La
quinta colilla, Alef (1)
Mi
hermano siempre fue un gran fumador. En cambio, no era lo que podría decirse un
gran conversador. Es decir, no era muy sociable. Para nada sociable. Amaba la soledad, la
literatura, los ambientes quietos, cerrados, la luz artificial (que prefería a
la natural), la música clásica; era
negado para los deportes y odiaba la televisión. Amaba el vino tinto tanto como odiaba las gaseosas.
Nos veíamos muy de cuando en cuando, y generalmente
en sitios neutrales, a raíz
de algún acontecimiento familiar,
como un casamiento, un cumpleaños o
un fallecimiento. Y
el diálogo era generalmente interrumpido en lo más
intenso de la charla por algún entrometido que venía a solicitarle un
cigarrillo al visualizar la nube azul que lo rodeaba. Entonces, luego de
satisfacer el pedido, parecía recapacitar sobre lo atrevido e imprudente que había
sido al prolongar el diálogo, y poco
menos que huía, sin saludar a nadie, el
pelo y la ropa desordenados, dando la impresión de una constante agitación
interna, como si un fuego permanente mantuviera sus moléculas y pensamientos en
perpetua ebullición. Y la promesa de un largo, prolongado café quedaba siempre
en el aire, y nunca lográbamos concretar una simple y cálida reunión entre
hermanos, sin testigos ni ruidos molestos.
No me sorprendió demasiado cuando me
anunciaron su fallecimiento. Extraña forma de partir, sumergido en la bañera,
no sé si ahogado o debido a un síncope cardíaco. Hubo un breve sumario
policial, y fui llamado por el oficial a cargo para verificar sus pertenencias
y el estado de las mismas. En el piso del baño, sumida en el agua desbordada,
estaba una libreta de notas o apuntes, o un diario personal, muy borroneado,
ciertamente ilegible. La alcé chorreando, y recorrí los otros ambientes dejando
un reguero a mi paso. Eché un último vistazo, y encontré el siguiente parágrafo
en una página inserta en la máquina de escribir, que permanecía sobre la mesa
de su departamento. Supuestamente fue escrita por él momentos antes de irse:
“Cuatro colillas de cigarrillos sobre las
cenizas, en un cenicero de cristal, intentando sumergirse en ellas para
sobrevivir. A un costado de la mesa, un paquete de cigarrillos, y sobre él,
un encendedor a bencina, aplastándolo y
demostrando casi con exactitud la cantidad de cigarrillos restantes en su
interior. Más allá, otro atado de distinta marca, abierto y casi completo,
vecino a un cenicero de vidrio con mezquinos restos de cenizas. Una lapicera,
una lima para uñas, y en la esquina de la mesita ratona, otro cenicero. Este es
de plástico, está limpio y, como fondo, se advierte la fotografía de unas antiguas
ruinas del Líbano. En el tocadiscos, el Kol
Nidrei de Max Bruch, una botella de gin y otra de vino en el cesto de papeles; dos lámparas
encendidas y la puerta de la cocina entreabierta. Es invierno y el horno
calienta el departamento entero. Tres rosas en un florero sobre la biblioteca,
platos pintados y objetos diversos colgando de las paredes, uno representando Ain Soph Aur-Sirius, otro revelando The Kabbalistic tree of life. Hay una
maceta vacía y otra con plantas a los costados del sofá. En la mesa, la máquina de escribir con una
hoja escrita a medias, y papeles escritos, tachados y con
sobreescrituras por doquier. A un costado, la antología de “Los Mitos del Cthulhu” de H.P.
Lovecraft y El Aleph de J.L.Borges, cuento que da el título al libro y que menciona
como al pasar el Todo Supremo o En Soph,
y la Mengenlehre o teoría de conjuntos. Mis dedos con olor a nicotina- la bañera
llena de agua caliente me espera, y no por mucho tiempo-, concentrados en lo
que voy pensando, y diciendo, y escribiendo, que no es otra cosa que cuatro
colillas sobre las cenizas, intentando sumergirse en ellas sin lograrlo (como
peces al borde del mar, pretendiendo volver al agua), mientras el cello de
Jacqueline du Pré se apagó y sólo se oye el golpeteo de la máquina de escribir,
que está aquí, que continúa escribiendo sin mis dedos, porque nada varía con mi
presencia, desparramada en los objetos descriptos. Otra colilla se acaba de
agregar a las cuatro, tan apretadamente que no logra tocar las cenizas. Aquí estoy de nuevo, vivo,
porque todavía no fumé, porque la quinta colilla ha concentrado toda mi
persona. Nada ha variado aún; continúan las cuatro allí, y la bañera con agua
caliente en invierno aguarda impaciente. Quizá cuando termine de bañarme, y
regrese, esa quinta colilla me demuestre que ya no existo y que he
retornado como sea al Ain Soph Aur”.
La
descripción del living-comedor del departamento es precisa, exacta. Los objetos
están dispuestos tal como los detalló. Y su cuerpo nunca salió del agua de la
bañera, ya fría cuando lo hallaron. En el cenicero arriba mencionado había
cinco colillas de cigarrillos, cuatro sumergidas en las cenizas, y otra que permanecía al costado
de ellas, abandonada en segunda fila.
Como el caso fue catalogado de “muerte súbita en una bañera” y la investigación
se cerró, guardé en un sobre la hoja que
encontré prendida a la máquina de escribir, los papeles sueltos que encontré, la libreta de apuntes que ventilé con mucha
paciencia al calor del secador de pelo
de mi esposa, pero que aún no analicé, y
la quinta colilla, aunque aborrezco hasta la náusea el olor que se desprende de
ella.
De sus escritos sobre las letras de la
Kabbalah, incluyendo la libreta de apuntes, transcribiré los textos que pude recuperar.
Una
aproximación a la sexta letra
VAU: Sexta letra del
alfabeto cabalístico primitivo: Encadenamiento, unión, lucha, antagonismo,
combinación, equilibrio. Es el punto que separa al Ser del No Ser. Es el
término de conversión que permite el tránsito de una naturaleza a otra. Su
significado exotérico es “gancho”, y el cabalístico, “luz, claridad”. Diccionario de Ciencias Ocultas,
Editorial Caymi, Bs.As.
