Corre
hacia lo que te parece un espejismo; puedes encontrar una realidad
(Sobre el deseo, de El Jardín de las
Caricias)
I
La mañana muy fresca y soleada
daba ganas de caminar. El campo era pura luz y ruidos variados, desde el viento
que mecía ramas, hojas y pastos, pájaros que cantaban o chillaban, roedores
pequeños con sus murmullos, ladridos
lejanos de algunos perros, relinchos y trotes de caballos inquietos, mugidos y
balidos que buscaban respuesta, el
crujido de un carro en un camino lateral, el chasquido del látigo y la voz
severa del conductor que irrumpía cada tanto en el aire que el viento por
momentos acercaba, otros alejaba. Caminaba con un bolso al hombro con pasos
enérgicos, como demostrándose dueño de un destino cierto. Cuando lo vio, decidió seguir de largo. Nada debía detenerlo.
Por el rabillo del ojo alcanzó a vislumbrar que el anciano tenía algo que se
movía sobre sus hombros. Eran dos pájaros, uno de cada lado. Y cada tanto hundía
una mano en un bolsillo y acercaba la punta de los dedos a las aves, que
picoteaban con voracidad.
Se detuvo y saludó. El anciano siguió alimentando a sus amigos y movió ligeramente la cabeza en señal de respuesta. Preguntó algo, movido por la curiosidad y el deseo de iniciar conversación. Quién sabe… fue la primera expresión del viejo, que permanecía sentado sobre el tronco de un árbol caído en actitud de activo reposo. Pidió permiso y se sentó en un extremo, no tan próximo que pudiera espantar a las aves. Pero éstas de pronto levantaron vuelo. Se alejaron raudas hacia arriba, divergentes, se detuvieron en el aire y se acercaron entre sí en vuelos rasantes. Parecían a punto de chocar, sólo se rozaban y con renovada energía aleteaban hacia arriba, separándose, hasta que algo las impulsaba una hacia la otra. Chillaban con grititos estridentes al alejarse, como si algo entre ellas hubiera ocurrido al coincidir veloces en el aire, la tierra de ellas. El anciano las contemplaba con evidente gozo, mientras abajo sus manos memoriosas se ocupaban de cargar una pipa que luego encendió con un chasquido de los dedos, arrugados, sarmentosos.
Voy hacia el palacio. He
abandonado todo, he dejado mis tribulaciones y penas atrás. Quiero una vida
nueva y sé que cuando trasponga las puertas del palacio habré comenzado
verdaderamente a vivir. Quedó satisfecho con su breve discurso, miró al
anciano, que continuaba observando el vuelo alegre, desordenado, loco por momentos, de las aves. Echaba humo
por boca y narices intermitentes nubecitas azules que el viento disipaba
sin impedir que un suave perfume se expandiera en el aire cercano. ¿Me hablabas
a mí? El anciano se volvió hacia el otro costado, como desentendiéndose de lo
escuchado. Bueno, sí, ¿a quién sino? A ti mismo, me parece, fue la respuesta
necesaria, obligada. Él movió la cabeza asintiendo y sonrió. Encendió un
cigarrillo y habló de las aves, que en ese momento acababan de posarse juntas
en el hilo superior de un alambrado. Tan libres y tan unidas, tan diferentes a
nosotros. Ajá… y el anciano sonrió, por primera vez en sintonía con el recién
llegado. Añadió: ¿de dónde vienes? Y éste señalo la sombra de un monte lejano,
donde se adivinaba una construcción. De por allá, de aquellos campos. ¿Y por
qué decidiste abandonarlos? Porque me di cuenta que soy incapaz de mantener un
orden adecuado allí. Me invadió la suciedad, el óxido, las inmundicias de los
animales, las rajaduras de las paredes, la humedad filtrando por los techos. Te
dejaste estar y cada día se hacía más difícil volver atrás, ¿no? Entonces…
Bueno, salí a buscar el palacio que es eterno en su belleza, su orden, su
pulcritud. Sé que allí encontraré la felicidad. ¡Ja,ja,ja,ja,ja!, rió con ganas
el anciano y tosió al ahogarse con el humo de la pipa. ¿Lo encuentra gracioso?
