domingo, 27 de septiembre de 2015

Viaje al Sur

 No recuerdo  bien cuando sucedió, aunque pienso que ya no importa. El tiempo sin tiempo es también una realidad tangible, que depende, como el tiempo temporal, de la calidad del observador.  Había salido yo un mediodía lluvioso desde un sitio cercano a mi casa, al oeste del  conurbano bonaerense,  por la ruta nacional 5 rumbo a La Pampa. Llegué de noche a Santa Rosa bastante cansado, pues llovió todo el camino. Tomé entonces hacia el sur, ya con cielo despejado, por la ruta nacional 35 hacia General Acha, una ruta despoblada y oscura, ondulada, el negro nada devolvía y había que estar concentrado en los límites de las banquinas. Los faros en alta horadaban la noche con alta solvencia, provocando en mis percepciones un inquietante contraste. Sin ellos…

   No sé cómo ni desde dónde, por arriba del espacio iluminado por los faros, allá  adelante del camino que iba apareciendo hacia mí desde su tenebrosa oscuridad, de pronto surgió una luz fuertísima en el aire, que me deslumbró un instante. Volví a verla viniendo desde atrás, como si anduviera buscando un rumbo. Me superó a gran velocidad y, con un giro insólito hacia arriba,  desapareció definitivamente. Y con ella, desapareció también la luz de la camioneta. Se apagó toda, y apenas pude desviar su rumbo hacia la banquina hasta que se detuvo. 

   Respiré hondo y emití un: “¡Que carajo…!!!”, y busqué cigarrillos y el encendedor en el bolsillo de la camisa. Bajé, encendí uno, y la bocanada de humo salió por primera vez casi invisible de mis pulmones. La brasita parecía la única luz restante a lo largo de la ruta 35. Reinaba la oscuridad más absoluta que yo recuerde en mucho tiempo. El cielo, muy estrellado, permitía adivinar un monte cercano a la ruta. Intenté poner en marcha nuevamente a la camioneta. Nada. La linterna de mano que llevaba en la guantera tampoco reaccionó. El reloj pulsera se había detenido. Yo intuía lo que había ocurrido. No sentí temor, sólo me orientaba a encontrar nuevamente la luz y visión,  y procuré organizarme. Junté tanteando el piso algunos restos que encontré a la vera del camino, y prendí fuego con el encendedor. Caminé entonces hacia los árboles cercanos y alcé algunas ramas que alimentaron el fuego. Ya tenía luz y calor. ¿Qué más podía pedir? 

   Había agua caliente en el termo, y un bidón con agua y una pava entre mis cachivaches amontonados en la caja de la camioneta. Preparé mate, me senté junto al fuego, y bebí el brebaje caliente mirando al cielo, cada vez más brillante y más frío. Las estrellas se movían hacia occidente, o, mejor dicho, la tierra rodaba rauda hacia el este, en busca de otro amanecer, que demoraría varias horas de frío, oscuridad  y la soledad más absoluta, no que recuerde pues era imposible encontrar comparación válida. Nadie circulaba por la ruta. Nadie. Supuse que estarían todos detenidos  en las mismas condiciones que yo. “Por lo menos, asaltantes no va a haber, a menos que vengan de a pie…”, pensé. Y como llamada por esos pensamientos, vi de súbito  una sombra que se acercaba caminando por el borde de la ruta, recortada contra el tenue brillo del cielo. Llegó hasta la camioneta. Al enfrentarme se detuvo. Me puse en pie y retrocedí hacia las sombras,  alejándome prudentemente del fuego. Esperé pero en seguida habló:

   -¡Hola! ¿Puedo acercarme al fuego?- Su voz femenina me sorprendió. Era una mujer bastante alta, llevaba una mochila en los hombros.

   -Podés- contesté. Y seguí:- ¿Andás sola?
  
   -Sí. Venía en un camión, que me alzó en Santa Rosa, pero hace un rato pasó una luz por arriba y se apagó todo…

   -Aquí sucedió lo mismo…- y volví a la fogata.

   -Entonces bajé y empecé a caminar-. Se acercó al fuego, descargó la mochila en el suelo y se sentó con ganas, como desmoronándose. Estiraba las manos hacia las llamas y movía las piernas tratando de entrar en calor.

   -Tengo mate. ¡Tomá!- ofrecí. También le acerqué una campera abrigada y ofrecí cubrirle los hombros. Me agradeció con la mirada y un hilo de voz.

   -Voy a preparar algo para comer- propuse, y fui hasta la caja de la camioneta. Con la luz del encendedor me orienté y encontré la olla, sopas en sobres, arroz, pan, una lata de tomates y otra de pescado enlatado.

