lunes, 24 de septiembre de 2012

Cuentos del campo argentino


                     1926- PRIMERA EDICION

                                                                    (Con su licencia, Don Ricardo)

      En Mamaguita, una estancia de la familia de mi padre ubicada en el partido de Veinticinco de Mayo apareció en los años sesenta, en el fondo de uno de los baúles- fruto del embalaje de los innumerables papeles de mi abuelo- un ejemplar de la primera edición, sin tapas, del Don Segundo Sombra, impreso en julio de l926 por Editorial Proa, en San Antonio de Areco. No lo leí cuando lo encontré. Hojearlo y disfrutar con el tacto de sus páginas y el relieve particular de sus letras parecía entonces más que suficiente. No fuera a disolverse entre los dedos como el agua recogida de la bomba. A los diecisiete años ya lo había frecuentado- como diría Borges- casi hasta la saciedad. Desde los catorce, cuando cursaba el segundo año del nacional, el Don Segundo Sombra, junto al  Martín Fierro, eran mis libros de cabecera. El personaje de los primeros capítulos de la novela representaba, con creces y hasta agotarlo, a aquél que yo había sido en la Laguna del Cura, campo de la familia materna de los pagos del Nueve de Julio. Allí, a los trece años, había sido aprendiz de resero, y no a media paga: Sesenta pesos por día;  y en buena ley me había hecho acreedor de ese salario, como uno más de la partida.
     En esos años, el ganado debía arrearse desde los establecimientos hasta la estación de ferrocarril, o viceversa, para cargar hacia el mercado o para descargar los animales provenientes de otros campos. Aún no había llegado el apogeo de los camiones de hacienda, que terminaría para siempre con ese oficio, el “más macho de los oficios” según el pupilo de Don Segundo. Por lo menos en la Provincia de Buenos Aires, donde se desarrolla la historia de Fabio Cáceres. Caminos eternos, polvorientos, horas y horas de sed y calor bochornoso de los meses de enero y febrero. O lluvias torrenciales, barriales siempre peligrosos cuando se va montado, calado hasta la médula de los huesos, y el cansancio que va haciéndose carne en uno, endureciendo las articulaciones y aflojando los músculos, ganándole por la mano al hambre feroz cuando el sueño se abre paso sobre toda otra necesidad del cuerpo, porque se llega a sentir el agotamiento más completo conocido. Caminar, caminar, caminar, como termina Fabio la primera parte, tras animales a veces muy chúcaros, venidos de los montes de San Luis, de bufido pronto, mirada torva y peligrosas aspas. Y dormir al sereno, o bajo la lluvia cubierto por un poncho encerado, o en algún vagón de hacienda detenido... En ese entonces, los primeros cigarrillos eran fumados con el placer exaltado que daba esa libertad vivida a caballo, a la par de los hombres del campo. Faltaba sólo Don Segundo, que se podía adivinar repartido entre los peones y capataces, menos sabios, más soeces y vulgares, aunque con la chispa y picardía criolla de sus dichos y gestos, y la baquía propia y natural de sus hábitos ecuestres. Ganarse un lugar entre ellos no era tarea fácil. Sólo se lograba con paciencia, recato, aguante, observando con atención, retrucando a veces con alguna picardía oportuna, y demostrando en cada situación que se va aprendiendo, sin hacerse repetir inútilmente las cosas.
   Finalizado el verano, la angustia de volver a la ciudad, al colegio, al saco y corbata. Cambiar las alpargatas por los zapatos abotinados. El sombrero por el peinado a la gomina. Y allí descubrir, en una clase de literatura, que alguien había escrito maravillosamente sobre lo que ya se había vivido y perdido por ese año (y el año impresionaba eterno hacia adelante). Surgía entonces una lacerante envidia hacia Fabio, que había logrado unirse a Don Segundo "como un abrojo prendido al chiripá", pudiendo de esa manera transformarse cinco años después en  el joven baquiano de la segunda parte. En esa aula fría, inhóspita de invierno escolar, había que escuchar  con  paciencia  las interpretaciones antojadizas y los lugares comunes del profesor de literatura que parecía no haber cruzado  el límite de la General Paz. Representaba yo, pues,  la última frase de la novela, ya que sentado en el pupitre era como un animal herido, exangüe, añorando volver a la querencia. Sólo el bulto del paquete de cigarrillos,  objeto acompañante disimulado en un bolsillo del saco, me recordaba ''de a puchitos'' que la vida podía volver a empezar, que podía volver a ser vivida como se merecía.
     Por eso fue que al encontrar la edición de julio de l926, firmada por mi abuelo, sentí que naturalmente me pertenecía. La forré con papel madera y la guardé como un tesoro personal.
     A los veintiún  años, soldado de la Nación y viviendo un forzoso intervalo en mis estudios de medicina, recibí de regalo de mi ''padrino'' (el mismo que me había obsequiado unos hermosos aperos trenzados, una faja criolla que aún conservo junto con un cuchillito de plata con mis iniciales, y los caballos que cabalgaba en los veranos, compañeros de mis episodios de resero), las Obras Completas de Ricardo Güiraldes. Entonces me introduje en el resto de sus trabajos: Raucho, El Cencerro de Cristal, Cuentos de Muerte y Sangre, etcétera, y por supuesto, volví una vez más al Don Segundo Sombra. En la sección Bibliografía encontré, en la página 832, la descripción de la primera edición: "Editorial PROA. Establecimientos Gráficos Colón de Francisco A. Colombo, San Antonio de Areco, l de julio de l926... y sobre 8º chico, 2000 ejemplares, sobre papel hilo Berger (393 pág. Med. 14 x 19 cm)." ¡Ése era mi ejemplar! Allí estaba mi reliquia, a la que de vez en cuando hojeaba con afecto rayano en la idolatría, con esa nostalgia por los años que ya no vuelven, percibiendo más intensamente con el tacto y con el olfato que con la vista lo que parecía un insólito privilegio: Poseer el Don Segundo Sombra en su primera edición, que había guardado, como dice Don Ricardo en la última frase de la dedicatoria: "... sacramente, como la custodia lleva la hostia".
   Hace poco tiempo, volví a la dedicatoria, y al leer: "A los que no conozco y están en el alma de este libro", me sentí definitivamente parte de él.
   Entonces sí, con delicado manipuleo, como quien desarma un castillo de naipes o quien desviste un neonato, comencé con la demorada lectura. Comprobé que aparecía un lenguaje diferente al de las versiones habituales: "bagresitos",  "dirijí", "reboleó", "liza", "sabería", "zocarrones", "ginete", "cabresto",  "gineteada", "pesuñas", "punzasos", "zaña", "desgarretado", "olorsito", "refusilos", "trájico", "ageno", "visicitudes", "tuce", "sezgo", "sagás",   utilizado originalmente por el narrador. Y fe de erratas como "verticales"  por "perpendiculares", "mando" por "manco", "cabrunito" por "cebrunito", "esa maula" por "ese maula",  "imágines" por "imágenes", "accebible" por "accesible", "disjusta" por "dijusta",   "extrañao" por "estrañao", "vegísimo" por "vigésimo", "Patrón  y  Señor"  por  "patrón  y  señor", "gaucho" por "guacho", "chasque" por "chasqui", "no me han de llevar" por " no me lo han de llevar", y otras erratas menores. Hay también  un parlamento omitido: "-Veinte a quince al bataraz!- gritaba uno."
     Todas ellas  fueron corregidas, quizá en demasía, en  ediciones posteriores.
      Descontinuando la lectura, llegué a la frase final: "Me fuí, como quien se desangra. La Porteña, marzo de l926", cuya página, de acuerdo a la Bibliografía, debía ser la 393. Por ser la última del capítulo, no estaba numerada, pero la anterior no era la 392, sino la 400. El último capítulo, la tercera parte de la novela, debía ser el número XXVII. Volví las últimas páginas, y el último capítulo era el número XXVIII.

