Cerca de un mediodía horrible por demás,
arribas a la ciudad. Frío, lluvia y viento castigan parejos. El centro, lleno
de gente que te va sacudiendo puntazos en la cabeza al caminar, con los
piquitos hirientes de los paraguas. “Un asco”, piensas mientras cuidas los
ojos, e
ingresas apresurado a un edificio, buscando protección. Allí te golpea bruscamente
el contraste: “¡Caray! Vine con demasiada ropa....me voy a cagar de calor... y
desensillar acá es medio imposible”. Llegas y se te ocurre que te invitan
a entrar. Transcurre media hora con
música funcional y caras bonitas de figuras estilizadas que cruzan por delante
a buen paso. “Aquí se trabaja”, delatan, “o es un curro bien armado”. Al destrabar las piernas, te sube una
urgencia conocida: “¿Quedará muy mal si
pido de ir al baño?”El grito de
la vejiga te anima. “Sólo para el
personal”, es la helada respuesta. “Abajo hay un bar...” “Claro, preciosa, yo
también lo vi. Pero si no te sentás a tomar algo, no te dejan usarlo”, murmuras. “En media hora regreso”, le
adviertes a una en voz alta; asiente sin mirarte. “Ma sí, todo da igual”
escupes en el ascensor, con una puntada aguda debajo del cinturón. El ascensor,
terrible prueba para estos trances. Agudiza hasta el colapso cualquier urgencia.
Entras casi terminal al bar. Solicitas al pasar un café en la barra, y
preguntas por el baño con desesperación. Con un cabezaso el encargado te lo señala, sin dejar de lustrar las copas
con energía. Ya las gotitas se han anunciado a través del pantalón, peligrosa y
fría avanzada. El alivio es rápido, abundante y satisfactorio. “Menos mal que
hoy la próstata arrugó y dejó cancha libre...”, y sonríes al recordar la causa.
“Y...se hace lo que se puede”, y
canchero, sacudes, te enderezas hinchando el pecho, guardas y sales. El frío que viene de la húmeda entrepierna te baja los humos. Y lo completa
el encargado cuando pasas desmemoriado, frente a la barra: “¡Hey, jefe, no se olvide del café!”. Arriba:
“No, ya el señor gerente se retiró”, te recibe una beldad con tono
helado. Con un hilo de voz, que no se sabe si precede al trueno, preguntas: “¿Y
no va a volver...?” “Sí, dijo que en dos o tres horas estará por acá”, alivia
ella, pero luego: “No, no se lo puede molestar por el celular, órdenes
terminantes”. Dejas los originales sobre el escritorio, y prometes regresar.
El centro, sucio, plomizo, vaporoso, de
ruidos estridentes a cada paso cubre
todo con un velo como una preanestesia. La inercia te lleva hasta una pizzería. Pides dos
porciones de jamón y morrones, con fainá, y agua mineral sin gas; de parado
nomás. Odias sentarte y esperar al mozo quince
minutos para que se digne llegar hasta tu mesa, y otros quince para que traiga
el pedido. Una heladería te invita con el postre. “¿Con este tiempo?”, diría la abuela. “Te vas a
enfermar, m’hijito”. “Deje, abuela”, contestas mirando esquivamente hacia el
cielo, “peor de lo que estoy...” Sin aclarar la patología de tu aciaga figura, ingresas en una librería
de usados, lamiendo los últimos fragmentos de un helado de limón. En la mesa de
saldos por un peso encuentras Palmeras Salvajes traducido por Borges, y
consideras que ya te ganaste el día.
Caminas por la calle Lavalle, peatonal y turística. Pasas frente a una sala de
cine condicionado. Entras, y buscas en la oscuridad, escuchando suspiros
varios, un asiento alejado de la gente, escasa afortunadamente. Todos xy.
En la pantalla una señorita jadea y un mocetón hace que le pega y otras cosas,
con gesto airado. “Me parece que esta película ya la vi”, piensas al sentarte.