El vacío, ese desierto gris, brumoso,
que se abre hacia delante, hacia los
flancos, y cierra el retorno. Nada hacia arriba, nada hacia abajo, aunque el suelo es árido,
pedregoso e impresiona sólido. Un horizonte se presiente más allá de la espesa
niebla, pero carezco de la facultad para adivinar. No conjeturo nada, ni preveo
nada: todo me es ajeno excepto esto, que tampoco puedo definir. Camino y avanzo
con el mismo ritmo que me mantiene inmóvil, estancado en un espacio más virtual
que real, poseído por un tiempo que no transcurre, pues carezco de parámetros
para señalarlo. Hasta aquí, el paisaje exterior. El interior no es menos
desolador. La epidermis se funde con la niebla pringosa, un aliento dulzón por momentos fétido, y el desplazamiento
resulta tan desganado como dificultoso. Sólo la voluntad
aplicada con vivo esfuerzo lo posibilita. El dolor que provoca el movimiento en músculos y articulaciones,
enturbia mi intento permanente por centrar la atención en la conciencia, cosa
que no logro hacer desde la aparición del ave dorada, y la oquedad visceral que me produjo su vuelo.
No consigo sintonizar mis pensamientos, y compruebo que los sentimientos están
ausentes. Es más, la esfera que quizá alguna vez ocuparon ya no existe. O tal
vez nunca existieron por carecer de vía para abrirse paso. Cavilar de una
manera lógica en referencia a un acontecimiento pasado o futuro no me resulta
factible. Espasmódicos y esporádicos, apartados entre sí, los pensamientos
asoman y se alejan, impulsados por voluntades ajenas. A los sentidos los registro aún incorporados a mi persona, vivos y
exasperados. El ruido atroz, la fetidez,
el gusto agrio o amargo, el dolor propioceptivo, el ardor quemante en la piel
toda, y la visión hiriente de la nada, llegan hasta mí, surgen de mí como original esencia, si la propiedad vital que me caracteriza
puede denominarse de esa manera.
Nada ayer, nada mañana, y hoy así.
Esperanza cero. Deseo nulo. Ni de vivir, ni de soñar, ni de reír, ni de llorar.
Ni tan siquiera de morir, que podría
representar en esta circunstancia una fuerte tentación. No se me
ocurre proyectar la posibilidad de terminar con esto, pues no me es posible imaginar lo inimaginable. Y
tanto el espacio como el tiempo ya no me contienen.
Por momentos crees que es factible que tu
precaria realidad adquiera una forma casi manifiesta. Y esa tangibilidad podría
acercarte a una experiencia límite de absoluta disolución. Que la nada se
identifique y se funda contigo, abandonando
esa posición intermedia, permitiéndote desaparecer y, con ella y en
ella, ser ella misma. Pero sabes que la razón de tu aislamiento te impide
alejarte de la sinrazón de tu existencia burda, opaca, estéril y esencialmente
solitaria. Tu aislamiento es tan cerrado que ni deseos tienes de abandonarlo.
Es que sueños y deseos no forman parte de la corriente existencial por la que
te mueves. Lo que sientes, te penetra a la fuerza como un vaho helado o surge
de tus poros como un vapor nauseabundo. Aún no has llegado a juntar los pedazos
que te permitirían recobrar la conciencia.
El ave fénix se revuelve en las cenizas, asomando su plumaje rojo
dorado. Se sacude con un aleteo
agónico, por nacer, provocando una nube
a su alrededor. Se afirma sobre sus patas, empina el cuello, mira hacia
abajo, hacia los costados, hacia arriba, extiende las alas y, con un suave
movimiento salta hacia el aire. El pulso de las alas lo sostiene, ingrávido, y
se aleja hacia regiones más abiertas, tan lejanas como inhumanas.
Un punto en el vacío cósmico. Un grano de
arena en el desierto planetario. Tu infinitesimal dimensión no deja de
cobrar lo suyo en el ámbito de tus
propias secuencias, de tu entorno mínimo. Buscas la conciencia como un punto de
partida. Pero el vacío es tan desgarrante, que te impide concebirte a ti mismo
como ser individual y dentro de su propia piel. Flotas entonces, o te sumerges,
en el líquido que te bañaba en un tiempo ancestral, diluido como granos de sal en la vastedad del mar.
Sabes que no te disolverás por completo. Conoces también que estás tan alejado
de la conciencia como de los sueños sin fronteras, y que tu precaria subsistencia
debe su miserable pero concreta realidad a la quimera que febrilmente la posee,
que la toma para sí como se toma algo que se ama y se odia con igual pasión.
Me quedo, me voy. Me quedo. Escribir
es mi destino y lo asumo. Debo hacerlo para ir construyendo un cuartito cómodo,
hogareño, fácil, cálido, donde refugiarme cada vez que me sienta pequeño,
ínfimo, con la garganta agarrotada por ese miedo que me provoca el intento de salir fuera de mí,
antes de convertirme en un animal de paso, que nada deja cuando mira, cuando
toca, cuando besa, cuando escupe, cuando come, cuando insulta. Vacías las cuencas de los ojos, el frío en la
espalda no me permite abandonar la luz helada que retiene la niebla, y el rigor
del invierno se ensaña con la plácida continuidad de la forma. Está dicho que
todo cambiará, con sólo moverme lejos del espacio que me separa del globo
traslúcido. Y la firme solicitud me confirma una dosis mayor de legitimidad con
sólo tomar una pequeña imagen que me regrese a sitios solitarios. Punto.
Difícil situación en la que he caído, la
de no tener un soporte firme, como que no existe realmente. ¿Si creo en los
espejos? Lo hacía cuando era niño. Creer en los espejos es admitir otra dimensión, la que se abre más allá de
los destellos de su alienante
superficie. Avanzo hacia ella, con la mente en blanco, el cerebro tranquilo,
los dedos fáciles, respondiendo a impulsos vaya a saber uno de quien, que permiten que la escritura sea continua y estable. Ése que conoce el
final de las cosas, porque todo termina muy pronto cuando ha comenzado de esta
manera, está allí, y lo posee la firme convicción de que se derramará junto
con el ocaso de las cien ideas que
meditan los cien sabios por nacer, y entonces, frente al espejo que devora y no
restituye imágenes, busco el significado
oculto y doble de la letra Vau,(6), y
comprendo que el vacío, la nada, no
esconde dos caras, dos significaciones
opuestas: no tiene ninguna; que el equilibrio no existe, y que el punto intermedio pretende montar un
gancho entre el nacimiento y la muerte de la sabiduría, entre el comienzo y el
final de un átomo de existencia, que
desde este lado oscuro de la realidad, resulta luminosamente
indescifrable e inasible.
El ave dorada ya no regresará. Vuelvo, entonces,
al silencio, donde reposan las palabras, las reveladas y las no dichas, las
gastadas y las por nacer. Vuelvo al silencio, tan cercano como alejado de la
sexta letra.
Dualidad,
Bet (2)
En las postrimerías de la encuesta, me
preguntó qué religión profesaba. La pregunta estaba inserta en un contexto
formal. El empleado, metido en un uniforme gris oscuro, parecía salido de una
novela de Kafka. Blandía una larga lapicera que escribía con perfecta
caligrafía.
