Hay veces, unas pocas, en
las que uno descubre que hay un punto al
que se arriba, intencionadamente o no, no interesa, y se intuye que a partir de
allí no hay retorno. Esa percepción, por
un lado tranquiliza y por otro inquieta. Ese punto marca el comienzo de un solo
camino, hacia adelante, por definirlo de alguna manera. Señala también lo
desconocido a través de un vía de cornisa. El portal se atraviesa sin mirar
hacia atrás y uno se adentra en la oscuridad, olvidando referencias conocidas,
rechazando el anhelo de la luz. Es la senda donde habitan la nada y el olvido, donde la insignificancia
del ser adquiere su real dimensión. Llegar hasta allí, dar los primeros pasos
como sea, sin apelar a la memoria y a los porfiados recuerdos es una pulsión que impresiona ineludible.
El lenguaje conocido se ha perdido, ya no sirve, los oídos perciben sólo los
murmullos internos, la pulsación ligera de la sangre, la secuencia regular del
corazón. La inercia parece apoderarse de uno y se avanza, a los tropiezos, con
caídas frecuentes, con un dolor sordo producto de las laceraciones, hasta que
el medio se hace más liviano, por no decir incorpóreo. Se registra la levedad
de volar, o flotar, y la necesidad de dejarse ir. No hay rumbo, todas las
direcciones dan lo mismo. No hay
orientación, ni adelante ni atrás, ni arriba ni abajo. En la dimensión de la
nada uno se convierte entonces en nadie, y en el momento que se percibe esa especie de conjunción o unión
inasible, uno se abandona imperceptiblemente al olvido, al olvido de todo lo
conocido y al mismo tiempo se sabe con certeza que ha
sido olvidado. En una palabra, uno se ha adentrado, se ha dejado ir para ser
parte de la nada, posibilitando la eclosión de la dimensión no humana del ser. ¿Se
ha perdido lo que se era en aras de ese
reconocimiento? Uno no lo sabe, pero ya tampoco importa. La necesidad de la luz ha
desaparecido, la percepción de los sentidos se ahoga en un mar de ingrávida
oscuridad.
Cuando se despierta y el sueño
flota como una nube ilustrada dentro de uno, sobre uno y los sentidos luchan
desesperadamente por apoderarse de la realidad de uno, ese momento crepuscular
cuando nada se ha definido aún y las posibilidades permanecen en una dualidad
incierta y la balanza puede inclinarse hacia uno u otro platillo, el exterior
irrumpe con suavidad o violencia provocando el vuelo o el aterrizaje
definitivos. El exterior no lo sabe, nunca lo sabrá, construcción que se
justifica una vez más sólo por eso, al ahuyentar momentáneamente al olvido, o incitándolo.
Porque, quiéraselo o no, uno es tan
pequeño, tan insignificante, tan fugaz, tan perecedero, que percibir que todos somos olvidables, es la única certeza que no se puede evitar.
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