El señor de las mariposas
Todas las mañanas podía
vérselo caminando por los senderos de la plaza con las manos metidas en los
bolsillos, como si tuviera frío. Pero no tenía frío. Cuando se encontraba con
otro paseante se detenía, lo miraba con
minuciosa prolijidad, y después… En general no había después, porque la mayoría
de las personas fruncían el ceño, y se alejaban de él apresuradas, murmurando,
como quejándose: “¡Que no hay derecho a mirar así a la gente!” “¿Dónde habrá
aprendido modales este personaje?”
Pero cuando este personaje se encontraba con un grupo de niños, no tenía tanto problema, excepto cuando iban acompañados por adultos, que, casi invariablemente, tironeaban de sus brazos para alejarlos de inmediato de quien había tenido la osadía de detenerse frente a ellos y mirarlos, mirarlos directa y abiertamente. A veces los chicos tienen suerte y corretean solos, y saltan y gritan o cantan entre ellos, y en esas ocasiones, cuando lo enfrentaban, frenaban súbitamente y se quedaban quietos o movían sólo la cabeza, y lo observaban con curiosidad, expectantes. Pues de ese señor algo tenía que surgir, algo que los sorprendería, algo que no conocían, y quizá algo que podrían guardar en sus bolsillos como novedad.
Entonces el señor les sonreía, con la boca y con los ojos, y comenzaba a hablarles con palabras interrogantes, y cuando un ¡Sí! amplio y unánime surgía de los pequeños labios, quitaba abruptamente las manos de los bolsillos, extendía los brazos como si fuera un espantapájaros, y al abrir los puños cerrados, todo con un solo movimiento, un abanico de brillantes y abigarradas mariposas inundaba el aire de los alrededores, flotando con su particular suavidad entre los maravillados niños, que saltaban y gritaban intentando atraparlas.
Al rato, el señor volvía a meter las manos en los bolsillos, y las mariposas se desvanecían en el aire. Mostrando una enorme sonrisa, se alejaba entonces, caminando despacio, ante el asombro que dejaba atrás. Escuchaba los llamados perentorios de los adultos a sus críos, se encogía de hombros como diciendo: “así son las cosas”, y comenzaba a silbar una canción, hasta encontrar otro grupo de gente menuda. En algunas ocasiones, inclusive lograba asombrar y hacer sonreír a algunos adultos, porque aunque raros, también los hay.
Con el tiempo, algunos lo llamaron el señor de las mariposas. Otros, simplemente el loco de la plaza.
Pero cuando este personaje se encontraba con un grupo de niños, no tenía tanto problema, excepto cuando iban acompañados por adultos, que, casi invariablemente, tironeaban de sus brazos para alejarlos de inmediato de quien había tenido la osadía de detenerse frente a ellos y mirarlos, mirarlos directa y abiertamente. A veces los chicos tienen suerte y corretean solos, y saltan y gritan o cantan entre ellos, y en esas ocasiones, cuando lo enfrentaban, frenaban súbitamente y se quedaban quietos o movían sólo la cabeza, y lo observaban con curiosidad, expectantes. Pues de ese señor algo tenía que surgir, algo que los sorprendería, algo que no conocían, y quizá algo que podrían guardar en sus bolsillos como novedad.
Entonces el señor les sonreía, con la boca y con los ojos, y comenzaba a hablarles con palabras interrogantes, y cuando un ¡Sí! amplio y unánime surgía de los pequeños labios, quitaba abruptamente las manos de los bolsillos, extendía los brazos como si fuera un espantapájaros, y al abrir los puños cerrados, todo con un solo movimiento, un abanico de brillantes y abigarradas mariposas inundaba el aire de los alrededores, flotando con su particular suavidad entre los maravillados niños, que saltaban y gritaban intentando atraparlas.