   - Podría hacer una especie de guiso con esto, ¿te parece bien?-. Afirmó con la cabeza y una sonrisa. Encendí un cigarrillo y le pregunté qué andaba haciendo por allí, sola…

   -Viajo así siempre, sola, y me dejo llevar…

   -¿No tenés miedo…? Las cosas suelen ponerse difíciles para las mujeres solas. Caminos solitarios, camiones, camioneros aburridos con ganas de pasar el rato, ¿no te pasa eso…?

   -Trato de evitarlo…no es frecuente. La gente no es tan mala como se dice. Si tienes miedo, es imposible moverse. Terminas encerrado en ti mismo…- El rumbo de su conversación era decididamente otro. Lo entendí y me dediqué a la pitanza. Le conté entretanto que viajaba hacia Epuyén para verme con una amiga que hacía una vida similar a la de ella. Nos encontraríamos en la Stupa que recuerda al Buda en plena estepa patagónica.

   -Casualmente, o no casualmente, yo también voy para allá a visitar  una vieja amiga…- deslizó mientras probaba una cucharada del humeante guiso-. Mmmm, está muy bueno- y se lanzó con la cuchara sobre la olla. Me senté a su lado y la miré con curiosa simpatía. Me ofreció la cuchara llena en la boca, que abrí instintivamente y comimos alternadamente con ganas. En esos momentos sentía  que era buena la noche a pesar del frío, que era buena la compañía, que era buena la comida…Algo parecido a una sensación de alegre confortabilidad me recorrió el cuerpo. Sí, se estaba bien allí, se estaba bien así.

   -La mía no es una vieja amiga. Nos conocimos hace un mes en una estación de servicio cerca de Rosario. Viajamos juntos unos días. Hicimos buenas migas. Después se fue a un encuentro de meditación Vipassana, y la perdí de vista hasta que me escribió desde el sur, y quedamos en vernos en la Stupa.

   -Lo sé- afirmó y rió con una risa  abierta, cómplice pero raramente lejana. Me miraba  y gesticulaba y hablaba como si me conociera. Me poseía una curiosa extrañeza, sin ruidos de temor, pero con la inquietud ineludible de preguntar:

   -¿A sí…? Contame entonces…pero esperá que voy a buscar más leña-.  No respondió y caminé a tientas otra vez hacia el monte. Cuando volví cargado de ramas, no estaba. La mochila seguía allí, mojón ineludible. La oí detrás de mí, caminando hacia el fuego.

   -A veces hay que cumplir con necesidades elementales, no? Jajajaja-. Yo cebaba mate otra vez,  tomaba y ofrecía. Y esperaba sin esperar una respuesta que nunca llegó. Busqué en el interior de los bolsos una manera de armarle algo abrigado y cómodo para que durmiera. Se acomodó junto al fuego, se acurrucó en sí misma. Temblaba.

   -Tengo frío. ¿Puedes acercarte? No temas…no te haré nada malo, jaja-. “¿Qué pasa aquí?”, me pregunté. “¿Quién es esta mujer que en vez de  haber surgido de las sombras de la noche parece emergida de algún rincón desconocido de mi propio interior?” Me cubrí con la manta junto a ella y se lo dije mientras la abrazaba.

   -Tienes razón al pensar así. Si tienes paciencia y sabes esperar, llegarás a entenderlo…- Me besó una mano, la llevó junto a su pecho y al rato se durmió.  Yo dormité de a ratos, sobresaltado por la extraña situación y la necesidad de alimentar el fuego. 

   De madrugada se revolvió hacia mí. Me abrazó y  me besó con pasión. Pedía con un susurro entrecortado que hiciéramos el amor. El fuego de la fogata irradiaba menos calor que el ardor de su cuerpo que me envolvió y me penetró como ingresa un vendaval en una casa abierta y desprevenida. Imposible no caer hacia el fondo negro de una oscuridad sin fin, imposible no elevarse hasta la sede de las brillantes estrellas que se alejaban ya empujadas por la claridad del oriente, imposible no sentirla temporal y permanente, conocida y desconocida, imposible rechazarla, imposible no amarla…

   Cuando desperté, ella había avivado el fuego y cebaba mate. No hablamos. El sol ya calentaba algo y circulaban autos y camiones con habitual regularidad por la ruta. La camioneta volvió en sí y arrancó como siempre. Recogimos las cosas, apagamos el fuego y partimos. Nos detuvimos en General Acha sólo para cargar nafta. Al rato ingresamos a la ruta provincial 20, el camino del desierto, y a lo largo de esa línea recta sin fin hablamos, hablamos sin hablarnos, nos expresábamos desde un interior poco conocido en mí, con una rara certeza de parte de ella, como poseedora de una sabiduría milenaria.

   -¿Quién sos?-, murmuraba para mí, mientras contemplaba obsesivo la línea recta pavimentada que avanzaba hacia nosotros sin devorarnos pero amagando hacerlo.