Pero como sólo buscas un sillón, vale, aunque la música resulte harto monótona.
Sonríes al relajarte, tirando los pies por debajo del asiento de adelante, y
apoyando la nuca en el espaldar:”Hay que ser boludo para venir al centro en un
día asqueroso, y bancarse el garrón de esta gente de la editorial; si uno ya
sabe cómo va a terminar...y encima, con la hiperacidez por la pizza, caer
acá...”, y sueltas una apagada carcajada, antes de cerrar los ojos. Los gritos
y jadeos se suceden allá adelante, variaciones sobre un mismo tema. Te dejas
llevar por imágenes interiores, que no coinciden con las de la pantalla.
“Debería intentar unirlas; podría ser interesante”. Fijas otra cara en la
de la señorita, y el musculoso y bien
armado adonis que pareciera estar ayudándola a trasponer un sitio estrecho por
demás, comienza a parecerse al concepto algo escuálido que encuentras más que a
menudo en los malditos espejos. Recoges las imágenes de la película más
curiosas, cierras los ojos y en tu cerebro
haces la transmutación, para
armar tu propio montaje.
Despiertas. Alguien come pochoclo o pop corn, cuya varanda te inunda
desde un costado. Y otro alguien se mueve de manera poco habitual para un cine
tradicional. Te incorporas con dolor en la nuca, en el cuello, en la cintura,
en los pies. Chistan desde atrás, te agachas, y sales. El aire frío y las
gotitas en la cara te despabilan. Falta una hora. Llamas con el celular: “No,
aún no ha llegado”. Vuelves a pasar por la librería. Hoy parece que es tu día
de suerte. Consigues el Herzog,
de Bellow por cinco pesos. Estás hecho.
El gerente entra como una tromba, bien
trajeado, mejor peinado y recién bañado, con abundante loción. “Debe venir de
un telo, así que acá falta una” piensas casi acertando. Habla por teléfono, da
órdenes a diestra y siniestra, y luego de mirar el reloj con detenimiento, como
si a través de él quisiera también prescribir algo, estira las manos unidas
sobre el escritorio, y con un gesto de la cabeza: “¿Y bien?”. “Tengo esto”,
respondes con una voz que intenta afirmarse carraspeando. Y él toma
el hilo: ·”...que es...” “El manuscrito del que le hablé”. Lo sopesa
como si el valor de su contenido pudiera tasarse como papas o manzanas, y pregunta: “¿Y qué quiere
que hagamos con él?” “Publicarlo, si vale la pena”. “Pero usted sabe que
nosotros no corremos riesgos con gente desconocida; que nosotros vendemos lo
que se vende”. “Quizá algún día se venda bien, y haga con eso un buen negocio”. “Sí, quizá, pero por
ahora...a menos que usted desee hacer una inversión en su libro...” Se
incorpora en el asiento, sus ojos cobran brillo nuevo, y la carpeta pasa a ser
sostenida con ambas manos. “Yo, inversión, imposible en este momento, pensé
que...” Él vuelve al reloj con un gesto amplio y decidido, estira una mano para
entregarte tus originales y la otra en señal de despedida. Al salir, ni el
“chau, chicas”, te responden las beldades. Se limitan a oprimir un botón
secreto que abre la puerta con un chillido.