- Ninguna- le respondí -. Actualmente soy ateo y agnóstico –completé para dar por finalizada la pregunta y la indagación.
- No me puede
contestar eso- el hombre elevó con un gesto la visera de la gorra y se abrió el
saco, desprendiendo los botones. Golpeaba el escritorio con el cabo de la
lapicera.
- ¿Por qué no,
si esa es la verdad?- interpuse con pura lógica.
- No le
pregunté si era verdad o no. En este casillero debo colocar el nombre de la
religión que profesa. No hay preestablecidos para tildar.
- Bueno,
entonces, si cabe una palabra, ponga: Ninguna- le sugerí inclinándome sobre el
papel y apuntando con el dedo índice hacia la línea o el casillero respectivo.
El hombre dudó; escribió la N y luego tomó una goma y la borró prolijamente,
soplando los restos hacia mi abrigo.
- No se puede.
Me tiene que dar el nombre de su religión: Judía, católica, protestante,
mahometana, budista, qué sé yo... pero tiene que ser alguna... no ninguna – y
elevaba las cejas, solicitando sin más trámite la respuesta correcta.
- Es tan válido alguna, como
usted dice, y ninguna, como yo digo. Ponga ninguna, o no profesa religión, y
avancemos, que tengo que presentar el formulario hoy mismo en la oficina 2849, Sección “K”, y tengo
hasta las dieciocho horas... - El hombre
corrió levemente la manga del saco, leyó la hora, y se encogió de hombros.
- No es culpa
mía que sean las seis menos cuarto, y estemos trabados en esto. Si quiere que
avancemos, elija una y yo la pongo -. El
empleado de Mesa de Entradas estaba decidido a engrosar las
huestes de los gnósticos.
- A ver, vayamos a los números y comparemos-
propuse, como iniciando una nueva línea de pensamiento.
- ¿Qué tienen que ver los números con la religión? ¡Dígame usted!- inquirió molesto el hombre.
- Aparentemente, nada. Pero así como existen números que signan cosas reales, del uno al nueve, también está el cero. Y el cero señala justamente la nada. Lo que no existe...
- A menos que acompañe a los otros números para formar el diez, veinte, treinta, etcétera- completó él, con un relámpago de inteligente análisis.
- Sí, en ese caso tiene razón, pero fíjese que cuando se une a otro número, deja de ser el cero; presta su forma para integrar otro número que sí existe. Pero solo, aislado, es el símbolo de nada, o sea de ninguna, y los otros números representan algo, o algunas... Bueno, en materia de religión es lo mismo: Se cree en alguna, o no se cree en ninguna...
- O se cree en algún número, del uno al nueve- jugaba el hombre con los conceptos abstractos-, o no se cree en el cero... ¿es así, no?
- Bueno, no es tan así; yo intenté ejemplificar el tema con los números, pero me parece que...
- Que se equivocó de medio a medio. A ver, esto que yo tengo aquí es...
- Una lapicera- afirmé cansado, aburrido, entendiendo que ya debería volver al día siguiente, pues la oficina 2849 estaría en esos momentos cerrando sus puertas al público.
- Judía, pues cree en el uno- y estirando una amplia sonrisa, me bautizó en el expediente. Cuando finalizaba la elaboración de sus bien formadas letras, al levantar la mirada, se encontró con tres dedos estirados de mi mano.
- Podría ser protestante, también, con ese criterio- y luego cerré la mano en un puño -, y también volver a ninguna...
- O a la judía, pues ese podrá ser el signo de ningún dedo, pero también es el de un puño o una mano cerrada- y riendo firmó y selló al pie de la página, y me la entregó: - Que tenga suerte en su nuevo empleo, si no lo discriminan por creer en el uno...
- En realidad, le confieso que yo, muy en el fondo de mí mismo, creo más en el cero que en el uno – dije a modo de despedida. El hombre me miró; apoyaba displicentemente un codo en el mostrador y sonreía con distante actitud. Le dirigí un gesto con la cabeza, doblé la hoja de papel, la guardé en un bolsillo y me alejé por el interminable pasillo buscando la salida, pues ya habían pasado largamente las seis de la tarde.
Pero di vueltas y vueltas sin
encontrarla. Por alguna curiosa
circunstancia, no lograba orientarme correctamente; sospecho que
por ser yo mismo un símbolo
magro, insignificante del uno, y además (o tal vez), por no creer con
más firmeza y definitivamente en el
cero.
La letra Bet (2) me confirma que el
cero y el uno son el reflejo de la dualidad intrínseca de mi realidad interior.
Sonrío y me dirijo caminando de regreso hasta mi casa, hacia otra realidad, o
quizá, también, hacia otra dualidad.
La
expiación, Tzadi (18)
Como
un claro contraste,
aparece de improviso
desde la oscuridad, caminando lentamente. Con la
necesaria precaución, el hombre se acerca al grupo que come alrededor de una
enorme, crepitante fogata. Parecería ser
un desconocido, pero al aproximarse, recibe gestos de bienvenida denunciando que no es un extraño.
-Acércate, come con nosotros y descansa- invita una voz
que figura llevar el mando. Un coro de murmullos apoya la propuesta.
El hombre se quita la nívea túnica que
lo cubre, la extiende en el suelo, y sobre ella se sienta. Le alcanzan un jarro
con bebida y un cuenco de madera con comida.
-Desgraciadamente, debo anunciarles que
no viajo en son de paz- y levanta la vista de la comida, paseando la mirada a
derecha e izquierda. Continúa:- y sólo
podré descansar cuando compruebe que se
ha hecho justicia, cuando compruebe “que
se han unido las aguas superiores con las aguas inferiores” - menciona
pausada, mas no ronceramente. Luego de
otro bocado, continúa: - Pero tengo
hambre y sed, y no dejaré de aceptar vuestra hospitalidad, que agradezco.
Un silencio espeso como la noche le
responde. Le han comprendido a medias las palabras, pero la intención ha
quedado clara como agua de la fuente.
Más tarde, todos duermen envueltos en sus mantas, los
pies hacia el fuego, formando una curiosa rueda. Parecen rayos circulando
velozmente alrededor del ígneo eje.
Por la mañana, el hombre no se incorpora
junto con los otros. Se puede ver una mancha púrpura extendida por debajo de su
cuello. Al comprobar que ha sido degollado, uno del grupo interroga al jefe:
-¿Por qué lo...?
-No podemos dejar detrás de nosotros a
alguien reclamando justicia.
-Lo hubiéramos agregado al grupo-
sugiere otro, que recibe un airado empellón del jefe.
-Imposible- responde éste a todos,
clavando luego una mirada penetrante sobre cada
uno-. Mañana hubiera pretendido ser vuestro jefe- y monta de un salto en
su caballo, dando por finalizado el episodio. El grupo lo imita, pero previamente
cada uno se acerca al cadáver, para patearlo
y luego escupirle encima, con el necesario desprecio.
