Si no he sido víctima de una alucinación,
la humanidad deberá estar dispuesta a aceptar un nuevo enfoque
científico sobre la realidad del cosmos, y sobre el lugar que corresponde al
hombre en el loco torbellino del tiempo.”The Shadow out of Time”, H.P.Lovecraft.
Ese día, al salir
del trabajo, en vez de subir al colectivo de costumbre, decidí tomar un taxi
para regresar a mi departamento. Abrí la puerta trasera del vehículo, me senté
y le indiqué una dirección al conductor, que arrancó mientras asentía con la
cabeza al pedido. Me recosté en el asiento, decidido a descansar durante el
corto viaje. De pronto, el automóvil se desvió por una calle con rumbo opuesto
al de mi casa. Deduje que estaría cortado el camino, pero
al cabo de unos minutos, al comprobar que no corregía el sentido de la marcha,
comencé a inquietarme. Me incliné hacia delante para preguntarle al hombre
hacia dónde nos dirigíamos. Pero no me oyó, pues el tango que transmitían por
la radio había iniciado un ensordecedor estribillo, al tiempo que el tráfico se
intensificaba a ambos lados, con múltiples ruidos de escapes y bocinas. Decidí
esperar, pues no estaba demasiado
apurado y no me importaba retrasarme unos minutos. Pero cuando leí el nombre de
la calle por la cual circulábamos, me invadió una suerte de malestar visceral,
pues me resultó absolutamente desconocido. Nunca me había movido por esos
andurriales. Intenté otra vez hablar con el conductor, decidido ya a terminar
con el viaje, cuando un colectivo se cruzó a pocos metros del taxi. La frenada
fue espectacular; los insultos, floridos, y el arranque casi inmediato. No tuve
más remedio que echarme para atrás y esperar. Comprendí que estaba en manos de
ese hombre, al cual no conocía y con quien sólo había intercambiado tres o cuatro
palabras, al parecer muy imprecisas de mi parte.
Me sorprendió
cuando se detuvo. Creí que tendría problemas con alguna goma, o cualquier otro
inconveniente mecánico. Pero el hombre
encendió la luz interior, me pidió una suma de dinero y levantó la banderita
luminosa, dando por finalizado el viaje. Le pagué sin decir una palabra y
abandoné presuroso el automóvil, ansiando pisar el suelo de una buena vez.
Suspiré aliviado,
mientras veía alejarse al taxi envuelto en una nube de humo, y sentí que volvía
a ser dueño de mi persona. Hasta que la vi.
Un estremecimiento me invadió y sentí un impulso irresistible de alejarme de ella. Pero estaba como clavado en
la acera. La calle permanecía oscura y desierta. El viento de la noche, que
arrastraba por el pavimento las hojas caídas y cimbreaba con irregular
violencia las copas de los árboles, traía desde esa casa el sonido de una
vieja y conocida melodía; me atrajo con
ella y caminé lentamente hasta el umbral. Las paredes del frente, semiderruidas,
sugerían su antigüedad y una cercana demolición. Encontré la puerta atrancada
por unas tablas, que quité de su sitio no sin dificultad. Y a pesar de la
sensación de inquietud y recelo que me
embargaba, empujé la puerta y entré.
Los días siguientes me sorprendieron poseído por un desacostumbrado mal humor. No toleraba las vicisitudes de la vida cotidiana. La compañía de mis amigos me resultaba intolerable. Los compañeros de trabajo me evitaban, y en más de una oportunidad fui reprendido por mi superior por lo que consideraba faltas de responsabilidad en mi dedicación hacia la empresa. Y la tan ansiada presencia de mi amante perdió súbitamente todo atractivo. No resistía su proximidad, y provoqué la ruptura ante el primer pretexto que se presentó, sin que quedara de nuestra larga relación otro sentimiento que no fuera un urticante rencor. Pero, a pesar de los malos ratos que estos episodios me deparaban, en mi fuero íntimo sentía una extraña alegría, una siniestra satisfacción. Evidentemente, buscaba la soledad a cualquier precio. Me preguntaba a veces por el motivo de esta actitud, pero no encontraba respuestas. Salía cada vez con menos frecuencia de mi departamento. La vieja costumbre de disfrutar de la música, preferentemente del barroco italiano, junto con mi pasión por la lectura de los clásicos, sustituyeron poco a poco todas mis actividades sociales.
