sábado, 6 de julio de 2024

Variaciones sobre Nueve Letras de la Kabbalah

 

La quinta colilla,  Alef (1)

 

     Mi hermano siempre fue un gran fumador. En cambio, no era lo que podría decirse un gran conversador. Es decir, no era muy sociable.  Para nada sociable. Amaba la soledad, la literatura, los ambientes quietos, cerrados, la luz artificial (que prefería a la natural), la música clásica;  era negado para los deportes y odiaba la televisión. Amaba el vino tinto  tanto como odiaba las gaseosas.

     Nos veíamos muy de cuando en cuando, y generalmente en sitios neutrales,    a  raíz   de   algún    acontecimiento   familiar,    como    un  casamiento, un cumpleaños  o  un  fallecimiento.  Y  el  diálogo  era generalmente interrumpido en lo más intenso de la charla por algún entrometido que venía a solicitarle un cigarrillo al visualizar la nube azul que lo rodeaba. Entonces, luego de satisfacer el pedido, parecía recapacitar sobre lo atrevido e imprudente que había sido al  prolongar el diálogo, y poco menos que huía,  sin saludar a nadie, el pelo y la ropa desordenados, dando la impresión de una constante agitación interna, como si un fuego permanente mantuviera sus moléculas y pensamientos en perpetua ebullición. Y la promesa de un largo, prolongado café quedaba siempre en el aire, y nunca lográbamos concretar una simple y cálida reunión entre hermanos, sin testigos ni ruidos molestos.

     No me sorprendió demasiado cuando me anunciaron su fallecimiento. Extraña forma de partir, sumergido en la bañera, no sé si ahogado o debido a un síncope cardíaco. Hubo un breve sumario policial, y fui llamado por el oficial a cargo para verificar sus pertenencias y el estado de las mismas. En el piso del baño, sumida en el agua desbordada, estaba una libreta de notas o apuntes, o un diario personal, muy borroneado, ciertamente ilegible. La alcé chorreando, y recorrí los otros ambientes dejando un reguero a mi paso. Eché un último vistazo, y encontré el siguiente parágrafo en una página inserta en la máquina de escribir, que permanecía sobre la mesa de su departamento. Supuestamente fue escrita por él momentos antes de irse:

      “Cuatro colillas de cigarrillos sobre las cenizas, en un cenicero de cristal, intentando sumergirse en ellas para sobrevivir. A un costado de la mesa, un paquete de cigarrillos, y sobre él, un  encendedor a bencina, aplastándolo y demostrando casi con exactitud la cantidad de cigarrillos restantes en su interior. Más allá, otro atado de distinta marca, abierto y casi completo, vecino a un cenicero de vidrio con mezquinos restos de cenizas. Una lapicera, una lima para uñas, y en la esquina de la mesita ratona, otro cenicero. Este es de plástico, está limpio y, como fondo,  se advierte la fotografía de unas antiguas ruinas del Líbano. En el tocadiscos, el Kol Nidrei de Max Bruch, una botella de gin y otra de vino  en el cesto de papeles; dos lámparas encendidas y la puerta de la cocina entreabierta. Es invierno y el horno calienta el departamento entero. Tres rosas en un florero sobre la biblioteca, platos pintados y objetos diversos colgando de las paredes, uno representando Ain Soph Aur-Sirius, otro revelando The Kabbalistic tree of life. Hay una maceta vacía y otra con plantas a los costados del sofá.  En la mesa, la máquina de escribir con una hoja escrita a medias, y papeles escritos, tachados   y con  sobreescrituras por doquier. A un costado, la antología de “Los Mitos del Cthulhu” de H.P. Lovecraft y  El Aleph de J.L.Borges, cuento que da el título al libro y que menciona como al pasar el Todo Supremo o En Soph, y la Mengenlehre o teoría de conjuntos. Mis dedos con olor a nicotina- la bañera llena de agua caliente me espera, y no por mucho tiempo-, concentrados en lo que voy pensando, y diciendo, y escribiendo, que no es otra cosa que cuatro colillas sobre las cenizas, intentando sumergirse en ellas sin lograrlo (como peces al borde del mar, pretendiendo volver al agua), mientras el cello de Jacqueline du Pré se apagó y sólo se oye el golpeteo de la máquina de escribir, que está aquí, que continúa escribiendo sin mis dedos, porque nada varía con mi presencia, desparramada en los objetos descriptos. Otra colilla se acaba de agregar a las cuatro, tan apretadamente que no logra  tocar las cenizas. Aquí estoy de nuevo, vivo, porque todavía no fumé, porque la quinta colilla ha concentrado toda mi persona. Nada ha variado aún; continúan las cuatro allí, y la bañera con agua caliente en invierno aguarda impaciente. Quizá cuando termine de bañarme, y regrese, esa quinta colilla me demuestre que ya no existo y que he retornado como sea al  Ain Soph Aur”.

     La descripción del living-comedor del departamento es precisa, exacta. Los objetos están dispuestos tal como los detalló. Y su cuerpo nunca salió del agua de la bañera, ya fría cuando lo hallaron. En el cenicero arriba mencionado había cinco colillas de cigarrillos, cuatro sumergidas en  las cenizas, y otra que permanecía al costado de ellas,  abandonada en segunda fila. Como el caso fue catalogado de “muerte súbita en una bañera” y la investigación se cerró, guardé en un sobre  la hoja que encontré prendida a la máquina de escribir, los papeles sueltos que encontré,  la libreta de apuntes que ventilé con mucha paciencia al calor  del secador de pelo de mi esposa, pero que aún no analicé,  y la quinta colilla, aunque aborrezco hasta la náusea el olor que se desprende de ella.                 

    De sus escritos sobre las letras de la Kabbalah, incluyendo la libreta de apuntes, transcribiré los  textos que pude recuperar.

 

Una aproximación a la sexta letra

VAU: Sexta letra del alfabeto cabalístico primitivo: Encadenamiento, unión, lucha, antagonismo, combinación, equilibrio. Es el punto que separa al Ser del No Ser. Es el término de conversión que permite el tránsito de una naturaleza a otra. Su significado exotérico es “gancho”, y el cabalístico, “luz, claridad”. Diccionario de Ciencias Ocultas, Editorial Caymi, Bs.As.

