Jacques Bergier, en Les libres maudits (Editions J ‘ai Lu, 1971), traducido al español por Plaza & Janes editores en 1976 como Los libros condenados, en el capítulo X titulado La doble hélice, referida a la obra de James D. Watson, se pregunta: ¿por qué he escogido esta obra para terminar un ensayo sobre los libros condenados? Y responde: “porque ha estado dos veces a punto de desparecer de la circulación: la primera porque nadie quería editarla; la segunda, porque nadie se avenía a comentarla”.
Refiere que: “El
profesor James D. Watson, nacido en Chicago en
1928, en 1950 consigue el doctorado en ciencias en la Universidad de
Illinois, y seguidamente, trabaja en Copenhague y en Cambridge, donde hace
extraordinarios descubrimientos en el campo de la herencia. En 1962 comparte el
Premio Nobel con Francis Crick y Maurice Wilkins, por su descubrimiento de la
estructura molecular del ácido “hereditario” ADN. La molécula de este ácido que
hace una doble hélice”.
“Este descubrimiento es considerado como uno de los más
importantes del siglo. Condujo a una interpretación del código genético y abrió
la puerta al control de la herencia…”
Un científico eminente declaró a la revista inglesa Nature: “Les sería más fácil
encontrar un clérigo dispuesto a comentar un libro pornográfico, que un sabio
que accediese a hablar de La doble hélice.
Parece que el libro de Watson pone al desnudo la realidad
de los “investigadores sabios” y sus tejemanejes y trapisondas para crecer y
lograr resultados a cualquier coste en el ámbito científico. “El rasgo simpático de Watson es
que se abstiene de toda falsa modestia. Escribe con sencillez: Hemos
descubierto el secreto de la vida”, traduce Bergier. “Y aquí es donde se
plantea el verdadero problema, superior incluso a la propia doble hélice:
el problema del aplastamiento y la censura de los descubrimientos, el problema
de los “Hombres de Negro” (aquí vuelven a aparecer en este capítulo)”. Y
avanza: “Las consecuencias del descubrimiento de Watson y col. han sido
estudiadas por grupos de especialistas que han redactado una tabla, la cual
puede verse en el libro de G. Rattray Taylor La revolución biológica.
Una tabla parecida ha sido también fijada por expertos de la “Rank
Corporation”, apunta Bergier, y agrega la Tabla:
Primera fase: hasta 1975:
-Trasplante sistemático de miembros y órganos.
-Fertilización de óvulos humanos en tubos de ensayo.
-Implantación de óvulos fertilizados en la mujer.
-Conservación indefinida de los óvulos y los espermatozoides.
-Determinación del sexo a voluntad.
-Retraso indefinido de la muerte clínica.
-Modificación del pensamiento por medio de drogas…
-Eliminación de recuerdos.
-Placenta artificial.
-Virus sintéticos.
Y la Tabla continúa con la Segunda Fase: hasta el año 2000, y la Tercera
fase: después del año 2000.
Sin avanzar en la segunda y tercera fase, detengámonos en la primera. El
libro de Bergier salió publicado en Francia siete años antes del nacimiento de
la beba Brown, primer nacimiento producto de la FIV, prediciéndolo. Y dice: “Lo
primero que se le ocurre a uno al leer estas previsiones es pensar: no de
atreverán. Pero la lectura de la doble hélice demuestra que los hombres
como Watson son capaces de todo”. ¿Capaces de todo? Veamos:
A raíz del trabajo de los investigadores británicos
Patrick Steptoe, Robert Edwards y Jean Purdy sobre Fertilización Asistida, quienes,
tras una década de fracasos y cuestionamientos morales del Vaticano, de
impedimentos del Centro de Investigación Médica del Reino Unido, que les negó
apoyo financiero, se logró finalmente en 1978 dar a luz a la beba Brown, Louise
Joy Brown (Joy por alegría). Y en esa oportunidad no faltó la palabra agorera
del premio nobel Watson, quien vaticino a una Comisión del Congreso que si la
FIV tenía éxito, “se desataría un infierno”.