Ofuscado, se encerró en el cigarrillo. Sí, muy gracioso, aunque algo patético,
si voy a serte sincero. Claro, usted a su edad ya está de vuelta de todo,
aunque bien sabe que: le queda poco tiempo. ¿Quién puede hablar de eso, si ni el mismo Dios se atreve? Encendía
nuevamente la pipa y chupaba. Los pájaros no se preocupan por esas cosas, continuó, y
su palacio natural es el aire, donde son reyes y señores, todos por igual. Yo
soy el que soy, y me atrevo a desafiar mi sino lanzándome a la búsqueda de la
belleza y la excelencia. ¡Bravo por ti!
Te felicito y te deseo suerte. No le creo demasiado, pero gracias de todos
modos. Se incorporó y prosiguió su
camino. El anciano distrajo la vista unos segundos para seguirlo, hasta que se
volvió hacia las aves que llamó con un suave chistido y acudieron presurosas sobre
sus hombros. Hurgó en un bolsillo y les acercó migas de pan que picotearon de
sus dedos.
II
A los tres días volvieron a
encontrarse en el mismo sitio. El
anciano preparaba una pitanza en una olla teñida de hollín, que mantenía sobre
un fuego pequeño, controlado. Estoy perdido, musitó él, confundido, anduve por toda la comarca sin ningún resultado. Y nadie sabe ni siquiera de
la existencia del palacio, cada cual en sus cosas cotidianas y
mezquinas…¿Quieres comer?, ofreció el anciano. Debes estar hambriento y
cansado, y seguramente te esperan jornadas muy duras…No respondió, pero devoró
la comida ofrecida con avidez. Se desperezó, se recostó contra el tronco y
quedó dormido. Al despertar, comprobó que estaba solo. Cuando decidió continuar
viaje, apareció el anciano cargando leña y unos manojos de hierbas. Al llegar,
encendió fuego y preparó una infusión. Bebe, ofreció con el tazón humeante. Te
va a venir bien antes de emprender el regreso a tu casa. ¿Cómo sabe que vuelvo
a mi casa? Lo estás diciendo a los cuatro vientos. Difícil no verlo…Sí, vuelvo
a buscar algunas cosas que necesito y
después partiré otra vez, pero ahora será hacia el norte… Ah…, claro, y después
hacia el este, y más adelante hacia el sur… Sigue riéndose de mí, no me toma en
serio. El que no se toma en serio eres tú. ¿No aprendiste nada en estos días? ¿Debía hacerlo? Mira las aves, allí
están otra vez…Pío, pío, las llamó y acudieron a sus hombros. ¿No te dicen nada ellas? Lástima…Mis intereses están sobre la
tierra, no en el aire, yo camino, no vuelo…¡Lástima! Volar es el destino de los
seres superiores, destino al cual, aún sin saberlo, todos aspiramos… Yo no.
Claro, careces de virtudes, ni siquiera las deseas…¿De qué virtudes habla? De
la humildad, para empezar, de tener la capacidad de reducirse uno mismo hasta
la mínima expresión… Delira, anciano… Y desde la nada, conocerse. Y desde la
nada, respetarse. Y desde la nada, quererse. Y desde la nada percibir el valor
de la dignidad. Y desde la nada, encontrarse. Y desde la nada, encontrar sin
buscar. Y desde la nada vivir dentro de la vida, ser parte de la vida, uno
mismo en y con la vida. ¿Te parece un delirio? Te confieso que en un tiempo
pensaba igual que tú, hasta que me cansé de juntar cicatrices y resentimiento,
ilusiones rotas y cansancio mortal en los huesos. Sí, tienes razón, es un
delirio, pero un delirio muy parecido a la felicidad posible. Y un delirio que
te posibilita visualizar al palacio…Él se sorprendió y enderezándose contempló
al anciano con atención. Lo miraba interrogante. Esperaba más. Al rato: para
llegar al palacio primero debes verlo, y no en sueños o en tu fantasía. Verlo
en tu realidad, aunque los demás no sepan de su existencia. En una palabra,
debes volverlo real. ¿Cómo hago eso? ¿Cómo llego a eso? Humildad, humildad y
orden y limpieza en tu casa…¡Ahhh, no, aborrezco eso! El anciano se encogió de
hombros y continuó alimentando a las aves. Por momentos acercaba los dedos a la
mitad de su cuello y ambas aves picoteaban al unísono, entrechocando los picos.