“Final anunciado”, pronuncias con calor pegajoso en un ascensor atestado en el descenso de las
seis de la tarde. La calle Reconquista te absorbe con sus edificios opacos,
llovidos y casi en tinieblas. El cielo
que se adivina allá muy arriba sigue encapotado. Pierdes el rumbo del
estacionamiento y debes volver. Pasas por un sitio colmado de gente. Llega
música desde su interior. Luces de neón en impecable inglés británico anuncian
el producto de moda, la copa doble, el dos por uno, la hora feliz made in
argentina. Te pica la curiosidad y entras. El pizarroncito al lado de la
barra anuncia las bebidas del día. El ambiente pretende recordar algún sucucho
de la ciudad de Joyce, mezclando maderas, verdes y cristalerías. Memorabilia de
cervezas y whiskeys desconocidos dan un sabor auténtico al imperio
invasor de 1807, “pasaron por acá mismo cuando los cagamos a cascotazos”,
y sonríes ante la supervivencia del más
hábil. Llegas con dificultad hasta la barra. Cerveza se ofrece. Ya no la guiness
o kelkenny, aptas para otros tiempos de bonanza; tragos daikiri o
sex on the beach, el dulzón sabor de preferencia femenina, lo mismo que
el new age. Varones, además de la cerveza, gastan fernet con coca,
y los más viejos o los yuppies new
rich encaran como trago una buena medida de whisky importado, on the
rocks, o solo. Hay quienes miran este último trago como un emblema del esnobismo
porteño más rancio. Todo el clima evoca una nostalgia por el uno a uno, y los
viajes regalados a Europa.
Consigues un asiento en la barra. Apoyas
el manuscrito encima de la madera lustrosa, y pides algo luego de quitarte el
impermeable y aflojar el cuello de la camisa. Un vaho tibio y cargado sube
desde allí. Te encoges de hombros. En el espejo te adivinas, no demasiado
presentable, entre la variedad de botellas multicolores. Miras hacia un costado
y la ves. Sola. Fuma de perfil y eleva al aire una perfecta columna de humo.
Bebe algo indescriptible con pequeños sorbitos. El pelo,
largo y negro, le cae con gracia sobre unos hombros que sostienen con naturalidad un elegante vestido. Sobre sus
piernas descansa un tapado de piel como perrito faldero.. El aro dorado pende de una oreja
perfecta. Cuando sonríe, te recuerda a alguien conocido, que mejor no recordar. La puntada en el estómago anuncia una nostalgia mal olvidada Te quedas con el vaso
en mitad de camino. Se vuelve, frunce el ceño y te encara.
-¿Qué...tengo monos en la cara?- Sacudes
la cabeza y bebes, sin dejar de mirarla.
-No, monos precisamente, no. Todo lo
contrario- contestas. Sonríe nuevamente. Fuma y vuelve a beber. Entonces dices
alguna estupidez como:
-No, los monos se fueron cuando
llegaron los ángeles.
-¿Es poeta, por casualidad?
-Dios me valga, niña, no, nada que
ver...
-Señora...-y torna al vaso hasta
terminarlo.
-Señora y niña, para mí- y luego-:
¿Sola?
-Haciendo tiempo- y observa el Gucci
negro de bordes dorados en la muñeca.
-Gran cosa es hacer el tiempo...yo, que
lo pierdo casi constantemente... ¿Quiere otro?-ofreces con el vaso, y terminas
el tuyo. Ella acepta y convida con un cigarrillo. Hace un par de años que lo
dejaste, pero consideras que ésta es una buena oportunidad para volver. Las
primeras bocanadas de humo te hacen flotar en una niebla por momentos
silenciosa, y la náusea aprieta desde debajo del cinturón. Otro trago muy
largo, y te vuelves para mirarla bien. Vale la pena.
-Mi marido, sabés, es un gran
economista y dentro de un rato presentará un libro en la Cámara de Comercio-.
El tuteo te permite acercar unos centímetros el asiento.
-...de economía, supongo- completas.
- Claro, ¿de qué va a ser?- el gesto de ella no alcanza al descrédito. Agrega:- Es un hombre muy inteligente-. No sabes si te la dio servida, o si de veras es inocente, cosa que no logra aparentar. Mueves la cabeza; la frase tiene que caer exacta..
- Claro, ¿de qué va a ser?- el gesto de ella no alcanza al descrédito. Agrega:- Es un hombre muy inteligente-. No sabes si te la dio servida, o si de veras es inocente, cosa que no logra aparentar. Mueves la cabeza; la frase tiene que caer exacta..
-Si
tiene a su lado a alguien como
vos, nadie osaría dudar de su talento, y
mucho menos de su buen gusto...
