1926- PRIMERA EDICION
(Con su licencia, Don Ricardo)
En Mamaguita, una estancia de la familia
de mi padre ubicada en el partido de Veinticinco de Mayo apareció en los años
sesenta, en el fondo de uno de los baúles- fruto del embalaje de los
innumerables papeles de mi abuelo- un ejemplar de la primera edición, sin
tapas, del Don Segundo Sombra, impreso en julio de l926 por Editorial Proa, en
San Antonio de Areco. No lo leí cuando lo encontré. Hojearlo y disfrutar con el
tacto de sus páginas y el relieve particular de sus letras parecía entonces más
que suficiente. No fuera a disolverse entre los dedos como el agua recogida de
la bomba. A los diecisiete años ya lo había frecuentado- como diría Borges- casi
hasta la saciedad. Desde los catorce, cuando cursaba el segundo año del
nacional, el Don Segundo Sombra, junto al
Martín Fierro, eran mis libros de cabecera. El personaje de los primeros
capítulos de la novela representaba, con creces y hasta agotarlo, a aquél que
yo había sido en la Laguna
del Cura, campo de la familia materna de los pagos del Nueve de Julio. Allí, a
los trece años, había sido aprendiz de resero, y no a media paga: Sesenta pesos
por día; y en buena ley me había hecho
acreedor de ese salario, como uno más de la partida.
En esos años, el ganado debía arrearse
desde los establecimientos hasta la estación de ferrocarril, o viceversa, para
cargar hacia el mercado o para descargar los animales provenientes de otros
campos. Aún no había llegado el apogeo de los camiones de hacienda, que
terminaría para siempre con ese oficio, el “más macho de los oficios” según el
pupilo de Don Segundo. Por lo menos en la Provincia de Buenos Aires, donde se desarrolla la
historia de Fabio Cáceres. Caminos eternos, polvorientos, horas y horas de sed
y calor bochornoso de los meses de enero y febrero. O lluvias torrenciales,
barriales siempre peligrosos cuando se va montado, calado hasta la médula de
los huesos, y el cansancio que va haciéndose carne en uno, endureciendo las
articulaciones y aflojando los músculos, ganándole por la mano al hambre feroz
cuando el sueño se abre paso sobre toda otra necesidad del cuerpo, porque se
llega a sentir el agotamiento más completo conocido. Caminar, caminar, caminar,
como termina Fabio la primera parte, tras animales a veces muy chúcaros,
venidos de los montes de San Luis, de bufido pronto, mirada torva y peligrosas
aspas. Y dormir al sereno, o bajo la lluvia cubierto por un poncho encerado, o
en algún vagón de hacienda detenido... En ese entonces, los primeros
cigarrillos eran fumados con el placer exaltado que daba esa libertad vivida a
caballo, a la par de los hombres del campo. Faltaba sólo Don Segundo, que se
podía adivinar repartido entre los peones y capataces, menos sabios, más soeces
y vulgares, aunque con la chispa y picardía criolla de sus dichos y gestos, y
la baquía propia y natural de sus hábitos ecuestres. Ganarse un lugar entre
ellos no era tarea fácil. Sólo se lograba con paciencia, recato, aguante, observando
con atención, retrucando a veces con alguna picardía oportuna, y demostrando en
cada situación que se va aprendiendo, sin hacerse repetir inútilmente las
cosas.
Finalizado el verano, la angustia de volver
a la ciudad, al colegio, al saco y corbata. Cambiar las alpargatas por los
zapatos abotinados. El sombrero por el peinado a la gomina. Y allí descubrir,
en una clase de literatura, que alguien había escrito maravillosamente sobre lo
que ya se había vivido y perdido por ese año (y el año impresionaba eterno
hacia adelante). Surgía entonces una lacerante envidia hacia Fabio, que había
logrado unirse a Don Segundo "como un abrojo prendido al chiripá",
pudiendo de esa manera transformarse cinco años después en el joven baquiano de la segunda parte. En esa
aula fría, inhóspita de invierno escolar, había que escuchar con
paciencia las interpretaciones
antojadizas y los lugares comunes del profesor de literatura que parecía no
haber cruzado el límite de la General Paz.
Representaba yo, pues, la última frase
de la novela, ya que sentado en el pupitre era como un animal herido, exangüe,
añorando volver a la querencia. Sólo el bulto del paquete de cigarrillos, objeto acompañante disimulado en un bolsillo
del saco, me recordaba ''de a puchitos'' que la vida podía volver a empezar,
que podía volver a ser vivida como se merecía.
Por eso fue que al encontrar la edición de
julio de l926, firmada por mi abuelo, sentí que naturalmente me pertenecía. La
forré con papel madera y la guardé como un tesoro personal.
A los veintiún años, soldado de la Nación y viviendo un
forzoso intervalo en mis estudios de medicina, recibí de regalo de mi
''padrino'' (el mismo que me había obsequiado unos hermosos aperos trenzados,
una faja criolla que aún conservo junto con un cuchillito de plata con mis
iniciales, y los caballos que cabalgaba en los veranos, compañeros de mis
episodios de resero), las Obras Completas de Ricardo Güiraldes. Entonces me
introduje en el resto de sus trabajos: Raucho, El Cencerro de Cristal, Cuentos
de Muerte y Sangre, etcétera, y por supuesto, volví una vez más al Don Segundo
Sombra. En la sección Bibliografía encontré, en la página 832, la descripción
de la primera edición: "Editorial PROA. Establecimientos Gráficos Colón de
Francisco A. Colombo, San Antonio de Areco, l de julio de l926... y sobre 8º
chico, 2000 ejemplares, sobre papel hilo Berger (393 pág. Med. 14 x 19 cm )." ¡Ése
era mi ejemplar! Allí estaba mi reliquia, a la que de vez en cuando hojeaba con
afecto rayano en la idolatría, con esa nostalgia por los años que ya no
vuelven, percibiendo más intensamente con el tacto y con el olfato que con la
vista lo que parecía un insólito privilegio: Poseer el Don Segundo Sombra en su
primera edición, que había guardado, como dice Don Ricardo en la última frase
de la dedicatoria: "... sacramente, como la custodia lleva la
hostia".
Hace poco tiempo, volví a la dedicatoria, y
al leer: "A los que no conozco y están en el alma de este libro", me
sentí definitivamente parte de él.
Entonces sí, con delicado manipuleo, como
quien desarma un castillo de naipes o quien desviste un neonato, comencé con la
demorada lectura. Comprobé que aparecía un lenguaje diferente al de las
versiones habituales: "bagresitos",
"dirijí", "reboleó", "liza", "sabería",
"zocarrones", "ginete", "cabresto", "gineteada", "pesuñas",
"punzasos", "zaña", "desgarretado",
"olorsito", "refusilos", "trájico",
"ageno", "visicitudes", "tuce",
"sezgo", "sagás",
utilizado originalmente por el narrador. Y fe de erratas como
"verticales" por
"perpendiculares", "mando" por "manco",
"cabrunito" por "cebrunito", "esa maula" por
"ese maula",
"imágines" por "imágenes", "accebible" por
"accesible", "disjusta" por "dijusta", "extrañao" por
"estrañao", "vegísimo" por "vigésimo",
"Patrón y Señor"
por "patrón y
señor", "gaucho" por "guacho",
"chasque" por "chasqui", "no me han de llevar"
por " no me lo han de llevar", y otras erratas menores. Hay también un parlamento omitido: "-Veinte a quince
al bataraz!- gritaba uno."
Todas ellas fueron corregidas, quizá en demasía, en ediciones posteriores.
Descontinuando la lectura, llegué a la
frase final: "Me fuí, como quien se desangra. La Porteña , marzo de
l926", cuya página, de acuerdo a la Bibliografía , debía
ser la 393. Por ser la última del capítulo, no estaba numerada, pero la
anterior no era la 392, sino la 400. El último capítulo, la tercera parte de la
novela, debía ser el número XXVII. Volví las últimas páginas, y el último capítulo era el número XXVIII.
