Y yo supe que existía,
que era allí.
Donde no fui nunca,
donde ya no sé.
Promediaba la primavera del año pasado,
cuando viajamos una vez más con mi mujer a la ciudad de Mendoza. Ella nació y creció allí, donde
también estudió medicina antes de establecerse en Buenos Aires. Tiene su familia radicada en esa provincia, y
viajamos de cuando en cuando para allá, haciendo los mil kilómetros de un
tirón, que insume unas diez o doce horas de viaje. En esa oportunidad yo
debía participar de un torneo seniors
de golf, como miembro de nuestra asociación porteña, en contra de la local, que representaba al Golf Club Andino.
Resultaba imprescindible tomar una semana
para justificar tan extenso trayecto en auto, y los tres días de golf
prometían un panorama por demás atractivo, por lo menos para mí.
La cancha, de nueve hoyos, se encuentra emplazada en el parque San
Martín, casi en pleno centro de la ciudad, y tiene un rápido y cómodo acceso.
No es para nada fácil, y su recorrido obliga a extremar recaudos y habilidades
para lograr un resultado competitivo.
El torneo se desarrollaba durante dos días
consecutivos, y uno previo era destinado para práctica y reconocimiento del
terreno. En el four-ball
obtuvimos el primer punto en una
apretada definición en el hoyo diecisiete, un par tres nada fácil, con un green elevado e
inclinado hacia las montañas, alineado en falsa escuadra con unas canchas de
tenis a la izquierda. Me había pasado con el primer tiro, y debí
volver a un green
muy rápido y con bastante
caída. Logré el par y ganamos el partido 2 y 1.
Al día siguiente, en el
individual, llegué uno abajo al tee de
salida del diecisiete. Mi contrario puso la pelota en el green, y yo la empujé
al bunker de la
derecha. Saqué bien pero quedé a más de
un metro del hoyo, con toda la caída rápida
hacia la izquierda. Erré y él logró fácil el par. Dos y uno otra vez,
pero ésta era en contra. Perdimos la copa por un punto y debimos dejarla allá, en el Andino.
La comida
de la noche estuvo excelente, la gente local, magnífica en la despedida, pero
yo no me podía quitar de la cabeza el punto perdido del individual.
Demás está
decir que también distribuimos el tiempo realizando las habituales visitas
familiares; almorzando en casa de algunos, y saliendo a cenar con otros.
Incluso fuimos al cine en un nuevo y
enorme shopping, exactamente igual a los de Buenos Aires, con sus uniformes
multicines impregnados por el penetrante aroma dulzón del pop-corn o pochoclo. Teníamos la desagradable
impresión de que nos habíamos trasladado súbitamente de regreso, excepto que
allá, a lo lejos, las montañas aún nevadas ofrecían desde el oeste un paisaje
diferente, con aire diferente, con olores y sonidos diferentes...
Al cuarto día partimos hacia la cordillera.
El programa es siempre atrayente pues el contraste golpea casi al salir de la
ciudad. Avanzamos por la ruta siete hacia el sur -descartando la vía de los
caracoles de Villavicencio- hasta el valle de Uspallata, que nos recibió con su diverso panorama de frondosa vegetación, sorprendiéndonos con su verdísima frescura,
ya que el gris, el marrón y el ocre de las piedras y la achaparrada flora
habían monopolizado el paisaje hasta allí, en extremo agreste.
Regresamos por el mismo camino,
bordeando el río Mendoza, bastante caudaloso en esa época del año, y antes de
cruzar por el puente colgante, decidimos detenernos a pasar un día de reposo, cuasi monacal, en el antiguo hotel
de Cacheuta, con sus termas de aguas radiactivas (afirman que su actividad es
mínima e inocua, n. del a.), incorporadas como principal atractivo
turístico. Recorrimos sus instalaciones y, luego de alojarnos, decidimos probar
las aguas a la intemperie, en una pequeña pileta a pleno sol y aire
cordillerano, con renuevo constante de agua caliente. Las montañas enmarcaban
el cuadro, y respirábamos a todo pulmón, con deleite, ese aire frío y muy puro
que también se agitaba sobre la piel protegida por la elevada temperatura del
agua, a más de mil doscientos metros sobre el nivel del mar. Nadamos
un rato en la
pileta olímpica, también al aire
libre, ya menos templada. Después pasamos a unas sesiones de masajes ejecutados
por manos expertas, y luego al
barro, que se debía dejar secar sobre
toda la piel antes de quitarlo debajo de una rumorosa caída de agua
termal.