También saben besarse, agregó jovial. Basta con que la comida sea una sola.
Está loco, viejo, seguiré mi camino. Gracias por todo. Por lo menos, eres
agradecido. Un primer paso hacia la virtud
primera, gruñó el anciano.
III
Había transcurrido poco más de una semana cuando apareció otra
vez con pasos cansinos, el cuello hundido entre los hombros. Tropezaba con
regular intermitencia. Caía
de rodillas, se alzaba, volvía a desplazarse con dificultad, hasta que llegó y
se derrumbó sobre el suelo junto al tronco. Respiraba agitado, por momentos jadeaba. Sucio, las ropas ajadas
y malolientes, daba la impresión de alguien que regresa de una guerra. El
anciano le ofreció agua y alimento. Después durmió casi todo un día.
¿Encontrase algo? No respondió. ¿Cultivaste la humildad? No respondió. ¿Supiste
algo del palacio? No respondió. Encendió un cigarrillo y preguntó: ¿Cómo
empiezo? ¿Dónde empiezo? El anciano
llamó a las aves, y, con un dedo, las pasó a los hombros de él. Le puso entre
los dedos unas migas de pan y ordenó: ¡Dales de comer! Luego: mañana: regresa
a tu casa, límpiala y ponla en orden
hasta el punto que vuelvas a tener el deseo de vivir allí. Cuando tu casa sea
tu casa, sabrás qué hacer. Empieza
juntando los excrementos de tus mascotas, y del resto de tus animales.
Haz pozos y entiérralos. La humildad comienza juntando y enterrando los desperdicios
de los demás. Cuando termines, pasa por aquí y seguiremos conversando.
IV
A medida que se acercaba a
su casa, comenzó a sentir náuseas. Abrió
la tranquera que rechinó agudamente desde sus oxidados goznes y vomitó.
Temblaba desde las piernas hasta los hombros, los brazos, el cuello. Perdió el
equilibrio y cayó al suelo. Abrió los brazos boca arriba y les imploró a los
dioses ayuda, compasión, una tregua. Perdió el sentido, y al despertar se incorporó temblando. Un
frío atroz le había entrado hasta la médula de los huesos. Juntó ramas e
ingresó a la casa. Encendió fuego en la chimenea, que creció alegre y potente, acariciando sus mejillas y sus
manos heladas. Calentó agua y tomó mate. Tiró unos cojinillos junto a la
chimenea, se envolvió en una manta con olor penetrante a sus mascotas, que
llegaron solícitas junto a él. Al día siguiente se ocuparía de ellas, buscaría
algo para alimentarlas. Se durmió con la luz anaranjada que jugaba a través de
sus agotados párpados. Antes del amanecer comenzó. Con esfuerzo puramente automático
desocupó la casa. Requería arreglos en las paredes y el techo, en la provisión
de agua, en las aberturas. Afuera se fueron amontonando variados objetos que
desde tiempos inmemoriales lo rodeaban. Hizo varios cúmulos, algunos alimentaron
permanentemente al fuego, junto con ramas y restos orgánicos desparramados por
los alrededores. Después de enterrar los excrementos de los animales, comenzó
con la casa: revocó paredes, cambió chapas del techo, reparó cañerías y
desagües, apuntaló, lijó y lustró puertas y ventanas, imaginó una nueva
decoración, alegre, luminosa. El automatismo primitivo dio paso a un interés
novedoso, combinando imaginación, voluntad y esfuerzo encauzados hacia fines concretos
ya suyos. Sí, los presentía como suyos.