      Con la mente casi en blanco, con una profunda sensación de frustración, comienzo a entender que mi ejemplar no es lo que aparenta ser, que constituye algo así como una versión apócrifa de la gran novela, y la noción de tener algo especial, original y valioso, se desmorona estrepitosamente en mi interior. ¡Vaya a saber uno mediante qué extraño artilugio, o debido a qué increíble casualidad, mi abuelo logró hacerse de él!  Ciertamente, una completa fe de erratas debió retirarlo en su momento de la circulación.
      La curiosidad se impone; termina desplazando a la decepción, y comienzo a sospechar que quizá este volumen cuenta con otro contenido que el de ediciones posteriores. Tal vez toda la edición es diferente. Pero entonces, ¿por qué en la Bibliografía se mencionan sólo 393 páginas?   En los  trabajos sobre  la novela se habla del tercer bloque, cuyo desenlace empieza y termina en el capítulo XXVII. Un capítulo más no existe, a menos que el autor haya entregado más de un original a la editorial, y luego lo haya descartado u olvidado. A lo mejor en la Biblioteca Nacional se pueda consultar otra primera edición; cotejándolas podría aclarar esta diferencia.
      Entre tanto, adelantaré con la lectura comparada entre la versión original y la de las Obras Completas.
      Hasta el capítulo XVII, los textos son iguales, salvo algunas palabras y fe de erratas mencionadas más arriba. En el capítulo XVIII, que comienza: "... después se deja estar tranquilo", en las Obras Completas, el tercer párrafo refiere: "Estábamos en la estancia de Galván, bajo los paraísos del patio...", y continúa un texto cuyas frases vuelven a aparecer casi literalmente en el penúltimo capítulo, como si en su delirio luego del golpe que le quebrara la  eslilla, Fabio Cáceres tuviera una premonición de su futuro. En mi primera edición, el capítulo XVIII comienza igual, pero no cuenta con esos dichos premonitorios, ni el penúltimo capítulo hace referencia a ellos. Se nota que el autor, o vaya a saberse quién, en este caso no los consideró necesarios, oportunos, convenientes, o aquí debe aplicarse otra enorme fe de erratas.
      Llego al capítulo XXV y encuentro, por fin, la madre del borrego. En la versión de las Obras Completas comienza así: "Nos levantamos medio tarde, a la salida del sol"... En mi primera edición se inicia de otra manera: "Hartas de silencio, morían las brasas aterciopelándose de ceniza. El candil tiraba su llama loca ennegreciendo el muro. Y la última llama del fogón lengüeteaba en torno a la pava sumida en morrongueo soñoliento"...
      El lector avezado ya adivinó que se trata del comienzo del cuento "Al Rescoldo", del libro "Cuentos de Muerte y Sangre". A este mismo relato hace referencia el autor en el capítulo XII, cuando le solicitan su narración a Don Segundo, quien finalmente se decide por el del paisanito Dolores y el hijo del Diablo. Este capítulo XXV avanza con la relación del zorro con el inglés y la viuda estanciera, más breve, interponiendo algunas variantes menores, no de contenido pero sí adaptando  aquella  al  lenguaje  de  la  novela,  algo   diferente al  del cuento original. 

      Los últimos capítulos avanzan sin novedad hacia el final de despedida necesaria, esperable casi desde el comienzo del libro, con su última frase célebremente tierna, dolorosa, y que pone punto final a la ruda adolescencia de Fabio.
     El autor, en las Notas y Apuntes, nos hace un comentario de la novela: 42.- "A propósito de Don Segundo Sombra": "De toda obra concluida, queda siempre un saldo, más o menos importante, del cual nos desembarazamos en beneficio de la canasta incapaz, por cierto, de aprovechar retazos..."
     "De Don Segundo  sobran ponchadas de posibilidades. No son trastos  de  deshecho.  Ha  sido  tan  corto  el  libro,  para limitar en .letras su savia, que lo por decir trasciende lo dicho de manera tal, que es más bien el libro quien resulta un pucho, un pucho chato "como pucho’ e baile" pisado ya por el público después de haber sido agotado por el autor."
    "Más de uno me ha indicado la posibilidad de la vuelta de Don Segundo. Podría ser, pero a mí me parece que el gran paisano andariego es de los que, cuando se van, no vuelven."
    "Eso sí, Don Segundo ha dejado en la memoria de Fabio Cáceres un sinnúmero de impresiones duraderas. Fabio Cáceres, que como se ve en el último capítulo de su relato ha iniciado un encontrón con las letras, puede ir diciendo pedacitos de lo que aprendió."
     Coincido con que el gran paisano andariego es de los que, cuando se van, no vuelven. Pero que el libro resulte un pucho chato, pisado ya por el público después de haber sido agotado por el autor... impresiona como una digresión producto de una excesiva modestia con algo de inseguridad, motivada quizá por alguna crítica impiadosa de la época.
     Y  volviendo  a  mi  primera  edición,  más  que  "un  pucho chato" pisado  por   el   público,   parece   más   bien   un   cigarrillo  de   esos   que quedan en el fondo del atado, y que se  descubren luego  que ha  sido arrojado al cesto de papeles. Como si fuera de noche y estuviéramos en lo profundo del campo, sin posibilidad de proveernos de tabaco; se lo estira con esmero, verificando su continuidad,  y  con  suaves  y  repetidos golpes sobre una mesa se le otorga la tiesura necesaria,  para  luego encenderlo y disfrutarlo con fruición, con el placer inefable de lo perdido y recuperado. Sí, porque este ejemplar no termina tampoco en el capítulo XXVIII. A vuelta de página,  cubierto  y  escondido  por  el papel madera que a manera de tapas enfundara años atrás las primeras y últimas páginas, pegadas éstas aún a la usanza antigua, aparece un epílogo.
    Mientras el filo del cuchillo va liberando con suavidad quirúrgica las hojas adheridas originalmente, salen a la luz, luego de tres cuartos de siglo de oscuridad y silencio, las palabras que ni me atrevo a leer. Es tal la ansiedad que me provoca esta novedad, la última quiero creer, que no me resuelvo a recorrerlo solo. Estimado lector: Permítame invitarlo, y yo lo transcribiré como si estuviéramos leyendo juntos, una primicia para ambos
 

