viernes, 30 de octubre de 2015

Mediodia, con Duendes y Demonios

                                                            You, dreammer you… Johnny Cash

    A la sombra aún, desde una puerta del Hospital considerabas con recelo la playa de estacionamiento. Estaba casi vacía, en un  mediodía furioso de febrero. La luz asesina del sol caía  impiadosa sobre el cemento y los autos. Caminando hacia el tuyo, te plantaste los anteojos negros, una necesidad inevitable. “No pasé por Personal…”, recordaste de súbito. “Al carajo con la firma, mañana lo hago”, decidiste, abriendo la puerta del auto con el remoto. “Un día más de esta rutina infernal  enfrentando conflictos, quitando piedras del camino y palos de la rueda para que el carro empiece una vez más a moverse”. Suspiraste  encendiendo el motor, e inmediatamente pusiste el aire acondicionado abriendo también las ventanillas. “Esto es un horno”. Y un horno encendido  era tu cabeza, que reclamaba  una palangana de agua helada. Johnny Cash con su: ...on the night Hank Williams came to town, recuperó de  pronto todo el espacio desde el reproductor de CD. Pero ni su pegajoso y rítmico acento logró aventar tu malhumor. “Hay que despedirse de esto, hay que salirse de una buena vez de esto”, pensabas, mientras enfocabas la salida hacia el bulevar. “Hay que despedirse de tantas cosas...”, y la marea de elucubraciones comenzó a circular por tu  cerebro hirviente como una cinta sinfín.  “Es así nomás la cosa, o ponés punto final a todos tus quilombos, o ellos te dejan a vos, cualquier día de estos, tirado en algún sitio, o aquí mismo, con la cabeza sobre el volante...”

     De reojo viste a alguien de guardapolvo blanco que se  acercaba con pasos presurosos y frenaste. “¿Y ahora qué…?”, te revolviste con furia creciente, imaginando un obligado regreso. Apagaste la música, y ya, junto a vos,  el guardapolvo blanco, y sobre éste, un pelo negro que brillaba al sol, abundante y lacio y que se consolidaba suavemente hacia arriba. En el centro, unos ojos muy claros te miraban  con  interés y algo de sorpresa, y la boca que había empezado a  hablar,  no paraba de hablar. Tomada de la puerta con las manos, ella movía los labios con ritmo alucinante.  Sus ojos, que  se agitaban con rapidez,  no dejaban de... ¿encandilarte? “¿Es esto cierto”, pensaste, “¿o ya me llegó la hora y estoy sobre el volante con el infarto...?” Apagaste el motor y descendiste del auto, enfrentándola.

    - ¡Hola!- saludaste. -¿Te conozco?- y ella se presentó con una disculpa. Su  voz   era ligeramente áspera y baja. En  un bolsillo abierto del guardapolvo se adivinaba la causa.

    - Fumemos- le dijiste, y la miraste ahora directo a los ojos. A plena luz del sol, eran las pupilas muy cerradas, y la claridad marina que recibiste de ellos te pareció que merecía otro ámbito de discusión. Te ofreció un cigarrillo y acercaste la cara a su mano para recibir fuego. Hubieras besado esa mano de no tener el cigarrillo en los labios. Miraste su boca, que echaba  humo  frunciéndose  hacia  un  costado, y  le  dijiste algo como  “Vos no sos de aquí. ¿Venís de otro hospital, o caíste del cielo?”, para verla reír: Querías sus dientes. Desparejos pero blancos, muy blancos, los colmillos superiores montados, labios carnosos y de suaves líneas  los cubrían con dificultad al cerrarse en el cigarrillo. Ella también te miraba.

    -Vamos a un lugar tranquilo- murmuraste, y mientras cerrabas el auto con el remoto, le tomaste un brazo. Te miró y sonrió. En tus oídos sonaba: ...with an angel for a while... “¿Será que a veces Johnny es premonitorio?”, pensaste, sintiendo el brazo bajo tu mano un brazo izquierdo no débil, pero sin lugar a dudas femenino.

    -¿Vas a colaborar con el proyecto?- Sentados en el bar, te preguntaba, y ahora era ella quien te tomaba del brazo, su mano sobre tu antebrazo extendido, como diciendo “¡Hey,  hombre de lejanías abismales!, ¿me estás escuchando?” Sus ojos habían cambiado de tonalidad, más gris, menos azul.

