Durante mucho tiempo intenté avanzar en el gnothi seauton (conocimiento de sí mismo), buscando la verdad de mí mismo (si es que existe) a través del conocimiento. Es así que me convertí en médico más para conocerme a mí mismo que para conocer a los demás, quienes en definitiva serían los sujetos de mis conocimientos. Intenté también avanzar en ese sentido a través de la psicología, que no profundicé demasiado. La filosofía siempre me fue ajena, quizá por saber sin saber que al final caería en brazos de ella. La historia también me absorbió durante un tiempo. El método científico me llegó a impresionar como muy árido y por momentos limitante. La intuición y la imaginación se erigieron entonces como precursoras de la llave maestra para ingresar a... Su poder disgregante y fuera del orden natural me encandiló desde temprana edad, proponiéndome caminos del pensamiento no tranquilizadores, muchas veces lindando con la estupidez o la locura. ¿Para qué te sirve todo esto?, me preguntaba. Utilidad práctica para desenvolverse en el mundo y sus difíciles relaciones, cero. Para alejarse de ese mundo que tironea empecinadamente de uno, sí. Alejarse y mantenerse al margen del mundo era entonces una condición esencial para avanzar en el gnothi seautou, y después arriesgarse e introducirse en la epiméleia heautou.
Soy lo que soy y soy lo que no soy. ¿Lo sé? Asumamos que sí,
que lo sé.En
la medida que me conozco y reconozco a cada instante de mi existencia, aparece
algo más que surge de mí o ingresa en mí. ¿Qué es? No lo sé, pero ya no me
importa eso. Sé que hay algo más, detrás, delante, a los costados de mi
ser, que se manifiesta a través mío, que no soy yo, pues lo percibo diferente
pero que al manifestarse me hace participar de su movimiento, me toma hasta
hacerme sentir parte indiferenciada de “su especialísimo algo”. Antes sabía lo
que era y lo que no era. El mundo era ajeno a mí, y la frontera de la piel y de
los sentidos, incluyendo la palabra, marcaban nítidamente esa distancia. Ahora
ya no sé lo que soy, ni tampoco sé lo
que no soy,
indiferenciado con ese algo que se manifiesta a través mío, que no
sé de dónde surge ni descarto que sea una parte de mi desarrollada
particularmente, pero que me complace y me completa. Indiferenciado y
diferenciado del resto del mundo.
La interrelación e
interconexión con el mundo se da ahora con naturalidad, con armonía, con
equilibrio. Participo al resto del mundo de ésta mi novedad. Mi epiméleia
heautou avanza sobre todos los campos. Aprendo y me sorprendo permanentemente.
Y las palabras hilvanan pensamientos que se corresponden con lo que veo, percibo,
analizo y siento. Expresar los sentimientos es una tarea ingrata las más de las
veces, porque parecería que se siente en un idioma y se expresa en otro. La
vulnerabilidad que deja en el emisor la manifestación exacta y precisa de un
sentimiento nos hace temer esta praxis, imprescindible para que la comunicación
adquiera su verdadera dimensión.
Si al abrir las puertas de las emociones a la comunicación
se transita sobre la cornisa de cara al abismo, y se descubre que una vez dado
el primer paso ya no hay vuelta atrás, vivir con autenticidad se convierte en
un oficio peligroso y de alta exposición, sin inmunidad alguna. Las palabras se
transforman en hechos que hablan inequívocamente de uno mismo y expresan sin
subterfugios ni engaños a uno mismo en su mayor y más sensible realidad. De alguna manera, "la parrhesía, como franqueza valerosa del decir verdad" (M. Foucault, El coraje de la verdad).
Me conozco, sé quién soy, me acepto, me quiero y no quiero
ser otro que quién soy. Y me expreso, porque no puedo dejar de expresarme. Yo
mismo, en esa larga y trabajosa guía que he seguido hasta llegar aquí, me
obligo a expresarme, me obligo al movimiento, me obligo a ingresar al mundo que
antes negaba porque no podía aceptarlo ni reconocerlo sin antes haber llegado
al núcleo de mí mismo.
Ingreso al otro, a los otros, como antes lo he hecho conmigo
mismo. No me impulsa la voluntad, no me impulsa la engañosa sensación de
utilizar al otro como espejo, no me impulsa el deseo de posesión, no me impulsa
la ambición por el poder. Al ingresar en el otro, en los otros, me impulsa el más
vivo y ferviente deseo de participar de la fiesta de la vida, de esa vida que
me inunda a torrentes desde el otro, que me atraviesa y vivifica.
Vida, amor, verdad, tres palabras que expresan distintas
variantes de un mismo fenómeno. Y que no son excluyentes. Para percibirlas en
toda su dimensión es bueno transitar por la epiméleia heautou. El mundo puede
ser su campo de acción en tanto y en cuanto la vida sea vivida como una
interpretación musical que desemboca en la verdad, no buscada y que llega sola,
como una necesaria coda, a través del
amor.
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