Con la mente casi en blanco, con una
profunda sensación de frustración, comienzo a entender que mi ejemplar no es lo
que aparenta ser, que constituye algo así como una versión apócrifa de la gran
novela, y la noción de tener algo especial, original y valioso, se desmorona
estrepitosamente en mi interior. ¡Vaya a saber uno mediante qué extraño
artilugio, o debido a qué increíble casualidad, mi abuelo logró hacerse de
él! Ciertamente, una completa fe de
erratas debió retirarlo en su momento de la circulación.
La curiosidad se impone; termina
desplazando a la decepción, y comienzo a sospechar que quizá este volumen
cuenta con otro contenido que el de ediciones posteriores. Tal vez toda la
edición es diferente. Pero entonces, ¿por qué en la Bibliografía se
mencionan sólo 393 páginas? En los trabajos sobre la novela se habla del tercer bloque, cuyo
desenlace empieza y termina en el capítulo XXVII. Un capítulo más no existe, a
menos que el autor haya entregado más de un original a la editorial, y luego lo
haya descartado u olvidado. A lo mejor en la Biblioteca Nacional
se pueda consultar otra primera edición; cotejándolas podría aclarar esta
diferencia.
Entre tanto, adelantaré con la lectura
comparada entre la versión original y la de las Obras Completas.
Hasta el capítulo XVII, los textos son iguales, salvo algunas palabras y
fe de erratas mencionadas más arriba. En el capítulo XVIII, que comienza:
"... después se deja estar tranquilo", en las Obras Completas, el
tercer párrafo refiere: "Estábamos en la estancia de Galván, bajo los
paraísos del patio...", y continúa un texto cuyas frases vuelven a
aparecer casi literalmente en el penúltimo capítulo, como si en su delirio
luego del golpe que le quebrara la eslilla, Fabio Cáceres tuviera una
premonición de su futuro. En mi primera edición, el capítulo XVIII comienza
igual, pero no cuenta con esos dichos premonitorios, ni el penúltimo capítulo
hace referencia a ellos. Se nota que el autor, o vaya a saberse quién, en este
caso no los consideró necesarios, oportunos, convenientes, o aquí debe
aplicarse otra enorme fe de erratas.
Llego al capítulo XXV y encuentro, por
fin, la madre del borrego. En la versión de las Obras Completas comienza así:
"Nos levantamos medio tarde, a la salida del sol"... En mi primera
edición se inicia de otra manera: "Hartas de silencio, morían las brasas
aterciopelándose de ceniza. El candil tiraba su llama loca ennegreciendo el
muro. Y la última llama del fogón lengüeteaba en torno a la pava sumida en
morrongueo soñoliento"...
El lector avezado ya adivinó que se trata
del comienzo del cuento "Al Rescoldo", del libro "Cuentos de
Muerte y Sangre". A este mismo relato hace referencia el autor en el
capítulo XII, cuando le solicitan su narración a Don Segundo, quien finalmente
se decide por el del paisanito Dolores y el hijo del Diablo. Este capítulo XXV
avanza con la relación del zorro con el inglés y la viuda estanciera, más
breve, interponiendo algunas variantes menores, no de contenido pero sí
adaptando aquella al
lenguaje de la
novela, algo diferente al
del cuento original.
Los últimos capítulos avanzan sin novedad
hacia el final de despedida necesaria, esperable casi desde el comienzo del
libro, con su última frase célebremente tierna, dolorosa, y que pone punto
final a la ruda adolescencia de Fabio.
El autor, en las Notas y Apuntes, nos hace
un comentario de la novela: 42.- "A propósito de Don Segundo Sombra":
"De toda obra concluida, queda siempre un saldo, más o menos importante,
del cual nos desembarazamos en beneficio de la canasta incapaz, por cierto, de aprovechar
retazos..."
"De Don Segundo sobran ponchadas de posibilidades. No son
trastos de deshecho.
Ha sido tan corto
el libro, para limitar en .letras su savia, que lo por
decir trasciende lo dicho de manera tal, que es más bien el libro quien resulta
un pucho, un pucho chato "como pucho’ e baile" pisado ya por el
público después de haber sido agotado por el autor."
"Más de uno me ha indicado la
posibilidad de la vuelta de Don Segundo. Podría ser, pero a mí me parece que el
gran paisano andariego es de los que, cuando se van, no vuelven."
"Eso sí, Don Segundo ha dejado en la
memoria de Fabio Cáceres un sinnúmero de impresiones duraderas. Fabio Cáceres,
que como se ve en el último capítulo de su relato ha iniciado un encontrón con
las letras, puede ir diciendo pedacitos de lo que aprendió."
Coincido con que el gran paisano andariego
es de los que, cuando se van, no vuelven. Pero que el libro resulte un pucho
chato, pisado ya por el público después de haber sido agotado por el autor...
impresiona como una digresión producto de una excesiva modestia con algo de
inseguridad, motivada quizá por alguna crítica impiadosa de la época.
Y
volviendo a mi
primera edición, más
que "un pucho chato" pisado por
el público, parece
más bien un
cigarrillo de esos
que quedan en el fondo del atado, y que se descubren luego que ha
sido arrojado al cesto de papeles. Como si fuera de noche y estuviéramos
en lo profundo del campo, sin posibilidad de proveernos de tabaco; se lo estira
con esmero, verificando su continuidad,
y con suaves
y repetidos golpes sobre una mesa
se le otorga la tiesura necesaria,
para luego encenderlo y
disfrutarlo con fruición, con el placer inefable de lo perdido y recuperado.
Sí, porque este ejemplar no termina
tampoco en el capítulo XXVIII. A
vuelta de página, cubierto y
escondido por el papel madera que a manera de tapas
enfundara años atrás las primeras y últimas páginas, pegadas éstas aún a la
usanza antigua, aparece un epílogo.
Mientras el filo del cuchillo va liberando
con suavidad quirúrgica las hojas adheridas originalmente, salen a la luz,
luego de tres cuartos de siglo de oscuridad y silencio, las palabras que ni me
atrevo a leer. Es tal la ansiedad que me provoca esta novedad, la última quiero
creer, que no me resuelvo a recorrerlo solo. Estimado lector: Permítame
invitarlo, y yo lo transcribiré como si estuviéramos leyendo juntos, una
primicia para ambos
EPILOGO
"Al cabo de unos pocos días vividos
como una sombra, atufado por cualquier sonsera, abandoné sin más dilación la
casa principal, encontrando un lugar aparente en el rancho de Don Segundo. Era
poderosa allí la
sensación de su
presencia, que me atraía con la
fuerza de un remanso, y colegí que
sólo obedeciendo a esa sugestión
vería, tal vez, el otro lado de la taba. Además, la cercanía del campo de Galván me facilitaba el encuentro casi diario
con Raucho. Con una alegría ávida de traducirse en movimiento, era él quien me
oficiaba de ladero en mil tareas, siempre esparcido, siempre bien dispuesto. No
dejaba de hallar ocasión para la palabra necesaria, y con el silbido expresaba,
nítida, su vitalidad sobrante. Sin embargo, pasé varios meses taciturno,
forzando la voluntad para la ejecución cotidiana de los actos más simples,
aunque no le mezquinaba el cuerpo al trabajo, ya que trabajaba duro y de sol a
sol (a veces antes que amaneciera ya me había ganado a los corrales para
ordeñar, o estaba recogiendo animales que, luego del aparte, traduciría en una
tropita, o estaba injiriendo alguna soga a la luz de la lámpara). Así ocupaba
el tiempo, y además atendía
personalmente a mis potros, oficiaba a la fuerza de alambrador, obligado por el
daño de alguna hacienda chúcara, y terraplenaba bebederos, siempre sumiéndose
en peligrosos barriales. Buscábame Raucho para corrernos en yunta hasta Buenos Aires, pero no me decidía acompañarlo. Había perdido la voluntad de viajar y conocer, quizá por
temor de alejarme de los campos que todavía me aseguraban con patente certeza
la figura admirada de Don Segundo. Yo había sido como un instrumento en sus
manos, y algún día empezaría a tener sonido propio. Tal vez. Aún zumbaban en
mis oídos algunas de sus palabras: ¡Dejá, no más, que al correr del tiempo todo
eso será tuyo! Y no se refería a la tierra, ni a la hacienda, ni a las
casas.... ¡Si sos gaucho de veras no has de mudar!...