            
                                EPILOGO


   "Al cabo de unos pocos días vividos como una sombra, atufado por cualquier sonsera, abandoné sin más dilación la casa principal, encontrando un lugar aparente en el rancho de Don Segundo. Era poderosa   allí   la  sensación   de  su   presencia,  que me atraía con la fuerza de un remanso, y  colegí   que    sólo  obedeciendo a esa sugestión vería, tal vez, el otro lado de la taba. Además, la cercanía del campo de  Galván me facilitaba el encuentro casi diario con Raucho. Con una alegría ávida de traducirse en movimiento, era él quien me oficiaba de ladero en mil tareas, siempre esparcido, siempre bien dispuesto. No dejaba de hallar ocasión para la palabra necesaria, y con el silbido expresaba, nítida, su vitalidad sobrante. Sin embargo, pasé varios meses taciturno, forzando la voluntad para la ejecución cotidiana de los actos más simples, aunque no le mezquinaba el cuerpo al trabajo, ya que trabajaba duro y de sol a sol (a veces antes que amaneciera ya me había ganado a los corrales para ordeñar, o estaba recogiendo animales que, luego del aparte, traduciría en una tropita, o estaba injiriendo alguna soga a la luz de la lámpara). Así ocupaba el tiempo, y además  atendía personalmente a mis potros, oficiaba a la fuerza de alambrador, obligado por el daño de alguna hacienda chúcara, y terraplenaba bebederos, siempre sumiéndose en peligrosos barriales. Buscábame Raucho para corrernos en yunta hasta  Buenos Aires, pero no me decidía  acompañarlo. Había perdido  la voluntad de viajar y conocer, quizá por temor de alejarme de los campos que todavía me aseguraban con patente certeza la figura admirada de Don Segundo. Yo había sido como un instrumento en sus manos, y algún día empezaría a tener sonido propio. Tal vez. Aún zumbaban en mis oídos algunas de sus palabras:  ¡Dejá, no más, que al correr del tiempo todo eso será tuyo! Y no se refería a la tierra, ni a la hacienda, ni a las casas....  ¡Si sos gaucho de veras no has de mudar!... Y a mi entender estaba visto que, por momentos, así iba siendo. Instruido por mis cabales, también  advertía la distancia entre un cajetilla agauchado y un gaucho acajetillado:  Más que en el origen,  asentábase en un inveterado antojo  de desarraigo; en el ansia de trasponer el límite del alambrado y enderezar sin retorno al callejón, poseído por esa indefinida voluntad de andar. Ciertamente, realicé que yo pertenecía con holgura al otro lado de la tranquera;  en cambio Raucho,  malgrado ser muy viajado y conocer mundo, era no más de aquí, marcado a fuego por la querencia."
    "Había días en que  parecía ir moviéndome en el aire grande que  caía de todos lados en el cuerpo, como cariño, galopando campo abierto, mientras un vientecito suave se colaba entre la ropa y unos teros, allá arriba, me gritaban su alegría. Otras veces iba como dormido, y  la soledad me corría fría por el espinazo. Sin voluntad para el movimiento, quedábame sentado en el patio como pan que no se vende, mientras el agua de la pava se iba enfriando de puro aburrida, y la mirada se deslizaba sin detención sobre el campo que nada quería saber fuera de su reposo, durante esas tardes en cuyo silencio el crepúsculo comenzaba a suspender sus primeras sombras. Sentía que estaba mudando el destino de la nube por el del árbol, esclavo de la raíz prendida sin remedio a unos palmos de tierra. Pensamientos lúgubres atenazábanme el garguero, con la memoria extraviada en un pozo de tristeza, hasta que el canto familiar  del cencerro de Garúa me alejaba de mis cavilaciones, llamando desde donde había quedado  recostada la tropilla, y mi atención tornábase sutil al escuchar el conocido tintineo. Entonces volvía en mí, para sentir que el orden de las cosas dábase como debía ser, y lo que viniera, llegaría por sí solo, en el natural devenir."
    "Estaba una tarde de esas achicando una cincha y, sin luz suficiente, luchaba con mi alesna y el cuero algo reseco. Con pasión  humedecía el tiento, que patinaba filoso entre mis labios. Corríalo después contra el lomo del cuchillo, buscando la escurrida firmeza  que impidiera  zafar  los puntos. El sol ya se escondía detrás de los apretados paraísos, y la tropilla aguardaba sin impacientarse, comiendo en un potrerito nuevo, en derredor de la madrina maneada. Todavía no había dejado nochero, así que abandoné la costura para mejor oportunidad y me levanté con pereza del banco. Tantié la tabaquera en el bolsillo de la blusa, decidido a armar un buen cigarrillo; cargado en demasía, no terminaba de cabecearlo. Lo prendí y con el fósforo por delante busqué la lámpara. Solté dos bocanadas de humo como para ahuyentar  todos los mosquitos del patio, tosí, y a través del azul brumoso pude entrever que la tropilla se arremolinaba. Como respondiéndome a un chiflido, los caballos habían dejado de comer, y alzaban la cabeza con la gramilla en la boca; las orejas, rígidas, apuntaban en decidida señal hacia lo de Galván. El cencerro de Garúa desparramó un tropel de notas con generoso desborde, mientras la yegua buscaba inquieta la posición de sus compañeros. Después relinchó con una alegría que me estremeció desde los sobacos, dejándome en los brazos un reguero de piel de gallina. Pegué otra pitada fuerte y me ejecuté para afuera. Alguien venía llegando desde lo de Galván... ¿Don Segundo? Forcé la vista cuando mis ojos dudaron con la semblanza del ginete. No era él. Un paisano joven se arrimaba al tranco manso, con la tropilla por delante. Enderecé a la tranquera, queriendo conocer al visitante. Garúa volvió a relinchar, alzando las manos hacia la tropilla que se avecindaba, y dos caballos se desprendieron de ella para ir a refregar, gozosos, cogotes y cabezas con mi madrina. Eran, no más, el lobuno Orejuela y el bayo Comadreja. Sentí un contento indescriptible al reconocerlos. Los recuerdos se me atropellaron como tropa en un bebedero, y pité hondo otra vez, acercándome al paisano rubio, de porte desgarbado... que no era otro que Patrocinio Salvatierra."
    "- Hermano...¡Bienvenido a las casas! Pero...¿qué andah'  haciendo por estos pagos? ¿Qué te trai por aquí? ¿Pasiando? Güeno... menos preguntas y apiate no más-. Una alegría charlatana me había soltado de golpe la lengua, acollarada desde la partida de mi padrino."
     "-Güenas, don Fabio- me respondió tímidamente, sacándose el chambergo con un manotón apresurado."
     "- Pero...¡Ah, no! ¡Otra veh' ansí no!- le grité fiero. Y su semblante palideció. Buscando distancia, afirmóse en riendas y estribos para recular. Los labios le temblaban y no atinaba a decir palabra. Entonces le aclaré, fastidiado pero con voz tranquila:
     "- No, hermano, formal, ansí no. Me hacéh' el favor de  tutiarme, q' entoavía soy el de siempre, o  deno, te vas pegando la güelta ya mismito."
     "-¡Lindo!- exclamó, echando afuera toda la risa. Y con el cabresto en la mano, se le descolgó por la paleta al alazán malacara."
      "Nos confundimos en un abrazo."