Al rato, el señor volvía a meter las manos en los bolsillos, y las mariposas se desvanecían en el aire. Mostrando una enorme sonrisa, se alejaba entonces, caminando despacio, ante el asombro que dejaba atrás. Escuchaba los llamados perentorios de los adultos a sus críos, se encogía de hombros como diciendo: “así son las cosas”, y comenzaba a silbar una canción, hasta encontrar otro grupo de gente menuda. En algunas ocasiones, inclusive lograba asombrar y hacer sonreír a algunos adultos, porque aunque raros, también los hay.
Con el tiempo, algunos lo llamaron el señor de las mariposas. Otros, simplemente el loco de la plaza.
LA CARTA
Hacía varias semanas que esperaba
la carta que su nieto le había prometido al terminar el verano. Pensaba
con insistencia en el chico y se complacía en recordar los muchos momentos
amables que habían pasado juntos. No podía dejar de sonreír cuando evocaba la
imagen seria e inocente, siempre interrogante del niño, y sus palabras y dichos
escuetos, de una lógica simple y sencilla, con frecuencia aplastante.
Con profunda tristeza lo vio alejarse cuando terminaron las vacaciones.
Dudaba que la escuela pudiera agregarle algo más que información: conocía las
necesidades actuales del chico y había
insistido ante su hijo para retenerlo el año entero. El niño se había
entusiasmado con la idea. “Padres separados encuentran la mejor solución
internando los hijos en un colegio”, pensaba ahora con un dejo de amargura
Esa tarde salió de la casa luego de un frugal almuerzo, trajinó con los
animales de corral, limpió pesebres, ató
los caballos en el arado y comprobó el estado de la tierra. Unas dos hectáreas
serían suficientes para plantar el maíz que necesitaba.
Después limpió de yuyos la quinta, viendo cómo los retoños sembrados
apuntaban decididos buscando la luz del sol. Las papas, cebollas y ajos
maduraban bajo tierra y su memoria todavía buena los vigilaba. Más allá, las
plantaciones de ajíes y tomates reclamarían en unas semanas su tiempo.
Del otro lado de la cerca, los
frutales siempre vulnerables a los bichos, las plagas y los pájaros demandaban
también su atención con voz propia.
Su nieto le había asegurado contarle no bien pudiera las novedades de la
ciudad y de la nueva escuela. Estaba muy nervioso cuando lo acompañó a la
estación de ómnibus para su regreso. Entonces prometió escribirle.
En eso pensaba, y también en la original y especial manera de enfocar ciertas cuestiones
que comparten, con curiosa sintonía, las edades extremas, cuando oyó el silbido
del cartero. Estaba contemplando con atención y muy de cerca unas manchas
oscuras en las hojas de los limoneros, y partió raudo hacia la casa.
Atardecía. Con el arranque
apresurado, no percibió el ligero movimiento
que se produjo en el bolsillo de su camisa, al desprenderse los
anteojos, que quedaron enganchados en una rama
del árbol, espinosa y adhesiva.
En el buzón exterior encontró un sobre blanco, escrito con letras que
apuntaban un poco hacia abajo, como suelen hacerlo los chicos. Instintivamente
llevó la mano derecha al bolsillo de la camisa. Lo encontró vacío. Nerviosamente rebuscó en
los otros bolsillos, sin resultado. Era el único par que tenía, y sin ellos no
podía leer. Se sentó en el suelo,
resoplando con fastidio. Golpeó varias veces con la mano distintos sitios
del cuerpo, buscando con esa maniobra
una mágica aparición. El sol ya se había ocultado detrás de las lomas que se
elevaban más allá de sus terrenos. Pronto sería de noche.
Entró con pasos fatigosos en la casa. Buscó por todos los rincones hasta que recordó el
último uso que les había dado a los anteojos. “Fue en la quinta”, pensó
esperanzado, y hacia allá salió presuroso, aprovechando los últimos minutos de
luz.
Limoneros había unos seis o siete, entre otras plantas frutales, como
mandarinas, naranjas, quinotos, pomelos y manzanas, y el suelo no estaba para
nada limpio. Suspiró con fastidio y comenzó con la búsqueda, planta por planta.