Arriba, las aves de rapiña, cada vez más
numerosas, revolotean en círculos. A
medida que los jinetes se alejen, comenzarán a descender para alimentarse.
Los intermediarios, Alef (1), Jet (8)
Ese día, al salir del trabajo, en vez de subir al colectivo de
costumbre, decidí tomar un taxi para regresar a mi departamento. Abrí la puerta
trasera del vehículo, me senté y le indiqué una dirección al conductor, que
arrancó mientras asentía con la cabeza al pedido. Me recosté en el asiento,
decidido a descansar durante el corto viaje. De pronto, el automóvil se desvió
por una calle con rumbo opuesto al de mi
casa. Deduje que estaría cortado el camino, pero al cabo de unos minutos, al
comprobar que no corregía el sentido de la marcha, comencé a inquietarme. Me
incliné hacia adelante para preguntarle al hombre hacia dónde nos dirigíamos.
Pero no me oyó, pues el tango que transmitían por la radio había iniciado un
ensordecedor estribillo, al tiempo que el tráfico se intensificaba a ambos
lados, con múltiples ruidos de escapes y bocinas. Decidí esperar, pues no estaba demasiado apurado y no me importaba
retrasarme unos minutos. Pero cuando leí el nombre de la calle por la cual
circulábamos, me invadió una suerte de malestar visceral, pues me resultaba
absolutamente desconocido. Nunca me había movido por esos andurriales. Intenté otra vez hablar con el
conductor, decidido ya a terminar con el viaje, cuando un colectivo se cruzó a
pocos metros del taxi. La frenada fue espectacular; los insultos, floridos, y
el arranque casi inmediato. No tuve más remedio que echarme para atrás y
esperar. Comprendí que estaba en manos de ese hombre, al cual no conocía y con
quien sólo había intercambiado tres o cuatro palabras, al parecer muy
imprecisas de mi parte.
Me sorprendió cuando se detuvo. Creí que habría pinchado algún neumático,
o que tendría tal vez otro inconveniente mecánico. Pero el hombre encendió la
luz interior, me pidió una suma de dinero y levantó la banderita luminosa,
dando por finalizado el viaje. Le pagué sin decir una palabra y abandoné
presuroso el automóvil, ansiando pisar el suelo de una buena vez.
Suspiré aliviado, mientras veía alejarse al taxi envuelto en
una nube de humo, y sentí que volvía a ser dueño de mi persona. Hasta que la vi. Un estremecimiento me
invadió y, como primer impulso, quise
alejarme de ella. Pero estaba curiosamente clavado en la acera. La calle
permanecía oscura y desierta. El viento de la noche, que arrastraba por el
pavimento las hojas caídas y cimbreaba con irregular violencia las copas de los
árboles, traía desde esa casa el
sonido de una vieja y conocida melodía; me atrajo con ella y caminé lentamente hasta
el umbral. Las paredes del frente, semiderruídas, sugerían su antigüedad y una
cercana demolición. Encontré la puerta atrancada por unas tablas, que desprendí
no sin dificultad. Y a pesar de la sensación de inquietud o recelo que me embargaba, empujé la puerta y entré.
Los días siguientes me sorprendieron poseído por un desacostumbrado mal
humor. No toleraba las vicisitudes de la vida cotidiana. La compañía de mis
amigos me resultaba intolerable. Los compañeros de trabajo me evitaban, y en
más de una oportunidad fui reprendido por mi superior por lo que consideraba
faltas de responsabilidad en mi dedicación hacia la empresa. Y la tan ansiada
presencia de mi amante perdió súbitamente todo atractivo. No resistía su
proximidad, y provoqué la ruptura ante el primer pretexto que se presentó, sin
que quedara de nuestra larga relación otro sentimiento fuera de la resaca de un
urticante rencor. Pero, a pesar de los malos ratos que estos episodios me
deparaban, en mi fuero íntimo sentía una extraña alegría, una siniestra
satisfacción. Evidentemente, buscaba la soledad a cualquier precio. Me
preguntaba a veces por el motivo de esta
actitud, pero no encontraba respuestas. Salía cada vez con menor frecuencia de
mi departamento. La vieja costumbre de disfrutar de la música, preferentemente
del barroco italiano, junto con mi pasión por la lectura de los clásicos,
sustituyeron casi todas mis actividades
sociales.
Una noche me encontré, imprevistamente, leyendo una novela policial,
género ajeno a mis lecturas habituales.
No recordaba haberla adquirido, y su presencia hasta ese momento había pasado
desapercibida en mi biblioteca. Pero
sorpresivamente, descubría en
ella un particular interés.
Entonces fue que perdí la mitad de la visión. No era que veía con un
solo ojo. De cada uno, veía una mitad diferente de la realidad que me
enfrentaba. Abandoné el libro, y no le di importancia al episodio, creyendo que
el cansancio y la tensión de los últimos días estarían modificándome el sentido
de la vista.
Después de dormir varias horas un sueño inquieto, desperté sobresaltado por una novedosa
pesadilla. En las escenas finales, esas que habitualmente se mantienen vívidas
al despertar, aparecía un oscuro deseo, imposible de representar con palabras,
que me apremiaba de una manera inobjetable
a regresar cuanto antes a la casa.
Una fría, viscosa transpiración me
cubría hasta mojar la ropa de cama. Desvelado, intenté retomar la lectura de la
novela, pero no pude leer una sola palabra. Volvía a ver la mitad de las
letras: de algunas, la superior o la izquierda; de otras, la inferior o la
derecha. En resumen, la trama policial resultaba un jeroglífico indescifrable.
Aturdido, me incorporé y fui hasta la cocina para beber una taza de café. Y
allí comprobé que mis ojos captaban los objetos por mitades: la heladera, la
pileta de lavar, la cafetera, todo estaba como dividido por una mano
misteriosa. Entonces decidí que al día siguiente, sin dilación, consultaría con
un médico.
Luego de varias horas de espera, el facultativo, uno de los más serios
de esta ciudad, me recibió. Tras realizar una minuciosa serie de preguntas
sobre mis antecedentes, me examinó con detenimiento: Miró con una luz el
interior de mis ojos; sacó varias radiografías de la cabeza; golpeó con un
martillo de goma en todos los huesos que encontró y finalmente determinó que al
examen no evidenciaba ninguna anormalidad. Opinaba que yo debía padecer algún
trastorno psicológico, originado quizá por un exceso de trabajo. De esta manera
justificaba también mis dificultades para relacionarme con la gente. Me recetó
un sedante y también aconsejó unas
prontas vacaciones.