      "Orejuela y Comadreja se habían entreverado con mi tropilla, y Garúa ronroneaba de felicidad, relinchándoles bajito."
     "-Ya veo, cuñao, que loh' has cuidao como Dios manda- dije,  vichándolos sin poder esconder la satisfacción."
     "- Ansina eh' hermano, y al bayo a gatas le ha quedao un grueso costurón en el anca, pero sigue guapo y enterito como siempre. Loh' hubieras visto ande principiaron a conocer la querencia... No había modo de asujetarleh' las ganas..."
     "Lo acompañé a desensillar y dejamos ahí no más a las tropillas, que comían  juntas sin dejar de hacer familia. Era casi noche cerrada cuando entramos al rancho. Encendí fuego y el cimarrón iba y venía, mientras nos anoticiábamos mutuamente."
     "- Por un casual m' encontré días pasaos con Don Segundo, que andaba oficiando' e capataz de tropa y había resuelto hacer noche en los campos ande me hayaba changando- comentó Patrocinio. Al sentir nombrar a mi padrino, un escalofrío me corrió por el espinazo.- Ansí jué que leh' carnié un capón y churrasquiamos juntos. Dispueh' que se despachara con una relación d' esas como él sabe hacer, me convidó' arrimarme hast' acá- y haciendo relinchar fuerte al mate se interrumpió, para luego seguir:
     "- Me alvirtió que usté andaba necesitando un mensual pa trabajar en su campo...¡Caray! ¿No veh' hermano que la lengua porfía en la costumbre? Si hasta me anda pareciendo que soh' como dos personah' al mesmo tiempo, ¡la pucha!- y largó una sonora carcajada, acompañándose de un golpe de puño en la rodilla."
     "-Ansinita eh' cuñao, pa qué vi' a mentirte, a mí también se me hace que llevo dos cristianos bajo el cuero: el patrón, que no me hayo, y el resero' e siempre, q' es el que hace más juerza pa salir- le contesté, mientras  cambiaba la cebadura del mate. Pensaba en esa sensación que me rondaba desde hacía rato. Y Patrocinio, que no era lerdo, en seguida supo filiarla."
     "- También, trabajo por dos y eso no es cuento, hermano- afirmé, riendo por primera vez en la tarde-, dende que se jué Don Segundo, casi ni tiempo pa miar he tenido..."
     "- Y güeno. es porque estabah' necesitao que me caí pa darte una mano; cuando Don Segundo me anotició que andabah' presisando un puestero me vine cuantito pude, porque ansí no más debía ser..."
     "- Don Segundo es de pocas palabras- retruqué- pero cuando habla, sindudamente hay q' escucharlo..."
     "- Si te sirve, entonceh', aquí me tenés...- y levantaba los ojos interrogantes, mientras pasaba la lengua entre los dedos, humedeciendo el papel del cigarrillo."
     "- Me anda pareciendo que sí, porque aquí  estoy  mah'   solito que   peludo trotiando' e día.    Dende q' el padrino se   jué, te digo q' el trabajo me tiene atosigao...- y pensaba que siempre las ideas de Don Segundo eran atinadas; que el padrino actuaba con su presencia y también desde su ausencia, como un verdadero Tata."
     "Respiré con ganas, liberado por fín de tanta pesadumbre, tanta tristeza, sin conocer mayormente el motivo de la mudanza, y puse la carne al fuego. Al rato cayó Raucho, que le había señalado el camino a Patrocinio, y comimos sin impaciencia, como tres buenos compañeros. Algo nuevo parecía estar ocurriendo; una sensación diferente flotaba en el aire, de suerte que a su solo impulso me sentía presa de una alegría grave, contenida."
     "Le ofrecí a Patrocinio quedarse a trabajar conmigo a porcentaje, con gastos y algo como sueldo fijo para empezar, y aceptó de  buena gana."
     "- Arreglao; lo que voh' digas, hermano, pa mí va' estar güeno."
     "La noche avanzaba, y las estrellas habían cambiado el firmamento. El aura se colaba por la ventana abierta. Las brasas  todavía calentaban el culo tiznado de la pava, y en tranquilo atardarse, cimaroneábamos otra vez. Raucho habíase despedido, comprometido como estaba con un viaje de varios meses, encargándome le galopara unos redomones. Cada tanto nos mirábamos sin hablar, con silencio de asentimiento. Armamos otros cigarrillos y nos convidamos sin mojarlos. La luz de la lámpara empezó a temblar con la brisa nocturna; las sombras flamearon sobre las paredes, tocaron el techo y cayeron al suelo como harapos. De repente y animado por un renuevo de ganas irreprimibles, dejé caer la pregunta:
     "- ¿Y Paula, tu hermana, cómo está? Ya se debe haber casao, ¿verdá?- Pitando hondo y escarbando las brasas con una ramita, esperaba la respuesta como quien no quiere la cosa. El corazón me corcoviaba en el pecho como zorro entrampado, y escupí lejos unas hebras de tabaco pegadas a los labios."
     "- Bien, la Paula está guapa como siempre, y se ha mudao al pueblo; se ha conchabao en El Progreso, un almacén de Ramoh' Generales. Prontito aprendió a yevarle lah' cuentas, y ha risultao como la mano derecha' e la dueña, una viuda' e la zona- comentó como al descuido Patrocinio. Chupó con ganas de la bombilla y al terminar, la bulla del mate aturdió mis oídos con viso de estampido."
     "- ¿Si se ha casao querís saber?- continuó-. No, entoavía no; deseguro no ha juntao tiempo, porque lo q' eh' gavilanes que le arrastren el ala no le han faltao- y riendo me devolvió el mate, ya lavado. Metió luego los dedos en un bolsillo de la blusa y sacó un sobre arrugado."
     "- M' encargó que si te hayaba, te alcanzara esto-  y entreabriendo la puerta, asomóse hacia la noche, respirando con golosa voluntad el aire fresco-. 'ta que s' está lindo acá, cuñao- y se retorcía descoyuntándose, cansado del viaje, por demás regular."
     " Con un golpe seco abrí el sobre, y un papel celeste, muy suave, me habló de tiempos ya lejanos,  alborotando un sentimiento que habíase guardado quietito como pichón en el nido. Arrimé la carta a la lámpara y estiré el papel para sofrenar el temblor de los dedos. Entonces leí, una y otra vez, estas frases que con poco, lo decían todo:
     "Todavía no tengo dueño que me ande mandando. Pero...ni falta que me hace. Ahora, si tiene un arreo y anda por estos pagos, no deje de visitarme. Será bien recibido. Saludos, Paula."
     "Más fuerte que nunca vino a mí el deseo, y el recuerdo de su carita desfachatada y alegre como canto de jilguero, me insultó como un relámpago en la mente. Era más que probable que no esperase tener un arreo para caerme por allá. Sindudamente lo haría antes. Sí señor, en cuanto Patrocinio se hallara con el nuevo trabajo, juntaría unas pilchas y, con la tropilla por delante, me largaría otra vez al callejón. Pero ahora sería para volver, porque  la suerte, como en la riña de gallos, parecía otra vez tallada en punta de mi lado. Y no la iba a dejar pasar, no señor."
     "Salí andando de a pedacitos hasta afuera. Hondamente respiré el aliento de los campos dormidos. Encima nuestro, el cielo estrellado parecía un ojo inmenso, lleno de infinitas luces que tiritaban con renovado fulgor. Un perro ladró a lo lejos, y el cencerro de Garúa tintineó brevemente con curiosa cercanía.   El campo entero, tendido en honduras sin fín, recibía con silencioso goce la caída del sereno."