En ese sitio todo impresionaba más agreste
y más simple; más natural y más limpio,
dando asimismo una sensación de sólida
permanencia a través del tiempo, en contraste con nuestra chata provincia, tan
mutable, tan oscuramente activa, tan
superpoblada como contaminada en sus variadas zonas cercanas al gran río.
Seguidamente pasamos a los baños con agua
a presión, la ducha escocesa, y
finalmente, el plato fuerte: la gruta “a vapor”, o el casi ardiente, silencioso, sobresaturado microclima de cueva más o menos
hermética, goteante de agua termal, al cual se puede acceder previo control de la tensión arterial-
hipotensos abstenerse-. Quince o veinte minutos era el tiempo recomendado como máximo, y un reloj de pared
lo señalaba con grandes marcas. Estábamos solos, y nuestras respiraciones, profundas y acompasadas, nos
adormecían recíprocamente. En un momento dado, y siguiendo un impulso no
muy definido, me incorporé a medias,
pues el techo era bastante bajo, y caminé a tientas, evitando resbalar, hasta
un recodo de la gruta, que se abría y prolongaba a partir de un saliente que parecía avanzar desde
la profundidad de la roca viva. Me apoyé con
las manos en la pared, que transpiraba con exuberante flujo; la humedad
y el avanzado calor le daban a la piedra viso de ser vivo en formidable
actividad. Un insólito brillo emanaba
de la peña, que uno hubiera supuesto cubierta de vegetales primitivos por la
permanente humedad. El resplandor
desmentía cualquier adhesión de vida elemental a su superficie. Al
rozarla con las palmas de las manos, percibí una sensación de precaria
consistencia. Me explico: Suponía que detrás de esa piedra exudativa y vaporosa
no se encontraba la roca viva de la montaña; aquella parecía más bien una pared
medianera. Al golpearla, se apreciaba sonoridad y no matidez (soy médico y la
percusión de la pared torácica comunica vibraciones de diferente tonalidad, si hay aire o
material sólido en el interior del tórax; es un método muy utilizado para el
diagnóstico). Caminé batiendo a tientas, con la oreja cerca de la pared, hasta
que di con el acceso a otra cámara, en aparente desuso. El paso estaba
bloqueado con una pesada e imponente
puerta fabricada de la misma roca, que colgaba de oxidados goznes de
hierro. Estaba entreabierta, desesperantemente entreabierta Cuando intenté
correrla, me costó un enorme trabajo
moverla de su sitio. Logré abrir una rendija y pasé con sobrada dificultad por el estrecho espacio
ganado. Sin luz propia, el recinto era iluminado por la escasa irradiación que
se colaba desde la otra recámara. Llamé
a mi mujer, que se acercó con evidentes signos de temor, percibibles en sus ojos muy abiertos,
en sus movimientos muy lentos, y en su tono de voz, un tanto trémula. Le
anuncié desde adentro:
-Mirá esto; parece ser de otra época. Debe
haber pertenecido a una parte del hotel anterior al terremoto... o quizá al
período precolombino-. Yo buscaba otra
iluminación para poder moverme con mayor
seguridad. Mis ojos se acostumbraban poco a poco a la escasa luz, con las
pupilas dilatadas, y comprobé que el
lugar era cerrado y bastante estrecho. En el fondo del mismo apareció de pronto
una cisterna casi al ras del suelo, con forma de bañera, llena de agua vaporosa
y cristalina. Debía moverme en cuclillas, y el aire caliente, saturado de
humedad, lo dominaba todo. Habituado ya a la penumbra, me agaché hacia el agua
traslúcida de la pileta, que me devolvió una imagen de dorada luminiscencia y
contornos fosforescentes. Vislumbré unos rústicos escalones que posibilitaban
sumergirse sin sobresaltos.
-¿Qué vas a hacer?- escuché como un eco
lejano. Por el tono de la voz, mi mujer más que interrogar, quería imponer,
intentando atraerme hacia afuera.
