría,  terminaría ingresando definitivamente en la trama de la conciencia. “Ay, Virginia, ay...”         


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