¿Los “Hombres de Negro” actuaron, o fue la propia
autocensura? Las apreciaciones finales de Bergier sobre el profesor Watson se
pierden en un mar de conjeturas heroicas y paladinescas. Y los vaticinios
“infernales” de Watson respecto a la FIV contrastan con la realidad actual: A
47 años de ese primer nacimiento, ya se registraron más de 12 millones de
nacimientos por reproducción asistida, una de las revoluciones pacíficas del siglo XX. La FIV
es una de las tantas técnicas aplicada para ese fin.
Quien ha leído el libro de Watson, publicado en 1968,
seis años después de que obtuviera con
Crick y Wilkins el Premio Nobel (que tardó diez años en llegarles desde su descubrimiento, por lo que abundantes dudas
deben haberlo retrasado), puede comprender las enormes dificultades que
debieron sortear, sobre todo los dos primeros (Wilkins fue propuesto para
incluir en el premio al King´s College) para descorrer el velo del conocimiento
hasta llegar a él, avanzando y errando, proponiendo y rechazando. Rodeados de
escepticismo, ignorancia, desinterés y celos académicos, buscando
colaboraciones que no se producen, estudiando muchas veces sin destino cierto,
basados en conceptos erróneos por su escasa formación. Esto se percibe a través
de su lectura.
En la mitad del
camino, por sus fracasos sistemáticos, son obligados a abandonar la
investigación sobre el ADN, a la que consideran sus instituciones matrices, su
jefe sir Briggs “una pérdida de tiempo y dinero”.
Pero persisten
ambos, cada uno a su manera, y se potencian mutuamente, hasta que llegan a
encontrar la forma de armar el rompecabezas oculto en los genes de las células
: La estructura doble helicoidal del ácido desoxirribonucleico o ADN, con su
confirmación a los rayos X de las posiciones de sus componentes, la externa de
fosfatos y azúcares, y la interna, la de
las bases, púricas y pirimidínicas (adenina
y guanina, timina y citosina) unidas
con puentes de hidrógeno. Esto es lo que cuenta Watson en su libro.
Hasta aquí una historia. Pero hay otra, la que se ignora,
se mantiene oculta, se tergiversa y que es la que produjo la materia central
para que estas investigaciones avanzaran y tuvieran finalmente éxito: La
estructura que irradiaban las cristalografías sobre el ADN de Rosalind
Franklin. La famosa fotografía 51 tomada en el año 1952 y que, sin su
conocimiento Wilkins, colega de Rosalind del King`s College le facilitara a
Watson al año siguiente, quien inmediatamente supo interpretarla para armar su
modelo tridimensional de la estructura de doble helicoidal del ADN.
Ella, en 1953, ya se retiraba del King`s College cuando
esto sucedía. Trabajaría en otro sitio sobre virus, hasta su muerte en 1958, a
los 37 años. Nunca reclamo nada para sí sobre el descubrimiento de la
estructura del ADN.
En 1962, en ocasión del Premio Nobel, no fue ni nombrada
ni reconocida su incontrastable contribución al éxito del descubrimiento.
En el capítulo 23 Watson en su libro explica como se
apropió de la famosa foto 51 de Rosalind (estructura B) que lo llevó “al
triunfo y a la gloria”:
“Mi encuentro con
Rosy hizo que Maurice se mostrara más abierto de lo que le había visto nunca.
Ahora que yo ya no necesitaba imaginarme nada para comprender el infierno
emocional en el que vivía desde hacía dos años, podía tratarme casi como a un
colaborador, en vez de un conocido con el que las confidencias podían producir
inevitables malentendidos. Para mi asombro, revelo que, con la ayuda de su
asistente, Wilson, se había dedicado a reproducir discretamente parte del
trabajo de rayos X hecho por Rosy y Gosling. Por tanto, no hacía falta
mucho tiempo para que las investigaciones de Maurice estuvieran a toda máquina.