Una noche,
mientras leía, me sucedió que perdí, no
recuerdo si súbitamente o de manera gradual, la mitad de la visión. Abandoné el
libro, y no le di importancia al episodio, arguyendo para mi fuero íntimo que
el cansancio y la tensión de los últimos días estarían modificándome el sentido
de la vista.
Me acosté, y
después de dormir varias horas un sueño inquieto, desperté sobresaltado por una novedosa
pesadilla. En las escenas finales, esas que habitualmente se mantienen vívidas
al despertar, aparecía un oscuro deseo imposible de representar con palabras,
que me apremiaba de una manera inobjetable
a regresar cuanto antes a la casa.
Una fría y viscosa transpiración me
cubría hasta mojar la ropa de cama. Desvelado, intenté retomar la lectura, pero
no podía leer una sola palabra. Volvía a ver la mitad de las letras: de
algunas, la superior o la izquierda; de otras, la inferior o la derecha. En
resumen, la trama resultaba un
jeroglífico indescifrable. Aturdido, me incorporé y fui hasta la cocina para
beber una taza de café. Y allí comprobé que mis ojos captaban los objetos por
mitades: la heladera, la pileta de lavar, la cafetera, todo estaba como
dividido por una mano misteriosa. Entonces decidí, sin dilación posible, que al
día siguiente consultaría con un médico.
Luego de varias
horas de espera, el facultativo, uno de los más serios de esta ciudad, me
recibió. Tras realizar una serie de preguntas sobre mis antecedentes, escuchó
mi relato con atención y luego me examinó con dedicación y cuidado. Miró con
una luz el interior de mis ojos; sacó varias radiografías de mi cabeza; golpeó
con un martillo de goma en todos los huesos que encontró y finalmente determinó
que el examen no evidenciaba ninguna anormalidad. Opinaba que yo debía padecer
algún trastorno psicológico, originado quizá por un exceso de trabajo. De esta
manera justificaba también mis dificultades para relacionarme con la gente. Me
recetó unos sedantes y me aconsejó unas prontas vacaciones.
Cuando salí ya era de noche. Me sentía extrañamente
alegre y animado. O quizá más bien poseído por una desacostumbrada euforia. No
lo sé. Hice señas a lo que veía de un automóvil amarillo y negro, que se detuvo
a mi lado. Tanteando encontré la manija de la puerta trasera; abrí y me senté, recostándome complacido en
el asiento. Entonces fue que repetí el nombre de esa calle, desconocida y al
mismo tiempo tan curiosamente familiar para mí.
Como la vez
anterior, encontré la entrada de la casa
bloqueada por tablas clavadas al marco de la puerta; las quité, empujé la pesada hoja que chirrió
sobre sus oxidadas bisagras con un agudo y prolongado espasmo, y volví a entrar
en la que de alguna extraña manera sentía como mi casa. Un nauseabundo vaho de húmeda vejez me recibió desde la
oscuridad interior. Caminé alumbrado por la endeble llama de un fósforo, ya que
no había señas de luz eléctrica, siendo imposible describir con precisión los
sentimientos que me embargaban; era como una oscura turbación que se
justificaba y acrecentaba con esa sensación tan peculiar de déjà vu. Pude orientarme, a pesar de mis
dificultades visuales, y llegué hasta la biblioteca. Encendí otro fósforo y lo
acerqué a la lámpara de querosén que hallé sobre el escritorio. Al iluminar la
estancia, descubrí otras huellas en el polvo, quizá recientes, que abundaban en
marcas circulares, sin orientación ni sentido. Evoqué mi primer viaje en taxi
pero no logré profundizar lo que parecía tener un final no recordable. Un
estremecimiento más fuerte que los anteriores me sacudió de pies a cabeza.