Y a mi entender estaba visto que, por momentos, así iba siendo. Instruido por
mis cabales, también advertía la
distancia entre un cajetilla agauchado y un gaucho acajetillado: Más que en el origen, asentábase en un inveterado antojo de desarraigo; en el ansia de trasponer el
límite del alambrado y enderezar sin retorno al callejón, poseído por esa
indefinida voluntad de andar. Ciertamente, realicé que yo pertenecía con
holgura al otro lado de la tranquera; en
cambio Raucho, malgrado ser muy viajado
y conocer mundo, era no más de aquí, marcado a fuego por la querencia."
"Había días en que parecía ir moviéndome en el aire grande
que caía de todos lados en el cuerpo,
como cariño, galopando campo abierto, mientras un vientecito suave se colaba
entre la ropa y unos teros, allá arriba, me gritaban su alegría. Otras veces
iba como dormido, y la soledad me corría
fría por el espinazo. Sin voluntad para el movimiento, quedábame sentado en el
patio como pan que no se vende, mientras el agua de la pava se iba enfriando de
puro aburrida, y la mirada se deslizaba sin detención sobre el campo que nada
quería saber fuera de su reposo, durante esas tardes en cuyo silencio el
crepúsculo comenzaba a suspender sus primeras sombras. Sentía que estaba
mudando el destino de la nube por el del árbol, esclavo de la raíz prendida sin
remedio a unos palmos de tierra. Pensamientos lúgubres atenazábanme el
garguero, con la memoria extraviada en un pozo de tristeza, hasta que el canto
familiar del cencerro de Garúa me
alejaba de mis cavilaciones, llamando desde donde había quedado recostada la tropilla, y mi atención
tornábase sutil al escuchar el conocido tintineo. Entonces volvía en mí, para
sentir que el orden de las cosas dábase como debía ser, y lo que viniera,
llegaría por sí solo, en el natural devenir."
"Estaba una tarde de esas achicando
una cincha y, sin luz suficiente, luchaba con mi alesna y el cuero algo reseco.
Con pasión humedecía el tiento, que
patinaba filoso entre mis labios. Corríalo después contra el lomo del cuchillo,
buscando la escurrida firmeza que
impidiera zafar los puntos. El sol ya se escondía detrás de
los apretados paraísos, y la tropilla aguardaba sin impacientarse, comiendo en
un potrerito nuevo, en derredor de la madrina maneada. Todavía no había dejado
nochero, así que abandoné la costura para mejor oportunidad y me levanté con
pereza del banco. Tantié la tabaquera en el bolsillo de la blusa, decidido a
armar un buen cigarrillo; cargado en demasía, no terminaba de cabecearlo. Lo
prendí y con el fósforo por delante busqué la lámpara. Solté dos bocanadas de
humo como para ahuyentar todos los
mosquitos del patio, tosí, y a través del azul brumoso pude entrever que la
tropilla se arremolinaba. Como respondiéndome a un chiflido, los caballos
habían dejado de comer, y alzaban la cabeza con la gramilla en la boca; las
orejas, rígidas, apuntaban en decidida señal hacia lo de Galván. El cencerro de
Garúa desparramó un tropel de notas con generoso desborde, mientras la yegua
buscaba inquieta la posición de sus compañeros. Después relinchó con una
alegría que me estremeció desde los sobacos, dejándome en los brazos un reguero
de piel de gallina. Pegué otra pitada fuerte y me ejecuté para afuera. Alguien
venía llegando desde lo de Galván... ¿Don Segundo? Forcé la vista cuando mis
ojos dudaron con la semblanza del ginete. No era él. Un paisano joven se
arrimaba al tranco manso, con la tropilla por delante. Enderecé a la tranquera,
queriendo conocer al visitante. Garúa volvió a relinchar, alzando las manos
hacia la tropilla que se avecindaba, y dos caballos se desprendieron de ella
para ir a refregar, gozosos, cogotes y cabezas con mi madrina. Eran, no más, el
lobuno Orejuela y el bayo Comadreja. Sentí un contento indescriptible al
reconocerlos. Los recuerdos se me atropellaron como tropa en un bebedero, y
pité hondo otra vez, acercándome al paisano rubio, de porte desgarbado... que
no era otro que Patrocinio Salvatierra."
"- Hermano...¡Bienvenido a las casas!
Pero...¿qué andah' haciendo por estos
pagos? ¿Qué te trai por aquí? ¿Pasiando? Güeno... menos preguntas y apiate no
más-. Una alegría charlatana me había soltado de golpe la lengua, acollarada
desde la partida de mi padrino."
"-Güenas, don Fabio- me respondió
tímidamente, sacándose el chambergo con un manotón apresurado."
"- Pero...¡Ah, no! ¡Otra veh' ansí
no!- le grité fiero. Y su semblante palideció. Buscando distancia, afirmóse en
riendas y estribos para recular. Los labios le temblaban y no atinaba a decir
palabra. Entonces le aclaré, fastidiado pero con voz tranquila:
"- No, hermano, formal, ansí no. Me
hacéh' el favor de tutiarme, q' entoavía
soy el de siempre, o deno, te vas
pegando la güelta ya mismito."
"-¡Lindo!- exclamó, echando afuera
toda la risa. Y con el cabresto en la mano, se le descolgó por la paleta al
alazán malacara."
"Nos confundimos en un abrazo."
"Orejuela y Comadreja se habían
entreverado con mi tropilla, y Garúa ronroneaba de felicidad, relinchándoles
bajito."
"-Ya veo, cuñao, que loh' has cuidao
como Dios manda- dije, vichándolos sin
poder esconder la satisfacción."
"- Ansina eh' hermano, y al bayo a
gatas le ha quedao un grueso costurón en el anca, pero sigue guapo y enterito
como siempre. Loh' hubieras visto ande principiaron a conocer la querencia...
No había modo de asujetarleh' las ganas..."
"Lo acompañé a desensillar y dejamos
ahí no más a las tropillas, que comían
juntas sin dejar de hacer familia. Era casi noche cerrada cuando
entramos al rancho. Encendí fuego y el cimarrón iba y venía, mientras nos
anoticiábamos mutuamente."
"- Por un casual m' encontré días
pasaos con Don Segundo, que andaba oficiando' e capataz de tropa y había
resuelto hacer noche en los campos ande me hayaba changando- comentó
Patrocinio. Al sentir nombrar a mi padrino, un escalofrío me corrió por el
espinazo.- Ansí jué que leh' carnié un capón y churrasquiamos juntos. Dispueh'
que se despachara con una relación d' esas como él sabe hacer, me convidó'
arrimarme hast' acá- y haciendo relinchar fuerte al mate se interrumpió, para
luego seguir:
"- Me alvirtió que usté andaba necesitando
un mensual pa trabajar en su campo...¡Caray! ¿No veh' hermano que la lengua
porfía en la costumbre? Si hasta me anda pareciendo que soh' como dos personah'
al mesmo tiempo, ¡la pucha!- y largó una sonora carcajada, acompañándose de un
golpe de puño en la rodilla."
"-Ansinita eh' cuñao, pa qué vi' a
mentirte, a mí también se me hace que llevo dos cristianos bajo el cuero: el
patrón, que no me hayo, y el resero' e siempre, q' es el que hace más juerza pa
salir- le contesté, mientras cambiaba la
cebadura del mate. Pensaba en esa sensación que me rondaba desde hacía rato. Y
Patrocinio, que no era lerdo, en seguida supo filiarla."
"- También, trabajo por dos y eso no
es cuento, hermano- afirmé, riendo por primera vez en la tarde-, dende que se
jué Don Segundo, casi ni tiempo pa miar he tenido..."
"- Y güeno. es porque estabah'
necesitao que me caí pa darte una mano; cuando Don Segundo me anotició que
andabah' presisando un puestero me vine cuantito pude, porque ansí no más debía
ser..."
"- Don Segundo es de pocas palabras-
retruqué- pero cuando habla, sindudamente hay q' escucharlo..."
"- Si te sirve, entonceh', aquí me
tenés...- y levantaba los ojos interrogantes, mientras pasaba la lengua entre
los dedos, humedeciendo el papel del cigarrillo."
"- Me anda pareciendo que sí, porque
aquí estoy mah'
solito que peludo trotiando' e
día. Dende q' el padrino se jué, te digo q' el trabajo me tiene
atosigao...- y pensaba que siempre las ideas de Don Segundo eran atinadas; que
el padrino actuaba con su presencia y también desde su ausencia, como un
verdadero Tata."