-Esto aparenta ser muy bueno. ¿Por qué no
venís y nos metemos juntos? Parece estar sensacional este baño. El agua tiene
una temperatura...- y antes de que pudiera detenerme, comencé a descender por
los escalones, mientras sus ojos brillantes marcaban un hito desde el hueco
estrecho de la puerta. El calor me invadía en las pantorrillas, en los muslos.
Desde la cintura llegaba al pecho, al cuello, y cuando sumergí la cabeza, sentí que esa calentura era parte de mí
mismo; que el agua vaporosa y transparente no me cubría, no me envolvía:
concretamente me diluía. Extravié la noción de los sentidos habituales, pero
adquirí la posibilidad de sentir-percibir-pensar-intuir-vislumbrar y otras
sensaciones más que no encuentro palabras para definir, todo ello junto, unido
a través de una singular corriente de
sutil, lúcida y –digamos- serena entelequia.
Me dejé llevar sin oponer la más mínima
resistencia.
Forzando el paso por el hueco de la puerta,
mi mujer se acercó por fin a la
pileta; su cara apareció de súbito más allá de la superficie del agua, ondulando con suavidad. Pero debía estar
contemplando algo fuera de lo común pues con un gesto crispado del rostro
denunció sucesivamente alarma, angustia, terror. Entonces comenzó a gritar
mientras revolvía el agua con las manos. Me buscaba adentro de la cisterna,
como si estuviera ahogándome. Con la
turbulencia y los remolinos perdí los asombrosos sentidos, y me inundó la
oscuridad y el silencio. La nada había
invadido todas y cada una de las partículas de mi ser. Sólo flotaba, ahora fuera de mí, con una sensación
muy vaga de fugacidad, como si la corriente vital no tuviera una disposición
irreversible de alejarse.
Poco a poco, ya de regreso de un sueño en
extremo denso- o tal vez de otra vida-
comencé a recuperar las sensaciones
habituales, pero ahora aparecían desdobladas, o sea, dentro y fuera del cuerpo, y tenían
una persistencia vital, sin solución de continuidad con la capa de agua que me
incluía, que me empujaba, que me cubría.
Cuando volví a distinguirme a mí mismo
como siempre, salté de la pileta,
arrastrando un considerable volumen de
agua que no quería desprenderse de mi piel, y salpiqué con una tibia
lluvia a mi mujer y al cuidador- enfermero que también había acudido en mi
auxilio. Gritaron al unísono, y ella me abrazó muy asustada.
-No te preocupes, que estoy bien. No tengas
miedo- dije con una voz ronca, acuosa, de honduras insospechadas. Me sorprendí
al escucharla, pues me parecía hacerlo por vez primera.
-¿Adónde te metiste, que no te podía
encontrar?- Ella me miraba extrañada. Yo
sólo atinaba a contemplar los reflejos del líquido ondulante, ahora negro,
mercúrico, que me llamaba todavía desde sus insondables profundidades. Remojé
las manos, y volví a percibir esa extraña sensación de atrayente plenitud.
Ahora me había transformado en un vacío recipiente que anhelaba
ser colmado por esa masa líquida,
negro azabache por momentos, traslúcida en otros, ¿sólo agua termal, o agua
termal radiactiva?, y cuyo contacto consumaba esa inquietud con exasperante
propiedad y precisión.
Como no podíamos permanecer allí más
tiempo, solicité un frasco y lo sumergí en la pileta. Con el precioso líquido
envasado, salimos, atravesando las
necesarias etapas de controles e ingestión de hidratantes y frutas. Nos
vestimos y decidimos caminar por los alrededores, que en esa tarde primaveral
adquirían rasgos bucólicos de agreste y particularísima belleza. No hablábamos.
Sólo nos concentramos en el paseo. Yo la tomaba del hombro con un brazo, y en
el otro conservaba el depósito, cuyo contenido, a la luz del día, no era
precisamente traslúcido. Un asombroso efecto me producía ese original líquido,
pues aunque se encontraba encerrado en el frasco de vidrio, yo sentía que sus
moléculas eran un fragmento sustancial de mí mismo- tal como si uno deambulara con parte de la propia
persona bajo el brazo-. Sacudía la
cabeza intentando alejar los agudos espasmos de extravagante sensación, y al
percibir algo por demás excepcional en todo esto, mi mujer se me apretujaba a
un costado.