     El vacío, ese desierto gris, brumoso, que  se abre hacia delante, hacia los flancos, y cierra el retorno. Nada hacia arriba,  nada hacia abajo, aunque el suelo es árido, pedregoso e impresiona sólido. Un horizonte se presiente más allá de la espesa niebla, pero carezco de la facultad para adivinar. No conjeturo nada, ni preveo nada: todo me es ajeno excepto esto, que tampoco puedo definir. Camino y avanzo con el mismo ritmo que me mantiene inmóvil, estancado en un espacio más virtual que real, poseído por un tiempo que no transcurre, pues carezco de parámetros para señalarlo. Hasta aquí, el paisaje exterior. El interior no es menos desolador. La epidermis se funde con la niebla pringosa, un aliento dulzón  por momentos fétido, y el desplazamiento resulta  tan  desganado como dificultoso. Sólo la voluntad aplicada con vivo esfuerzo lo posibilita. El dolor  que provoca el  movimiento en músculos y articulaciones, enturbia mi intento permanente por centrar la atención en la conciencia, cosa que no logro hacer desde la aparición del ave dorada, y  la oquedad visceral que me produjo su vuelo. No consigo sintonizar mis pensamientos, y compruebo que los sentimientos están ausentes. Es más, la esfera que quizá alguna vez ocuparon ya no existe. O tal vez nunca existieron por carecer de vía para abrirse paso. Cavilar de una manera lógica en referencia a un acontecimiento pasado o futuro no me resulta factible. Espasmódicos y esporádicos, apartados entre sí, los pensamientos asoman y se alejan, impulsados por voluntades ajenas. A los sentidos  los registro aún  incorporados a mi persona, vivos y exasperados.  El ruido atroz, la fetidez, el gusto agrio o amargo, el dolor propioceptivo, el ardor quemante en la piel toda, y la visión hiriente de la nada, llegan hasta mí, surgen  de mí como original esencia,  si la propiedad vital que me caracteriza puede denominarse de esa manera.

     Nada ayer, nada mañana, y hoy así. Esperanza cero. Deseo nulo. Ni de vivir, ni de soñar, ni de reír, ni de llorar. Ni  tan siquiera de morir, que podría representar  en esta  circunstancia una fuerte tentación. No se me ocurre proyectar la posibilidad de terminar con esto, pues no  me es posible imaginar lo inimaginable. Y tanto el espacio como el tiempo ya no me contienen.

     Por momentos crees que es factible que tu precaria realidad adquiera una forma casi manifiesta. Y esa tangibilidad podría acercarte a una experiencia límite de absoluta disolución. Que la nada se identifique y se funda contigo, abandonando  esa posición intermedia, permitiéndote desaparecer y, con ella y en ella, ser ella misma. Pero sabes que la razón de tu aislamiento te impide alejarte de la sinrazón de tu existencia burda, opaca, estéril y esencialmente solitaria. Tu aislamiento es tan cerrado que ni deseos tienes de abandonarlo. Es que sueños y deseos no forman parte de la corriente existencial por la que te mueves. Lo que sientes, te penetra a la fuerza como un vaho helado o surge de tus poros como un vapor nauseabundo. Aún no has llegado a juntar los pedazos que te permitirían recobrar la conciencia.

         El ave fénix se revuelve en las cenizas, asomando su plumaje rojo dorado. Se sacude   con un aleteo agónico, por nacer, provocando una nube  a su alrededor. Se afirma sobre sus patas, empina el cuello, mira hacia abajo, hacia los costados, hacia arriba, extiende las alas y, con un suave movimiento salta hacia el aire. El pulso de las alas lo sostiene, ingrávido, y se aleja hacia regiones más abiertas, tan lejanas como inhumanas.

      Un punto en el vacío cósmico. Un grano de arena en el desierto planetario. Tu infinitesimal dimensión no deja de cobrar  lo suyo en el ámbito de tus propias secuencias, de tu entorno mínimo. Buscas la conciencia como un punto de partida. Pero el vacío es tan desgarrante, que te impide concebirte a ti mismo como ser individual y dentro de su propia piel. Flotas entonces, o te sumerges, en el líquido que te bañaba en un tiempo ancestral, diluido  como granos de sal en la vastedad del mar. Sabes que no te disolverás por completo. Conoces también que estás tan alejado de la conciencia como de los sueños sin fronteras, y que tu precaria subsistencia debe su miserable pero concreta realidad a la quimera que febrilmente la posee, que la toma para sí como se toma algo que se ama y se odia con igual pasión.

         Me quedo, me voy. Me quedo. Escribir es mi destino y lo asumo. Debo hacerlo para ir construyendo un cuartito cómodo, hogareño, fácil, cálido, donde refugiarme cada vez que me sienta pequeño, ínfimo, con la garganta agarrotada por ese miedo que  me provoca el intento de salir fuera de mí, antes de convertirme en un animal de paso, que nada deja cuando mira, cuando toca, cuando besa, cuando escupe, cuando come, cuando insulta. Vacías  las cuencas de los ojos, el frío en la espalda no me permite abandonar la luz helada que retiene la niebla, y el rigor del invierno se ensaña con la plácida continuidad de la forma. Está dicho que todo cambiará, con sólo moverme lejos del espacio que me separa del globo traslúcido. Y la firme solicitud me confirma una dosis mayor de legitimidad con sólo tomar una pequeña imagen que me regrese a sitios solitarios. Punto.

       Difícil situación en la que he caído, la de no tener un soporte firme, como que no existe realmente. ¿Si creo en los espejos? Lo hacía cuando era niño. Creer en los espejos es admitir  otra dimensión, la que se abre más allá de los destellos de su  alienante superficie. Avanzo hacia ella, con la mente en blanco, el cerebro tranquilo, los dedos fáciles, respondiendo a impulsos vaya a saber uno de quien,  que permiten que la escritura  sea continua y estable. Ése que conoce el final de las cosas, porque todo termina muy pronto cuando ha comenzado de esta manera, está allí, y lo posee la firme convicción de que se derramará junto con  el ocaso de las cien ideas que meditan los cien sabios por nacer, y entonces, frente al espejo que devora y no restituye imágenes, busco  el significado oculto y doble de la letra Vau,(6), y comprendo que el vacío,  la nada, no esconde  dos caras, dos significaciones opuestas: no tiene ninguna; que el equilibrio no existe, y que   el punto intermedio pretende montar un gancho entre el nacimiento y la muerte de la sabiduría, entre el comienzo y el final de un átomo de existencia, que  desde este lado oscuro de la realidad, resulta luminosamente indescifrable e inasible.

    El ave dorada ya no regresará. Vuelvo, entonces, al silencio, donde reposan las palabras, las reveladas y las no dichas, las gastadas y las por nacer. Vuelvo al silencio, tan cercano como alejado de la sexta letra.

 

Dualidad, Bet (2)

 

        En las postrimerías de la encuesta, me preguntó qué religión profesaba. La pregunta estaba inserta en un contexto formal. El empleado, metido en un uniforme gris oscuro, parecía salido de una novela de Kafka. Blandía una larga lapicera que escribía con perfecta caligrafía.