"Respiré con ganas, liberado por fín
de tanta pesadumbre, tanta tristeza, sin conocer mayormente el motivo de la
mudanza, y puse la carne al fuego. Al rato cayó Raucho, que le había señalado
el camino a Patrocinio, y comimos sin impaciencia, como tres buenos compañeros.
Algo nuevo parecía estar ocurriendo; una sensación diferente flotaba en el
aire, de suerte que a su solo impulso me sentía presa de una alegría grave,
contenida."
"Le ofrecí a Patrocinio quedarse a
trabajar conmigo a porcentaje, con gastos y algo como sueldo fijo para empezar,
y aceptó de buena gana."
"- Arreglao; lo que voh' digas,
hermano, pa mí va' estar güeno."
"La noche avanzaba, y las estrellas
habían cambiado el firmamento. El aura se colaba por la ventana abierta. Las
brasas todavía calentaban el culo
tiznado de la pava, y en tranquilo atardarse, cimaroneábamos otra vez. Raucho
habíase despedido, comprometido como estaba con un viaje de varios meses,
encargándome le galopara unos redomones. Cada tanto nos mirábamos sin hablar,
con silencio de asentimiento. Armamos otros cigarrillos y nos convidamos sin
mojarlos. La luz de la lámpara empezó a temblar con la brisa nocturna; las
sombras flamearon sobre las paredes, tocaron el techo y cayeron al suelo como
harapos. De repente y animado por un renuevo de ganas irreprimibles, dejé caer
la pregunta:
"- ¿Y Paula, tu hermana, cómo está?
Ya se debe haber casao, ¿verdá?- Pitando hondo y escarbando las brasas con una
ramita, esperaba la respuesta como quien no quiere la cosa. El corazón me
corcoviaba en el pecho como zorro entrampado, y escupí lejos unas hebras de
tabaco pegadas a los labios."
"- Bien, la Paula está guapa como
siempre, y se ha mudao al pueblo; se ha conchabao en El Progreso, un almacén de
Ramoh' Generales. Prontito aprendió a yevarle lah' cuentas, y ha risultao como
la mano derecha' e la dueña, una viuda' e la zona- comentó como al descuido
Patrocinio. Chupó con ganas de la bombilla y al terminar, la bulla del mate
aturdió mis oídos con viso de estampido."
"- ¿Si se ha casao querís saber?-
continuó-. No, entoavía no; deseguro no ha juntao tiempo, porque lo q' eh'
gavilanes que le arrastren el ala no le han faltao- y riendo me devolvió el
mate, ya lavado. Metió luego los dedos en un bolsillo de la blusa y sacó un
sobre arrugado."
"- M' encargó que si te hayaba, te
alcanzara esto- y entreabriendo la
puerta, asomóse hacia la noche, respirando con golosa voluntad el aire fresco-.
'ta que s' está lindo acá, cuñao- y se retorcía descoyuntándose, cansado del
viaje, por demás regular."
" Con un golpe seco abrí el sobre, y
un papel celeste, muy suave, me habló de tiempos ya lejanos, alborotando un sentimiento que habíase
guardado quietito como pichón en el nido. Arrimé la carta a la lámpara y estiré
el papel para sofrenar el temblor de los dedos. Entonces leí, una y otra vez,
estas frases que con poco, lo decían todo:
"Todavía no
tengo dueño que me ande mandando. Pero...ni falta que me hace. Ahora, si tiene
un arreo y anda por estos pagos, no deje de visitarme. Será bien recibido.
Saludos, Paula."
"Más fuerte que nunca vino a mí el deseo, y el recuerdo de su
carita desfachatada y alegre como canto de jilguero, me insultó como un relámpago en la mente. Era más que
probable que no esperase tener un arreo para caerme por allá. Sindudamente lo
haría antes. Sí señor, en cuanto Patrocinio se hallara con el nuevo trabajo,
juntaría unas pilchas y, con la tropilla por delante, me largaría otra vez al
callejón. Pero ahora sería para volver, porque
la suerte, como en la riña de gallos, parecía otra vez tallada en punta
de mi lado. Y no la iba a dejar
pasar, no señor."
"Salí andando de a pedacitos hasta
afuera. Hondamente respiré el aliento de los campos dormidos. Encima nuestro,
el cielo estrellado parecía un ojo inmenso, lleno de infinitas luces que
tiritaban con renovado fulgor. Un perro ladró a lo lejos, y el cencerro de
Garúa tintineó brevemente con curiosa cercanía. El campo entero, tendido en honduras sin
fín, recibía con silencioso goce la caída del sereno."
NIÑOS EN EL CAMPO
I
Un poco más arriba del centro de la Provincia de Buenos
Aires, y
Un poco más arriba del centro del siglo XX
Tres o cuatro leguas hay entre la ciudad de French y el pueblo del Doce de Octubre.
El día anterior había sido yo parte de un arreo desdela Laguna
de Cura, otras tres leguas más allá del Doce, hasta la estación de ferrocarril
de French. Allí hicimos noche, con los trescientos animales en los corrales,
esperando embarcar a la madrugada.
Cuando concluimos con el trabajo, fuimos a una fonda a almorzar. Allí compré algunas golosinas, cargué el frasco con agua y ensillé al Muñeco, que estaba fresco.
Ocupado en esos menesteres andaba, cuando me di cuenta de que me había quedado solo. El capataz y los otros reseros ya galopaban largo de vuelta para la estancia.
La huella se reconocía fácil, por las pisadas de los animales. Decidido, me puse a galopar parejito. El Bayo, de tiro, cabresteaba a mi lado, trotando con soltura, y derramando junto con el Muñeco, ese son particular que, al decir de Benito Linch, transmiten trote y galope al unísono, cuando golpean los vasos sobre la dureza del callejón.
A las dos leguas, les di un respiro. El sudor les blanqueaba las verijas, y el Muñeco había empezado a loriar, largando espuma por la boca, Ya en vena, quería apurar el paso y pedía rienda, molesto por la demora.
Entonces fue que la vi a un costado del camino, jugando con un perrito blanquimarrón, que toreaba a una cueva de peludos, o a los cuises que cruzaban el camino. Un enorme moño le sujetaba el pelo a un costado. El vestido, de color crudo, ya había incorporado ingredientes del camino. Cuando la emparejé, me detuve. Aparentaba cinco o seis años.
-¿Qué andás haciendo sola por aquí?
Ella frunció la boca, entrecerró los ojos al mirar hacia arriba, tapó con una mano el sol que fastidiaba lindo, y señaló:
-Yo vivo allí. ¿Y vos?
-Más lejos – contesté señalando el camino con la cabeza. Luego:- ¿Y tu mamá sabe que estás por acá?
-Ajá...
-Me parece que no...¿Vos no te andarás buscando unos coscorrones...?
-Peliador había sido el mozo- contestó rápido la chiquilla. Metí una mano en el bolsillo y ofrecí los caramelos. Me agaché sobre el estribo y ella tomó todos los que cabían en su mano.
-Golosa la niña. Dejame uno para el viaje de vuelta...
-Si debés tener mas allí-, y señaló el bolsillo con la barbilla, cerrada la boca conteniendo el dulce. Los di por perdidos y propuse:
-¿Querés que te acerque? El monte de la entrada está lejos...
-¿Vos sabés llevar como mi papá?
-¡No sé como lleva tu papá...! Llevo como llevo- y bajé del caballo de un salto. Le hice estribo con las manos unidas, la impulsé y se acomodó fácil en el recado.
-No, así no- reclamé-. Correte para atrás, que si no me le voy a sentar en la cruz al Muñeco...
-Ja,ja,ja- reía ella y se tapaba la boca, para no perder el jugo en el cojinillo. Al volear la pierna por delante de ella, y antes de sentarme, comprobé que no había pegote. Cuando partimos, ella se sujetó por debajo de mis brazos. Apoyaba una mejilla en mi espalda. El cuzco trotaba bajo el estribo, del otro lado del Bayo. Al rato:
-¿Ésta es la tranquera?- pregunté por arriba del hombro. Un monte de pinos y casuarinas sombreaba el camino de la entrada. Allá al fondo se advertía movimiento.