Cuando salí era ya de noche. Me
sentía extrañamente animado. O quizá más bien poseído por una desacostumbrada
euforia. No lo sé. Hice señas a lo que veía de un automóvil amarillo y negro,
que se detuvo a mi lado. Tanteando
encontré la manija de la puerta trasera; abrí
y me senté,
recostándome con fruición
contra el respaldo del asiento. Entonces fue que repetí el nombre de esa
calle, desconocida y al mismo tiempo tan curiosamente familiar para mí.
Como la vez anterior, encontré la entrada de la casa bloqueada por tablas clavadas al marco de la
puerta; las quité, empujé la pesada hoja que chirrió sobre sus oxidadas
bisagras con un agudo y prolongado espasmo, y volví a entrar en la que de
alguna extraña manera sentía como mi casa.
Un nauseabundo vaho de húmeda, mohosa vejez me recibió desde la oscuridad
interior. Caminé alumbrado por la endeble llama de un fósforo, ya que no había
señas de luz eléctrica, siendo imposible describir el sentimiento que me
embargaba, de puro temor, que se
justificaba y acrecentaba con una sensación
peculiar de dejà vu. A pesar
de las dificultades visuales, pude orientarme y llegué hasta la biblioteca.
Encendí otro fósforo y lo acerqué a la lámpara de querosén que hallé sobre el
escritorio. Al iluminar la estancia, descubrí otras huellas en el polvo, quizá
recientes, que abundaban en marcas circulares, sin orientación ni sentido.
Evoqué mi primer viaje en taxi y traté de profundizar lo que parecía tener un
final no recordable. Un estremecimiento más fuerte que los anteriores me
sacudió de pies a cabeza. Incapaz de pensar con claridad, con la visión
limitada, sin posibilidades de moverme, sólo podía permanecer cómo y dónde
estaba.
Entonces, la música de la casa, la vieja y conocida melodía comenzó a
invadir el ambiente, y el tufillo se
tornó más suave, menos desagradable. Olía tal vez como el aroma desprendido de
la madera recién cortada. Sí, efectivamente, la casa se transformaba, rejuvenecía. Y de súbito, con mi alterada
visión pude vislumbrar que un personaje emergía a través de mi piel; brotaba de
mi persona y luego se extendía como un enorme pseudopodio para después
desprenderse de mí y avanzar flotando
por la habitación. No hacía ruido ni dejaba rastros en el polvo del piso. Se
ubicó en un sillón junto al escritorio, y con un ademán, me invitó a que lo
imitara. Le obedecí, pues no se me ocurría no hacerlo; parecía tratarse del
dueño de casa.
El individuo, por llamarlo de alguna manera, me explicó algunos detalles
de lo que denominaba “mi actual
situación”. Se disculpó por
haberme inducido a la lectura de la novela policial, alegando que era un
antojo que lo había acompañado a lo largo de toda su vida, y entonces me
“transmitió”-sí, lo digo así pues el personaje
hablaba adentro de mi propio cerebro- lo ocurrido durante la noche anterior, la que concurrí a esta casa
por vez primera. Aparentemente, la impresión recibida ni bien entré fue
extremadamente fuerte, y caí en un estado estuporoso que se prolongó hasta la madrugada, circunstancia que él
aprovechó para recuperar la lectura de una novela policial (a través de mí, por
supuesto). Con las primeras luces del alba, sumido en un estado de conciencia
crepuscular, había regresado yo al
departamento con el librito en un bolsillo del sobretodo.
Aclarado el tema, el personaje me preguntó si conocía la teoría de Leibniz
que recoge de los griegos la llamada
apokatástasis panton, y pude responderle que la había escuchado de Borges
al referirse a la kabbalah; una
aproximación al “eterno retorno”. Sonrió misteriosamente y con un gesto me
sugirió buscar un volumen antiguo que
escondía un anaquel de la biblioteca detrás de unas polvorientas carpetas. Lo
abrí junto a él, y aproximé la lámpara. Comencé a leer: era un extraño
jeroglífico que no me resultaba ilegible, pues las letras se unían como en un
rompecabezas ante mi visión modificada y podía leer como si fuera castellano
corriente. El texto se refería a unas piedras, a esas piedras de cuya esencia o interior surgimos y que permanecen
esperando con un espacio, para guardarnos, para cobijarnos luego de nuestra
vida carnal. Comprendí que habíamos nacido y muerto mil veces, y que luego
del último ciclo llegamos
definitivamente al espacio de nuestra
piedra madre. Sí, ese había sido nuestro destino prefijado pero, por alguna
extraña y caótica circunstancia yo había nacido, dejando al descubierto y en
peligro al espacio de la piedra, que durante los treinta años de mi vida actual
estuvo expuesto a las inclemencias del tiempo. Allí supe de la naturaleza de mi
acompañante: Era mi anterior encarnación. Mejor dicho, era la imagen de la
última encarnación anterior a mí. Continué con la lectura, para llegar a la
dolorosa conclusión de que quizá ya la piedra no podría cobijarnos por toda la eternidad.
Entonces, algo peor que el miedo, algo mucho más fuerte y más allá del
terror y el espanto me sacudió por espacio de varios minutos, mientras una
multitud de personajes comenzó a brotar de mi piel, uno tras otro, alejándose
indefinidamente como en una galería de espejos. A medida que surgían, combinaban entre sí una más que
dudosa corporeidad, en una conjunción de
formas y rostros de un aspecto tan extraño y terrible como jamás
hube presenciado. Hasta que, en el último instante de lucidez, sentí que me
dividía en mil pedazos para dar a luz un gigantesco y pegajoso ser, ameboiodeo y
reptante.
Cuando volví en mí, comprobé que la pesadilla me había dejado un mareo atroz y un persistente dolor de cabeza.
La lámpara se había apagado por falta de combustible y los rayos del sol se
filtraban por los resquicios de las tablas que bloqueaban una ventana. Llegué
hasta ella y con decididos golpes logré inundar el polvoriento cuarto de luz. El insólito libro permanecía aún sobre
el escritorio, pero no intenté retomar la lectura. Lo cerré y lo guardé en su
sitio original, detrás de las carpetas. Luego, sin poder procesar pensamiento
alguno, pero con los sentidos íntegros, busqué la salida y me alejé presuroso
de la casa.