                                       NIÑOS EN EL CAMPO 

                                                 I
  Un poco más arriba del centro de la Provincia de Buenos Aires, y
  Un poco más arriba del centro del siglo XX


   Tres o cuatro leguas hay entre la ciudad de French y el pueblo del Doce de Octubre.
   El día anterior había sido yo parte de un arreo desde la Laguna de Cura, otras tres leguas más allá del Doce, hasta la estación de ferrocarril de French. Allí hicimos noche, con los trescientos animales en los corrales, esperando embarcar a la madrugada.
   Cuando concluimos con el trabajo, fuimos a una fonda a almorzar. Allí compré algunas golosinas, cargué el frasco con agua y ensillé al Muñeco, que estaba fresco.
   Ocupado en esos menesteres andaba, cuando me di cuenta de que me había quedado solo. El capataz y los otros reseros ya galopaban largo de vuelta para la estancia.
   La huella se reconocía fácil, por las pisadas de los animales. Decidido, me puse a galopar parejito. El Bayo, de tiro, cabresteaba a mi lado, trotando con soltura, y derramando junto con el Muñeco, ese son particular que,  al decir de  Benito Linch, transmiten trote y galope al unísono, cuando golpean los vasos sobre la dureza del callejón.
   A las dos leguas, les di un respiro. El sudor les blanqueaba las verijas, y el Muñeco había empezado a loriar, largando espuma por la boca, Ya en vena, quería apurar el paso y pedía rienda, molesto por la demora.
   Entonces fue que la vi a un costado del camino, jugando con un perrito blanquimarrón, que toreaba a una cueva de peludos, o a los cuises que cruzaban el camino. Un enorme moño le sujetaba el pelo a un costado. El vestido, de color crudo, ya había incorporado ingredientes del camino. Cuando la emparejé, me detuve. Aparentaba cinco o seis años.
   -¿Qué andás haciendo sola por aquí?
   Ella frunció la boca, entrecerró los ojos al mirar hacia arriba, tapó con una mano el sol que fastidiaba lindo, y señaló:
   -Yo vivo allí. ¿Y vos?
   -Más lejos – contesté señalando el camino con la cabeza. Luego:- ¿Y tu mamá sabe que estás por acá?
   -Ajá...
   -Me parece que no...¿Vos no te andarás buscando unos coscorrones...?
   -Peliador había sido el mozo- contestó rápido la chiquilla. Metí una mano en el bolsillo y ofrecí los caramelos. Me agaché sobre el estribo y ella tomó todos los que cabían en su mano.
   -Golosa la niña. Dejame uno para el viaje de vuelta...
   -Si debés tener mas allí-, y señaló el bolsillo con la barbilla, cerrada la boca conteniendo el dulce. Los di por perdidos y propuse:
   -¿Querés que te acerque? El monte de la entrada está lejos...
   -¿Vos sabés llevar como mi papá?
   -¡No sé como lleva tu papá...! Llevo como llevo- y bajé del caballo de un salto. Le hice estribo con las manos unidas, la impulsé y se acomodó fácil en el recado.
   -No, así no- reclamé-. Correte para atrás, que si no me le voy a sentar en la cruz al Muñeco...
   -Ja,ja,ja- reía ella y se tapaba la boca, para no perder el jugo en el cojinillo. Al volear la pierna por delante de ella, y antes de sentarme, comprobé que no había pegote. Cuando partimos, ella se sujetó por debajo de mis brazos. Apoyaba una mejilla en mi espalda. El cuzco trotaba bajo el estribo, del otro lado del Bayo. Al rato:
   -¿Ésta es la tranquera?- pregunté por arriba del hombro. Un monte de pinos y casuarinas sombreaba el camino de la entrada. Allá al fondo se advertía movimiento.
   -Mi papá abre la tranquera sin bajarse- dijo en su media lengua de caramelos.
   -Yo también, y no se te ocurra dejarme pegado el dulce en la camisa...- Ella giró la cabeza para atrás, dejándome lugar para el movimiento. Pasamos y cerramos con sonoro ruido metálico. El pichicho ladraba contento, y el Muñeco y el Bayo bufaban, con las orejas tiesas para adelante, sin reconocer la querencia.
   -¡Vamos, pingo, vamos!- y los calmé con voz ronca y las riendas sujetas. Pegaron una espantada cuando una chancha salió de un pastizal y cruzó el camino a los gritos, con los lechones detrás. Me apoyé en estribos y  riendas, apreté fuerte las rodillas, y nos desviamos en una breve atropellada, cuando recordé que llevaba compañía.
   -¿Estás bien?- pregunté inútilmente, pues estaba allí, prendida como peludo a la cueva. Sus deditos, blancos nudillos, estrujaban la camisa por delante y su barbilla se me clavaba entre las paletas.
   -¿Qué...qué pasó?- la queda pregunta me llegó desde debajo del sobaco.
   -Nada, que te agarrés bien y ya llegamos- . Incliné el cuerpo hacia delante, para dar rienda al galope del Muñeco.
   -¡Ése es el palenque!- señaló ella un enorme plátano, con cuatro postes de quebracho blanco alrededor del tronco. Un grueso alambre de acero ofrecía suficiente espacio para atar los caballos. Bajé y luego le ofrecí los brazos. Ella se largó así nomás, sin esperar que la sujetara, y rodamos por el suelo. Alguien se acercaba desde la casa.
