LA GUERRA ENCUBIERTA
El
sueño como ingreso a un orden vital de actitud saludable, en suma, de vivir la
única condición personal que denota salud. La vigilia, y su manifiesta
conciencia como una condición de carencia, vivida como una posesión externa al
yo íntimo, personal, profundo. La vida exterior que nos posee a través del estado de conciencia. El estado onírico,
inconsciente, es entonces la imagen más veraz e innegable de la vitalidad
personal. No vivo verdadera y fielmente en otra dimensión que en ella. En ese estado
soy yo y punto. En el otro, mi mundo consciente en el que veo, oigo, hablo,
toco, la vida externa vive por mí.
Maneja burda o sutilmente los ejes del curso de mi persona al hacerla fluir en
estado consciente y conducirla. Aunque la rechace, no sé si puedo, los mismos
argumentos del rechazo significan aceptación y sumisión. ¿Para qué,
entonces, oponerle resistencia? Sonrío con buen humor cuando entiendo que da lo
mismo resistirme que doblegarme y obedecer los dictados de esa vida que no
soy y que se manifiesta y subsiste a través mío en mi estado consciente.
Ahora, obviamente, habla ella por mí.
Cuando
duermo y sueño, soy yo libre, libre de ella, de esa virtuosa vitalidad consciente
que obsesivamente quiere poseerme, cuanto más tiempo, mejor. Para ella. Por eso
debe ser que mi felicidad comienza cuando voy deslizándome hacia el mundo
onírico, y me cuesta tanto volver a la vigilia. Lo difícil que me resulta
despertar y dejar mi vida para dejarme vivir, y hacer de hombre social, que se
lava, viste, desayuna, besa a su mujer y a sus hijos, conduce el auto hasta su
trabajo, se concentra en él, decide, yerra, acierta, fuma, bebe, almuerza,
orina, quizá defeca, regresa, cena, conversa con su mujer, quizá, y quizá
también con sus hijos, se baña, se acuesta, mira televisión, quizá hace el
amor, y finalmente…hunde su cabeza en la almohada, cierra los ojos y se hunde
en el sueño. Vuelve a ser él mismo, dueño tal vez de su vida. Porque tampoco
sabe bien qué sucede allí. Sólo siente que su vida verdadera, genuina,
auténtica pertenece a ese ámbito. Se encuentra allí.
Como
una enfermedad que no tiene cura, la vigilia diariamente me posee y sin
discusiones me abandono al curso obligado de las cuestiones digamos, diurnas.
La vida nocturna, la noche, por decirlo así, me pertenece. El flujo vital del
sueño, que no tiene dueño ni mandato, surge desde mi yo más profundo.
Desde mi orden primigenio. Es tan pobre como volátil. Insignificante,
insustancial, el yo onírico que sobrevive gracias al reposo nocturno (podría
ser diurno), y curiosamente, sirve de alimento a la vida consciente.
A
veces, mi verdadera esencia irrumpe en el estado consciente. Lo llaman ahora
estados alterados, alucinaciones. Y provoca reacciones airadas, represión le
dicen, por ingresar a destiempo, por intervenir en donde no le llamaron y
trastornar el orden establecido de las cosas exteriores. De la vida conocida y
sumisamente aceptada, o no.
En
resumen, lo que la gente llama reposo, descanso necesario es, en definitiva, el
verdadero estado del ser. Pero la conciencia, ese estado de la vida
externa, eso que llamamos vigilia, el mundo, la vida en sociedad, el mundo
material, y también el inmaterial, el prefabricado mundo espiritual, aparece,
toma posesión, orienta, dirige y avanza hacia el progreso del hombre, de la
humanidad (eso dicen), utilizando como alimento sin permitirle su completa
expresión a ese estado subliminal de no-conciencia, que sería nuestra
esencia.
Curiosamente,
la búsqueda de esa esencia a través de la conciencia es una batalla perdida,
pues la conciencia, a pesar de no reconocerlo, conoce sus límites. Lo esencial
se manifiesta en pequeños y aislados núcleos sin lógica ni razón, que sólo
sugieren simplemente su existencia. Y lo vivimos en el sueño, sin saberlo, sin
presumir su origen, su pertenencia. Simplemente lo dejamos ser. Simplemente
somos.
La
enfermedad de la conciencia, su rapaz deseo de posesión ilimitada y la negación
sistemática de sus límites, nos conduce a la muerte. Lo inconsciente, al evadir
la ecuación espacio-tiempo, habla de lo permanente, lo siempre vivo, lo
inmortal.
Si
existir equivale a soñar, y soñar equivale a ser uno mismo y vivir por uno
mismo la propia vida, no somos dueños de lo que creemos es la vida, o sea, la
vida consciente. No podemos dirigirla, no decidimos en ella. Nos invade, nos
engulle, digiere y eyecta en y para su propio proyecto: El mundo conocido, el
gran yo, formado por millones de microyos que, querámoslo o no, somos
parte del proyecto.
Es
por necesidad que la conciencia se subordina cada tanto a la inconsciencia
en el sueño. Es la cura ineludible para el yo enfermo diurno, pues la muerte
ronda a la conciencia. Y el dolor de no ser es insostenible en el tiempo.
Sostiene, entonces, una guerra encubierta. Batallas diarias, diariamente
perdidas por la vida consciente. Embate lúcido y ciego al mismo tiempo, consciente
sin remedio de su sino.