No pensaba, no elucubraba. Sólo enfocaba su atención en la necesidad y el
cambio, y ese cambio externo, esa praxis sostenida llevaba a su cuerpo a
satisfacer necesidades básicas imperiosamente. Comer, beber, dormir, pensar,
hacer…Pensar, programar y hacer. Lo acompañaban las mascotas, que saltaban a su
alrededor, o lo contemplaban echados en actitud expectante. Y empezó a
hablarles, les contaba lo que quería hacer, lo que estaba haciendo, lo que
haría más tarde. Y ellos escuchaban, echados, jadeantes, la lengua goteando, la
mirada atenta.
Pasaron los días, las
semanas, los meses. Cada tanto volvía al recodo del camino y conversaba con el
anciano, le contaba de sus adelantos, se fumaba unos cigarrillos con él,
volvía, y continuaba con el trabajo, un trabajo que impresionaba interminable.
Tantas veces postergado…tantas cosas viejas e inútiles que lastraban su entorno
y jugaban con su inveterada costumbre de dar vueltas alrededor de una rueda
mientras fantaseaba con el camino que lo llevaría al palacio.
Cuando empezó a entender, lloró abundantemente sentado sobre el tronco.¿Ya terminaste?, preguntó el anciano al escucharle sonarse la nariz. Entonces le pidió que fuera por agua fresca a la casa
de unos lugareños, y le señaló un monte no muy lejano. De mala gana partió.
Llegó cargando las botellas vacías,
batió palmas como se estila ante la ausencia de gente por los alrededores, y de
pronto apareció. Pequeña de estatura fuerte de complexión, seria de gesto,
cubría los ojos del sol con una mano para identificarlo. ¿Qué buscas? Agua,
señorita. Agua para el anciano del camino. Ella pareció sonreír y le indicó la
bomba, a un costado de la casa. Llevaba el pelo largo y ondulado recogido con
una trenza. Un pañuelo lo cubría. Los ojos negros y penetrantes lo miraron con
curiosidad, no sin algo de prevención. Cuando se despidió, ella agitó una mano y corrió hacia el interior
de la casa.
No sé quién es ella,
respondió el anciano, pero siempre fue amable conmigo cuando fui por agua. A los
demás nunca llegué a conocerlos, pero se los oye, por las órdenes que se
escuchan cada tanto y los gritos destemplados que suelen retumbar desde el
interior de la casa.
A la tercera o cuarta vez, antes de
irse, se sentó a un costado del corral
de vacas en un asientito de ordeñe y encendió un cigarrillo. Ella se acercó y conversaron.
Él, de sus sueños y sus trabajos, por ahora su trabajo en cambiar la casa, para
poder ver algún día el palacio. Ella lo miraba seriamente, con el
ceño fruncido. Hacía preguntas, que él respondía con bastante dificultad. Yo
estoy muy enojada, dijo ella cuando se despedían. Él se detuvo y la escuchó.
Muy enojada con esto, con todos estos, y revoleó un brazo en derredor, y más enojada estoy, se señaló el pecho,
¡conmigo misma! Quiero también algo, como tú, pero no sé qué es, quiero hacer
algo distinto, y la rutina me envuelve y me abruma. Trabajo sin descanso para
los demás, y caigo rendida por la noche, como muerta, para volver a empezar
antes de que amanezca otro día igual. ¿Por qué no te vas de aquí? Eres joven,
hermosa, fuerte, inteligente… otra vida te tiene que estar esperando afuera, agregó.
Ella se secó los ojos con el delantal y ante una llamada imperiosa arrancó
hacia la casa.