   -¡Caramba, qué manera de apiarse! – reía una señora, y cuando reconoció a la niña:- ¡Pero, chiquilla, era hora  que aparecieras! ¡Te anduvimos buscando toda la tarde! Pero si serás...-La madre hacia el reclamo en un tono no demasiado severo. Yo me puse de pie y le tiré una mano, que tomó la señora, blanda y pasito, como se estila por aquí. Me presenté y sacudí la tierra del revolcón. A la niña, ya ni me dignaba mirarla, aunque calculo que me observaba, ya que de mi explicación saldría o no el reto.
   -¿Así que andás haciendo de resero? ¿Y de la Laguna del Cura te has llegado hasta aquí?
-Ya voy de vuelta, señora. Ayer nomás pasamos con la tropa por aquí rumbo a los corrales de French...
   -Así que eran ustedes...- Y la niña cabeceaba, afirmando lo que aseveraba la madre.
   -¿Y vos, mocosa, que estás comiendo?- La madre la encaraba con mal disimulado enojo.
   -Unos caramelos que le di yo, déjela señora, si estaba a punto de llorar de asustada, solita en el camino...-Y miré a la pequeña, esperando la andanada de furia en su mirada. Pero sonreía con los labios apretados, y se sacudía el vestido, ya menos crudo que marrón terroso.
   Pasamos. La señora ofreció agua fresca, luego mate y tortas fritas. Al rato tuve voluntad, y pedí permiso, con una mano en el bolsillo de la blusa.
   -¿Me permite, señora?
   -¿El qué, muchacho?
   -Despuntar el vicio.
   -¿Fumás, vos? ¿Cuántos años tenés?
   -Y si no hay más remedio...Catorce- mentí finalmente, encogiéndome de hombros y haciéndome el desentendido-. Es decir, si no tiene problema...
   -No, por mí no; y tu mamá... ¿qué dice?
   La niña me miraba, divertida, y se reía mostrando una perfecta hilera de blancos dientitos. Le deslicé una mirada de completa indiferencia.
   -Mi mamá...mi mamá no dice nada porque no está. Si estuviera, le pediría permiso a ella- y estiré sobre las rodillas la tabaquera nueva de cogote de avestruz, que me regalara Eduardo Indalecio, mensual de la Laguna.
   -Bien
contestado- respondió la señora riendo. Amasaba algo contra la gruesa mesa de la cocina, y los brazos arremangados mostraban nervudas cuerdas. “Debe ser brava cuando se enoja”, pensé. Y entré a cabecearme un “Hija del Toro”. Cuando lo encendí, la señora frunció el ceño, y agregó:
   -Ni un mosquito va a quedar por aquí con el charuto ese.
   -Ni más ni menos, señora, y ya me voy a tener que ir yendo...- y me puse desganadamente de pie. Me despedía con tiempo. El tirón era largo hasta la Laguna, y no quería pasar de noche por el Doce; capaz que terminaba en cualquier otro sitio.
   -Lleváte esto, y cargá agua en la bomba- y me ofreció un paquete con bizcochos. Saludé, y la niña me acompañó hasta el palenque. Me dolían los pies, y opté por rajar el empeine de la alpargata con el cuchillito que llevaba en la cintura.
   -¿Tenés cuchillo, vos?- El asombro de la niña parecía auténtico.-Y rompiste la alpargata así nomás...
   -Ajá...así hacemos nosotros cuando algo nos molesta. Lo cortamos de cuajo y listo...- Antes de envainar el cuchillo, se lo pasé. Lo miraba como encandilada, sosteniéndolo con las dos manos. Me lo devolvió con harto cuidado.
   Ensillé al Bayo, subí, y me alejé echando nubecitas de humo. Ella caminaba a un costado, acompañada por el cuzco, que corría a los pajaritos que nos cantaban desde el borde del alambrado. Horneros y calandrias disputaban los granos del suelo a una bandada de chillones mixtos.
   -¿Vas a volver?-, y caminaba ligerito para emparejar el sobrepaso del caballo.
   -Tal vez sí, tal vez no. Depende...- Me hacía el interesante, quizá para abreviar el trámite-.Bueno, niña, ¡güélvase pa las casas, que se le está haciendo tarde!...
   -Decíme primero si vas a volver.
   -Sí, en quince o veinte días hay otro arreo. Capaz que me conchaben de nuevo y pase por aquí.
   -¿Vas a venir hasta las casas, entonces? - Se detuvo y sofrené el pingo, que alzó el hocico, ansioso, haciendo ruido con la coscoja del freno...
   -Claro. ¿Cómo no voy a pasar a saludar a tu madre?
   -¿Y a mí?
   -¿A vos, qué...?
   -¿Me vas a saludar?
   - Si te andás portando bien, y no te volvés a escapar con el cuzco...
   Incliné el cuerpo para adelante, inicié el galope, corto, y luego largo, El viento me golpeaba en el pecho, en la cara, en las sienes, y levantaba el ala del sombrero pajizo. Me lo quité y me volví, saludando alborozadamente hacia atrás. La niña respondió con las dos manos en el aire, saltaba y daba grititos estridentes. Luego reunió sus manitos en el regazo del vestido, agachándose con alegre y contenido gesto.
   Me volví, y calcé firme el sombrero. Adelante me esperaban varias leguas de galope tendido