     - Ninguna- le respondí -. Actualmente soy ateo y agnóstico –completé para dar por finalizada la pregunta y la indagación.

    - No me puede contestar eso- el hombre elevó con un gesto la visera de la gorra y se abrió el saco, desprendiendo los botones. Golpeaba el escritorio con el cabo de la lapicera.

     - ¿Por qué no, si esa es la verdad?- interpuse con pura lógica.

     - No le pregunté si era verdad o no. En este casillero debo colocar el nombre de la religión que profesa. No hay preestablecidos para tildar.

     - Bueno, entonces, si cabe una palabra, ponga: Ninguna- le sugerí inclinándome sobre el papel y apuntando con el dedo índice hacia la línea o el casillero respectivo. El hombre dudó; escribió la N y luego tomó una goma y la borró prolijamente, soplando los restos hacia mi abrigo.

    - No se puede. Me tiene que dar el nombre de su religión: Judía, católica, protestante, mahometana, budista, qué sé yo... pero tiene que ser alguna... no ninguna – y elevaba las cejas, solicitando sin más trámite la respuesta correcta.

         - Es tan válido alguna, como usted dice, y ninguna, como yo digo. Ponga ninguna, o no profesa religión, y avancemos, que tengo que presentar el formulario hoy mismo  en la oficina 2849, Sección “K”, y tengo hasta las dieciocho horas... -  El hombre corrió levemente la manga del saco, leyó la hora, y se encogió de hombros.

    - No es culpa mía que sean las seis menos cuarto, y estemos trabados en esto. Si quiere que avancemos, elija una y yo la pongo -.  El empleado de Mesa de Entradas estaba decidido a engrosar  las  huestes de los gnósticos.            

     - A ver, vayamos a los números y comparemos- propuse, como iniciando una nueva línea de pensamiento.

     - ¿Qué tienen que ver los números con la religión?  ¡Dígame usted!- inquirió molesto el hombre.

     - Aparentemente, nada. Pero así como existen números que signan cosas reales, del uno al nueve, también está el cero. Y el cero señala justamente la nada. Lo que no existe...

     - A menos que acompañe a los otros números para formar el diez, veinte, treinta, etcétera- completó él, con un relámpago de inteligente análisis.

     - Sí, en ese caso tiene razón, pero fíjese que cuando se une a otro número, deja de ser el cero; presta su forma  para integrar otro número que sí existe. Pero solo, aislado, es el símbolo de  nada, o sea de ninguna, y los otros números representan algo, o algunas... Bueno, en materia de religión es lo mismo: Se cree en alguna, o no se cree en ninguna...

     - O se cree en algún número, del uno al nueve- jugaba el hombre con los conceptos abstractos-, o no se cree en el cero... ¿es así, no?

     - Bueno, no es tan así; yo intenté ejemplificar el tema con los números, pero me parece que...

     - Que se equivocó de medio a medio. A ver,  esto que yo tengo aquí es...

     - Una lapicera- afirmé cansado, aburrido, entendiendo que ya debería volver al día siguiente, pues la oficina 2849 estaría en esos momentos cerrando sus puertas al público.

     - Judía, pues cree en el uno- y estirando una amplia sonrisa, me bautizó en el expediente. Cuando finalizaba la elaboración de sus bien formadas letras, al levantar la mirada, se encontró con tres dedos estirados de mi mano.

     - Podría ser protestante, también, con ese criterio- y luego cerré la mano en un puño -, y también volver a ninguna...

     -  O a  la judía, pues  ese  podrá  ser  el  signo  de  ningún  dedo,  pero también es el de un puño o una mano cerrada- y riendo firmó y selló al pie de la página, y me la entregó: - Que tenga suerte en su nuevo empleo, si no lo discriminan por creer en el uno...

     - En realidad, le confieso que yo, muy en el fondo de mí mismo, creo más en el cero que en el uno – dije  a modo de despedida.   El hombre me miró;  apoyaba displicentemente un codo en el mostrador y sonreía con distante actitud. Le dirigí un gesto con la cabeza, doblé la hoja de papel, la guardé en un bolsillo y me alejé por el interminable pasillo buscando  la salida, pues ya habían pasado largamente las seis de la tarde.

     Pero di vueltas y vueltas sin encontrarla.  Por alguna curiosa circunstancia, no lograba orientarme correctamente;  sospecho que   por ser yo mismo  un símbolo magro,  insignificante  del uno, y además (o tal vez), por no creer con más firmeza y definitivamente  en el cero.

     La letra Bet (2) me  confirma que el cero y el uno son el reflejo de la dualidad intrínseca de mi realidad interior. Sonrío y me dirijo caminando de regreso hasta mi casa, hacia otra realidad, o quizá, también, hacia  otra dualidad.

 

La expiación,  Tzadi (18)

         Como    un    claro   contraste,    aparece   de  improviso  desde  la    oscuridad, caminando lentamente. Con la necesaria precaución, el hombre se acerca al grupo que come alrededor de una enorme,  crepitante fogata. Parecería ser un desconocido, pero al aproximarse, recibe gestos de bienvenida   denunciando que no es un extraño.

       -Acércate,  come con nosotros y descansa- invita una voz que figura llevar el mando. Un coro de murmullos apoya la propuesta.

       El hombre se quita la nívea túnica que lo cubre, la extiende en el suelo, y sobre ella se sienta. Le alcanzan un jarro con bebida y un cuenco de madera con comida.

       -Desgraciadamente, debo anunciarles que no viajo en son de paz- y levanta la vista de la comida, paseando la mirada a derecha e izquierda. Continúa:-  y sólo podré descansar cuando  compruebe que se ha hecho justicia, cuando compruebe “que se han unido las aguas superiores con las aguas inferiores” - menciona pausada, mas  no ronceramente. Luego de otro  bocado, continúa: - Pero tengo hambre y sed, y no dejaré de aceptar vuestra hospitalidad,  que agradezco.

      Un silencio espeso como la noche le responde. Le han comprendido a medias las palabras, pero la intención ha quedado clara como agua de la fuente.

      Más tarde,  todos duermen envueltos en sus mantas, los pies hacia el fuego, formando una curiosa rueda. Parecen rayos circulando velozmente alrededor del  ígneo eje.

      Por la mañana, el hombre no se incorpora junto con los otros. Se puede ver una mancha púrpura extendida por debajo de su cuello. Al comprobar que ha sido degollado, uno del grupo interroga al jefe:

      -¿Por qué lo...?

       -No podemos dejar detrás de nosotros a alguien reclamando justicia.

       -Lo hubiéramos agregado al grupo- sugiere otro, que recibe un airado empellón del jefe.

