El discurso de la verdad. La verdad como forma de vida,
una encarnación de la verdad, los
“cínicos”, antiguos griegos precursores
sin misticismo (sin poner el alma de por medio) del cristianismo. Tan diferente
su significado de lo que recoge hoy día con esa palabra el lenguaje cotidiano.
El cristianismo tomó lo que le fue útil a sus propósitos y despojó al “cinismo”
de su verdadero sentido. Y le dio el que hoy todos conocemos. El diccionario de
la RAE recoge en sus acepciones primeras el origen en los filósofos griegos,
pero luego avanza así:
“Impúdico, procaz, que muestra cinismo,
desvergüenza en el mentir, desaseado, falto de aseo. Cinismo: Práctica de acciones o doctrinas vituperables. Afectación
de desaseo y grosería. Impudencia,
obscenidad descarada”. Tal vez motes provocados por la anécdota de Diógenes
masturbándose en la plaza pública, “si se puede comer en público, por qué no
esto, decía cínicamente…”
Se ha tomado de los cínicos el ascetismo, el vivir para
dar testimonio de la verdad (no la
revelada de los cristianos, claro), pero
se ha dejado en el camino lo que se podría considerar la “basura cínica”, incorporándole al
sustantivo sólo este adjetivo como sello
definitorio. Siempre me llamó la atención que tamaño descrédito en los términos
con que se les evoca fuera también el nombre origen de una escuela filosófica
de la antigua Grecia. La perversión (de dar vuelta) en la manera que adopta
nuestro lenguaje para ensalzar o desacreditar
lo que no coincide con la “voluntad de verdad” del emisor lleva a que ni
siquiera el diccionario sea un recurso veraz
para acceder al significado verdadero de las palabras. Que la historia
escrita sea tendenciosa, lo sabemos. Pero que también los diccionarios lo sean…
Bien. Siguiendo a la escuela cínica con la cual me identifico parcialmente (no soy un asceta, pero trato de que las palabras que salen de
mi boca sean afines y concuerden con mi
estilo de vida, mi presencia, mi accionar personal y hacia el mundo), me
reconcilia una vez más con la herencia que nos dejaron los griegos antiguos,
única fuente que encuentro aceptable para avanzar y profundizar en la epiméleia heautóu (inquietud de sí
mismo) de Sócrates y la parrhesía relacionada con la ética de la
vida que él preconizaba como base para
poder aprender y eventualmente enseñar.
La vida cotidiana y de relación con el mundo lo enfrenta
a uno casi sin darse cuenta con pensamientos, actos y hechos que ponen a prueba
ese modo de sentir, pensar, expresarse y
actuar “sin que medie el cálculo de las consecuencias” que dicho modo produce
en la sociedad, en la familia, en definitiva, en los otros. El decir verdad, el
vivir de modo que la propia vida se ofrezca como testigo
o testimonio de ello, requiere
coraje, el coraje de la verdad que ni el propio Sócrates alcanzó a definir en un diálogo memorable con
Nicías y Laques, pero que siglos después motivo de un libro imprescindible de
M. Foucault.
El coraje de la
verdad comienza en uno mismo, avanza en
uno mismo, se desarrolla en uno mismo, y termina en uno mismo, a veces,
desgraciadamente, antes de la muerte. Con maestros o sin maestros. Con ejemplos
o sin ejemplos visibles y comprobables. Como la vida, está en el interior de
uno, es el germen que aguarda desde que
abrimos los ojos al mundo, abrirlo a la luz a través de la epiméleia heautóu, es una decisión personal, un compromiso con la vida misma.
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