Incapaz de pensar con claridad, con la visión limitada, sin posibilidades de moverme, sólo podía
permanecer cómo y dónde estaba.
Entonces, la
música de la casa, la vieja y conocida melodía comenzó a invadir el ambiente. El tufillo se tornó más suave,
menos desagradable. Olía tal vez como el aroma desprendido de la madera recién
cortada. Sí, efectivamente, la casa estaba transformándose; rejuvenecía. Comencé entonces a comprender
algunos pormenores de lo que podría denominar mi actual situación, y en
ella, lo ocurrido durante la otra noche,
aquella en la que concurrí a esta casa por vez primera y cuando, aparentemente, la impresión que
recibí ni bien entré fue tan intensa y estresante que me dejó como entumecido y ensimismado en otro
mundo.
Luego, seguí un impulso incontenible y busqué un
volumen antiquísimo que escondía un anaquel de la biblioteca detrás de unas
polvorientas carpetas. Lo abrí y lo
aproximé a la lámpara. Comencé a leer; era un extraño jeroglífico que no me
resultaba desconocido, pues las letras se unían como en un rompecabezas ante mi
visión modificada y podía leer como si fuera castellano corriente. El
texto describía arcaicas enumeraciones referidas al
resurgimiento y la reencarnación, y
aparecían algunas recetas a manera de fórmulas, de escritura que invocaba
caracteres cuneiformes, o quizá más antiguos aún, que facilitarían al iniciado,
quebrar la línea divisoria y penetrar
en los secretos primigenios. Hablaba luego de una sustancia esencial, de cuyo interior surgimos y que permanece
esperando para guardarnos, para
cobijarnos luego de nuestra vida carnal. Comprendí que había nacido y muerto
mil veces, y que luego de la última había
llegado definitivamente al refugio de la maravillosa sustancia. Sí, ese
había sido el destino prefijado pero, por alguna extraña y caótica
circunstancia, había nacido otra vez,
dejando al descubierto y en peligro a la sustancia primordial, que durante los
treinta años de mi vida actual estuvo expuesta a las inclemencias del tiempo.
Continué con la lectura, para llegar a la dolorosa conclusión de que quizá
ya no podría cobijarme por
toda la eternidad.
Entonces, algo
peor que el miedo, algo mucho más fuerte y más allá del terror y el espanto me
sacudió por espacio de varios minutos, mientras una multitud de personajes
comenzaba a brotar de mi piel a modo de seudópodos, uno tras otro, alejándose
indefinidamente como en una galería de espejos. A medida que surgían,
combinaban entre sí una más que dudosa corporeidad, en una conjunción de formas
y rostros de un aspecto tan extraño y terrible como jamás hube presenciado.
Hasta que, en el último instante de lucidez, sentí que me dividía en mil
pedazos para dar a luz un gigantesco y pegajoso ser, ameboiodeo y reptante.
Cuando volví en
mí, comprobé que la pesadilla me había dejado un mareo atroz y un persistente dolor de cabeza.
La lámpara se había apagado por falta de combustible y los rayos del sol se
filtraban por los resquicios de las tablas que bloqueaban una ventana. Llegué
hasta ella y con decididos golpes logré inundar el polvoriento cuarto de luz. El
libro permanecía aún sobre el escritorio, pero no intenté retomar la
lectura. Lo cerré y lo guardé en su sitio original, detrás de las carpetas.
Luego, sin poder procesar pensamiento alguno, pero con los sentidos íntegros,
busqué la salida y me alejé presuroso de la casa.