-¿Estás bien? ¿Sentís algo malo? Te noto
muy raro- . Ella se detuvo, contemplando al frasco con desconcierto, con
ojeriza, decidida por momentos a romperlo en mil pedazos...
-No lo hagas, querida, porque allí, aunque
te parezca mentira, también estoy yo-. Por primera vez lograba traducir en
palabras una parte de las múltiples sensaciones-percepciones que me embargaban.
Ellas no eran desagradables; muy por el contrario, y aumentaban mi lucidez hasta la exasperación.
Con la puesta de sol el aire frío se
apoderó del paseo; comencé a temblar como una hoja, y un sentimiento de helada
desolación se apoderó de mis fibras, de mis líquidos, por así decirlo, y
comprendí que debíamos regresar imperiosamente al hotel. Allí, deposité el agua
del frasco en un termo y la calenté con el dedo eléctrico, que siempre llevo en
mis viajes para prepararme mate, una infusión imprescindible. Al adquirir mayor
temperatura, el agua se calmó,
transmitiéndome una inexplicable placidez al retornar a su natural y apacible flujo,
muy satisfactorio. Me eché sobre la cama y cerré los ojos, con las manos en la
nuca y los pies estirados, buscando una total relajación.
-¿Querés una aspirina?- ofreció mi mujer,
hurgando en un bolso enorme.
-No, ni creo que vuelva a necesitar una
nunca más- expresé desde muy adentro, desde el agua de la gruta, por así
decirlo.
-Entonces te preparo algo de comer...-
formuló con preocupada convicción. Ni el apetito, y menos aún el hambre, era entonces mi fuerte como necesidad, pero
acepté la propuesta para complacerla. Comí galletitas con queso y una barra de
chocolate, acompañados de un vaso de cognac. En la tierra del buen
vino no podía faltar un sucedáneo. Pero, curiosamente, todo lo que comía y
bebía se deslizaba al interior del termo, y luego regresaba transformado,
digerido, metabolizado. Sentí la irrupción de un brusco pico febril, y me vi impulsado a abrir la tapa del
recipiente. Yo hervía por dentro, y el agua del termo también. Separé las hojas
de la ventana y el aire frío me aplacó. Decidido a ponerle fin a la situación,
preparé el mate.
-Voy a cambiar el agua- dijo mi mujer,
tomando el termo y dirigiéndose al baño.
-¡No!- le grité, deteniéndola con excedida
energía-. No, querida, voy a tomar mate con esa agua. La voy a incorporar
definitivamente a mi persona, y lo que
pase luego, me encontrará otra vez de cuerpo entero.
-Entonces, yo también quiero- respondió
ella, decidida, amenazando con una
agitada crisis si se lo negaba.
-Sería algo parecido a comerte una pierna
o un brazo mío- respondí como en sueños.
-Vos estás más loco que una cabra; parece
que te hizo mal el baño... Mañana volvemos y te dejo en el club para que te
saques la chifladura con los palos y las pelotitas.
-No es mala idea; creo que a pleno sol no
lo haría nada mal. La sensación es de completo equilibrio, o de total
desequilibrio. Y la temperatura lo regula y decide... - establecí con convicción.
La noche había caído abruptamente en la
cordillera. El rumor del río se escuchaba constante, monótono, tranquilizador.
Pequeños y esporádicos ruidos se percibían en el interior del hotel, casi
deshabitado. Sin radio ni televisión, el cuarto
aparentaba hallarse en otra época, en otro siglo.
-Está bien, tomemos mate, juntos, aquí,
acercate- invité, decido a compartir
esa segunda experiencia, que no impresionaba
oscura ni traumática. Con un dedo probé la temperatura del agua, para no
quemar la yerba, y cebé mate amargo, alternando entre los dos.
-Está rico, aunque un poco salitroso- dijo
ella, luego de las primeras chupadas.
-¿Lo decís por mis ingredientes, o por los
del agua termal?- pregunté con tono
algo festivo.
-Dale, no seas ridículo; mirá que ya me
estoy cansando...- advirtió ella. Parecía a punto de perder su buen humor
habitual.
-Bueno, está bien- concedí-. El mate está
un poco salado, pero sigamos tomando,
que el gusto es excelente; más que termal, parece hipertermal- sugerí incisivo.