Sueño,
luego existo. Pero algo se metió en el medio para lograr sus propósitos
colectivos: La realidad consciente, de la cual somos envases, vehículos de ella
que ven, oyen, piensan, hablan, actúan, crecen, se reproducen y finalmente
mueren por ignorar su yo profundo, inconsciente, indeleble, siempre vivo,
variable e inmutable al mismo tiempo.
Aquí
y ahora, la conciencia, la denostada conciencia, pregunta: “¿Dónde quedan
las pesadillas en tu esquema? ¿No será que ellas forman parte de una enfermedad
de tu añorada vida onírica?”
“Error”,
responde ésta. “Las pesadillas representan el extremo más vital con que
puedo manifestarme. Y esa denominación la pusiste tú. Yo llamo desde otra
visión y con otro lenguaje a esas intensas manifestaciones vitales, cuyo nombre
no deseo confiarte…”
La
guerra continúa…
TRIÁNGULOS
Los largos dedos de la mano izquierda se extendieron sobre la hoja de papel, que yacía sobre la mesa, creando entre ellos cuatro triángulos blancos. Detuvo la mirada en el primero, el más abierto. Allí percibió que circulaba savia muy joven, que bullía como un espeso y aromático guiso sobre la hornilla azul de la cocina. Acercó la nariz y olió; aspiró lenta y largamente. Los mil y un recuerdos de su infancia irrigaron su cerebro y se desparramaron por sus células a través de la sangre. No recuperaba imágenes, harto estaba de ellas. Sólo el inmediato registro de un tiempo sin tiempo, siempre actual, siempre dentro de sus tejidos, de sus entrañas, de su sangre roja como un crepúsculo. Miró dentro del segundo triángulo, donde veloces líneas negras, como flechas, entraban y salían de él. Tentado estuvo de encerrarlas entre los dedos, pero sintió la inminencia de un escozor en el interior de los mismos, como un desgarro prematuro, y se abstuvo de hacerlo. Las líneas se agrupaban en espirales, luego en círculos, buscando una forma aún sin definir. Intuyó que perdería el contacto, y regresó al primer triángulo, para recuperar lo primigenio que siempre fue allí. Aspiró hondamente y regresó al segundo triángulo. Sus ojos se encontraron con un nombre escrito, aún con espasmódicos movimientos en sus límites. “Yo”, pensó. Y luego: “Yo y ellos”. Sintió que el frío de un crepúsculo invernal lo invadía desde la espalda, desde los hombros, corría por los brazos y le helaba la mano, donde picoteaban haces de hielo y fuego al mismo tiempo. Saltó con la mirada al tercer triángulo, donde un puntito central comenzó a cobrar forma. La pequeña imagen de un animal diminuto, del cual surgieron una multitud de animalitos, ocupando el espacio entre los dedos medio y anular. Respetaban los limites y al acercarse a la línea interungueal se detenían, como oteando un horizonte impreciso. Cabras y gatos, perros y caballos, vacas, gallinas y conejos y demás yerbas corrían y saltaban sin tocarse, sin molestarse entre sí, como ignorándose. Acercó al triángulo el dedo índice de la mano derecha, que extendió una sombra amenazadora sobre el grupo, y minúsculos grititos se elevaron hasta sus oídos, como vibraciones muy agudas. Llegó a sentir sobre la yema del dedo el breve roce de las pieles y las plumas. Como el mediodía, volcaba calor extremo y sombras verticales muy oscuras desde sus claros ojos que no apartaban la mirada. “Yo”, repitió para sí. “Yo y ellos”. Y lo vio, o lo sintió en la yema del dedo. Supo que estaba allí, y se retiró, sin permitirse más interferencias.
Lo aguardaba el último triángulo, entre el anular y el meñique. Apagó la luz de la lámpara, y poco a poco sus ojos retomaron imágenes borrosas a través de la visión nocturna: El papel, y las sombras. Se concentró en el último triángulo. Los otros tres lo tentaban desde el ángulo de los dedos, pero los ignoró. Nada lo desconcentraría ahora. Había llegado. “Yo”, volvió a pensar, “y ellos”. Encendió la luz y vio un movimiento en espiral, como un torbellino, en ese cuarto triángulo, que se hundía desde una ausencia de imágenes dentro del papel, la mesa, el piso, y se elevaba hacia un cielo muy azul, muy brillante, con un sol de fuego en el centro. “Yo”, alcanzó a pensar, “yo y ellos”, antes de irse, arrastrado por el furor de la tormenta, vorágine marina, colapso terreno, erupción volcánica.
Cerró la mano izquierda, todavía entumecida, y la frotó contra la derecha. Entremezcló los dedos, los apretó sacando huesudos ruiditos, y luego estiró ambas manos hacia delante. La sombra de los dorsos de manos y dedos, y ocho triángulos luminosos contra la luz de la lámpara, que se abrían y se cerraban al compás del movimiento casi involuntario de los grupos musculares lumbricales e interóseos. “Yo y ellos”, pensó otra vez, y bajó la mano derecha hasta el papel, para terminar apoyándola con los dedos muy abiertos, y formando nuevamente otros cuatro triángulos.
Inclinando la cabeza, dirigió la vista hacia el primer triángulo, el formado por los dedos índice y pulgar...
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