      -Imposible- responde éste a todos, clavando luego una mirada penetrante sobre cada  uno-. Mañana hubiera pretendido ser vuestro jefe- y monta de un salto en su caballo, dando por finalizado el episodio. El grupo lo imita, pero previamente cada uno se acerca al cadáver, para patearlo  y luego escupirle encima, con el necesario desprecio.

      Arriba, las aves de rapiña, cada vez más numerosas,  revolotean en círculos. A medida que los jinetes se alejen, comenzarán a descender para alimentarse.                                                        

 

Los intermediarios, Alef (1), Jet (8)

 

      Ese día, al salir del trabajo, en vez de subir al colectivo de costumbre, decidí tomar un taxi para regresar a mi departamento. Abrí la puerta trasera del vehículo, me senté y le indiqué una dirección al conductor, que arrancó mientras asentía con la cabeza al pedido. Me recosté en el asiento, decidido a descansar durante el corto viaje. De pronto, el automóvil se desvió por una calle con rumbo opuesto al  de mi casa. Deduje que estaría cortado el camino, pero al cabo de unos minutos, al comprobar que no corregía el sentido de la marcha, comencé a inquietarme. Me incliné hacia adelante para preguntarle al hombre hacia dónde nos dirigíamos. Pero no me oyó, pues el tango que transmitían por la radio había iniciado un ensordecedor estribillo, al tiempo que el tráfico se intensificaba a ambos lados, con múltiples ruidos de escapes y bocinas. Decidí esperar, pues  no estaba demasiado apurado y no me importaba retrasarme unos minutos. Pero cuando leí el nombre de la calle por la cual circulábamos, me invadió una suerte de malestar visceral, pues me resultaba absolutamente desconocido. Nunca me había movido por esos  andurriales. Intenté otra vez hablar con el conductor, decidido ya a terminar con el viaje, cuando un colectivo se cruzó a pocos metros del taxi. La frenada fue espectacular; los insultos, floridos, y el arranque casi inmediato. No tuve más remedio que echarme para atrás y esperar. Comprendí que estaba en manos de ese hombre, al cual no conocía y con quien sólo había intercambiado tres o cuatro palabras, al parecer muy imprecisas de mi parte.

     Me sorprendió cuando se detuvo. Creí que habría pinchado algún neumático, o que tendría tal vez otro inconveniente mecánico. Pero el hombre encendió la luz interior, me pidió una suma de dinero y levantó la banderita luminosa, dando por finalizado el viaje. Le pagué sin decir una palabra y abandoné presuroso el automóvil, ansiando pisar el suelo de una buena vez.

     Suspiré  aliviado,  mientras veía alejarse al taxi envuelto en una nube de humo, y sentí que volvía a ser dueño de mi persona. Hasta que la vi. Un estremecimiento me invadió y, como primer impulso,  quise alejarme de ella. Pero estaba curiosamente clavado en la acera. La calle permanecía oscura y desierta. El viento de la noche, que arrastraba por el pavimento las hojas caídas y cimbreaba con irregular violencia las copas de los árboles, traía desde esa casa el sonido de  una vieja y conocida melodía;  me atrajo con ella y caminé lentamente hasta el umbral. Las paredes del frente, semiderruídas, sugerían su antigüedad y una cercana demolición. Encontré la puerta atrancada por unas tablas, que desprendí no sin dificultad. Y a pesar de la sensación de inquietud o recelo  que me embargaba, empujé la puerta  y entré.

 

     Los días siguientes me sorprendieron poseído por un desacostumbrado mal humor. No toleraba las vicisitudes de la vida cotidiana. La compañía de mis amigos me resultaba intolerable. Los compañeros de trabajo me evitaban, y en más de una oportunidad fui reprendido por mi superior por lo que consideraba faltas de responsabilidad en mi dedicación hacia la empresa. Y la tan ansiada presencia de mi amante perdió súbitamente todo atractivo. No resistía su proximidad, y provoqué la ruptura ante el primer pretexto que se presentó, sin que quedara de nuestra larga relación otro sentimiento fuera de la resaca de un urticante rencor. Pero, a pesar de los malos ratos que estos episodios me deparaban, en mi fuero íntimo sentía una extraña alegría, una siniestra satisfacción. Evidentemente, buscaba la soledad a cualquier precio. Me preguntaba a veces por  el motivo de esta actitud, pero no encontraba respuestas. Salía cada vez con menor frecuencia de mi departamento. La vieja costumbre de disfrutar de la música, preferentemente del barroco italiano, junto con mi pasión por la lectura de los clásicos, sustituyeron  casi todas mis actividades sociales.

     Una noche me encontré, imprevistamente, leyendo una novela policial, género  ajeno a mis lecturas habituales. No recordaba haberla adquirido, y su presencia hasta ese momento había pasado desapercibida en mi biblioteca. Pero  sorpresivamente,  descubría en ella un  particular interés.

     Entonces fue que perdí la mitad de la visión. No era que veía con un solo ojo. De cada uno, veía una mitad diferente de la realidad que me enfrentaba. Abandoné el libro, y no le di importancia al episodio, creyendo que el cansancio y la tensión de los últimos días estarían modificándome el sentido de la vista.

     Después de dormir varias horas un sueño inquieto,  desperté sobresaltado por una novedosa pesadilla. En las escenas finales, esas que habitualmente se mantienen vívidas al despertar, aparecía un oscuro deseo, imposible de representar con palabras, que me apremiaba de una manera inobjetable  a regresar cuanto antes a la casa. Una fría, viscosa  transpiración me cubría hasta mojar la ropa de cama. Desvelado, intenté retomar la lectura de la novela, pero no pude leer una sola palabra. Volvía a ver la mitad de las letras: de algunas, la superior o la izquierda; de otras, la inferior o la derecha. En resumen, la trama policial resultaba un jeroglífico indescifrable. Aturdido, me incorporé y fui hasta la cocina para beber una taza de café. Y allí comprobé que mis ojos captaban los objetos por mitades: la heladera, la pileta de lavar, la cafetera, todo estaba como dividido por una mano misteriosa. Entonces decidí que al día siguiente, sin dilación, consultaría con un médico.

 

     Luego de varias horas de espera, el facultativo, uno de los más serios de esta ciudad, me recibió. Tras realizar una minuciosa serie de preguntas sobre mis antecedentes, me examinó con detenimiento: Miró con una luz el interior de mis ojos; sacó varias radiografías de la cabeza; golpeó con un martillo de goma en todos los huesos que encontró y finalmente determinó que al examen no evidenciaba ninguna anormalidad. Opinaba que yo debía padecer algún trastorno psicológico, originado quizá por un exceso de trabajo. De esta manera justificaba también mis dificultades para relacionarme con la gente. Me recetó un sedante y también  aconsejó unas prontas vacaciones.