   -Soy la que soy-  respondió con naturalidad.- Te dije que ya lo entenderás, cuando te abras completamente sucederá-. Y reía con una risa cantarina, amable, contagiosa. Abandoné las preguntas, y dejé que hablara mi interior,  reí a gritos y lloré con torrentes de lágrimas que caían sin fin por mi cara, y por momentos, un raro fuego me subía por el vientre, se derramaba en mi pecho, en mis brazos, en mis piernas, mientras la camioneta avanzaba interminable hacia el oeste, luego hacia el sur. 

   Pasamos la ciudad de Neuquén y paramos en un hotel a la vera del camino. Comimos  allí cordero patagónico asado y bebimos vino del Valle.

   -¿Seguimos?- ofrecí. Ella negó con la cabeza, me tomó de la mano y me condujo hacia la habitación, que no abandonamos hasta el día siguiente.

    Y así continuó el viaje hacia el sur, pasamos por San Martín de los Andes, tomamos desde allí el camino de los siete lagos y por la tarde llegamos a Puerto Manzano.

   -Quedémonos aquí- pidió ella. Buscamos una hostería abierta. Nos instalamos y salimos a recorrer ese paisaje variado de ensueño, entre enormes y  añosos árboles y una tupida vegetación, bordeamos el río mientras teníamos luz de día; llegamos al lago ya de noche. Las olas lo anunciaron, lentas y pequeñas, rumor inconfundible del agua transparente que llega suavemente contra los cantos rodados de la playa. Complejos hoteleros vacíos nos contemplaban desde arriba. De pronto ella partió corriendo y después me llamó casi a gritos.

   -¡Ven! ¡Mira lo que encontré!- En un moderno complejo hotelero, una iluminada piscina elevaba a la helada que caía en la noche nubes de su agua vaporosa.

   -¡Bañémonos!- sugería, solicitaba, ordenó. Sin saber si alguien surgiría de la casa a los tiros, sin toallas para salir y secarse, nos desnudamos y nadamos  largo rato bajo la fría y luminosa noche de un cielo cuajado de estrellas. Hicimos el amor cubiertos por el agua tibia, impulsados por un extraño y particular designio que mezclaba lo eterno e inmutable con lo frágil y lo efímero. Nada impidió que nos secáramos después a los saltos y tiritando con las manos y parte de la ropa, y volviéramos a la carrera a la hostería, donde terminamos de secarnos y calentarnos al borde de la salamandra. Tomamos ron del pico de la botella,  que nos devolvió el alma al cuerpo,   y la noche patagónica nos envolvió con su brillante vértigo, con su helado resplandor y el intenso fuego azul robado a las estrellas que giraban en un sinfín en derredor de nuestros cuerpos que ardieron entrelazados hasta el alba.

   Cruzamos la ciudad de Bariloche al mediodía, almorzamos fiambres ahumados y cerveza roja, scotch ale, en una parada. a laaltura del  km 11 de la ruta al Llao-Llao. Más tarde tomamos el camino que bordea el espejo del lago Gutierrez, el Mascardi, y ya en la montaña,  la sinuosa vía del Cañadón de la Mosca.

   Entramos en el Bolsón por la tarde, compramos algunos víveres y partimos sin detenernos hacia Epuyén. Preguntamos a un empleado de la Dirección de Turismo que ya cerraba y se iba,  y llegamos al rato a la Stupa.

   Modesta, sobria, imponente en su humilde estructura, dimos algunas vueltas en derredor, rozando con las manos los rodillos de cobre. Hicimos algún ofrenda, hasta que de pronto escuché que me llamaba una voz conocida:

   -¡Hola!!! ¡Llegaste!! Te esperaba ayer-. Cristina se acercaba con su paso amplio y resuelto. Corrí hasta encontrarla y nos abrazamos. Volvimos a la Stupa.

   -Mirá, quiero que conozcas…- dije, pero no pude continuar. No estaba. Nada. Ni ella, ni sus cosas en la camioneta, como luego comprobaría. Había desaparecido.

   -¿Que conozca a quién?- preguntó ella desconcertada.

   -Nada, no es quién sino qué. Quiero que conozcas mi encuentro con lo desconocido, una realidad diferente. Quiero compartirlo,  que lo sientas como lo he sentido yo-, y el calor que irradió súbitamente mi aliento desde lo más profundo del pecho me indicó que se estaba yendo, que se iba y que  lo efímero y lo eterno tenían el mismo significado, que lo que es, no deja de ser nunca, ya sea en una humilde morada o en la mansión de los príncipes…



    -Yo también quiero contarte que vino a visitarme mi hada madrina…-comenzó ella, y nos pusimos a girar alrededor de la Stupa, poseídos por el mismo vértigo de la comprensión, de la dimensión inconcebible de la apertura, de la humilde sencillez que cobra en sí misma  la sensación de ser y de no ser al mismo tiempo, que sucede  en el tiempo de un tiempo sin tiempo…






  

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