Tras varias horas
de completa amnesia, comencé a recordar
los principales términos que descubrí a través del insólito libro la noche de
la víspera. Una extraña tranquilidad, unida a una diferente manera de sentir,
me permitió rememorarlos con
objetividad:
“Hay muchas clases de sustancias a lo largo
y a lo ancho del planeta. Pero entre su enorme
variedad, se esconden aquellas que parecen sustancias
normales, que quizá han sido normales
alguna vez, pero que ya son algo más que materia planetaria. Esa
sustancia inerte, fría, cuasi mineral, conserva en su interior un espacio donde
jamás ha entrado elemento alguno desde el exterior. Pareciera que allí
contuviera algo similar a la antimateria que describe la física actual. Ese
espacio comienza a formarse en el interior de la sustancia en el instante mismo
de la primera concepción del ser humano que le corresponde. A medida que esa
primera encarnación avanza dentro del útero materno, el factor que ocupa
primitivamente lo que será dicho espacio se transforma en el ser etéreo,
inmaterial, que se trasladará luego al pequeño cuerpo humano cuando éste se
halle pronto a desprenderse del vientre de su madre. En esa particular
circunstancia, el ser etéreo, inmaterial
se reubica en el niño, donde intentará realizar una etapa carnal de su
desarrollo. Entonces, la comunicación entre él y la sustancia original se interrumpe. Al morir la persona, el ser
etéreo regresa y comparte con la
sustancia primigenia su experiencia
carnal. Así, se repite una y otra vez el ciclo evolutivo, trasladando cientos,
miles de veces la experiencia humana, dinámica, a la estática o seudomineral.
Se sospecha de la presencia de experiencias con otras especies de animales o
con vegetales, que serían todas prehumanas, pero no se las puede confirmar.”
“ La sustancia que
logra el estado último de evolución con su ser inmaterial, deja de ciclar y
ordena la relación irreversiblemente. Entonces, entra en contacto con sus
congéneres del mismo planeta y de otros planetas, para luego comunicarse con
otros sistemas solares, con otras galaxias, y participar así en la realización
evolutiva de la armonía del Cosmos.”
“La especie humana
constituye un intermediario, imprescindible aún para ella, pues representa el
más evolucionado ejemplar del reino animal con que cuenta en este planeta. Esa
experiencia resulta fundamental para el desarrollo del ser etéreo, y, por ende,
para alcanzar el último grado de evolución.”
“El momento final
de mi proceso se habría producido hace
treinta años. Al desprenderse del cuerpo humano anterior a mí, el ser
inmaterial volvió a la sustancia
original creyéndolo definitivo. Pero entonces, a raíz de una anormal, caótica
circunstancia cuya causa permanece
ignota, nací yo, separando de manera aberrante al ser etéreo de la esencial
sustancia. Si el espacio sufrió transformaciones inconcebibles luego de mi nacimiento, yo estaría aislado,
sin existencia posible, totalmente fuera del eterno y perfecto movimiento...”
Ha transcurrido ya
más de un mes desde que estoy viviendo en esta casa, en mi casa. Y lo que al principio era una oscura sospecha, se
transformó en una certeza que acentuó, inevitablemente, una sensación de hondo
malestar: La casa, impregnada de
malignidad, irradia permanentemente hacia mí
un aborrecimiento inconmensurable. Ha adquirido un aspecto en extremo
lúgubre y su olor es cada vez más pestilente y nauseabundo, como si, luego de
los fugaces y esporádicos episodios de rejuvenecimiento, ella entera,
definitivamente, hubiera entrado en una etapa irreversible de putrefacción.
Ruidos insólitos en la planta alta cuando se inicia el crepúsculo, sugieren que
algo fuera de lo habitual ocurre. Y ese algo está muy alejado de mis
limitadas posibilidades de control. Por las noches he despertado sobresaltado
al escuchar sonidos estridentes –como de pesados cuerpos que golpean
bruscamente contra el metal hueco-, seguidos de extrañas lamentaciones que
culminan en horrorosos alaridos, para luego abrirle paso a un ominoso silencio,
que me mantiene desvelado hasta las primeras luces del alba.