                                                   II

        Los pasos perdidos...

     ...Pero no sería ni en quince ni en veinte días.
     Un año más tarde recorría nuevamente ese callejón montado en el “Gateado” y llevando  la “Señorita” de ladero, con una tropa algo belicosa, de negros pesados y camorreros. Al vislumbrar la chacra rumbo a French, no pude desviarme para saludar, ya que se me había encargado la delantera y debía impedir que se disparase el señuelo. Con el Gateado, puro nervio y tensión en el lomo y en la boca, recorría un zigzag permanente de un alambrado al otro, gritando, revoleando el rebenque, atropellando y sofrenando.
   Desde el oeste, oscuros nubarrones amenazaban con su carga, y el viento de marzo ya anunciaba el otoño. Intranquilo por no haber alzado suficiente ropa, miraba con recelo aquél horizonte. Vestido casi de verano, sólo un improvisado poncho llevaba atado a la sidera. Era una vieja y liviana frazada pampa, con una rajadura al medio, que me había alcanzado a último momento Julia, la esposa del casero de la estancia.
   Se largó a llover, finito, de madrugada, y debimos refugiarnos en un vagón de carga. Con las primeras luces y el tren dispuesto, subimos la hacienda con cuidado. El patrón se irritaba cuando se golpeaban innecesariamente.
   Almorzamos en la fonda  con voracidad. Ya el cielo se había tapado por completo y caía agua con ganas. Nadie hablaba. Todos masticábamos con fuerza, mientras escuchábamos el ritmo parejo del tamborileo sobre las chapas de cinc.
   El capataz y los peones se aprontaron con los pesados ponchos encerados. El sonido de las madrinas llamaba desde los corrales, y salieron uno tras otro animándose con sus gritos.
   -¿Y vos...?-, me miró el capataz con curiosidad y algo de lástima. “Te vah’ a mojar, hermano”, decía su sonrisa.
   - Yo...¿qué?-  disparé sin vueltas, mirándolo irritado. No tenía ganas de discutir mi precaria situación. La lástima bien se la podía guardar para otro.
   -Nada, hermanito, no te m’ enojeh, que no ha de ser pa tanto la mojadura...-, y volviéndose salió a los saltos silbando una tonada con estridencia.
   Monté en la Señorita. El Gateado cabresteaba bien pero cortito. Me eché el poncho encima,  encajé el sombrero hasta las orejas con el ala hacia abajo, y salí al trotecito manso de los corrales. El agua se había acumulado en los pozos del camino que  parecían hervir con el burbujeo continuo. El viento en la cara soplaba insidioso, y había que mezquinarle el cuello a la terquedad del agua.
    Al rato ya había perdido a mis compañeros de tropa. Galopaban largo sin detenerse, salvo para mudar de caballo, buscando llegar antes de la media tarde.
¡Ah, sí! ¡El trabajo los une, pero terminado éste, cada cual por su lado y se las arregla como mejor puede...!  
    A las dos o tres leguas, estaba hecho una sopa. La mojadura no había respetado hueco ni rincón alguno. La yegua iba bien, pero el Gateado molestaba, tironeando continuamente. No se me ocurrió cambiarlo y en esos momentos se hacía difícil hacerlo con el apero  empapado. Fue entonces cuando una idea fija se apoderó de mi mente embotada por el frío y el dolor en  todo el cuerpo: Buscar la entrada de la chacra de la gringuita... Encontrarla y parar allí, hasta que escampe. “El recuerdo  de su carita, (¡Ay, Güiraldes!) desfachatada y alegre como canto de jilguero,  insultó mi mente como un relámpago del cielo”. Allí podría mudar de caballo, secar las pilchas, cabecearme un cigarrillo, tomar mate con la amable patrona, vichado por los ojos curiosos de la niña, que vaya uno a saber cómo estaría de crecidita después de un año...
   El galope era un chapoteo continuo en el agua desbordada del camino, y la Señorita ya aflojaba el cogote,  y las verijas le temblaban sin remedio. Trastabillaba de continuo, y amagaba con una seria costalada.  Volví al paso lento. Debía mudar, y no se vislumbraba monte cercano en el camino, donde guarecerse para hacerlo.
   “Por acá tiene que ser”, rumiaba, tratando de recordar el sitio donde  recogiera a la niña el verano anterior. El agua se ganaba por el cuello a raudales, y corría por pecho y espalda con helada amabilidad. Las rodillas ardían por el roce húmedo con el cuero del recado, y los estribos se escapaban a cada rato de la soga refalosa de las alpargatas. Con las riendas hechas una baba, solo el cabresto del Gateado conservaba vitalidad y tensión, como todo él, potro recién amansado, nuevito. Agotado como estaba, esa tensión me endurecía el hombro derecho, inflamado hasta el grito.
   “Puta madre”, mordí entre dientes, y escupí el agua que había entrado en la boca sin esperar permiso. El cielo encapotado seguía descargando parejito, y los  charcos se iban convirtiendo en lagunas. A los costados, veíanse animales muy quietos, resguardados bajo los montes, cuyos árboles de caídas ramas y lánguidas hojas, chorreaban lo suyo cuando el viento amainaba.
   “Ese monte de pinos y casuarinas...”, buscaba al costado, pero no aparecía...”O la tranquera sin nombre”, vanamente murmuraba. “Estarán en la cocina, con el pichicho echado bajo el calor de la leña encendida, o paradito junto a la puerta, toreándole a los sapos que habrán salido a retozar luego de la seca...”
   Una tapera sin techo a la vera del callejón me permitió cambiar  caballo. ¡Para qué...!  El Gateado derramaba vitalidad por los cuatro costados, y en la boca y el lomo demostraba con insistencia su energía desbordante. Até el cabresto con la Señorita a la sidera, y me le afirmé con las dos manos en las riendas. Atravesamos un par de lagunas de más de cien metros, con el agua en las verijas, y allí se sosegó un tanto. Y cuando vi la sombra marrón del camino, lo largué.
    “Querés galopar, ¡galopá, mierda,  y cansate pronto, animal jodido!”
     El trote  cansino de la yegua lo frenaba cada tanto, con sus tropiezos y tironeos. “¿Y el monte?... ¿Y la tranquera?... ¡Gringuita!... ¿Dónde estás?”, gritaba mentalmente, haciendo gárgaras con la lluvia.
   Entré en el  pueblo casi de golpe. Sin anunciarse, el “Doce” apareció  detrás de la cortina de agua como un enorme fantasma. El Gateado ya no loriaba. Aflojó el cuello cuando le di soga, y el lomo se había ablandado con dócil gesto.
   Paré en un almacén. Pedí dos copas seguidas de caña quemada, que me sirvieron sin preguntar. Compré un pañuelo blanco de tela gruesa y lo anudé fuerte en el cuello. Y un montón de golosinas que eché al bolsillo con nostalgia. ¿Tabaco? ¡Para qué! Vacié la pasta que llevaba en la tabaquera en un rincón, y volví resignado al mostrador. El patrón se ofreció y armó un cigarrillo. Me lo entregó sin mojar, y le agradecí con voz ronca, salida de no sé dónde. Fumé apoyado en el estaño. Al salir escupí con ganas el  agrio ocre del tabaco contra la lluvia inclemente. Monté con el dolor más vivo en las coyunturas que yo recuerde. Me acomodé y le hablé al pingo: “Portate bien, hermano. Faltan menos de tres leguas y llegamos...”, y le palmeaba cariñoso el cogote, aunque sin mucha esperanza.
   Pero  todo llega, y como dicen por allí: El Señor aprieta pero no ahorca”, aunque a veces aprieta fiero, el galope del Gateado se estabilizó en un amable cuneado, y allá arriba empezó a clarear desde el oeste, y la lluvia se hizo finita otra vez, y ya los charcos, lisitos, brillaban con nueva luz, espejos que, al decir de Güiraldes, los vasos del caballo iban rompiendo en mil pedazos,  y los alambrados y los cables del telégrafo ofrecían esa imagen final  arrosariada de gotas de lluvia suspendidas sabe quién cómo. Y las tijeretas retozaban, mezcladas con las calandrias y algún benteveo. La lechuza se sacudía sobre un poste esquinero, abarcando con la mirada el comienzo y el final del camino, y un par de chimangos atentos planeaban  sobre algún animalito ahogado. Un hornero se asomaba, bien seco él, a la puerta de su sólida casa, y una víbora cruzaba el camino con zigzagueante movimiento, para escurrirse con rapidez en el verde, escapando de los vasos de los caballos, que ya llevaban un ritmo sereno, parejo, largo...

  Años después, leyendo a Alejo Carpentier, quien fuera aprendiz de resero comprendería, una vez más y a regañadientes, que la vida, cuando se ofrece, lo hace por entero y sin reservas, e invariablemente, por  única vez.
                                                   