La noche lo encontró en cuatro patas, rebuscando entre los yuyos.
Desesperanzado y muy cansado, regresó ya
definitivamente de mal humor. Entró en la casa, encendió las lámparas de querosén y se lavó en la pileta de la cocina manos, cuello y cara, refregándose
la piel con rabia. “Más tarde me cocinaré algo”, pensó siguiendo una rutina.
Se sentó en el sillón de cuero, gastado
por el uso de años, y estiró las piernas. Entonces se desprendió de las botas
con movimientos bruscos, descargando una vez más su frustración. Volvió al
sobre y lo acercó a la luz. Manchas de tinta borrosas prometían una
comunicación que así no llegaría a ser.
Abrió el sobre con el filo de un
cuchillo y extrajo dos hojas blancas, llenas de letras negras ilegibles.
Formaban líneas que también apuntaban hacia abajo. Algunas parecían perderse
más allá del borde del margen. Forzó la vista, sin lograr corregir el defecto
de su visión.
Se tomó la cabeza con las manos y de
pronto se dejó llevar por un llanto que comenzó a sacudirlo desde los hombros.
La impotencia y la realidad de sus limitaciones le inundó como un aluvión que
todo lo cubre.
Se incorporó y arrojó las
hojas sobre la mesa. Se acercó a la cocina con la vista empañada, que no quiso
distraer con el puño de la camisa. Como siempre, la ilustración del almanaque
pinchado en las tablas de la alacena atrajo su atención. Bajó hasta las letras
y números, borrosos, solo reconocibles ahora con ayuda de la memoria
Acercó la vista a esas manchas oscuras,
entrechocando los dientes con rabia. Casi tocaba el almanaque con la cara
cuando otro mundo se le abrió súbitamente. Veía. Veía con nitidez letras y
números.
Parpadeó varias veces, molesto por la
humedad de los ojos, y la visión borrosa regresó, dueña de su sitio.
Entrecerró los párpados y con la
mirada fija en la luz de una lámpara volvió a lagrimear. Entonces tomó la carta
y empezó a leer esas letras enormes que se le iban apareciendo una tras otra, aumentadas
y centradas por la lupa que producía el agua sobre las corneas.
“Querido abuelo: No sabés el
trabajo que tengo en la nueva escuela y lo que me ha costado encontrar el
momento para poder escribirte. Recién he terminado mi tarea y apenas tengo luz
suficiente para escribir. Lo hago de memoria, porque casi ni veo las letras,
así que vas a tener que disculparme por los errores de mi escritura, que seguro
no te va a resultar nada fácil de leer...
BREVE HISTORIA DE UNA PEQUEÑA ABEJA Y UNA FLOR
BREVE HISTORIA DE UNA PEQUEÑA ABEJA Y UNA FLOR
Le gustaba soñar,
y como era muy chiquita, tenía sueños maravillosos. Pero sus compañeras, ya
adultas, con el afán de trabajar el día entero, no se lo permitían. Y le
encargaban una serie de trabajos que, según ellas, debían cumplir las abejas
más pequeñas -como dar de comer a las larvas y construir nuevos cuartos con
cera para agrandar el panal. También recibía el néctar que traían las mayores,
lo ingería y luego lo devolvía para depositarlo en los sitios donde se guarda
la miel. Todo esto lo hacía bien, pero no se conformaba. Sentía la necesidad de
conocer algo más, de vivir de otra manera que no fuera tan maquinal. No amaba
su trabajo, pues quería realizarlo para algo o alguien en especial, y no
simplemente para cumplir con un deber impuesto en el panal. Soñaba con
encontrar una flor; una flor muy hermosa, con cuyo néctar ella fabricaría la
miel más deliciosa del mundo. Y así sería su miel, pues la crearía con una sola
flor, a la cual querría toda su vida. No deseaba tener trato con cientos de
flores, como lo hacían las demás abejas, pues de esa manera jamás llegaría a
conocer a ninguna. Pensaba en todas estas cosas, y deseaba compartirlas, pero
las mayores no le daban importancia, e insistían en que trabajara sin perder el
tiempo con ensoñaciones que, según ellas, sólo servían para distraerla de sus
ocupaciones.