    - Me gusta observarte en  silencio mientras escucho como de lejos tus palabras Tu mirada es increíblemente suave con esta luz... - le contestaste sin proponértelo.

     -¿Qué...?-, y sus blancos colmillos asomaron imprudentes  detrás de la mueca de incredulidad.

     - ¡Eso!- enfatizaste-.  Digo que la luz asombrosa de tus ojos se aclara en la penumbra... Y eso que parece  tengo el privilegio hoy, aquí y ahora de contemplar,  llega así nomás hasta mí con el insólito encanto  de  la belleza más embriagadora que he conocido-. Mientras, ella bajaba la mirada, y en la sonrisa  que temblaba en sus labios podía adivinarse el comienzo de una retirada. - Es lo mejor que me ha sucedido en este día- murmuraste-, claro que no se necesitaba un gasto tan enorme para mejorarlo. Dicen que el cielo tiene estas cosas. Sucede cuando menos te lo pensás... Pero bueno, ¿me estás preguntando si adhiero al proyecto?- Ella había retirado la mano, se recostaba en el asiento, y bebía el café. Se inclinó para dejar la tacita en el plato, echó el cabello hacia atrás con un gesto amplio del cuello y la mano:

   -  Sí, me encargaron  que te viera con este proyecto que juzgamos muy  interesante, y creen que vos sos el indicado de aquí para colaborar en él. Valoran en extremo tu experiencia, que  desde ya, compruebo no te falta en lo más mínimo-. Y luego de un silencio- : Te informo, por las dudas,  que “mis ojos claros” no son parte de él.

   - Lástima- y le tomaste una mano, que no retiró- ¿Y en qué proyecto están inscriptos tus ojos marinos de los que no puedo despegarme, el rosado de tus labios que en vano intentan ocultar esos colmillos de fábula, el fuego negro de tu pelo, esas orejas de ficción con aros al tono de tus ojos, justamente ciertas para perderlo a uno, y  ese cuello donde hundir la cara parecería  un  sueño  imposible... Y tus manos…- y  con el pulgar hacías leves movimientos sobre el dorso. Sus dedos se cobijaban en el hueco de tu palma. Ella cerró fuertemente la boca, hundiendo los labios entre los dientes, te miró abierta y directamente a los ojos, y revolviendo su mano tomó la tuya. Acercó el pecho a la mesa y se llevó tus dedos a la boca. Los besó levemente.

    - Vos también tenés una mirada más que hermosa, por momentos hechicera, y una boca que dan ganas de besarla apenas vista. Al hablar, bueno, es como si tomaras posesión de una, y que siempre fue muy natural que así ocurriera,  y hay un, qué sé yo, algo indefinido que irradia tu persona que se  le hace imposible a una no sentirse de atraída de movida... Y atraída mal.

   - ¿Mal...?- Le sonreíste, respirando hondo, concentrado en sus ojos y en esa mano que te sostenía como invitando a olvidar todo y dejarse ir.

   - Mal en el buen sentido. No parece tarea fácil jugar con vos, considerarte como algo, digamos, interesante, agradable pero momentáneo y  que quizá... Das la sensación de que los “quizá” no existen para vos-. Abandonó tu mano por un cigarrillo, lo encendió y se lo quitaste de los dedos como en un pase de prestidigitación. Parecía  enojada, y  lo regresaste a sus labios, rozando los “agentes de Lucifer” de Sabina.

    - Fácil, claro que es fácil. Tengo la casa abierta de par en par- y extendiste los brazos hacia ambos lados-, y se puede entrar y salir con facilidad, sin problema alguno...

    - ¡Eso! Entrar, sí, no lo dudo. Puede ser...- y emitió una bocanada de humo. Le pediste una pitada con dos dedos extendidos, que concedió. -Pero salir, lo que se dice salir, no creo que sea fácil. Para mí las puertas  primero son para entrar, y aunque estén abiertas, me tomo un tiempo, aunque a veces se cierren antes de decidirme…Y  me cuesta  salir…vaya si me cuesta salir-. Fruncía los labios y el entrecejo en una queja prematura. Te encogiste de hombros, la miraste a los ojos y desviaste la mirada hacia un costado, como desprendiéndote de ella.- No hagas eso- pidió con un hilo de voz.- Me estás embrujando, encantador de serpientes...y adivino que esto puede terminar fatal...

    - Para empezar, podría empezar... Lo primero es lo primero, y luego se ve... Te aclaro que creo más en el azar que en las estadísticas - dijiste con una voz casi impersonal, y seguiste- ¿Por qué ustedes siempre están tan ansiosas por leer  el final de la novela?