Nuevos sucesos internos y
externos a mí están ocurriendo. Varias encarnaciones primigenias han emergido
durante mis últimos sueños (si puedo llamar así a mis constantes pesadillas), y
en sus gestos y actitudes alcanzo a adivinar un espeluznante designio hacia mi
persona: Sospechan, creen o saben que soy el culpable de haber quedado fuera
del eterno y perfecto movimiento. Como eso no quieren admitirlo, insinúan que
aún conservan una remota posibilidad de regresar al espacio de la sustancia
original, del que reniegan su destrucción. Pero, para lograr el propósito
último, deberán deshacerse de mí, ya que yo los retengo tal cual fueron durante la experiencia humana
y quizá prehumana.
Hay un hecho que me
sobrecoge, me espanta hasta llegar a la confusión y parálisis total: Ellos
existieron como seres etéreos, y carnales, para ser ahora, sin incluirme por
cierto, el ser inmaterial. Yo, entonces, soy una presencia puramente carnal y
no existo de otra manera, y me encamino hacia la nada absoluta sin la más
mínima esperanza de persistir en otro estado. Y mi única posibilidad de
continuar vivo radica en que llegue a serles imprescindible o a dominarles.
Pero ambas opciones me repugnan, y no resisto mi actual carencia de intimidad. Ellos,
que me odian hasta el delirio, entran y salen de mi cuerpo cómo y cuándo
quieren.
Ahora comprendo
sus designios y no puedo oponerme a su singular voluntad. El es él,
siempre y a través de sus múltiples manifestaciones. Y yo no soy más que un
aberrante obstáculo para su regreso a la sustancia original. Pequeño, ínfimo,
o imposiblemente enorme. Creo que aún desconoce si puede deshacerse de mí, pues
mi desaparición podría acarrearle la inexistencia eterna. Por demostraciones
que he presenciado estos últimos días a cargo de primitivas encarnaciones, sé
que estoy definitivamente en lo cierto. El existe, yo no, y mi desaparición
podría conducirle de regreso al perfecto movimiento, o hacia la total
aniquilación. Y este dilema que lo corroe exalta su odio hacia mí, su
carcelero, y lleva esta situación, cada día que pasa, hasta límites
insostenibles.
Necesito con
urgencia encontrarle una salida a esta situación. A pesar de que en el fondo
reconozca que no existe ayuda humana posible, acudiré a solicitarla, no
obstante represente sólo un paliativo, aunque con ella me acerque al último destino, que auguro inevitable.
Hasta aquí, el relato de J.B., de 31 años de edad, internado a mi cargo en este Hospital de Agudos de Salud Mental. Mi responsabilidad como médico psiquiatra hacia este paciente, al ser además su amigo personal, me obliga a ver los hechos con la mayor objetividad. Por lo tanto, intentaré realizar una descripción que se ajuste apretadamente a los sucesos ocurridos durante el período que me tocó tratarle:
“A las doce de la
noche del sábado 3 de agosto, acudí al domicilio del arriba mencionado,
conocido mío desde su temprana juventud. Había solicitado mi colaboración por
lo que llamaba un caso de vida o muerte. Lo encontré postrado en su lecho,
sumido en un profundo sopor, situación que al principio confundí con un coma
alcohólico. Pero en cuanto me reconoció, cambió el aspecto radicalmente.
Demarcados por unas largas y profundas ojeras, sus ojos se abrieron demostrando
una insólita lucidez, mientras que un brillo extraño brotaba de sus dilatadas
pupilas. Comenzó a hablar precipitadamente, mientras sus manos gesticulaban y
su pecho subía y bajaba en un intermitente jadeo. Respirando durante las breves
pausas, me relató en un par de largas
horas lo
que he asentado en estas páginas
en comprimido extracto y en el lenguaje más inteligible posible. Por
razones de estricto pudor no me atreví a agregar algunos detalles, impensables
por demás, que adicionara J.B. reiteradamente
y con floridas expresiones a la
narración.”