Y había otro asunto todavía más importante que salió a relucir después:
desde mediados de verano, Rosy tenía pruebas que hablaban de una nueva forma
tridimensional del ADN. Aparecía cuando las moléculas de ADN estaban
rodeadas por una gran cantidad de agua. Cuando le pregunte que forma tenia, Maurice
fue a la sala de al lado para coger una copia impresa de la nueva forma, que
denominaban estructura ≪B≫.
En cuanto vi la
foto quede boquiabierto y se me acelero el pulso. La forma era increíblemente más
sencilla que las obtenidas anteriormente (forma ≪A≫).
Además, la cruz negra de imágenes que dominaba la fotografía solo podía indicar
una estructura helicoidal. Con la forma A, el argumento en favor de una hélice nunca
estaba claro, y existía bastante ambigüedad sobre cuál era el tipo exacto de
simetría helicoidal presente. En cambio, con la forma B, bastaba examinar sus
fotografías de rayos X para distinguir varios parámetros helicoidales
cruciales. Lo lógico era pensar que, con unos cuantos minutos de cálculos, sería
posible fijar el número de cadenas existentes en la molécula. Insistí para que Maurice me contara que era lo que habían
hecho utilizando la foto B, y me contesto que su colega R. D. B. Fraser había
estado haciendo cierta manipulación de modelos de tres cadenas pero que, hasta
el momento, no habían logrado nada prometedor. Aunque Maurice reconocí a que
las pruebas en favor de una hélice ya eran abrumadoras -la teoría de Stokes,
Cochran y Crick indicaba, sin lugar a dudas, que debía de existir una hélice-,
no lo consideraba un dato muy significativo. Al fin y al cabo, ya antes pensaba
que iba a surgir una hélice. El verdadero problema era la ausencia de una hipótesis
estructural que les permitiera agrupar las bases de forma regular en el
interior de ella. Por supuesto, eso quería decir que se daba por buena la
idea de Rosy de que las bases estaban en el centro y el esqueleto en el
exterior. Aunque Maurice me dijo que estaba bastante convencido de que ella
tenía razón, yo seguía siendo escéptico, porque sus pruebas seguían estando
fuera de alcance para Francis o para mí”.
“Rosy” era el trato
despectivo que le daban a Rosalind sus “colegas”. Watson no vacila en
mencionarla así en su libro, a diez años de la muerte de la investigadora.
Este libro La doble hélice se ha ganado un lugar
entre los libros condenados de Jacques Bergier, pero no por lo que
expresa Bergier, sino por lo que no expresa, por la vergonzosa, miserable y
perversa energía aplicada a conciencia por el trío
ganador del premio, confabulados para utilizar sin escrúpulos de ningún tipo, al
pilar fundamental de la investigación que resultaron ser los trabajos en
la materia de Rosalind Franklin, ignorando supinamente en el trámite a su
legítima autora.
El libro maldito de Watson estuvo dos veces a punto de desaparecer, dice
Bergier: “la primera porque nadie quería editarlo; la segunda, porque nadie se
avenía a comentarlo”. En ambos casos, la desconfianza en lo verosímil del
relato y la actitud carente de ética
sobre el uso de la famosa foto 51 de Franklin confesada por el autor impresionan
como factores fundamentales. Terminó
escribiéndole un prólogo el jefe de Crick, sir Lawrence Bragg. Y publicándolo
una editorial de best sellers populares. Y lo fue, brindándole pingües
ganancias a su autor.
Bergier no nombra una sola vez a Rosalind Franklin en el
capítulo de su libro sobre la doble hélice. ¿Ignorancia?, ¿censura?, ¿“Hombres
de Negro”?, ¿o simplemente “misoginia”, en consonancia con el trío ganador del Nobel...?
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