Un buen día, sin autorización, decidió salir con las demás abejas para
visitar a las flores. Pensaba que solo así llegaría a encontrar la flor con
la que había soñado. Deslumbrada por su
belleza, las contempló largamente hasta que fue sorprendida por la noche.
Temerosa, regresó al panal. Traía las patitas vacías, pues no había recogido
néctar para la miel. Cuando llegó, las abejas grandes se indignaron con ella.
Había descuidado el trabajo en el panal, abandonando las larvas a su suerte, y
además había perdido todo el día admirando lo que ella definía
incomprensiblemente como “la belleza de las flores”, sin juntar ni un poquito
de sustancia para la miel. Avergonzada, la abejita no supo qué decirles. Se
sentía acechada, acorralada por sus compañeras. Entonces solicitó autorización
para alejarse del panal. Las mayores estuvieron de acuerdo con que se fuera,
pero le impusieron que no regresara nunca más, ya que si las más pequeñas
seguían su ejemplo, ninguna trabajaría y
todas morirían de hambre en el invierno.
Sin saber hacia dónde ir, la abejita voló lejos del panal. No conocía
ningún refugio ni sabía cómo encontrarlo. Anduvo largas horas, y como era de
noche, se extravió. Cansada, bajó para buscar algún sitio donde poder dormir
resguardada. Pero al llegar al suelo, todo le pareció inmensamente grande,
oscuro, aterrador. Las sombras de los pastos, agitados por el viento, la hacían
temblar de miedo. Deseó fervientemente volver al panal. Se sentía tan sola, que
se largó a llorar sin consuelo. El viento arrastraba sus gemidos entrecortados,
cuando una flor, que ya dormía, despertó al escucharlos, y asombrada la llamó.
La abejita se le acercó y comprobó que de esa flor emanaba una perfume muy
especial. Como era de noche, no podía distinguirla bien, pero imaginó que era
muy hermosa. La flor la acarició con sus pétalos, y le pidió que le contara lo que le ocurría.
Entre sollozos, la abejita le relató todo, su vida, sus anhelos, sus penas,
hasta que, ya calmada y abrumada por el cansancio se durmió sobre los pétalos
de la flor.
A la mañana
siguiente, la abejita despertó muy temprano. Nunca había contemplado un
amanecer tan lindo. El rocío, que se había depositado sobre los pétalos, la
refrescaba. Comprobó que los colores de esa flor eran maravillosos, y se
combinaban armónicamente. Sintió hacia ella una inmensa ternura, la besó con
suavidad, y luego, feliz, salió a volar por los alrededores. El sitio era
recóndito y diferente a cuanto ella conocía. Lo protegían enormes árboles, de
tupido follaje, y el pasto era alto y muy verde. No encontró otras flores tan
grandes como su amiga y, temerosa de perderla, volvió a su lado. ¡Qué hermosa
era! ¡Qué pétalos tan delicados y fragantes tenía! En cuanto la flor despertó,
la abejita le expresó emocionada que deseaba quedarse a vivir con ella. La
flor, como única respuesta, le dijo que ese era el día más feliz de su vida.
Agradecidas por el encuentro casual que las había unido, se hicieron muy amigas. La abejita comenzó a
construir un diminuto panal dentro de la flor. Destinó un sitio para dormir, y
otro para guardar su futura miel, que sería la más deliciosa del mundo. La
flor, que conocía los secretos de su
fabricación, le daba indicaciones: Debía recoger el néctar con las patitas,
llevarlo hasta el panal, comerlo de a poco, y finalmente devolverlo para
depositarlo, ya transformado en miel.