     Cuando salí  era ya de noche. Me sentía extrañamente animado. O quizá más bien poseído por una desacostumbrada euforia. No lo sé. Hice señas a lo que veía de un automóvil amarillo y negro, que se detuvo a mi lado.   Tanteando encontré la manija de la    puerta trasera;  abrí   y   me   senté,   recostándome  con  fruición  contra el respaldo del asiento. Entonces fue que repetí el nombre de esa calle, desconocida y al mismo tiempo tan curiosamente familiar para mí.

      Como la vez anterior, encontré la entrada de la casa  bloqueada por tablas clavadas al marco de la puerta; las quité, empujé la pesada hoja que chirrió sobre sus oxidadas bisagras con un agudo y prolongado espasmo, y volví a entrar en la que de alguna extraña manera sentía como mi casa. Un nauseabundo vaho de húmeda, mohosa vejez me recibió desde la oscuridad interior. Caminé alumbrado por la endeble llama de un fósforo, ya que no había señas de luz eléctrica, siendo imposible describir el sentimiento que me embargaba, de puro temor,  que se justificaba y acrecentaba con una sensación  peculiar de dejà vu. A pesar de las dificultades visuales, pude orientarme y llegué hasta la biblioteca. Encendí otro fósforo y lo acerqué a la lámpara de querosén que hallé sobre el escritorio. Al iluminar la estancia, descubrí otras huellas en el polvo, quizá recientes, que abundaban en marcas circulares, sin orientación ni sentido. Evoqué mi primer viaje en taxi y traté de profundizar lo que parecía tener un final no recordable. Un estremecimiento más fuerte que los anteriores me sacudió de pies a cabeza. Incapaz de pensar con claridad, con la visión limitada, sin posibilidades de moverme, sólo podía permanecer cómo y dónde estaba.

     Entonces, la música de la casa, la vieja y conocida melodía comenzó a invadir  el ambiente, y el tufillo se tornó más suave, menos desagradable. Olía tal vez como el aroma desprendido de la madera recién cortada. Sí, efectivamente, la casa se transformaba,   rejuvenecía. Y de súbito, con mi alterada visión pude vislumbrar que un personaje emergía a través de mi piel; brotaba de mi persona y luego se extendía como un enorme pseudopodio para después desprenderse de mí y avanzar   flotando por la habitación. No hacía ruido ni dejaba rastros en el polvo del piso. Se ubicó en un sillón junto al escritorio, y con un ademán, me invitó a que lo imitara. Le obedecí, pues no se me ocurría no hacerlo; parecía tratarse del dueño de casa.

       El individuo, por llamarlo de alguna manera, me explicó algunos detalles de lo que   denominaba   “mi actual  situación”.   Se disculpó  por     haberme inducido a la lectura de la novela policial, alegando que era un antojo que lo había acompañado a lo largo de toda su vida, y entonces me “transmitió”-sí, lo digo así pues el personaje  hablaba adentro de mi propio cerebro- lo ocurrido durante la  noche anterior, la que concurrí a esta casa por vez primera. Aparentemente, la impresión recibida ni bien entré fue extremadamente fuerte, y caí en un estado estuporoso que se prolongó  hasta la madrugada, circunstancia que él aprovechó para recuperar la lectura de una novela policial (a través de mí, por supuesto). Con las primeras luces del alba, sumido en un estado de conciencia crepuscular, había regresado yo al  departamento con el librito en un bolsillo del sobretodo.

     Aclarado el tema, el personaje me preguntó si conocía la teoría de Leibniz que recoge de los griegos la llamada apokatástasis panton, y pude responderle que la había escuchado de Borges al referirse a la kabbalah; una aproximación al “eterno retorno”. Sonrió misteriosamente y con un gesto me sugirió  buscar un volumen antiguo que escondía un anaquel de la biblioteca detrás de unas polvorientas carpetas. Lo abrí junto a él, y aproximé la lámpara. Comencé a leer: era un extraño jeroglífico que no me resultaba ilegible, pues las letras se unían como en un rompecabezas ante mi visión modificada y podía leer como si fuera castellano corriente. El texto se refería a unas piedras, a esas piedras de cuya esencia o interior surgimos y que permanecen esperando con un espacio, para guardarnos, para cobijarnos luego de nuestra vida carnal. Comprendí que habíamos nacido y muerto mil veces, y que luego del  último ciclo llegamos definitivamente al  espacio de nuestra piedra madre. Sí, ese había sido nuestro destino prefijado pero, por alguna extraña y caótica circunstancia yo había nacido, dejando al descubierto y en peligro al espacio de la piedra, que durante los treinta años de mi vida actual estuvo expuesto a las inclemencias del tiempo. Allí supe de la naturaleza de mi acompañante: Era mi anterior encarnación. Mejor dicho, era la imagen de la última encarnación anterior a mí. Continué con la lectura, para llegar a la dolorosa conclusión de que quizá ya la piedra no podría cobijarnos por toda la eternidad.

     Entonces, algo peor que el miedo, algo mucho más fuerte y más allá del terror y el espanto me sacudió por espacio de varios minutos, mientras una multitud de personajes comenzó a brotar de mi piel, uno tras otro, alejándose indefinidamente como en una galería de espejos. A medida que  surgían, combinaban entre sí una más que dudosa corporeidad, en una  conjunción de formas y  rostros de un  aspecto tan extraño y terrible como jamás hube presenciado. Hasta que, en el último instante de lucidez, sentí que me dividía en mil pedazos para dar a luz un gigantesco y pegajoso ser, ameboiodeo y reptante.

     Cuando volví en mí, comprobé que la pesadilla me había dejado un  mareo atroz y un persistente dolor de cabeza. La lámpara se había apagado por falta de combustible y los rayos del sol se filtraban por los resquicios de las tablas que bloqueaban una ventana. Llegué hasta ella y con decididos golpes logré inundar el polvoriento cuarto de  luz. El insólito libro permanecía aún sobre el escritorio, pero no intenté retomar la lectura. Lo cerré y lo guardé en su sitio original, detrás de las carpetas. Luego, sin poder procesar pensamiento alguno, pero con los sentidos íntegros, busqué la salida y me alejé presuroso de la casa.

