Estaba Scheherazada con el rey Schariar, habiendo transcurrido mil y una noches desde aquella en que la narradora fuera conducida por su propio padre a la cámara de rey. Al finalizar la historia de Fairouz y su esposa, Scheherazada exclamó:
-Señor, durante mil y una noches he tratado de distraer tu ánimo contándote todas las historias que conocía y las que he ido aprendiendo en este tiempo. ¿Estás satisfecho? - Schariar, serio, le respondió:
-Hace mucho que he comprendido que con esas historias pretendías hacerme olvidar mi resolución de matarte...Reconozco que casi lo has logrado, con tu arte incomparable. Pero mi corazón sangra aún...
Scheherazada endureció el semblante; había esperado mucho tiempo. Ahora hablaría:-Tu corazón sangra porque aún te sientes lastimado en tu amor propio, que no es otra cosa que el orgullo herido. Nunca te dolió la infidelidad de aquella por verdadero amor, sino porque perdiste una de tus posesiones. No has comprendido aún lo que es el amor, ni lo comprenderás nunca. Eres tan egoísta que sólo deseas calmar tu sed de venganza...
-¿Cómo te atreves...?- y extrajo la daga.
-No te arriesgarás a hacerlo... Ahora necesitas de mis historias como del aire que respiras- lo encaró una inmutable Scheherazada.
-Tus historias no impedirán que haga lo que debo hacer- y avanzó decidido hacia ella.
-Si me matas, morirás lentamente de aburrimiento y envidiarás mi final. Ya no soy tuya. Viva o muerta, ya he dejado de serlo.
Schariar acercó la hoja filosa a la garganta de Scheherazada. De un solo tajo, su sed se aplacaría. Por el filo del acero comenzaron a correr brillantes gotas de sangre que brotaban del hermoso cuello. Ella ni siquiera pestañó al sentir el breve corte. En ese momento, el rey comprendió que el destino le ofrecía dos caminos diferentes, el de la venganza, de pulsión saciada, muy breve, seguida de un largo, mortalmente largo aburrimiento, y el del perdón y el olvido... Imaginó otras mil y una noches con Scheherazada, bajó el arma y extrajo del bolsillo un pañuelo de seda que ofreció con gesto delicado.
-Y ahora, para que siga con las narraciones, no solamente deberás olvidar esa sed de venganza... Deberás aceptar que no nos incumbe ni nos corresponde solicitarte el perdón-. La voz de Scheherezada, cristalina como agua temprana del arroyo, ocupaba todo el ámbito del recinto como una presencia inevitable. Siguió: - Y para escuchar mis historias, que te aseguro serán más intensas, más interesantes que nunca, deberás solicitármelas-, y enderezando el cuello, ella lo desafiaba con la mirada.- Y deberás hacerlo así, como me ofreces ahora tu pañuelo, con tus mejores, con tus más suaves maneras...
El rey se mordió los labios hasta hacerlos sangrar; sus manos temblaban y el pañuelo cayó al suelo, como un pájaro herido en las alas. El rey se debatía entre pasiones ingobernables. Miró la hoja de la daga, teñida aún con las gotas de sangre de Scheherazada, volvió a posar el filo en la garganta de ella, y deslizó rabioso entre dientes:
-Prefiero morir de aburrimiento.
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