Tras varias horas de completa
amnesia, comencé a recordar los principales términos que descubrí a través del
exótico libro la noche de la víspera. Una extraña tranquilidad, unida a una
diferente manera de sentir, me permitió rememorarlos con interés y objetividad:
“Hay muchas clases de piedras a lo largo y a lo ancho de la tierra. Pero
entre la enorme variedad de ejemplares del reino mineral, se esconden las otras, las que parecen piedras, las
que han sido piedras, pero que ya son algo
más que piedras. Compuestas de materia inerte, fría, mineral, estas
conservan en su interior un espacio
donde jamás ha entrado materia alguna desde el exterior. Pareciera que allí contuvieran algo similar a
la antimateria que describe la física actual. Ese espacio comienza a formarse
en el interior de la piedra en el instante mismo de la primera concepción del
ser humano que le corresponde. A
medida que esa primera encarnación avanza dentro del útero materno, la sustancia
que ocupa primitivamente lo que será dicho espacio se transforma en esa “antimateria”, sustancia
etérea o ser inmaterial, que se trasladará
luego al pequeño cuerpo humano cuando éste se halle pronto a
desprenderse del vientre de su madre. En esa particular circunstancia, la
sustancia etérea abandona a su
piedra y se
traslada al cuerpo
del niño, donde intentará ejecutar una etapa carnal de
su desarrollo. Entonces, la comunicación entre el ser inmaterial y su piedra se
interrumpe. Al morir la persona, el ser etéreo regresa a la piedra madre y
comparte con ella su experiencia carnal. Así, se repite una y otra vez el ciclo
evolutivo, trasladando cientos, miles de veces la experiencia humana, dinámica,
a la estática o mineral. Se sospecha de la existencia de experiencias con otras
especies de animales o con vegetales, que serían todas prehumanas.”
“Las piedras que logran el estado último de evolución con su ser
inmaterial, ordenan la relación
irreversiblemente. Entonces, entran en contacto con sus congéneres del mismo
planeta y de otros planetas, para luego comunicarse con otros sistemas solares,
con otras galaxias, y participar así en la realización evolutiva de la armonía
del Cosmos.”
“La especie humana constituye un intermediario, imprescindible aún para esas piedras, pues representa el más
evolucionado ejemplar del reino animal con que cuentan en este mundo. Alef (1),
o l´ homme comme lien entre les deux mondes Esa experiencia
resulta esencial para el desarrollo del ser etéreo, y, por ende, para alcanzar
el último grado de evolución, es decir, la lapis
specularis.
“El momento final de nuestro proceso llegó hace treinta años. Al
desprenderse del cuerpo anterior a mí –el amante de novelas policiales-, el
incorpóreo, el sutil volvió a su piedra, para constituir la anhelada lapis specularis.
Pero entonces, a raíz de una anormal, caótica circunstancia cuya causa se
desconoce, nací yo, separando de manera aberrante a la piedra del ser etéreo.
Si el espacio de la piedra sufrió
transformaciones inconcebibles luego de
mi nacimiento, estaríamos aislados, sin existencia posible, totalmente fuera
del eterno y perfecto movimiento...”
Ha transcurrido un largo y azaroso mes desde que estoy viviendo en esta casa, en nuestra casa. Y lo que al principio era una oscura sospecha,
se transformó en una evidente certeza que acentuó en mí, inevitablemente, una sensación de hondo malestar: La casa, impregnada de malignidad, ha irradiado e irradia permanentemente hacia
mi persona un aborrecimiento inconmensurable. Adquirió un aspecto en
extremo lúgubre y su olor es cada vez más pestilente y nauseabundo, como si,
luego de los fugaces y esporádicos episodios de rejuvenecimiento, ella entera,
definitivamente, hubiera entrado en una etapa irreversible de putrefacción.
Ruidos insólitos en la planta alta cuando se inicia el crepúsculo, sugieren que
algo fuera de lo habitual ocurre. Y ese
algo está muy alejado de mis limitadas posibilidades de control. Por las
noches he despertado sobresaltado al escuchar sonidos estridentes –como de
pesados cuerpos que golpean bruscamente contra el metal hueco-, seguidos de
extrañas lamentaciones que culminan en horrorosos alaridos, para luego abrirle
paso a un ominoso silencio, que me mantiene desvelado hasta las primeras luces
del alba.
Algo interno y externo a mí está ocurriendo. Varias encarnaciones
primigenias han emergido durante mis últimos sueños (si puedo llamar así a mis
constantes pesadillas), y en sus gestos y actitudes alcanzo a adivinar un
espeluznante designio hacia mi persona: Sospechan, creen o saben que soy el causante
de haber quedado fuera del eterno y perfecto movimiento. Como eso no quieren o no pueden admitirlo, insinúan que aún conservan una
remota posibilidad de regresar a la piedra,
de la cual niegan su destrucción. Pero, para lograr el propósito último,
deberán deshacerse de mí, ya que yo los retengo
como fueron durante la experiencia animal, humana y quizá prehumana.
Voy entrando en un convencimiento que me sobrecoge y me espanta hasta
llegar a la confusión y la parálisis total: Ellos existieron como seres
etéreos, y carnales, para ser ahora, sin incluirme por cierto, el ser
inmaterial. Yo, entonces, soy una presencia puramente carnal sin otra existencia posible, y me encamino
hacia la nada absoluta sin una mínima esperanza de persistir en otro estado. Y
mi única alternativa de continuar vivo reside en llegar a serles imprescindible o a
dominarles. Pero ambas opciones me repugnan, y no resisto mi actual carencia de
intimidad. Ellos, que me odian hasta el delirio, entran y salen de mi cuerpo
cómo y cuándo quieren.
Ahora comprendo sus designios y no puedo oponerme a su singular
voluntad. Él es él, siempre y a
través de sus múltiples manifestaciones. Y yo soy un aberrante obstáculo para
su regreso a la piedra. Pequeño,
ínfimo, o imposiblemente enorme. Creo que aún
desconoce si logrará deshacerse de mí, pues mi desaparición podría
arrastrarlo a la inexistencia eterna. Por demostraciones que he presenciado
estos últimos días a cargo de las encarnaciones primordiales- y que a causa de
un elemental pudor no detallaré aquí-, sé que estoy definitivamente en lo cierto.
Él existe, yo no, y mi desaparición podrá conducirlo de regreso al perfecto
movimiento, o hacia la total aniquilación. Y este dilema que lo corroe exalta
su odio hacia mí, su carcelero, y lleva esta situación, cada día que
transcurre, hasta límites insostenibles. Aquí y ahora, Jet (8) me anuncia el
cortocircuito o la rotura de la vasija.
Necesito con urgencia encontrar la manera de resolver esto, de liberarme
de esta presión intolerable. A pesar de que en el fondo reconozca que no existe
ayuda humana posible, acudiré a solicitarla, no obstante represente sólo un
paliativo, aunque con ella me acerque al
último destino, que auguro inevitable.