Volví a cebar, ya sin interrupciones, un mate tras otro, hasta que el
agua se agotó con el último chorrito.
Temía ese momento; miré a mi mujer, que impresionaba ya adormecida, denunciada por el acostumbrado temblor de las
pestañas, y le pregunté, aprovechando ese estado crepuscular.
-¿Estás bien?
-Ajá. Muy bien. Siento como...
-...como si estuvieras embarazada, ¿no?-
completé con un hilo de voz. Entonces dio un salto en la cama, y me miró
asombrada.
-¿Cómo lo sabés? ¿Cómo te diste cuenta?-.
Parecía tan despabilada (¿habría perdido el contacto?) que casi lamenté la frase-. Sí, es exactamente así. Me
devolvió a la época en que estuve embarazada de los chicos... pero hay algo
más...
-¿Y qué es?- Yo intuía la respuesta, pero no quería
adelantarme a su tiempo, inevitable para pensar, para sentir en esa primordial
condición.
-Es una sensación muy curiosa, como si yo
fuera un enorme rompecabezas, cuyas piezas están todas sueltas, flotando, y
súbitamente se unen para formar la imagen entera que yo ya esperaba. Y eso vuelve a suceder, una y otra
vez Tengo la certidumbre de que hay algo adentro y fuera de mí que
siempre estuvo y...
-...que nunca dejó de ser, y que nunca dejará de ser - agregué en un
murmullo. H. Hesse en “El lobo estepario”
hablaba de “abandonar este tiempo, este
mundo, esta realidad, y entrar en otra realidad más adecuada a uno, en un mundo
sin tiempo, en ese mundo que uno sabe dónde se oculta, porque es el mundo de la
propia alma; que nadie puede darle nada, a otro, que no exista ya dentro de sí
mismo, y que sólo puede ser dada la ocasión, el impulso, la clave, para ayudar a hacer visible el propio mundo.”
Hablaba también de “...la idea equivocada
de que el hombre sea una unidad permanente, ya que consta de una multitud de
almas, o yos, cuya separación de la aparente unidad, se tiene por locura. Se
puede completar con ellas distintas figuras, mediante el arte reconstructivo,
acoplando los trozos siempre en el orden que se quiera, para lograr una
ilimitada diversidad del juego de la vida, con pedazos de sí mismo, todos
parecidos entre sí desde cierta distancia, todos como pertenecientes a un mismo
mundo, como comprometidos al mismo origen, pero cada uno, sin embargo,
enteramente nuevo. Esto es el arte de vivir; se puede animar, complicar y
enriquecer al propio capricho el juego
de la vida, y los deseos, sueños y posibilidades, previamente vivos sólo en la
fantasía, cobrarán entonces realidad y tomarán vida.”
Me
levanté y vacié el mate en un plato. La yerba aún exhalaba hilitos de vapor.
Con una cucharita comencé a comerla, masticándola despacio, tragando con
lentitud. Mi mujer se agregó al festín y poco a poco dimos cuenta de los restos
del mate.
-¿No será algo indigesto?
-No me importaría demasiado- contesté
mientras saboreaba la última porción de yerba humedecida por el agua
de esa pileta, y tal vez, por alguna parte de mí mismo. Luego nos
miramos con un gesto abierto, sin sombras ni secretos disimulados, sin
escondrijos reservados ni intimidades ocultas; con una expresión de absoluta
certeza en la más amplia comunicación, algo así como yo desde tú, y viceversa, contemplándonos mutuamente desde y hacia el fondo de
nosotros mismos.
-¿Entendés
ahora lo que pasó?- murmuré.
-Me parece que sí- afirmó paladeando su
último bocado-. Aunque no estoy muy segura...
-Me disolví en el agua, y cuando metiste
tus manos revolviendo para buscarme, la situación llegó a su punto culminante.
Luego las moléculas volvieron a reagruparse...¿Cómo? Es un misterio que tal vez
nunca me sea develado... O quizá sí,
acaso logre comprenderlo...
-...cuando
lo hagamos juntos. Podría ser mañana mismo. ¡Sería una experiencia
fascinante!- Ella me miraba desde arriba,
sentada en el borde de la cama. Sus ojos sostenían con determinación la mirada.
-No me digas que no te lo ofrecí; vos no
quisiste meterte allí-susurré.