Al principio, la miel tenía un sabor común, y se parecía a cualquier
otra. Pero con paciencia, constancia y una delicada elaboración, la abejita
repitió muchas veces el procedimiento, hasta lograr una altísima purificación.
Mientras, su amiga le confiaba los secretos de las flores, indicándole los
sitios que conservaba intactos, adónde
podía encontrar el néctar más preciado para fabricar la miel. Le contaba que
todas ellas disimulan esos escondrijos, pues generalmente las abejas se les
acercan sólo por interés. Únicamente
desean explotarlas, sin importarles el resto. Las abejas no advierten que las
flores desean hacerse amigas de ellas. Y por ese motivo, éstas mantienen en
secreto lo más exquisito y preciado de su esencia. La abejita se dio cuenta del
don que su amiga le hacía, y se comprometió a quererla siempre.
Pasó el tiempo, y ambas amigas eran cada día más felices. Se comprendían
y ayudaban en todo momento. Y la abejita fabricó, tras muchos intentos, una
miel sin par. Poca era su cantidad, pero incomparable era su calidad.
Un día en que estaban conversando animadamente, oyeron los lamentos de
una abeja. Poco a poco, éstos se intensificaron, hasta que distinguieron que se
trataba de una abeja que volaba sin rumbo, dando vueltas en el aire, como
perdida y quejándose continuamente. Preocupada, la abejita la llamó. Cuando llegó hasta ellas, comprobó que se trataba de una de sus
compañeras. Se reconocieron mutuamente y se abrazaron, llorando de alegría. La
abejita le contó a su visitante las vicisitudes que había sufrido luego de
abandonar el panal, cómo había encontrado a la flor, cuánto la quería y lo
feliz que era ahora con ella. La abeja no la comprendió, pero se alegró de
encontrarla bien. Entonces le contó el motivo de su tristeza: La Reina estaba
muy enferma. Todos los métodos conocidos para curarla habían fracasado,
incluyendo la jalea real. Pronto, ellas quedarían sin su reina madre, y habría
una enorme congoja en el panal. Esta noticia entristeció mucho a la abejita, ya
que ella también era hija de la Reina. Luego del relato, la abeja se despidió y
se alejó volando, algo más reconfortada por el inesperado encuentro. Pero la
abejita, en cambio, quedó apesadumbrada ante la noticia, y fue a llorar sobre
los pétalos de su amada. Esta, que había permanecido callada desde la llegada
de la abeja, la consoló con palabras muy suaves y dulces, y le pidió que
juntara toda la miel que habían fabricado juntas. Que llenara bien el buche y
las patitas con ella, y que se la llevara a la Reina. Estaba segura de que se
restablecería si le daba de comer de esa miel. Delirando de entusiasmo, la
abejita cumplió con la sugerencia de la flor, y se preparó para partir. Se
despidieron sin tristeza, pues pronto estarían nuevamente juntas, y la abejita
emprendió emocionada el vuelo hacia el panal natal. Era noche cerrada cuando
llegó a sus alrededores. Una gran nostalgia la invadió cuando comenzó a
reconocer los sitios donde habían transcurrido los primeros días de su vida. El
aroma típico de la miel del panal la estremeció de alegría. Al llegar, las
abejas la recibieron con gran entusiasmo. Su presencia les daba una nueva
alegría de vivir. Inmediatamente, la abejita preguntó por la Reina, y al verla,
agonizante, casi se echó a llorar delante de ella. Pero se contuvo, y se le
acercó para ofrecerle la miel que traía.