-Mi papá abre la tranquera sin bajarse- dijo en su media lengua de caramelos.
-Yo también, y no se te ocurra dejarme pegado el dulce en la camisa...- Ella giró la cabeza para atrás, dejándome lugar para el movimiento. Pasamos y cerramos con sonoro ruido metálico. El pichicho ladraba contento, y el Muñeco y el Bayo bufaban, con las orejas tiesas para adelante, sin reconocer la querencia.
-¡Vamos, pingo, vamos!- y los calmé con voz ronca y las riendas sujetas. Pegaron una espantada cuando una chancha salió de un pastizal y cruzó el camino a los gritos, con los lechones detrás. Me apoyé en estribos y riendas, apreté fuerte las rodillas, y nos desviamos en una breve atropellada, cuando recordé que llevaba compañía.
-¿Estás bien?- pregunté inútilmente, pues estaba allí, prendida como peludo a la cueva. Sus deditos, blancos nudillos, estrujaban la camisa por delante y su barbilla se me clavaba entre las paletas.
-¿Qué...qué pasó?- la queda pregunta me llegó desde debajo del sobaco.
-Nada, que te agarrés bien y ya llegamos- . Incliné el cuerpo hacia delante, para dar rienda al galope del Muñeco.
-¡Ése es el palenque!- señaló ella un enorme plátano, con cuatro postes de quebracho blanco alrededor del tronco. Un grueso alambre de acero ofrecía suficiente espacio para atar los caballos. Bajé y luego le ofrecí los brazos. Ella se largó así nomás, sin esperar que la sujetara, y rodamos por el suelo. Alguien se acercaba desde la casa.
-¡Caramba, qué manera de apiarse! – reía una señora, y cuando reconoció a la niña:- ¡Pero, chiquilla, era hora que aparecieras! ¡Te anduvimos buscando toda la tarde! Pero si serás...-La madre hacia el reclamo en un tono no demasiado severo. Yo me puse de pie y le tiré una mano, que tomó la señora, blanda y pasito, como se estila por aquí. Me presenté y sacudí la tierra del revolcón. A la niña, ya ni me dignaba mirarla, aunque calculo que me observaba, ya que de mi explicación saldría o no el reto.
-¿Así que andás haciendo de resero? ¿Y dela Laguna
del Cura te has llegado hasta aquí?
-Ya voy de vuelta, señora. Ayer nomás pasamos con la tropa por aquí rumbo a los corrales de French...
-Así que eran ustedes...- Y la niña cabeceaba, afirmando lo que aseveraba la madre.
-¿Y vos, mocosa, que estás comiendo?- La madre la encaraba con mal disimulado enojo.
-Unos caramelos que le di yo, déjela señora, si estaba a punto de llorar de asustada, solita en el camino...-Y miré a la pequeña, esperando la andanada de furia en su mirada. Pero sonreía con los labios apretados, y se sacudía el vestido, ya menos crudo que marrón terroso.
Pasamos. La señora ofreció agua fresca, luego mate y tortas fritas. Al rato tuve voluntad, y pedí permiso, con una mano en el bolsillo de la blusa.
-¿Me permite, señora?
-¿El qué, muchacho?
-Despuntar el vicio.
-¿Fumás, vos? ¿Cuántos años tenés?
-Y si no hay más remedio...Catorce- mentí finalmente, encogiéndome de hombros y haciéndome el desentendido-. Es decir, si no tiene problema...
-No, por mí no; y tu mamá... ¿qué dice?
La niña me miraba, divertida, y se reía mostrando una perfecta hilera de blancos dientitos. Le deslicé una mirada de completa indiferencia.
-Mi mamá...mi mamá no dice nada porque no está. Si estuviera, le pediría permiso a ella- y estiré sobre las rodillas la tabaquera nueva de cogote de avestruz, que me regalara Eduardo Indalecio, mensual dela Laguna.
-Bien contestado- respondió
la señora riendo. Amasaba algo contra la gruesa mesa de la cocina, y los brazos
arremangados mostraban nervudas cuerdas. “Debe ser brava cuando se enoja”,
pensé. Y entré a cabecearme un “Hija del Toro”. Cuando lo encendí, la señora
frunció el ceño, y agregó:
-Ni un mosquito va a quedar por aquí con el charuto ese.
-Ni más ni menos, señora, y ya me voy a tener que ir yendo...- y me puse desganadamente de pie. Me despedía con tiempo. El tirón era largo hastala
Laguna , y no quería pasar de noche por el Doce; capaz que
terminaba en cualquier otro sitio.
-Lleváte esto, y cargá agua en la bomba- y me ofreció un paquete con bizcochos. Saludé, y la niña me acompañó hasta el palenque. Me dolían los pies, y opté por rajar el empeine de la alpargata con el cuchillito que llevaba en la cintura.
-¿Tenés cuchillo, vos?- El asombro de la niña parecía auténtico.-Y rompiste la alpargata así nomás...
-Ajá...así hacemos nosotros cuando algo nos molesta. Lo cortamos de cuajo y listo...- Antes de envainar el cuchillo, se lo pasé. Lo miraba como encandilada, sosteniéndolo con las dos manos. Me lo devolvió con harto cuidado.
Ensillé al Bayo, subí, y me alejé echando nubecitas de humo. Ella caminaba a un costado, acompañada por el cuzco, que corría a los pajaritos que nos cantaban desde el borde del alambrado. Horneros y calandrias disputaban los granos del suelo a una bandada de chillones mixtos.
-¿Vas a volver?-, y caminaba ligerito para emparejar el sobrepaso del caballo.
-Tal vez sí, tal vez no. Depende...- Me hacía el interesante, quizá para abreviar el trámite-.Bueno, niña, ¡güélvase pa las casas, que se le está haciendo tarde!...
-Decíme primero si vas a volver.
-Sí, en quince o veinte días hay otro arreo. Capaz que me conchaben de nuevo y pase por aquí.
-¿Vas a venir hasta las casas, entonces? - Se detuvo y sofrené el pingo, que alzó el hocico, ansioso, haciendo ruido con la coscoja del freno...
-Claro. ¿Cómo no voy a pasar a saludar a tu madre?
-¿Y a mí?
-¿A vos, qué...?
-¿Me vas a saludar?
- Si te andás portando bien, y no te volvés a escapar con el cuzco...
Incliné el cuerpo para adelante, inicié el galope, corto, y luego largo, El viento me golpeaba en el pecho, en la cara, en las sienes, y levantaba el ala del sombrero pajizo. Me lo quité y me volví, saludando alborozadamente hacia atrás. La niña respondió con las dos manos en el aire, saltaba y daba grititos estridentes. Luego reunió sus manitos en el regazo del vestido, agachándose con alegre y contenido gesto.
Me volví, y calcé firme el sombrero. Adelante me esperaban varias leguas de galope tendido
Un poco más arriba del centro del siglo XX
Tres o cuatro leguas hay entre la ciudad de French y el pueblo del Doce de Octubre.
El día anterior había sido yo parte de un arreo desde
Cuando concluimos con el trabajo, fuimos a una fonda a almorzar. Allí compré algunas golosinas, cargué el frasco con agua y ensillé al Muñeco, que estaba fresco.
Ocupado en esos menesteres andaba, cuando me di cuenta de que me había quedado solo. El capataz y los otros reseros ya galopaban largo de vuelta para la estancia.
La huella se reconocía fácil, por las pisadas de los animales. Decidido, me puse a galopar parejito. El Bayo, de tiro, cabresteaba a mi lado, trotando con soltura, y derramando junto con el Muñeco, ese son particular que, al decir de Benito Linch, transmiten trote y galope al unísono, cuando golpean los vasos sobre la dureza del callejón.
A las dos leguas, les di un respiro. El sudor les blanqueaba las verijas, y el Muñeco había empezado a loriar, largando espuma por la boca, Ya en vena, quería apurar el paso y pedía rienda, molesto por la demora.
Entonces fue que la vi a un costado del camino, jugando con un perrito blanquimarrón, que toreaba a una cueva de peludos, o a los cuises que cruzaban el camino. Un enorme moño le sujetaba el pelo a un costado. El vestido, de color crudo, ya había incorporado ingredientes del camino. Cuando la emparejé, me detuve. Aparentaba cinco o seis años.