-Ja, ja,ja,ja- ríe sorprendida. Se
vuelve y te mira, casi por primera vez. No se detiene demasiado en tu aspecto
por debajo de la barbilla.- Te cuento: es inteligente a pesar mío. Soy, lo que
se dice, su peor fastidio-.Mira hacia
delante, suspira e inhala una bocanada
enorme de humo.
-No lo parecés. No creo que nadie pueda pasarlo mal con vos... ¿otro?-
ofreces nuevamente. Ya el regreso parece lejano, improbable, impredecible. Y no
te importa.
-No dije exactamente eso, pero no
se puede descartar que no esté próximo al colapso... ¿Y vos, también escribís?-
dice, observando tu carpeta.
Ella vuelve a fumar y ofrece.
Aceptas. El mareo se estabiliza en un lánguido estiramiento de vísceras huecas.
-Sí, escribo en algunos pasquines,
y hago argumentos para otros. Comento basura preparada en forma digerible, y en
mis ratos libres, o no libres, me dedico a
estas cosas para mí- y le señalas con los ojos el manuscrito. Ella
acerca una mano y la dejas hacer pero le adviertes:- Su destino es algún canasto de papeles.
-¡Ahhh! ¡Sos más romántico que una mazurca
de Chopín!- y ríe, entusiasmada, hojeando las cuartillas. De pronto se detiene
y lee: “Todos los sentidos hacia fuera para
acallar ese rumor interior, el zumbido incesante del monólogo, o el de
la plática entre fantasmales personajes. Todos los sentidos hacia fuera. Y con
ellos en punta, el grito, y más allá el reposo, el verdadero reposo”.
-¡Wow!- emite con un largo soplido, y te mira, con la
boca entreabierta, los ojos inquietos, una línea que desciende se ha formado en
la piel junto a su boca. Piensa, y muy
rápido. -¡Parece que sos bueno de
verdad! Y además...
-Querida, si fuera bueno ya estaría en
la las librerías, o por lo menos en la imprenta...
-Bueno y llorón...
-Y viejo, gastado, y aburrido de todo, y más
que nada, de sí mismo...
-Bueno, llorón y nihilista. Un
romántico incorregible. Aquí adentro deben haber delicias incunables...-y
sonríe entrecerrando los ojos, llevando el texto doblado a la mejilla. Ya es
suyo.
-Te lo regalo, autografiado y todo.
-¡Dale!-, y garabateas en la primera
hoja algo así como tu nombre. Por encima de los lentes la interrogas con la
mirada.
-¿Para...?
-Poné: Para G, y con eso me basta.
Pero agregá tu teléfono, o tu mail, así te cuento mi impresión luego-. No
terminas de escribir cuando ella se larga del asiento con una agilidad
inesperada. El animalito faldero salta de sus brazos, se estira y se le integra
con rapidez y naturalidad. De pie, ella
resulta aún mejor.
-¿Así que sos la pesadilla de tu
marido.....? No debe ser el único....
- ¡Ja, ja,ja,ja!- se vuelve y te
besa con sonoridad.-¡Chau, hermoso!- y sale hecha un torbellino.
Terminas tu trago, apagas el
cigarrillo, respiras hondo. "Podría haberle regalado el Herzog,
para que lea algo decente", te lamentas.
Pagas y pasas al baño, largo y tendido. Te refrescas la cara, el cuello, las orejas, el
pelo, las muñecas, y sales. El frío se
te cuela por la cintura y te cubres con el impermeable.
¿Hacia dónde? Una buena pregunta.
“Podrías ir a darte un buen baño caliente, para empezar”, escuchas desde algún
rincón interior. Una baldosa suelta de la vereda te salpica con su helado grito
invernal debajo del pantalón, y gruñes una puteada hacia abajo. Todo ha vuelto
a la normalidad.
(del libro Mujer, 2004, ed. Dunken)
(del libro Mujer, 2004, ed. Dunken)
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