-Ahora podríamos probar otra cosa juntos-
propuso sonriendo.
Se inclinó hacia mí, y a medida que se
acercaba, yo la recibía con pasiva
actitud, como si fuera un sucedáneo de
esa arcana pileta. Cuando llegó, percibí sus formas, su calor, sus fibras, sus
pulsos, su sangre circulando con suave flujo; sus movimientos ondulantes,
ingrávidos, incorporándose paulatinamente a mi propia forma; figuraba un modelo amorfo multicolor que
permitía vislumbrar inéditos contornos y tonalidades nuevas a medida que iban
perdiendo nitidez, consistencia -conciencia, tal vez- los anteriores
componentes.
Extraña
manera de comportarse la de nuestros cuerpos, ¿atribuible sólo a esa crucial
experiencia en aquella increíble gruta?, que no terminaban de sorprendernos.
¡Qué fantástica gruta, con su asombrosa pileta y su prodigioso contenido, tal vez accesible sólo
una vez en la vida! Quizá mañana cuando busquemos la dilución compartida, no
podamos realizarla. Pero...¿será necesaria una nueva tentativa?
Ella nadaba; se sumergía una y otra
vez, forzando la fusión hacia una
frontera inexplorada, harto exasperante, poseída por una furia incontenible,
investida de un deseo apasionado, vehemente,
mientras bebía a grandes tragos y devolvía agua una y otra vez, hasta respirarla, hasta
incorporarla- con particular deleite- desde todos sus poros y a través de
su superficie, a su sólido contenido que ya había comenzado a diluirse, poco a poco, pero con
definitiva disposición. Éramos uno solo, nosotros dos, con el agua termal de la gruta.
A la mañana siguiente, desayunamos con un
hambre voraz. No necesitábamos hablar para conocer nuestras necesidades,
nuestros deseos, para comunicarnos más
allá de las palabras, de los signos, de los gestos. Seguíamos siendo una y dos
personas al mismo tiempo. Bajamos a los baños, y buscamos con una linterna,
desde la gruta habitual la otra gruta.
Repasé una y otra vez la pared en cuestión. Pero el sonido que devolvía denotaba una sólida estructura. No
había señales de una puerta, ni nada que
se le pareciera. Interrogamos al cuidador-enfermero, quien ignoraba que hubiera
otra cámara adyacente a la gruta. Tampoco
recordaba su participación en el episodio de la víspera.
Luego del baño de vapor, suprimimos el
barro y los masajes, tomamos una ducha escocesa, muy vivificante, y salimos.
Pagué la cuenta en la conserjería, e iniciamos cerca del mediodía el regreso a
la ciudad.
-Podríamos comer chivito asado- solicitó mi mujer,
verbalmente. Movía los labios y gesticulaba como siempre.
-Buena idea- le contesté por la misma vía-.
Y luego pasamos por el Andino para hacer un poco de práctica, ¿te parece?- No se sentía nada mal volver a estar adentro
de sí mismo, ser uno en la propia piel. Cuando se lo comenté, estuvo de acuerdo
conmigo. Curiosamente, la vivencia fue tan intensa y particular, que impidió
vislumbrar la periferia, esas pequeñas zonas oscuras que todos tenemos
–secretos, que le dicen- y que, en definitiva, no dejan de ser también uno
mismo. Nos miramos por un instante como diciéndonos: “Por allí no anduviste,
¿verdad?”
Luego, el camino montañoso nos atrapó con
sus curvas y su vértigo, exigiendo toda mi atención. Ella, somnolienta y algo pálida, se recostó en el
asiento, dispuesta a dormitar durante una parte sustancial del trayecto.
Mientras tanto, el sabroso almuerzo, irrigado con un perfumado, suave e intenso malbec nos esperaba en un restaurante
del Acceso Sur, próximo a la ciudad.