-¿Qué andás haciendo sola por aquí?
Ella frunció la boca, entrecerró los ojos al mirar hacia arriba, tapó con una mano el sol que fastidiaba lindo, y señaló:
-Yo vivo allí. ¿Y vos?
-Más lejos – contesté señalando el camino con la cabeza. Luego:- ¿Y tu mamá sabe que estás por acá?
-Ajá...
-Me parece que no...¿Vos no te andarás buscando unos coscorrones...?
-Peliador había sido el mozo- contestó rápido la chiquilla. Metí una mano en el bolsillo y ofrecí los caramelos. Me agaché sobre el estribo y ella tomó todos los que cabían en su mano.
-Golosa la niña. Dejame uno para el viaje de vuelta...
-Si debés tener mas allí-, y señaló el bolsillo con la barbilla, cerrada la boca conteniendo el dulce. Los di por perdidos y propuse:
-¿Querés que te acerque? El monte de la entrada está lejos...
-¿Vos sabés llevar como mi papá?
-¡No sé como lleva tu papá...! Llevo como llevo- y bajé del caballo de un salto. Le hice estribo con las manos unidas, la impulsé y se acomodó fácil en el recado.
-No, así no- reclamé-. Correte para atrás, que si no me le voy a sentar en la cruz al Muñeco...
-Ja,ja,ja- reía ella y se tapaba la boca, para no perder el jugo en el cojinillo. Al volear la pierna por delante de ella, y antes de sentarme, comprobé que no había pegote. Cuando partimos, ella se sujetó por debajo de mis brazos. Apoyaba una mejilla en mi espalda. El cuzco trotaba bajo el estribo, del otro lado del Bayo. Al rato:
-¿Ésta es la tranquera?- pregunté por arriba del hombro. Un monte de pinos y casuarinas sombreaba el camino de la entrada. Allá al fondo se advertía movimiento.
-Mi papá abre la tranquera sin bajarse- dijo en su media lengua de caramelos.
-Yo también, y no se te ocurra dejarme pegado el dulce en la camisa...- Ella giró la cabeza para atrás, dejándome lugar para el movimiento. Pasamos y cerramos con sonoro ruido metálico. El pichicho ladraba contento, y el Muñeco y el Bayo bufaban, con las orejas tiesas para adelante, sin reconocer la querencia.
-¡Vamos, pingo, vamos!- y los calmé con voz ronca y las riendas sujetas. Pegaron una espantada cuando una chancha salió de un pastizal y cruzó el camino a los gritos, con los lechones detrás. Me apoyé en estribos y riendas, apreté fuerte las rodillas, y nos desviamos en una breve atropellada, cuando recordé que llevaba compañía.
-¿Estás bien?- pregunté inútilmente, pues estaba allí, prendida como peludo a la cueva. Sus deditos, blancos nudillos, estrujaban la camisa por delante y su barbilla se me clavaba entre las paletas.
-¿Qué...qué pasó?- la queda pregunta me llegó desde debajo del sobaco.
-Nada, que te agarrés bien y ya llegamos- . Incliné el cuerpo hacia delante, para dar rienda al galope del Muñeco.
-¡Ése es el palenque!- señaló ella un enorme plátano, con cuatro postes de quebracho blanco alrededor del tronco. Un grueso alambre de acero ofrecía suficiente espacio para atar los caballos. Bajé y luego le ofrecí los brazos. Ella se largó así nomás, sin esperar que la sujetara, y rodamos por el suelo. Alguien se acercaba desde la casa.
-¡Caramba, qué manera de apiarse! – reía una señora, y cuando reconoció a la niña:- ¡Pero, chiquilla, era hora que aparecieras! ¡Te anduvimos buscando toda la tarde! Pero si serás...-La madre hacia el reclamo en un tono no demasiado severo. Yo me puse de pie y le tiré una mano, que tomó la señora, blanda y pasito, como se estila por aquí. Me presenté y sacudí la tierra del revolcón. A la niña, ya ni me dignaba mirarla, aunque calculo que me observaba, ya que de mi explicación saldría o no el reto.
-¿Así que andás haciendo de resero? ¿Y de
-Ya voy de vuelta, señora. Ayer nomás pasamos con la tropa por aquí rumbo a los corrales de French...
-Así que eran ustedes...- Y la niña cabeceaba, afirmando lo que aseveraba la madre.
-¿Y vos, mocosa, que estás comiendo?- La madre la encaraba con mal disimulado enojo.
-Unos caramelos que le di yo, déjela señora, si estaba a punto de llorar de asustada, solita en el camino...-Y miré a la pequeña, esperando la andanada de furia en su mirada. Pero sonreía con los labios apretados, y se sacudía el vestido, ya menos crudo que marrón terroso.
Pasamos. La señora ofreció agua fresca, luego mate y tortas fritas. Al rato tuve voluntad, y pedí permiso, con una mano en el bolsillo de la blusa.
-¿Me permite, señora?
-¿El qué, muchacho?
-Despuntar el vicio.
-¿Fumás, vos? ¿Cuántos años tenés?
-Y si no hay más remedio...Catorce- mentí finalmente, encogiéndome de hombros y haciéndome el desentendido-. Es decir, si no tiene problema...
-No, por mí no; y tu mamá... ¿qué dice?
La niña me miraba, divertida, y se reía mostrando una perfecta hilera de blancos dientitos. Le deslicé una mirada de completa indiferencia.
-Mi mamá...mi mamá no dice nada porque no está. Si estuviera, le pediría permiso a ella- y estiré sobre las rodillas la tabaquera nueva de cogote de avestruz, que me regalara Eduardo Indalecio, mensual de
-Bien
-Ni un mosquito va a quedar por aquí con el charuto ese.
-Ni más ni menos, señora, y ya me voy a tener que ir yendo...- y me puse desganadamente de pie. Me despedía con tiempo. El tirón era largo hasta
-Lleváte esto, y cargá agua en la bomba- y me ofreció un paquete con bizcochos. Saludé, y la niña me acompañó hasta el palenque. Me dolían los pies, y opté por rajar el empeine de la alpargata con el cuchillito que llevaba en la cintura.
-¿Tenés cuchillo, vos?- El asombro de la niña parecía auténtico.-Y rompiste la alpargata así nomás...
-Ajá...así hacemos nosotros cuando algo nos molesta. Lo cortamos de cuajo y listo...- Antes de envainar el cuchillo, se lo pasé. Lo miraba como encandilada, sosteniéndolo con las dos manos. Me lo devolvió con harto cuidado.
Ensillé al Bayo, subí, y me alejé echando nubecitas de humo. Ella caminaba a un costado, acompañada por el cuzco, que corría a los pajaritos que nos cantaban desde el borde del alambrado. Horneros y calandrias disputaban los granos del suelo a una bandada de chillones mixtos.
-¿Vas a volver?-, y caminaba ligerito para emparejar el sobrepaso del caballo.
-Tal vez sí, tal vez no. Depende...- Me hacía el interesante, quizá para abreviar el trámite-.Bueno, niña, ¡güélvase pa las casas, que se le está haciendo tarde!...
-Decíme primero si vas a volver.
-Sí, en quince o veinte días hay otro arreo. Capaz que me conchaben de nuevo y pase por aquí.
-¿Vas a venir hasta las casas, entonces? - Se detuvo y sofrené el pingo, que alzó el hocico, ansioso, haciendo ruido con la coscoja del freno...
-Claro. ¿Cómo no voy a pasar a saludar a tu madre?
-¿Y a mí?
-¿A vos, qué...?
-¿Me vas a saludar?
- Si te andás portando bien, y no te volvés a escapar con el cuzco...
Incliné el cuerpo para adelante, inicié el galope, corto, y luego largo, El viento me golpeaba en el pecho, en la cara, en las sienes, y levantaba el ala del sombrero pajizo. Me lo quité y me volví, saludando alborozadamente hacia atrás. La niña respondió con las dos manos en el aire, saltaba y daba grititos estridentes. Luego reunió sus manitos en el regazo del vestido, agachándose con alegre y contenido gesto.
Me volví, y calcé firme el sombrero. Adelante me esperaban varias leguas de galope tendido
II
Los pasos perdidos...