  
                             EL PEOR AMANUENSE                           

       Hay un enano, un gnomo pringoso y maloliente que insiste en escribir en mi lugar, o en dictarme sus textos. Me repugna su presencia, su cercanía insistente y bravucona, se pretende dueño de mis escritos, de mis iniciativas. “Je, je, je, je”, sopla en mi oreja con hedor propio de ultratumba, y su legua puntiaguda y rasposa repasa el costado de mi cara con inmutable descaro. “Córrete, que sigo yo”, insiste en separarme del asiento frente al teclado. Estoy cansado. Disculpen la intromisión, pero deberé aceptarlo.
     Un día  de pesca, o “el postrecito”
    Una vez salimos de pesca tres amigos. No, mejor dicho, tres conocidos. Fuimos en una camioneta hasta una laguna a pescar pejerreyes. Era un invierno de esos muy fríos. La helada matutina blanqueaba el pasto del camino. Dos horas de viaje, y bajamos el bote en un espejo de agua que prometía abundancia de pejerreyes. Uno tras otro picaban los muy hambrientos, y caían a los coletazos dentro del bote. Para las cuatro de la tarde habíamos superado el centenar, y no de los chiquitos. Medían entre  veinte y treinta centímetros. Unos “matungos” enormes. Estábamos felices. O casi felices, porque el hambre había comenzado a torturarnos, a pesar de los víveres que habíamos consumido, tan voraces como los peces que  agonizaban en el fondo del bote.
       Emprendimos el regreso, buscando dónde almorzar. Aunque tarde, algún sitio abierto  encontraríamos. Al rato, a cien metros de la ruta, una fonda con humo en la chimenea denunció una habilitada parada.
       Almorzamos los restos de una parrillada que, no por chamuscada era menos apetecible. Vino y soda. Risas y optimismo por el regreso con gloria.
         “Cuando lleguemos, la patrona me putea por no haberlos limpiado y fileteado”, dijo un compañero. Encendiendo un cigarrillo, el otro le preguntó al dueño el lugar:
         “¿No tiene nada para el postre, jefe?”  Éste sonrió. Los ojitos vinosos le bailaban en la cara abotargada:
        “¿Algo como qué...?, disparó.
        “Usted sabe”, y riendo el compañero extrajo la billetera del bolsillo.
       El hombre se volvió hacia el mostrador, donde una niña recién púber repasaba los vasos con gesto adusto. Con un cabezazo, ejecutó una orden imperativa,  exigiéndola hacia adentro. Ella miró con ojos muy serios, arrojó el repasador sobre la mesada, y se alejó con pasos rápidos hacia la puerta interior, desatando el moño del delantal a su espalda.
        “Bueno, son treinta cada uno...Y me la tratan bien, miren que es chiquita...”, y sonreía, codiciando los billetes marrones que el compañero empezaba a contar sobre la mesa. El otro también puso su dinero allí, y me miraron interrogantes.
          “No, no gracias”, me disculpé. “No tengo plata”.
          “Pero no seas boludo. Si es por eso, lo arreglamos nosotros”. Sonreían con nerviosismo. Se miraban entre ellos y luego a mí. Comprendí que sin mi participación, no irían. Entonces, sintiéndome tan miserable como ellos, o más, acepté.
           Cuando regresó el primero, el más joven, luego de media hora de ausencia, vi que le brillaban todavía los ojos. Con una seña de los dedos nos indicó: “Dos”.
            El otro sonrió. El catarro parecía desgarrarle el pecho y apagó el cigarrillo antes de incorporarse. En la barba de dos días adiviné una molestia adicional para la víctima. La tos se le escuchaba por detrás de la puerta que daba al pasillo interior. El patrón silbaba mal un tango, repasaba con un trapo mugriento la vajilla para la noche, y de tanto en tanto, escudriñaba hacia el exterior. Éramos los únicos parroquianos. Mi compañero ansiaba contarme su “entrevista”, y yo le esquivaba la labia. Fumé dos cigarrillos enteros hasta que  el otro regresó, apretándose el cinturón del pantalón y acomodando el desajuste de las prendas, producto del apuro por volver a la mesa.
         “No, no voy. No tengo ganas. Salgamos de aquí”, me animé a expresar, inundado por una náusea que revelaba profundo asco. Sentía más repugnancia por mí mismo que por ellos. Pura verdad. Y en base a ello, me dejé convencer. Al caminar  hacia el pasillo, crucé una breve mirada con el patrón que me hizo una señal con un dedo en el ojo: “¡Ojito!”, decía, “¡no te propases que es una chiquilla!”
          La puerta entreabierta de la pieza dejaba ver una semipenumbra. Entré. Sentada en la cama y tapada a medias con una colcha, ella me miraba con dos ojos que habían concentrado todo el odio disponible
          “No te preocupes por mí”, me atajé aclarando. “Sólo me voy  quedar un ratito, para disimular, y después me voy.
          Ella se acostó, envuelta en la colcha, de cara contra la pared, y yo encendí otro cigarrillo. Entreabrí la ventana. Los ruidos cotidianos del patio me hicieron ansiar el exterior. Me senté en la cama. El aire, cargado de odio y vergüenza, se podía cortar con un cuchillo. Fumaba y miraba el reloj. Interminables diez minutos. Ella respiraba como dormida. Las agudas estridencias del silbido del patrón denunciaban sus movimientos. Ya iba a la cocina, como a la despensa, hasta que  pasó frente a la puerta y dejó dos breves golpes que  agradecí. Salí y me acerqué a mis compañeros acomodándome la ropa. Ellos sonrieron al estudiarme. Estaba aprobado.
       El viaje de vuelta lo hice sentado al lado de la ventanilla abierta, a pesar de las quejas de los otros. La náusea me acompañaba con sensación quemante en el estómago. Fumaba e intentaba recordar algún episodio que me llevara por otros sitios, y caí en el relato de un amigo que viajaba a dedo hacia el norte en un camión; éste, en un momento dado,   paró para recoger una niña que iba a la escuela. Al rato el camionero se detuvo a un costado del camino y le indicó a mi amigo que bajara. Se quedó con la niña, cobrándole el “peaje”. Ahora comprendía la repugnancia de mi amigo al subir al camión y continuar el viaje, como si nada hubiera sucedido. Cuando me lo contaba, yo percibía que él sentía más asco de sí mismo por la impotencia, que por el animal con dos pies que manejaba el camión.
       También recordé...No, no recordé nada más
       “¿Cómo que no recuerdas más?, vamos, haz memoria...” (el enano volvió con su aliento fétido a retomar la iniciativa, y yo sabía de qué hablaba).
     “No te entiendo”, mentí. “No sé a qué te refieres...”
     “Escucha: Je, je, je, je...: “Usted tiene que venir, Larbaud, para que hagamos un viaje juntos. Dormiremos al claro de luna en un lugar que se llama “El Socondo”, nos bañaremos en el “Arroyo de las Doncellas”, viajaremos por el valle de “Humahuaca”...” ¿Recuerdas este programado paseo de tu bienamado Güiraldes con su amigo francés por la provincia de Jujuy? Sigo:...”
         “Yo sé como sigue...callate ahora, enano asqueroso. Andate a divertir a  mis amigos, que ya cabecean de aburridos y agotados...”
         “No, sigamos con esto, que todavía falta lo mejor, je, je, je. Escucha: ..”Cruzaremos caravanas de burros cargados de sal, compraremos algún cuerito de chinchilla, o negociaremos un lote de vicuñas, y si usted lo quiere...”
        “Basta, terminala, enano basura, no sigas...”
       “¿No sigas...? Escucha: ...”y si usted lo quiere se hará regalar alguna  preciosa chinita de catorce abriles, tímida como una corzuela, de quien tendrá los huesos menudos, y dócil como los gatos de San Juan, de quienes tendrá los ojos sesgados
       “¡Y qué bien pondría usted su grande alma de poeta a los pies de esa carne simple!”(*)
        La arcada irresistible derramó hacia la puerta de la camioneta todo el contenido de mi estómago revuelto, de ese almuerzo infame que no terminaba de digerir.
        Llegué enfermo a mi casa.  El enano me saludaba desde la ventanilla de la camioneta al partir.
     Cuando se alejaron, deposité la bolsa con los pejerreyes en el cesto de residuos. Caminé tambaleante  hasta la puerta, abrí y entré. Fui hasta la biblioteca, encontré el ejemplar verde y dorado de las Obras Completas y me senté junto a la chimenea que alguien de la casa había encendido. Cuando lo arrojé al fuego, sentí otra vez el aliento de mi amigo, que parecía ya inevitable.
    “Una pena”, susurró, “quemar un libro como éste por tan poca cosa…” Revolví con saña y un atizador el volcán de llamas y cenizas oscuras, como si de mi estómago hirviente se tratara.   Y de pronto, el enano se fue, pero no como quien se desangra, sino riéndose  con grititos sardónicos de mí, según él, su peor amanuense.
(*) Cartas de Ricardo Güiraldes a Valery Larbaud (Oct. de 1921). Obras Completas. Emecé Edit.(1962)

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