Después de comer, muy bien por cierto, nos
dirigimos al club de golf. Un par de horas de luz y calor daban suficiente margen
para realizar una larga, intensa y provechosa práctica. Mi mujer decidió
esperar en el auto, ya que el viaje, el chivito asado y el malbec la inclinaban hacia un prolongado descanso. Yo me sentía
insólitamente bien, y no dudé en proceder a tirar pelotas, comenzando con
el pitching-wedge a 100 o 110 metros,
en el centro del fairway. Los golpes surgían curiosamente regulares, y las
pelotitas hacían el mismo trayecto de vuelo, para caer una junto a la
otra, como si repitiera los tiros con
matemática exactitud. Cambié por el fierro nueve, y las pelotitas bajaban más
allá, apretándose entre sí. Con el
fierro ocho sucedió igual. Dejaba mojones de diez o doce pelotitas en un radio
de alrededor de un metro, colocadas como con la mano. Y la sensación al realizar
el swing
era absolutamente especial. Desde el apronte, el grip, la alineación,
pasando por la subida y la compleja y sutil transición, con un timing
que jamás creí llegar a sentir. Y la bajada, bueno, la bajada compacta, dándome
cuenta de lo que iba haciendo en cada instante, sólidamente afirmado en el
suelo, desde adentro, naturalmente, sin apurar el lado derecho, y la columna en
el mismo ángulo de la subida. Haciéndolo y percibiéndolo al mismo tiempo. La cabeza atrás y abajo, viendo desaparecer
la pelotita aplastada por la cara del fierro... Veía surgir los divots
perfectamente alineados, con el pasto rebanado en la justa proporción... El master-caddie,
que se encontraba trajinando por allí, se detuvo y se acercó lentamente a mirar. Otros caddies
lo imitaron. Con el fierro siete hice
otro montoncito más allá, y comenzaron a surgir silbidos y exclamaciones del
público acompañando los golpes. Recordé aquella frase de Hesse "... y los deseos, sueños y posibilidades,
previamente vivos sólo en la fantasía, cobrarán entonces realidad y tomarán
vida".
El sol se ocultó súbitamente detrás de las
montañas, y el frío del crepúsculo interrumpió la práctica de casi dos horas.
Estaba en el putting-green, donde se repitió el curioso efecto de exacta
precisión. Al aprontarme y apuntar, percibía como real y concreto el hilo que
llevaría la pelotita al fondo del hoyo. Al cabo de veinte minutos de embocar
los putts,
uno tras otro, un estremecimiento me recordó que debía regresar, que mi mujer
me esperaba en el auto. La encontré todavía dormida en un asiento reclinado.
- ¿Vamos?- le sugerí, luego de despertarla
al cargar con estrépito los palos en el baúl.
- Soñé que jugabas al golf como nunca...
¿Cómo te fue en la práctica?
- ¡Sucedió eso que pensaba que podía
llegar a ocurrir! Estoy como entre nubes, con una sensación indescriptible-.
Pero al intentar darle arranque al auto, volví a la dura realidad cuando
comprobé que la luz de la batería me estaba indicando que algo fuera de lo
normal ocurría. Al abrir el capot, comprobé que se había cortado una correa
dentada.
Debimos trasladar el auto a un taller,
donde al día siguiente cambié el compresor engranado del aire acondicionado. El
trámite nos llevó toda la mañana, y
luego debimos emprender el viaje de
regreso a nuestra llana provincia.
No pude darle otra vuelta a los
nueve hoyos del Andino, como me había propuesto al finalizar la práctica, para
desquitarme del fracaso del partido
individual.
El sábado siguiente, dos días después de
la llegada, reaparecí en el club para jugar dieciocho hoyos con mis compañeros
de siempre. Tenía una sensación indefinidamente confusa. No había tocado un
palo desde aquella práctica tan especial en el Andino, y estaba expectante, sin
hacer elucubración alguna sobre el
futuro de mi juego. Con mi mujer ya habíamos llegado a la acostumbrada
diferenciación. Sólo me faltaba comprobar si había conseguido asentar esa especial habilidad
golfística, que añoraba y temía al mismo tiempo.
Bajé los palos del auto, y caminé hasta la cancha de practicas. Con un
balde de pelotitas me ubiqué en una gatera. Me calcé el guante, buscando concentrarme en las sensaciones
anteriores, hice un par de swings de práctica con el pitching-wedge,
y me apronté frente a la primer pelotita.
Apunté más allá del cartel de los 100, hice el swing ansioso, presionado
por repetir la experiencia mendocina, y los golpes comenzaron a sucederse, uno
tras otro, con regularidad. Con mi habitual y aleatoria regularidad.
ACC, primavera del 2000
ACC, primavera del 2000
No hay comentarios:
Publicar un comentario