Hasta aquí, el relato de J.B., de 31 años de edad, internado a mi cargo
en este Hospital de Agudos de Salud Mental. Mi responsabilidad como médico
psiquiatra hacia este paciente, al
ser además amigo personal, me obliga a ver los hechos
con la mayor objetividad. Por lo tanto, intentaré realizar una descripción que
se ajuste apretadamente a los sucesos ocurridos durante el período que me tocó
tratarle:
“A las doce de la noche del sábado 3 de agosto, acudí al domicilio del
arriba mencionado, conocido mío desde su temprana juventud. Había solicitado mi
colaboración por lo que llamaba un caso de vida o muerte. Lo encontré postrado
en el lecho, sumido en un profundo sopor, situación que al principio confundí
con un coma alcohólico. Pero en cuanto me reconoció, cambió el aspecto
radicalmente. Demarcados por unas largas y profundas ojeras, sus ojos se abrieron
demostrando una insólita lucidez, mientras que un brillo extraño brotaba de las
dilatadas pupilas. Comenzó a hablar precipitadamente, relatándome en algunos
minutos lo asentado en las páginas anteriores. Sus manos gesticulaban; su pecho
subía y bajaba en un jadeo intermitente, respirando con entrecortadas
pausas. Cuando terminó, insinué que
debía internarse en un sitio apropiado. Aceptó mi propuesta, manifestándose
incluso agradecido conmigo.”
“Los primeros días posteriores a su internación permaneció bastante
tranquilo. Había decidido aislarlo, pues temía que su delirio llegara a
perturbar a los otros internados. Utilicé dos tipos de sedantes a dosis límite,
y la tolerancia fue aceptable.”
“Durante los cortos intervalos en que se mantuvo lúcido, intenté
conversar con él acerca de su situación. Me di cuenta de que suplicaba por mi
ayuda; la necesitaba con desesperación,
pero yo no podía hacer otra cosa por él más que escuchar sus delirios y
calmarlo con drogas. Y a pesar de los sedantes, hubo días en que estuvo más que
intranquilo. Por momentos se agitaba: Abría los ojos desmesuradamente, y
temblaba casi convulsivo. Y de cuando en cuando emitía unos espeluznantes
alaridos (esto lo digo así, a pesar de que llevo casi seis años como médico
interno de este Hospital). Su estado, con el transcurso de los días, llegó a
preocuparme en extremo. Temí, no ya por su salud mental, que consideraba
irrecuperable, sino por su vida. En dos oportunidades debimos sujetarlo con
correas a la cama, y luego inyectarle en la vena un cocktail lítico.”
“Su condición fue empeorando día a día. Pasaba alternativamente del
sopor más profundo a la agitación más incontrolable. Y debido a la
desnutrición, debimos recurrir al clínico para hacerle alimentación parenteral.”
“Ayer, 24 de agosto por la
noche, llegó J.B. a un espantoso desenlace de la manera más violenta que se
puede concebir. Hacía yo mi turno de guardia, y de pronto fui llamado con
extrema urgencia por un enfermero del Pabellón de Cuidados Intensivos. Cuando
llegué, encontré a mi amigo en el suelo con el cráneo totalmente destrozado. Se
había golpeado contra las paredes, que mostraban por doquier manchas de sangre
y trozos de ropa, tejidos y vísceras. La
materia encefálica, producto de un
estallido del cráneo, estaba esparcida por los cuatro rincones, y hasta en el techo podía notarse algún resto
orgánico. El rostro era por demás irreconocible, y en sus fláccidos miembros
pude apreciar la presencia de múltiples fracturas. Y a pesar de lo reciente del
suceso, una hediondez insoportable emanaba del destrozado cuerpo."
Hoy, 25 de agosto por la mañana, embotado aún por los vapores del sueño,
con el cansancio encima producto de una guardia agotadora, abrí el diario
mientras tomaba el desayuno. Y la noticia que encontré en una página interior,
terminó por despabilarme mucho más rápido que la taza de café doble, cargado,
que tenía debajo de mi nariz:
“La
noche de la víspera, un pavoroso incendio había convertido en cenizas la vieja
casona donde vivía últimamente J.B., llevándose consigo parte del vecindario”.
Esta noticia, sumada a una más que razonable duda referente a su
insólito y espantoso fin, es todo lo que puedo agregar al relato de mi
infortunado amigo. Renuncié a explicar el delirio mediante mis conocimientos
psiquiátricos y, por lo tanto, intentaré aproximarme al plano de su exposición:
O J.B. se suicidó a pesar de los esfuerzos del
ser inmaterial para mantenerlo
con vida, o fue muerto por éste para liberarse de la atadura carnal que lo alejaba
definitivamente de su lapis specularis.
Esta última posibilidad es la que más se adecuaría para explicar la horrenda
forma en que murió, similar al final de un vulgar insecto, aplastado sin piedad
contra el suelo por la implacable presión del pie calzado de un ser humano.
Los griegos, la Kabbalah y el corazón del
hombre
Epimeleia heautou, He (5), Sameg (15), Ain (16)
El corazón del hombre, al que algunos
de por aquí señalan como “el bobo”
porque aparentemente siempre hace lo mismo, es el órgano más complejo de los
humanos. Sintonizado con el cerebro primitivo, esta víscera posee la propiedad
de elevar al cielo o descender a los infiernos a su poseedor, a veces, sin
transición alguna. A su propio ritmo de sístole-diástole, marca la diferencia
entre el amor y el odio, entre la crueldad y la bondad, entre el afán posesivo y el generoso
desprendimiento, entre sentirse conmovido y solidario y la envidia y la dura indiferencia,
entre la ira y su violencia irracional y el pacífico equilibrio, entre
la honestidad y el engaño, o los
entrevera indiscriminadamente. En resumen, marca la diferencia o entrelaza lo
que los hombres denominan cualidades y conductas humanas e inhumanas sin comprender cabalmente los distingues de
esta definición. Entender al corazón, aceptarlo y dominar sus pulsiones oscuras
es la tarea más difícil que
enfrentamos en la vida. Los antiguos
dioses, pícaros, joviales, a veces algo crueles y despóticos pero amigos al fin
de los hombres, antes de ser desplazados para ser convertidos por estos en
mitos, les dejaron en algún rincón de la aurícula derecha la clave para
descifrar el secreto del enigma de lo que se
ha dado en denominar, quizá impropiamente, ”las razones del corazón”. La sabiduría griega nos ha transmitido una vía de aproximación a esa clave, la epimeleia heautou (*) (inquietud de sí mismo). Y la
Kabbalha, en las letras He (5), “coherencia entre lo que piensas, lo que
dices y lo que haces”, Sameg (15) “adentrate
en tu laberinto interior”, y Ain (16) “escapa de los paradigmas
limitantes en los que has crecido”.