“Cuando terminó,
insinué que debía internarse en un sitio apropiado. Aceptó mi propuesta,
manifestándose incluso agradecido conmigo.”
“Los primeros días
de su internación permaneció bastante tranquilo. Pero luego decidí aislarlo,
pues temí que su delirio llegara a perturbar a los otros internados. Utilicé
dos tipos de sedantes a dosis límite, y la tolerancia fue aceptable.”
“Durante los
cortos intervalos en que se mantuvo lúcido, intenté conversar con él acerca de
su situación. Me di cuenta de que suplicaba por mi ayuda; la necesitaba
desesperadamente, pero yo no podía hacer otra cosa por él más que escuchar su
delirio y calmarlo con drogas. Y a pesar de los sedantes, hubo días en que
estuvo más que intranquilo. Por momentos se agitaba: Abría los ojos casi desorbitados, y temblaba como poseído
por un cuadro convulsivo. Y de cuando en cuando emitía unos espeluznantes
alaridos (esto lo digo así, a pesar de que llevo casi seis años como médico interno
de este Hospital). Su estado, con el transcurso de las semanas, llegó a
preocuparme en extremo. Temí, no ya por su salud mental, que consideraba poco
menos que irrecuperable, sino por su vida. En dos oportunidades debimos
sujetarlo con correas a la cama, y luego inyectarle un cocktail lítico
endovenoso.”
“Su condición fue
empeorando poco a poco pero de manera inexorable. Pasaba alternativamente del
sopor más profundo a la conmoción más incontrolable. Y debido al deterioro de
su estado nutricional, debimos recurrir al clínico para hacerle alimentación
parenteral.”
“Ayer, 30 de agosto
por la noche, llegó J.B. a un espantoso desenlace de la manera más
violenta que se puede concebir. Hacía yo mi turno de guardia, cuando fui
llamado con extrema urgencia por un enfermero del Pabellón de Cuidados
Especiales. Cuando llegué, encontré a mi amigo en el suelo con el cráneo
totalmente destrozado. Se había golpeado contra las paredes, que mostraban por
doquier manchas de sangre y trozos de ropa,
tejidos y vísceras. La materia encefálica, como producto de un estallido
del cráneo, estaba esparcida por los cuatro rincones, y hasta en el techo podía notarse algún resto
orgánico. El rostro era por demás irreconocible, y en sus fláccidos miembros
pude apreciar la presencia de múltiples fracturas. Y a pesar de lo reciente del
suceso, una hediondez insoportable emanaba de su destrozado cuerpo.
Hoy, 31 de agosto
por la mañana, con el cansancio aún encima
producto de una guardia agotadora, abrí el diario mientras tomaba el
desayuno. Y la noticia que encontré en una página interior, terminó por
despabilarme mucho más rápido que la taza de café doble, cargado, que tenía
debajo de mi nariz. “La noche de la
víspera, un pavoroso incendio había convertido en cenizas la vieja casona donde
vivía últimamente J.B., llevándose consigo una
parte del vecindario”.
Esta noticia,
sumada a una más que razonable duda referente a su insólito y espantoso fin, es
todo lo que puedo agregar al relato de mi malogrado amigo. Renuncié a explicar
el delirio mediante mis conocimientos psiquiátricos y, por lo tanto, intentaré
aproximarme al plano de su exposición: O J.B. se suicidó a pesar de los
esfuerzos del ser inmaterial para mantenerlo con vida, o fue muerto por éste
para liberarse de la aberrante atadura carnal que lo alejaba definitivamente de
la sustancia primordial. Esta última
posibilidad es la que más se adecuaría para explicar la horrenda forma en que
murió, similar al final de un vulgar insecto, aplastado sin piedad contra el
suelo por la implacable presión del pie calzado de un ser humano.
(del libro de cuentos 1926, Primera Edición, ACC, ed. Dunken 2002)
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