Día y noche permaneció junto a su madre, dándole a cada rato de la preciosa miel. Y la Reina
comenzó a reponerse. Poco a poco, fue recuperándose; se la veía más fuerte y se
sentía de mejor humor. Hasta que un día, completamente repuesta, pudo
levantarse y salir a pasear. Al ver a la Reina nuevamente sana, la alegría de
toda la colmena fue indescriptible. Bailaban y cantaban las abejas, felices de
que ya hubiera pasado el motivo que las entristecía. Entonces, la Reina decidió
que la abejita permanecería con ella,
pues sería su mejor sucesora. Todas las abejas aplaudieron la decisión como la
más acertada, y no dejaron de felicitar a la pequeña por la sabia elección. Pero ésta no estaba nada
conforme con esa providencia. Extrañaba enormemente a su flor; no imaginaba
otra vida que no fuera junto a ella, y no deseaba otra cosa más que regresar.
Ni aunque la designaran sucesora de la Reina quería seguir en el panal. Pero
pensó que si expresaba sus deseos, las abejas volverían a enojarse con ella, la
llamarían desagradecida. Y ser la futura reina era un honor y un deber que no
podía eludir fácilmente.
Cuando la Reina demostró estar completamente recuperada, la abejita
aguardó la oscuridad de la noche y que todas sus compañeras durmieran, y sin
despedirse y confiando ciegamente en su instinto, emprendió el vuelo de
regreso. El deseo de encontrarse con su amiga la impulsaba y voló rápidamente.
Desde lejos percibió la fragancia de su compañera, y se colmó de dicha al
acercarse a ella. Fue indescriptible la alegría de ambas al reencontrarse. La separación había
aumentado la fuerza de sus sentimientos, y comprobaron que se amaban
intensamente. Ya no tenían miel, pero la fabricarían de nuevo. Y la próxima sería aún más rica que
la anterior, que había demostrado la eficacia de sus propiedades al curar a la
abeja reina.
A partir de entonces, ambas continuaron su vida de trabajo y amistad,
combinando las labores con el afecto, en perfecta armonía.
Pero, pronto aparecieron mensajeras del
panal, pidiéndole a la abejita que regresara con ellas. Era la elegida, y no
podía rehusarse a la voluntad de la Reina. Ella intentó explicarles que no
deseaba ese honor; que simplemente quería vivir en paz con su flor y dedicarse
a fabricar esa miel sin par. Las súplicas y los ruegos de las abejas fueron en
vano. Nada ni nadie la haría cambiar de opinión. Entonces, las mensajeras
regresaron cavilosas al panal. Allí, en secreto conciliábulo, decidieron
raptarla, para luego encerrarla en el panal.
Sin comunicarle la decisión a la reina, se preparó un grupo de ellas, y
una noche salieron todas juntas a buscarla. Exploraron la zona hasta el
amanecer, pero no pudieron encontrar la famosa flor. Regresaron al panal, contrariadas
y agotadas, y no tuvieron más remedio que confesarle a la Reina el motivo de su frustración: La abejita se
había ido para siempre del panal. Al escuchar el relato, la Reina comprendió el
deseo de la abejita, y ordenó que no volvieran a molestarla. Y acto seguido
designó a otra sucesora.
A la mañana siguiente, al despertar, la abejita comprobó que su amiga se
había cerrado. Sin extrañarse, la despertó como siempre, acariciándole los
pétalos con la trompa y las patitas. La flor se desperezó con un lento
movimiento de apertura, ofreciendo su interior a la luz del sol, que inundó a
ambas amigas con su alegría. Le contó entonces a la abejita que la noche de la víspera habían llegado muchas
abejas revoloteando por la zona, con la intención de raptarla. Ella unió
herméticamente los pétalos, y logró pasar desapercibida. Al desconocerla,
siguieron su camino. Era una vieja treta que había heredado instintivamente,
para evitar ser comida por los insectos nocturnos. Ambas festejaron la idea, y
continuaron luego con sus tareas cotidianas.
Nunca más volvieron las abejas a molestarlas, aunque alguna pasó
fugazmente de visita, compartiendo las
novedades y llevándole a la Reina, como regalo, un poco de la miel sin
par de la pequeña.
Vivieron mucho
tiempo juntas. Y se amaron; se amaron como solo saben hacerlo una abeja pequeña
y su flor.
FIN
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