...Pero no sería ni en quince ni en veinte
días.
Un año más tarde recorría nuevamente ese
callejón montado en el “Gateado” y llevando
la “Señorita” de ladero, con una tropa algo belicosa, de negros pesados
y camorreros. Al vislumbrar la chacra rumbo a French, no pude desviarme para
saludar, ya que se me había encargado la delantera y debía impedir que se
disparase el señuelo. Con el Gateado, puro nervio y tensión en el lomo y en la
boca, recorría un zigzag permanente de un alambrado al otro, gritando,
revoleando el rebenque, atropellando y sofrenando.
Desde el oeste, oscuros nubarrones
amenazaban con su carga, y el viento de marzo ya anunciaba el otoño.
Intranquilo por no haber alzado suficiente ropa, miraba con recelo aquél
horizonte. Vestido casi de verano, sólo un improvisado poncho llevaba atado a
la sidera. Era una vieja y liviana frazada pampa, con una rajadura al medio,
que me había alcanzado a último momento Julia, la esposa del casero de la
estancia.
Se largó a llover, finito, de madrugada, y
debimos refugiarnos en un vagón de carga. Con las primeras luces y el tren
dispuesto, subimos la hacienda con cuidado. El patrón se irritaba cuando se
golpeaban innecesariamente.
Almorzamos en la fonda con voracidad. Ya el cielo se había tapado
por completo y caía agua con ganas. Nadie hablaba. Todos masticábamos con
fuerza, mientras escuchábamos el ritmo parejo del tamborileo sobre las chapas
de cinc.
El capataz y los peones se aprontaron con
los pesados ponchos encerados. El sonido de las madrinas llamaba desde los
corrales, y salieron uno tras otro animándose con sus gritos.
-¿Y vos...?-, me miró el capataz con
curiosidad y algo de lástima. “Te vah’ a mojar, hermano”, decía su sonrisa.
- Yo...¿qué?- disparé sin vueltas, mirándolo irritado. No
tenía ganas de discutir mi precaria situación. La lástima bien se la podía
guardar para otro.
-Nada, hermanito, no te m’ enojeh, que no ha
de ser pa tanto la mojadura...-, y volviéndose salió a los saltos silbando una
tonada con estridencia.
Monté en la Señorita. El Gateado
cabresteaba bien pero cortito. Me eché el poncho encima, encajé el sombrero hasta las orejas con el
ala hacia abajo, y salí al trotecito manso de los corrales. El agua se había
acumulado en los pozos del camino que
parecían hervir con el burbujeo continuo. El viento en la cara soplaba
insidioso, y había que mezquinarle el cuello a la terquedad del agua.
Al rato ya había perdido a mis compañeros
de tropa. Galopaban largo sin detenerse, salvo para mudar de caballo, buscando
llegar antes de la media tarde.
¡Ah,
sí! ¡El trabajo los une, pero terminado éste, cada cual por su lado y se las
arregla como mejor puede...!
A las dos o tres leguas, estaba hecho una
sopa. La mojadura no había respetado hueco ni rincón alguno. La yegua iba bien,
pero el Gateado molestaba, tironeando continuamente. No se me ocurrió cambiarlo
y en esos momentos se hacía difícil hacerlo con el apero empapado. Fue entonces cuando una idea fija
se apoderó de mi mente embotada por el frío y el dolor en todo el cuerpo: Buscar la entrada de la
chacra de la gringuita... Encontrarla y parar allí, hasta que escampe. “El
recuerdo de su carita, (¡Ay, Güiraldes!)
desfachatada y alegre como canto de jilguero, insultó mi mente como un relámpago del cielo”.
Allí podría mudar de caballo, secar las pilchas, cabecearme un cigarrillo,
tomar mate con la amable patrona, vichado por los ojos curiosos de la niña, que
vaya uno a saber cómo estaría de crecidita después de un año...
El galope era un chapoteo continuo en el
agua desbordada del camino, y la
Señorita ya aflojaba el cogote, y las verijas le temblaban sin remedio.
Trastabillaba de continuo, y amagaba con una seria costalada. Volví al paso lento. Debía mudar, y no se
vislumbraba monte cercano en el camino, donde guarecerse para hacerlo.
“Por acá tiene que ser”, rumiaba, tratando
de recordar el sitio donde recogiera a
la niña el verano anterior. El agua se ganaba por el cuello a raudales, y
corría por pecho y espalda con helada amabilidad. Las rodillas ardían por el
roce húmedo con el cuero del recado, y los estribos se escapaban a cada rato de
la soga refalosa de las alpargatas. Con las riendas hechas una baba, solo el
cabresto del Gateado conservaba vitalidad y tensión, como todo él, potro recién
amansado, nuevito. Agotado como estaba, esa tensión me endurecía el hombro derecho,
inflamado hasta el grito.
“Puta madre”, mordí entre dientes, y escupí
el agua que había entrado en la boca sin esperar permiso. El cielo encapotado
seguía descargando parejito, y los
charcos se iban convirtiendo en lagunas. A los costados, veíanse
animales muy quietos, resguardados bajo los montes, cuyos árboles de caídas
ramas y lánguidas hojas, chorreaban lo suyo cuando el viento amainaba.
“Ese monte de pinos y casuarinas...”,
buscaba al costado, pero no aparecía...”O la tranquera sin nombre”, vanamente
murmuraba. “Estarán en la cocina, con el pichicho echado bajo el calor de la
leña encendida, o paradito junto a la puerta, toreándole a los sapos que habrán
salido a retozar luego de la seca...”
Una tapera sin techo a la vera del callejón me
permitió cambiar caballo. ¡Para
qué...! El Gateado derramaba vitalidad
por los cuatro costados, y en la boca y el lomo demostraba con insistencia su
energía desbordante. Até el cabresto con la Señorita a la sidera, y me le afirmé con las dos
manos en las riendas. Atravesamos un par de lagunas de más de cien metros, con
el agua en las verijas, y allí se sosegó un tanto. Y cuando vi la sombra marrón
del camino, lo largué.
“Querés galopar, ¡galopá, mierda, y cansate pronto, animal jodido!”
El trote
cansino de la yegua lo frenaba cada tanto, con sus tropiezos y tironeos.
“¿Y el monte?... ¿Y la tranquera?... ¡Gringuita!... ¿Dónde estás?”, gritaba
mentalmente, haciendo gárgaras con la lluvia.
Entré en el
pueblo casi de golpe. Sin anunciarse, el “Doce” apareció detrás de la cortina de agua como un enorme
fantasma. El Gateado ya no loriaba. Aflojó el cuello cuando le di soga, y el
lomo se había ablandado con dócil gesto.
Paré en un almacén. Pedí dos copas seguidas
de caña quemada, que me sirvieron sin preguntar. Compré un pañuelo blanco de
tela gruesa y lo anudé fuerte en el cuello. Y un montón de golosinas que eché
al bolsillo con nostalgia. ¿Tabaco? ¡Para qué! Vacié la pasta que llevaba en la
tabaquera en un rincón, y volví resignado al mostrador. El patrón se ofreció y
armó un cigarrillo. Me lo entregó sin mojar, y le agradecí con voz ronca,
salida de no sé dónde. Fumé apoyado en el estaño. Al salir escupí con ganas
el agrio ocre del tabaco contra la
lluvia inclemente. Monté con el dolor más vivo en las coyunturas que yo
recuerde. Me acomodé y le hablé al pingo: “Portate bien, hermano. Faltan menos
de tres leguas y llegamos...”, y le palmeaba cariñoso el cogote, aunque sin
mucha esperanza.
Pero
todo llega, y como dicen por allí: El Señor aprieta pero no ahorca”,
aunque a veces aprieta fiero, el galope del Gateado se estabilizó en un amable
cuneado, y allá arriba empezó a clarear desde el oeste, y la lluvia se hizo
finita otra vez, y ya los charcos, lisitos, brillaban con nueva luz, espejos
que, al decir de Güiraldes, los vasos
del caballo iban rompiendo en mil pedazos, y los alambrados y los cables del telégrafo
ofrecían esa imagen final arrosariada de
gotas de lluvia suspendidas sabe quién cómo. Y las tijeretas retozaban,
mezcladas con las calandrias y algún benteveo. La lechuza se sacudía sobre un
poste esquinero, abarcando con la mirada el comienzo y el final del camino, y
un par de chimangos atentos planeaban
sobre algún animalito ahogado. Un hornero se asomaba, bien seco él, a la
puerta de su sólida casa, y una víbora cruzaba el camino con zigzagueante
movimiento, para escurrirse con rapidez en el verde, escapando de los vasos de
los caballos, que ya llevaban un ritmo sereno, parejo, largo...