     Tras varias horas de  completa amnesia, comencé a recordar los principales términos que descubrí a través del exótico libro la noche de la víspera. Una extraña tranquilidad, unida a una diferente manera de sentir, me permitió rememorarlos con  interés y objetividad:

     “Hay muchas clases de piedras a lo largo y a lo ancho de la tierra. Pero entre la enorme variedad de ejemplares del reino mineral, se esconden las otras, las que parecen piedras, las que han sido piedras, pero que ya son algo más que piedras. Compuestas de materia inerte, fría, mineral, estas conservan en su interior un espacio donde jamás ha entrado materia alguna desde el exterior.  Pareciera que allí contuvieran algo similar a la antimateria que describe la física actual. Ese espacio comienza a formarse en el interior de la piedra en el instante mismo de la primera concepción del ser humano que le corresponde.    A medida que    esa primera     encarnación     avanza dentro del útero materno, la sustancia que ocupa primitivamente lo que será dicho espacio se   transforma en esa “antimateria”, sustancia etérea o ser inmaterial, que se trasladará     luego al pequeño cuerpo humano cuando éste se halle pronto a desprenderse del vientre de su madre. En esa particular circunstancia, la sustancia etérea abandona   a  su   piedra  y   se  traslada   al   cuerpo   del   niño,  donde intentará ejecutar una etapa carnal de su desarrollo. Entonces, la comunicación entre el ser inmaterial y su piedra se interrumpe. Al morir la persona, el ser etéreo regresa a la piedra madre y comparte con ella su experiencia carnal. Así, se repite una y otra vez el ciclo evolutivo, trasladando cientos, miles de veces la experiencia humana, dinámica, a la estática o mineral. Se sospecha de la existencia de experiencias con otras especies de animales o con vegetales, que serían todas prehumanas.”

     “Las piedras que logran el estado último de evolución con su ser inmaterial,  ordenan la relación irreversiblemente. Entonces, entran en contacto con sus congéneres del mismo planeta y de otros planetas, para luego comunicarse con otros sistemas solares, con otras galaxias, y participar así en la realización evolutiva de la armonía del Cosmos.”

     “La especie humana constituye un intermediario, imprescindible aún para esas piedras, pues representa el más evolucionado ejemplar del reino animal con que cuentan en este mundo. Alef (1), o l´ homme comme lien entre les deux mondes Esa experiencia resulta esencial para el desarrollo del ser etéreo, y, por ende, para alcanzar el último grado de evolución, es decir, la lapis specularis.

     “El momento final de nuestro proceso llegó hace treinta años. Al desprenderse del cuerpo anterior a mí –el amante de novelas policiales-, el incorpóreo, el sutil volvió a su piedra,  para constituir la anhelada  lapis specularis. Pero entonces, a raíz de una anormal, caótica circunstancia cuya causa se desconoce, nací yo, separando de manera aberrante a la piedra del ser etéreo. Si el espacio de la piedra sufrió transformaciones inconcebibles  luego de mi nacimiento, estaríamos aislados, sin existencia posible, totalmente fuera del eterno y perfecto movimiento...”

 

       Ha transcurrido  un  largo y azaroso mes  desde que estoy viviendo en esta casa, en nuestra casa. Y  lo que al principio era una oscura sospecha, se transformó en una evidente certeza que acentuó en mí, inevitablemente, una  sensación de hondo malestar: La casa,  impregnada de malignidad,   ha irradiado e irradia   permanentemente   hacia   mi persona  un aborrecimiento   inconmensurable. Adquirió un aspecto en extremo lúgubre y su olor es cada vez más pestilente y nauseabundo, como si, luego de los fugaces y esporádicos episodios de rejuvenecimiento, ella entera, definitivamente, hubiera entrado en una etapa irreversible de putrefacción. Ruidos insólitos en la planta alta cuando se inicia el crepúsculo, sugieren que algo fuera de lo habitual ocurre. Y ese algo está muy alejado de mis limitadas posibilidades de control. Por las noches he despertado sobresaltado al escuchar sonidos estridentes –como de pesados cuerpos que golpean bruscamente contra el metal hueco-, seguidos de extrañas lamentaciones que culminan en horrorosos alaridos, para luego abrirle paso a un ominoso silencio, que me mantiene desvelado hasta las primeras luces del alba.

     Algo interno y externo a mí está ocurriendo. Varias encarnaciones primigenias han emergido durante mis últimos sueños (si puedo llamar así a mis constantes pesadillas), y en sus gestos y actitudes alcanzo a adivinar un espeluznante designio hacia mi persona: Sospechan, creen o saben que soy el causante de haber quedado fuera del eterno y perfecto movimiento. Como eso no quieren o no pueden  admitirlo, insinúan que aún conservan una remota posibilidad de regresar a la piedra, de la cual niegan su destrucción. Pero, para lograr el propósito último, deberán deshacerse de mí, ya que yo los retengo  como fueron durante la experiencia animal, humana y quizá prehumana.

     Voy entrando en un convencimiento que me sobrecoge y me espanta hasta llegar a la confusión y la parálisis total: Ellos existieron como seres etéreos, y carnales, para ser ahora, sin incluirme por cierto, el ser inmaterial. Yo, entonces, soy una presencia puramente carnal  sin otra existencia posible, y me encamino hacia la nada absoluta sin una mínima esperanza de persistir en otro estado. Y mi única alternativa de continuar vivo reside en  llegar a serles imprescindible o a dominarles. Pero ambas opciones me repugnan, y no resisto mi actual carencia de intimidad. Ellos, que me odian hasta el delirio, entran y salen de mi cuerpo cómo y cuándo quieren.

      Ahora comprendo sus designios y no puedo oponerme a su singular voluntad. Él es él, siempre y a través de sus múltiples manifestaciones. Y yo soy un aberrante obstáculo para su regreso a la piedra. Pequeño, ínfimo, o imposiblemente enorme. Creo que aún  desconoce si logrará deshacerse de mí, pues mi desaparición podría arrastrarlo a la inexistencia eterna. Por demostraciones que he presenciado estos últimos días a cargo de las encarnaciones primordiales- y que a causa de un elemental pudor no detallaré aquí-, sé que estoy definitivamente en lo cierto. Él existe, yo no, y mi desaparición podrá conducirlo de regreso al perfecto movimiento, o hacia la total aniquilación. Y este dilema que lo corroe exalta su odio hacia mí, su carcelero, y lleva esta situación, cada día que transcurre, hasta límites insostenibles.  Aquí y ahora, Jet (8) me anuncia el cortocircuito o la rotura de la vasija.

     Necesito con urgencia encontrar la manera de resolver esto, de liberarme de esta presión intolerable. A pesar de que en el fondo reconozca que no existe ayuda humana posible, acudiré a solicitarla, no obstante represente sólo un paliativo, aunque con ella me acerque al  último destino, que auguro inevitable.