Cuando de Ain Soph Aur, emergió un Dios único, omnipotente y omnipresente, lo
primero que hizo fue tomar esa clave arbitrariamente como cosa suya y llevársela consigo como atributo extraviado
sabrá quién en qué época o avatar pretérito. Y junto con la clave, acaparó con
avaricia el fuego azul de la noche sin relojes e instauró para el mundo de los
hombres el imperio de la noche seria,
plagado de mandatos y convenciones. Dicen que, de tiempo en tiempo, esa clave añora su rinconcito primitivo y, a veces, cuando el nuevo dueño que la mantiene cautiva está distraído o descansa, ella
regresa arrastrando consigo a la noche sin tiempo y con pequeños
golpecitos, denominados “extrasístoles”
por los cardiólogos, anuncia su llegada,
sorprendiendo, alegrando y a veces enajenando a su eventual huésped. Porque
éste, al descifrar el enigma del secreto, deserta de la culpa y los
remordimientos y abandonando el estigma del
pecado original, deja de solicitar
el perdón de supuestos pecados propios y ajenos
y asume su condición de humano que aprende, desde su personal epimeleia
heautou, a frenar y redirigir sus
pulsiones negativas y oscuras sin conflictos, aumentando exponencialmente las
otras, las estimuladas y amparadas por
“el fuego azul del la noche sin relojes”, Ain
(16). Ese huésped, cuando actúa sin disimulos, para sus
congéneres suele a veces transformarse en un inadaptado social, poco menos que
un criminal o un hereje y, acusado de asébeia,
corre el riesgo de ser colgado o decapitado en el patíbulo o quemado vivo en la
plaza pública.
Cuando esto sucede, se puede morir en
paz, El corazón se siente completo y ha aceptado buenamente su destino. No hay arrepentimiento, ni rencor. Sólo una
profunda tristeza por abandonar demasiado
pronto la vida a la que, casi milagrosamente, se ha aprendido a amar.Sameg (15).
El riesgo que implica reconocer la
llegada de la clave deslumbra y confunde al mismo tiempo. Aceptarla aumenta ese trance azaroso.
Aprender a utilizarla, no obstante el peligro que carga dicha praxis, retenerla a cualquier precio y vivir de acuerdo con ella aunque en el intento vaya la propia vida, no significa otra cosa que regresar al tiempo que, creo, pienso, se me ocurre, nunca debimos abandonar. He(5).
(*) Apología de Sócrates, Platón
La
música del Ave Fénix, Zain (7)
…Y a Dios Padre, el Inescrutable, el
Incognoscible, le conocemos en la carne de la mujer. Ella es la puerta por
donde penetramos y por donde salimos. Testigos de la transfiguración, emergemos
ciegos e inconscientes. Así, el abrazo del amor aporta tinieblas y olvido.
(Cartas, de D.H. Lawrence)
Escucho una vez más a Jacqueline du
Pré tocando el Kol Nidrei de Max Bruch. Me dejo estar, me dejo ir… me dejo llevar…
llevar… ¿hacia dónde? Hacia la forma más intensa y disgregada de vulnerabilidad
que puedo tolerar, por momentos contener
y más en el centro, percibir. Descubro entonces que más allá de la fragilidad
de esta música simple y sobrenatural, se oculta la invulnerabilidad de la
belleza, oscura y brillante al mismo tiempo, de la belleza que no concurre para
nosotros, que simplemente se desarrolla, se estira, se amplía y es, y a la que sólo podemos acceder
dejándonos dócilmente atravesar por ella, una y otra vez, ad infinitum...
Amo a la vida más que a mí mismo. Amo su
boca que besa y expresa lo que ven sus ojos
en mí, sus ojos que entran en el vacío y miran sin miedo, abierto el
pecho, el corazón, abiertas las entrañas, abiertos los brazos y las piernas,
abierta la sangre, los nervios y la piel. Amo su cuerpo de mujer cercano, amo
el calor que irradia, amo a través suyo la piel de un niño, la risa inocente, la expresión pronta,
la ingravidez del peso, y al adolescente de boca firme y tierna, el
pecho enjuto, el pelo largo, el andar desgarbado, y las formas incipientes. Amo también a la joven de
ojos claros, y senos firmes, de piel oscura y hablar suave y pausado. Amo
a través suyo a mis ángeles y a mis
demonios. Amo a todo trance el aire que
respiro y la sangre que pulsa a lo largo de mis venas y arterias; amo la piel que me cubre y la que
vislumbro ajena; amo la mirada que se
abre ante la mía como el mar Rojo de los hebreos, y permite ser explorada,
delicada y amorosamente, con la dulce suavidad del cello de Jacqueline. Amo la
tranquila paz de los campos y la quietud de los cementerios; amo las noches
febriles y las mañanas brumosas e insubstanciales. Amo hoy tanto los gritos del
vecino como el ladrido de los perros, y el ronco y monótono trajinar de las
ruedas sobre el asfalto. Amo el mate compartido y el vino áspero y generoso que
ruedan uno por vez por la garganta. Amo la vibración tenue que me sostiene en
vilo, liviano como la pluma, y me deja caer denso como el mercurio. Amo su
presencia de perfil, su forma de amar la vida, su talante para defenderse. Amo
a través suyo el vegetal y el mineral, el humano próximo y el lejano, los
mamíferos en general, las aves, los
reptiles e incluso los insectos
son incluidos entre mis brazos abiertos. En definitiva, amo la vida más que a mí mismo, y me dejo llevar
hacia la oscuridad helada, hacia el frío sin retorno, hacia la luz
intransigente, hacia el calor deslumbrante. Nada es significativo para oponer
resistencia, y se alternan con uniformidad entrambos extremos, que por excesivos no lucen eludibles. Amo, asimismo,
tanto la vida brotando como el final de
la vida; la propia energía
y la carencia de fuerza. Amo las
horas de amable plática y las transcurridas en soledad, en abierta y calma
soledad. Amo los desenlaces que se escuchan como final del
concierto en Re mayor, y los comienzos como el inicio del cuarteto en Si
bemol mayor de Mozart. Amo lo acreditado y lo innombrable. Amo el dolor
lacerante y el placer de todos los sentidos. Zain (7). Amo a la mujer y al hombre indistintamente. Y hago el
amor con ellos, como conmigo mismo. Puedo morir ya, o puedo seguir viviendo. Para el
Innominado, resulta indiferente si
existo, o si he perdido sustancia,
consistencia y, volátil, abandono sin dolor ni remedio la conciencia.
El ave fénix se revuelve en las cenizas, asomando su plumaje rojo
dorado. Se sacude con un aleteo
agónico, por nacer, provocando una nube
a su alrededor. Se afirma sobre sus patas, empina el cuello, mira hacia
abajo, hacia los costados, hacia arriba, extiende las alas y, con un suave
movimiento salta hacia el aire. El pulso de las alas lo sostiene, ingrávido, y
se aleja hacia regiones más abiertas, tan lejanas como inhumanas.
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