   - Cuestión de género. Quien se quema con leche...

   - ¿Quién no se ha quemado con leche, con aceite hirviendo, o en la hoguera inquisitorial a esta altura del partido...?- respondiste cortante, y valoraste nuevamente sus ojos, el movimiento de esos discos claros, la clave de la carretera para iniciar otro camino, no precisamente el que pensabas recorrer una hora atrás, saliendo una vez más de ese bendito Hospital.

    - Mirá, no te voy a decir que no se pueda, porque te mentiría, y a mí no me gusta mentir, pero también me gustaría aclarar ciertas cosas. En estadística se basa nuestro trabajo, no en el azar, y el azar no me trajo hasta aquí...

     - Ya veo... Tiempo al tiempo. Dejaste en claro tu perfil serio, que adivino tan atractivo como el frente... Aún no imagino la delicia de contemplar ese perfil desde la almohada de al lado. Tus ojos aclaran el resto, y colaboran  tus labios, tus dientes, con esos colmillos que asoman impertinentes hacia delante.  Además, y como buen comienzo: ¡los dos fumamos!- La carcajada los separó, movimientos propios los sacudían, mientras mantenían con la mirada el dogal de seda que trenzaran ambos minuto a minuto, sin prisa ni pausa. Ella miró de pronto su reloj:

   - Bien, me tengo que ir- dijo, buscando la cartera. Tu ademán le indicó que la cuenta era a cargo del local. Pagaste y caminaron. Ella se había quitado el guardapolvo. La blusa  hacía juego con, con... (¡con qué si no!), y se balanceaba lentamente sobre unos zapatos de taco bajo. Te tomó del brazo y luego deslizó su mano hasta llegar a la tuya.  Junto a tu auto, le soplaste el pelo, y apareció otra vez ese mar brillante y azulado, pero ahora poseído por  corrientes alborotadas y encrespado oleaje.

   - Sos muy hermosa. Deberías cuidarte... Creo que fue Oscar Wilde quién dijo que “la belleza no se perdona”, ¿sabías?-. Ella jugaba con sus labios. Se puso de súbito en puntas de pies y te besó. Sonreía con la boca entrecerrada,   saboreando con la punta de la lengua el dejo de los tuyos. Te recostaste contra la puerta del auto y ella comenzó a hurgar en la cartera. Te miró, entre divertida y algo triste.

    - También, creo que fue Marechal quien  dijo: “Con el número dos nace la pena”- e hizo un gesto como preguntando: “¿Ves, y ahora, qué…? ¿Los sabés vos?” Pero  cambió rápidamente;  el ceño fruncido fingía seriedad-: Bueno, ha sido una charla muy interesante, doctor, y espero que podamos compartir ideas y sugerencias para avanzar en el proyecto. ¿Qué le parece si nos pasamos los tele...?- Con el remoto en el bolsillo abriste tu auto y se interrumpió, sorprendida por el ruido.

    - “Con el número uno nace la poesía, y con el número dos, la poesía cobra vida”. No sé quién lo dijo, pero mi auto te está diciendo que des la vuelta y subas, y no hay pretexto que valga.

   - ¿Y-no-hay-pretexto-que-valga?- entonó ella mientras rodeaba el auto con lentos pasos de baile. Abrieron las puertas simultáneamente y los invadió el calor sofocante acumulado en el interior. Sin cerrar las puertas, se inclinaron el uno hacia el otro, se tomaron de la nuca, revolviendo pelo entre los dedos, y tus labios reconocieron los de ella, los colmillos inefables, y al abrir los ojos, el azul  tan cercano te  envolvió sin remedio y te tragó, cuando a ella la devoraban los tuyos,  sin hablar de promesas, sin tener en cuenta viejas historias  ni mencionar  sueños a cumplir. Sólo esto. “¡Vaya!, si, sólo esto”, alcanzaste a pensar.




  - ¡Adiós, doctor!- saludaron a coro con tono festivo varias voces femeninas con uniforme de enfermería al pasar junto al auto-. ¿Todavía aquí?- y las risas se perdieron con el eco de pasos apresurados, en una abrasadora tarde pasado mediodía que ya había empezado a desparramar sombras como residuos de duendes y demonios sobre la playa de estacionamiento del Hospital.

(del libro Hombre, 2008, ed Dunken)

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