Si
el alma existe y debe pasar por su atadura carnal en esta penosa vida precaria
y terrenal, es muy poca cosa. Casi nada. Lamentable visión del hombre. Así, no parece que tuviera ni que mereciera
trascendencia. Si, en cambio, el alma es una construcción del cuerpo, una
elaboración desarrollada paso a paso con el intelecto, con las emociones y
vivencias profundas de cada día de nuestra vida, es el núcleo, el centro de
nuestro universo personal, en el cual nos recogemos para regocijarnos de la
existencia, única, singular, que nos demuestra que somos parte del Cosmos, que
compartimos con lo general nuestro particular modo y sentido del ser, bueno,
pues entonces sí vale la pena, se la llame como sea.
Si
nos atamos a la voluntad y deseos de un Ser Supremo, perdemos la lozanía y
originalidad de nuestra visión particular y única, hacia fuera, hacia el mundo
y sus avatares, y hacia adentro, hacia
el microcosmos personal donde nos encontramos con el ser que nos identifica
como originales.
Si
nos desentendemos de voluntades rectoras foráneas, podemos entendernos desde
nuestro entendimiento, y sentirnos desde nuestras propias sensaciones, Pensarnos
desde nuestro pensamiento. Amarnos desde nuestro fuego amoroso. Tocamos con
nuestras manos, vernos con nuestros ojos,
oírnos con nuestros oídos, y hablarnos con nuestra propia voz. Y ese
conjunto, resumen del yo construido desde nuestras células primordiales, gira
alrededor de un, digamos, núcleo ígneo
que atrae las sensaciones y pensamientos como un vórtice heliocéntrico que
digiere y metaboliza y luego devuelve sus productos esenciales mutados,
enriquecidos, para ser percibidos por cada rincón del yo profundo.
Si
yo soy yo, en cualquier situación y circunstancia, y nada ni nadie es capaz de
extraer de mí una pizca de mi esencia, mi existencia es absolutamente personal,
indivisible e intransferible. Ninguna voluntad es capaz de quebrarla,
dividirla, dominarla. Entregarla a la voluntad de los dioses, de los hombres, o
de un Dios Omnipotente, sería un pecado, una herejía personal hecha en base a la
negación y a expensas de mi propia originalidad.
Somos
lo que somos, porque precisamente somos lo que somos. En la decisión de ser,
nuestro motor personal se enciende irrumpe y avanza hacia su destino de
crecimiento y desarrollo. Ininterrumpido proceso, que sólo la muerte pone fin, porque
la finitud es parte de ese núcleo esencial, donde somos al mismo tiempo
combustible y la propia combustión. Experiencia finita, tal es nuestro
significado último. Y no está en nuestro ánimo ni es de nuestra competencia
dilucidar su sentido o su sinsentido, pues nuestro tiempo es el presente, o lo
que llamamos realidad. Y así como somos lo que somos, porque precisamente somos
así, también no somos lo que no somos. De esta manera, lo otro y la muerte
adquieren un mismo significado: Lo que no somos. Pero precisamente no somos
para poder ser, integralmente, lo que somos. En absoluta libertad.
Sólo
ingresando al núcleo del yo profundo puedo percibirme a mí mismo, y entenderme
como sustancia personal, única y
original.
¿Es
esto el alma? ¿Es esto espíritu religioso? ¿Es esto percepción y creencia en un
Ser Supremo? No lo creo. Es más, esta percepción particular de mi persona es
posible porque está exenta de condicionamientos, creencias y ambiciones de
trascendencia. Y aparece, libre y potente, porque ha madurado en la experiencia
de su propio crecimiento y desarrollo. Y porque se respeta profundamente, tanto
como se ama. Y desde allí, comparte. Se ofrece a sí misma como mejor ofrenda, y
comparte. No se pierde y comparte. No se aleja de sí y recibe. En el presente
sin tiempo, porque cuando el presente es el único tiempo vivible, el tiempo
deja de ser tiempo. Y en ese tiempo, que no es, el ser ígneo, el núcleo
esencial, el yo profundo, simplemente es.
No hay comentarios:
Publicar un comentario