Esa noche soñó con ella y al
día siguiente acudió a ver al anciano. Tomaban mate y fumaban. Los dos pajaritos
jugaban en el cielo. De pronto el anciano dijo: Lo que tenga que suceder,
sucederá, quédate tranquilo. Debes seguir trabajando en tu casa y esperar. Y
estar, aprender a estar, simplemente estar. Previsiblemente,
incondicionalmente. El I Ching, agregó el anciano ante una observación ansiosa
de él, en el hexagrama 9º, Hsiao Ch´u,
anuncia: El valor domesticador de lo
pequeño, y dictamina: Sólo con la
suavidad llegará el éxito. Mañana
no vuelvas. Deja pasar unos días. Tengo agua en abundancia.
Pero volvió, y la buscó para
pedirle sin más que se fuera con él, que la necesitaba, que tenía una casa, un
hogar para ella, que la protegería, que la cuidaría, que la amaría. ¿Cómo
puedes decirme eso cuando hasta hace poco tu casa era un chiquero y la
abandonaste para salir en busca de “tu palacio”? ¡Qué seguridad me das que en
un tiempo no harás lo mismo y me abandonarás, no, no, vete, vete ya…¡Déjame
sola!
V
Te advertí que no la
abrumaras con tu presencia y tus demandas. Ahora deberás dejar pasar unos días. Y recuerda el I Ching…
Al tiempo partió otra vez en
busca de agua con las habituales botellas, le hizo una seña, se acercó a la
bomba, llenó las botellas y saludó con la mano al alejarse. Entretanto, su casa había cambiado, pero sólo
ante la vista de sus mascotas y de su propia visión, de la cual a veces dudaba,
no sin cierta razón. El anciano se había negado a acercarse. Algún día, sí,
algún día iré, si no muero antes…repetía. “Algún día” se había convertido en
una suerte de talismán para él. Parecía que a medida que su casa adquiría orden, armonía, limpieza dándole
una curiosa sensación de estabilidad en el cambio, desde afuera sólo recibía
desconfianza, temores o simplemente tal vez, quizá, algún día…
Acudía a la bomba a pedido del anciano cada tres
o cuatro días. Saludaba con una seña como pidiendo permiso, cargaba el agua y
dejaba algo a un costado: flores, dulces, una prenda, abalorios o brazaletes
que él mismo confeccionaba con arbustos, piedras y metales, algún libro…hasta
un perfume que logró producir con las flores de la región. Hasta que un día
ella se acercó a la bomba para recibir personalmente un sombrero de paja ancho
que la protegería de la crudeza del sol en verano. Más adelante, en otra oportunidad, le confió en detalle los cambios drásticos de
la casa, haciendo hincapié en los que la implicarían a ella si se decidía algún
día a acompañarlo. Hablaba, hablaba y hablaba, con suavidad y pasión, con la
seguridad y firmeza que a veces otorga el murmullo; ella escuchaba y lo contemplaba desde unos
ojos negros, profundos, ahora cálidos, que
lo envolvían con la mirada, incorporándolo poco a poco a sí misma, y en su rostro apareció una leve sonrisa, y la
ternura se reflejó en sus mejillas, en
sus labios, en el movimiento de sus manos haciendo y deshaciendo la trencilla
del pelo. Sabe que la amo, pensó él, y está evaluando si soy confiable, si soy creíble, si acaso podría amarme. Parece suficiente. Se
despidieron sin despedirse.
Al acabar su provisión de agua,
el anciano comprendió que debería ir él mismo, como antaño, a buscársela. Llegó
y al golpear palmas, no salió ella. En cambio, apareció un hombre desgreñado,
en pantalón y zapatillas, sin camisa. ¿Qué quiere? No, no está. Se fue la muy
ingrata…Búsquese usted el agua y después váyase y ya no vuelva. Y se metió en
la casa dando un portazo.
Cuando llegó a su hábitat
natural, lo esperaban sus dos amigos sobre el tronco. Saltaron sobre sus
hombros y les dio de comer. Se preparó algo para sí y más tarde empezó a juntar las pocas cosas en
un hatillo. Habrá que empezar a caminar, pensó mirando hacia el monte de su
joven amigo. Vamos al palacio, gritó con alegría al aire, y las dos aves
remontaron vuelo al unísono, como adelantándose gozosas al camino.
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