 

     Hasta aquí, el relato de J.B., de 31 años de edad, internado a mi cargo en este Hospital de Agudos de Salud Mental. Mi responsabilidad como médico psiquiatra  hacia este paciente, al ser  además  amigo personal, me obliga a ver los hechos con la mayor objetividad. Por lo tanto, intentaré realizar una descripción que se ajuste apretadamente a los sucesos ocurridos durante el período que me tocó tratarle:

     “A las doce de la noche del sábado 3 de agosto, acudí al domicilio del arriba mencionado, conocido mío desde su temprana juventud. Había solicitado mi colaboración por lo que llamaba un caso de vida o muerte. Lo encontré postrado en el lecho, sumido en un profundo sopor, situación que al principio confundí con un coma alcohólico. Pero en cuanto me reconoció, cambió el aspecto radicalmente. Demarcados por unas largas y profundas ojeras, sus ojos se abrieron demostrando una insólita lucidez, mientras que un brillo extraño brotaba de las dilatadas pupilas. Comenzó a hablar precipitadamente, relatándome en algunos minutos lo asentado en las páginas anteriores. Sus manos gesticulaban; su pecho subía y bajaba en un jadeo intermitente, respirando con entrecortadas pausas.  Cuando terminó, insinué que debía internarse en un sitio apropiado. Aceptó mi propuesta, manifestándose incluso agradecido conmigo.”

     “Los primeros días posteriores a su internación permaneció bastante tranquilo. Había decidido aislarlo, pues temía que su delirio llegara a perturbar a los otros internados. Utilicé dos tipos de sedantes a dosis límite, y la tolerancia fue aceptable.”

     “Durante los cortos intervalos en que se mantuvo lúcido, intenté conversar con él acerca de su situación. Me di cuenta de que suplicaba por mi ayuda; la necesitaba  con desesperación, pero yo no podía hacer otra cosa por él más que escuchar sus delirios y calmarlo con drogas. Y a pesar de los sedantes, hubo días en que estuvo más que intranquilo. Por momentos se agitaba: Abría los ojos desmesuradamente, y temblaba casi convulsivo. Y de cuando en cuando emitía unos espeluznantes alaridos (esto lo digo así, a pesar de que llevo casi seis años como médico interno de este Hospital). Su estado, con el transcurso de los días, llegó a preocuparme en extremo. Temí, no ya por su salud mental, que consideraba irrecuperable, sino por su vida. En dos oportunidades debimos sujetarlo con correas a la cama, y luego inyectarle en la vena un cocktail lítico.”

     “Su condición fue empeorando día a día. Pasaba alternativamente del sopor más profundo a la agitación más incontrolable. Y debido a la desnutrición, debimos recurrir al clínico para hacerle alimentación parenteral.”

     “Ayer, 24 de agosto por la noche, llegó J.B. a un espantoso desenlace de la manera más violenta que se puede concebir. Hacía yo mi turno de guardia, y de pronto fui llamado con extrema urgencia por un enfermero del Pabellón de Cuidados Intensivos. Cuando llegué, encontré a mi amigo en el suelo con el cráneo totalmente destrozado. Se había golpeado contra las paredes, que mostraban por doquier manchas de sangre y trozos de ropa,  tejidos y vísceras. La materia encefálica,  producto de un estallido del cráneo, estaba esparcida por los cuatro rincones, y hasta  en el techo podía notarse algún resto orgánico. El rostro era por demás irreconocible, y en sus fláccidos miembros pude apreciar la presencia de múltiples fracturas. Y a pesar de lo reciente del suceso, una hediondez insoportable emanaba del destrozado cuerpo."

     Hoy, 25 de agosto por la mañana, embotado aún por los vapores del sueño, con el cansancio encima producto de una guardia agotadora, abrí el diario mientras tomaba el desayuno. Y la noticia que encontré en una página interior, terminó por despabilarme mucho más rápido que la taza de café doble, cargado, que tenía debajo de mi nariz:

    “La noche de la víspera, un pavoroso incendio había convertido en cenizas la vieja casona donde vivía últimamente J.B., llevándose consigo parte del vecindario”.

     Esta noticia, sumada a una más que razonable duda referente a su insólito y espantoso fin, es todo lo que puedo agregar al relato de mi infortunado amigo. Renuncié a explicar el delirio mediante mis conocimientos psiquiátricos y, por lo tanto, intentaré aproximarme al plano de su exposición: O J.B. se suicidó a pesar de los esfuerzos del  ser inmaterial para mantenerlo con vida, o fue muerto por éste para liberarse de la atadura carnal que lo alejaba definitivamente de su lapis specularis. Esta última posibilidad es la que más se adecuaría para explicar la horrenda forma en que murió, similar al final de un vulgar insecto, aplastado sin piedad contra el suelo por la implacable presión del pie calzado de un ser humano.

 

 Los griegos, la Kabbalah y el corazón del hombre 

 

                                    Epimeleia heautou, He (5), Sameg (15), Ain (16)

    

       El corazón del hombre, al que algunos de por aquí  señalan como “el bobo” porque aparentemente siempre hace lo mismo, es el órgano más complejo de los humanos. Sintonizado con el cerebro primitivo, esta víscera posee la propiedad de elevar al cielo o descender a los infiernos a su poseedor, a veces, sin transición alguna. A su propio ritmo de sístole-diástole, marca la diferencia entre el amor y el odio, entre la crueldad y la bondad,  entre el afán posesivo y el generoso desprendimiento, entre sentirse conmovido y solidario y la envidia y la dura  indiferencia,  entre la ira y su violencia irracional y el pacífico equilibrio, entre la honestidad y el engaño,  o los entrevera indiscriminadamente. En resumen, marca la diferencia o entrelaza lo que los hombres denominan cualidades y conductas humanas e inhumanas  sin comprender cabalmente los distingues de esta definición. Entender al corazón, aceptarlo y dominar sus pulsiones oscuras es la tarea más difícil  que enfrentamos  en la vida. Los antiguos dioses, pícaros, joviales, a veces algo crueles y despóticos pero amigos al fin de los hombres, antes de ser desplazados para ser convertidos por estos en mitos, les dejaron en algún rincón de la aurícula derecha la clave para descifrar el secreto del enigma de lo que se  ha dado en denominar, quizá impropiamente,  ”las razones del corazón”.  La sabiduría griega nos  ha transmitido  una vía de aproximación a esa clave, la epimeleia heautou (*) (inquietud de sí mismo). Y la Kabbalha, en las letras He (5),  coherencia entre lo que piensas, lo que dices y lo que haces”, Sameg (15) “adentrate en tu laberinto interior”, y Ain (16) “escapa de los paradigmas limitantes en los que has crecido”.

    Cuando de Ain Soph Aur, emergió un Dios único, omnipotente y omnipresente, lo primero que hizo fue tomar esa clave arbitrariamente como cosa suya  y llevársela consigo como atributo extraviado sabrá quién en qué época o avatar pretérito. Y junto con la clave, acaparó con avaricia el fuego azul de la noche sin relojes e instauró para el mundo de los hombres el imperio de la noche seria,  plagado de mandatos y convenciones. Dicen que, de tiempo en tiempo,  esa clave añora  su rinconcito primitivo y, a veces,  cuando el nuevo dueño que la mantiene cautiva  está distraído o descansa,  ella  regresa arrastrando consigo a la noche sin tiempo y con pequeños golpecitos, denominados  “extrasístoles” por los cardiólogos,  anuncia su llegada, sorprendiendo, alegrando y a veces enajenando a su eventual huésped. Porque éste, al descifrar el enigma del secreto, deserta de la culpa y los remordimientos y abandonando el estigma del pecado original,  deja de solicitar el perdón de supuestos pecados propios y ajenos  y asume su condición de humano que aprende, desde su personal  epimeleia heautou,  a frenar y redirigir sus pulsiones negativas y oscuras sin conflictos, aumentando exponencialmente las otras, las estimuladas y  amparadas por “el fuego azul del la noche sin relojes”, Ain (16).   Ese huésped,  cuando actúa sin disimulos, para sus congéneres suele a veces transformarse en un inadaptado social, poco menos que un criminal o un hereje y, acusado de asébeia, corre el riesgo de ser colgado o decapitado en el patíbulo o quemado vivo en la plaza pública.

     Cuando esto sucede, se puede morir en paz, El corazón se siente completo y ha aceptado buenamente su destino.  No hay arrepentimiento, ni rencor. Sólo una profunda tristeza por abandonar demasiado  pronto la vida a la que, casi milagrosamente,  se ha aprendido a amar.Sameg (15).

         El riesgo que implica reconocer la llegada de la clave deslumbra y confunde al mismo tiempo. Aceptarla  aumenta ese trance azaroso.

          Aprender a utilizarla, no obstante el peligro que carga dicha praxis,  retenerla a cualquier precio y vivir de acuerdo con ella aunque en el intento vaya la propia vida, no significa otra cosa que regresar al tiempo que, creo, pienso, se me ocurre,  nunca   debimos abandonar.  He(5). 

       (*) Apología de Sócrates, Platón                                                                                

   

La música del Ave Fénix, Zain (7)

        …Y a Dios Padre, el Inescrutable, el Incognoscible, le conocemos en la carne de la mujer. Ella es la puerta por donde penetramos y por donde salimos. Testigos de la transfiguración, emergemos ciegos e inconscientes. Así, el abrazo del amor aporta tinieblas y olvido.

                                                                      (Cartas, de D.H. Lawrence)

 

    Escucho una vez más a Jacqueline du Pré  tocando el Kol Nidrei de Max Bruch. Me dejo estar, me dejo ir… me dejo llevar… llevar… ¿hacia dónde? Hacia la forma más intensa y disgregada de vulnerabilidad que  puedo tolerar, por momentos contener y más en el centro, percibir. Descubro entonces que más allá de la fragilidad de esta música simple y sobrenatural, se oculta la invulnerabilidad de la belleza, oscura y brillante al mismo tiempo, de la belleza que no concurre para nosotros, que simplemente se desarrolla, se estira, se amplía y es, y a la que sólo podemos acceder dejándonos dócilmente atravesar por ella, una y otra vez, ad infinitum...

    Amo a la vida más que a mí mismo. Amo su boca que besa y expresa lo que ven sus ojos  en mí, sus ojos que entran en el vacío y miran sin miedo, abierto el pecho, el corazón, abiertas las entrañas, abiertos los brazos y las piernas, abierta la sangre, los nervios y la piel. Amo su cuerpo de mujer cercano, amo el calor que irradia, amo a través suyo la piel de un  niño, la risa inocente, la expresión pronta, la  ingravidez del peso, y  al adolescente de boca firme y tierna, el pecho enjuto, el pelo largo, el andar desgarbado, y las  formas incipientes. Amo también a la joven de ojos claros, y senos firmes, de piel oscura y hablar suave y pausado. Amo a  través suyo a mis ángeles y a mis demonios. Amo a todo trance  el aire que respiro y la sangre que pulsa a lo largo de mis venas y arterias;  amo la piel que me cubre y la que vislumbro  ajena; amo la mirada que se abre ante  la mía como el mar  Rojo de los hebreos, y permite ser explorada, delicada y amorosamente, con la dulce suavidad del cello de Jacqueline. Amo la tranquila paz de los campos y la quietud de los cementerios; amo las noches febriles y las mañanas brumosas e insubstanciales. Amo hoy tanto los gritos del vecino como el ladrido de los perros, y el ronco y monótono trajinar de las ruedas sobre el asfalto. Amo el mate compartido y el vino áspero y generoso que ruedan uno por vez por la garganta. Amo la vibración tenue que me sostiene en vilo, liviano como la pluma, y me deja caer denso como el mercurio. Amo su presencia de perfil, su forma de amar la vida, su talante para defenderse. Amo a través suyo el vegetal y el mineral, el humano próximo y el lejano, los mamíferos en general, las aves, los  reptiles e incluso  los insectos son incluidos entre mis brazos abiertos. En definitiva, amo   la vida más que a mí mismo, y me dejo llevar hacia la oscuridad helada, hacia el frío sin retorno, hacia la luz intransigente, hacia el calor deslumbrante. Nada es significativo para oponer resistencia, y se alternan con uniformidad entrambos extremos, que por  excesivos no lucen eludibles. Amo, asimismo, tanto la vida brotando como  el final de la vida;  la propia  energía  y la carencia de fuerza.  Amo las horas de amable plática y las transcurridas en soledad, en abierta y calma soledad. Amo los desenlaces que se escuchan como final  del  concierto en Re mayor, y los comienzos como el inicio del cuarteto en Si bemol mayor de Mozart. Amo lo acreditado y lo innombrable. Amo el dolor lacerante y el placer de todos los sentidos. Zain (7). Amo a la mujer y al hombre indistintamente. Y hago el amor con ellos, como conmigo mismo. Puedo morir ya,  o puedo seguir viviendo. Para el Innominado,  resulta indiferente si existo,   o si he perdido sustancia, consistencia y, volátil, abandono sin dolor ni remedio la conciencia.

         El ave fénix se revuelve en las cenizas, asomando su plumaje rojo dorado. Se sacude   con un aleteo agónico, por nacer, provocando una nube  a su alrededor. Se afirma sobre sus patas, empina el cuello, mira hacia abajo, hacia los costados, hacia arriba, extiende las alas y, con un suave movimiento salta hacia el aire. El pulso de las alas lo sostiene, ingrávido, y se aleja hacia regiones más abiertas, tan lejanas como inhumanas.

 

 

 

 

 

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