Años después, leyendo a Alejo Carpentier, quien fuera aprendiz de resero comprendería, una vez más y a regañadientes, que la vida, cuando se ofrece,
lo hace por entero y sin reservas, e invariablemente, por única vez.
EL
PEOR AMANUENSE
Hay un enano, un gnomo pringoso y
maloliente que insiste en escribir en mi lugar, o en dictarme sus textos. Me
repugna su presencia, su cercanía insistente y bravucona, se pretende dueño de mis
escritos, de mis iniciativas. “Je, je, je, je”, sopla en mi oreja con hedor
propio de ultratumba, y su legua puntiaguda y rasposa repasa el costado de mi
cara con inmutable descaro. “Córrete, que sigo yo”, insiste en separarme del
asiento frente al teclado. Estoy cansado. Disculpen la intromisión, pero deberé
aceptarlo.
Un día
de pesca, o “el postrecito”
Una
vez salimos de pesca tres amigos. No, mejor dicho, tres conocidos. Fuimos en
una camioneta hasta una laguna a pescar pejerreyes. Era un invierno de esos muy
fríos. La helada matutina blanqueaba el pasto del camino. Dos horas de viaje, y
bajamos el bote en un espejo de agua que prometía abundancia de pejerreyes. Uno
tras otro picaban los muy hambrientos, y caían a los coletazos dentro del bote.
Para las cuatro de la tarde habíamos superado el centenar, y no de los
chiquitos. Medían entre veinte y treinta
centímetros. Unos “matungos” enormes. Estábamos felices. O casi felices, porque
el hambre había comenzado a torturarnos, a pesar de los víveres que habíamos
consumido, tan voraces como los peces que
agonizaban en el fondo del bote.
Emprendimos el regreso, buscando dónde
almorzar. Aunque tarde, algún sitio abierto
encontraríamos. Al rato, a cien metros de la ruta, una fonda con humo en
la chimenea denunció una habilitada parada.
Almorzamos los restos de una parrillada
que, no por chamuscada era menos apetecible. Vino y soda. Risas y optimismo por
el regreso con gloria.
“Cuando lleguemos, la patrona me putea
por no haberlos limpiado y fileteado”, dijo un compañero. Encendiendo un
cigarrillo, el otro le preguntó al dueño el lugar:
“¿No tiene nada para el postre,
jefe?” Éste sonrió. Los ojitos vinosos
le bailaban en la cara abotargada:
“¿Algo como qué...?, disparó.
“Usted sabe”, y riendo el compañero
extrajo la billetera del bolsillo.
El hombre se volvió hacia el mostrador,
donde una niña recién púber repasaba los vasos con gesto adusto. Con un
cabezazo, ejecutó una orden imperativa,
exigiéndola hacia adentro. Ella miró con ojos muy serios, arrojó el
repasador sobre la mesada, y se alejó con pasos rápidos hacia la puerta
interior, desatando el moño del delantal a su espalda.
“Bueno, son treinta cada uno...Y me la
tratan bien, miren que es chiquita...”, y sonreía, codiciando los billetes
marrones que el compañero empezaba a contar sobre la mesa. El otro también puso
su dinero allí, y me miraron interrogantes.
“No, no gracias”, me disculpé. “No
tengo plata”.
“Pero no seas boludo. Si es por eso,
lo arreglamos nosotros”. Sonreían con nerviosismo. Se miraban entre ellos y
luego a mí. Comprendí que sin mi participación, no irían. Entonces, sintiéndome
tan miserable como ellos, o más, acepté.
Cuando regresó el primero, el más
joven, luego de media hora de ausencia, vi que le brillaban todavía los ojos.
Con una seña de los dedos nos indicó: “Dos”.
El otro sonrió. El catarro parecía
desgarrarle el pecho y apagó el cigarrillo antes de incorporarse. En la barba
de dos días adiviné una molestia adicional para la víctima. La tos se le
escuchaba por detrás de la puerta que daba al pasillo interior. El patrón
silbaba mal un tango, repasaba con un trapo mugriento la vajilla para la noche,
y de tanto en tanto, escudriñaba hacia el exterior. Éramos los únicos
parroquianos. Mi compañero ansiaba contarme su “entrevista”, y yo le esquivaba
la labia. Fumé dos cigarrillos enteros hasta que el otro regresó, apretándose el cinturón del
pantalón y acomodando el desajuste de las prendas, producto del apuro por
volver a la mesa.
“No, no voy. No tengo ganas. Salgamos
de aquí”, me animé a expresar, inundado por una náusea que revelaba profundo
asco. Sentía más repugnancia por mí mismo que por ellos. Pura verdad. Y en base
a ello, me dejé convencer. Al caminar
hacia el pasillo, crucé una breve mirada con el patrón que me hizo una
señal con un dedo en el ojo: “¡Ojito!”, decía, “¡no te propases que es una
chiquilla!”
La puerta entreabierta de la pieza
dejaba ver una semipenumbra. Entré. Sentada en la cama y tapada a medias con
una colcha, ella me miraba con dos ojos que habían concentrado todo el odio
disponible
“No te preocupes por mí”, me atajé
aclarando. “Sólo me voy quedar un
ratito, para disimular, y después me voy.
Ella se acostó, envuelta en la
colcha, de cara contra la pared, y yo encendí otro cigarrillo. Entreabrí la
ventana. Los ruidos cotidianos del patio me hicieron ansiar el exterior. Me
senté en la cama. El aire, cargado de odio y vergüenza, se podía cortar con un
cuchillo. Fumaba y miraba el reloj. Interminables diez minutos. Ella respiraba
como dormida. Las agudas estridencias del silbido del patrón denunciaban sus
movimientos. Ya iba a la cocina, como a la despensa, hasta que pasó frente a la puerta y dejó dos breves
golpes que agradecí. Salí y me acerqué a
mis compañeros acomodándome la ropa. Ellos sonrieron al estudiarme. Estaba
aprobado.
El viaje de vuelta lo hice sentado al
lado de la ventanilla abierta, a pesar de las quejas de los otros. La náusea me
acompañaba con sensación quemante en el estómago. Fumaba e intentaba recordar
algún episodio que me llevara por otros sitios, y caí en el relato de un amigo
que viajaba a dedo hacia el norte en un camión; éste, en un momento dado, paró para recoger una niña que iba a la
escuela. Al rato el camionero se detuvo a un costado del camino y le indicó a
mi amigo que bajara. Se quedó con la niña, cobrándole el “peaje”. Ahora
comprendía la repugnancia de mi amigo al subir al camión y continuar el viaje,
como si nada hubiera sucedido. Cuando me lo contaba, yo percibía que él sentía
más asco de sí mismo por la impotencia, que por el animal con dos pies que
manejaba el camión.
También recordé...No, no recordé nada
más
“¿Cómo que no recuerdas más?, vamos, haz
memoria...” (el enano volvió con su aliento fétido a retomar la iniciativa, y
yo sabía de qué hablaba).
“No te entiendo”, mentí. “No sé a qué te
refieres...”
“Escucha: Je, je, je, je...: “Usted
tiene que venir, Larbaud, para que hagamos un viaje juntos. Dormiremos al claro
de luna en un lugar que se llama “El Socondo”, nos bañaremos en el “Arroyo de
las Doncellas”, viajaremos por el valle de “Humahuaca”...” ¿Recuerdas este
programado paseo de tu bienamado Güiraldes con su amigo francés por la
provincia de Jujuy? Sigo:...”
“Yo sé como sigue...callate ahora,
enano asqueroso. Andate a divertir a mis
amigos, que ya cabecean de aburridos y agotados...”
“No, sigamos con esto, que todavía falta
lo mejor, je, je, je. Escucha: ..”Cruzaremos caravanas de burros cargados de
sal, compraremos algún cuerito de chinchilla, o negociaremos un lote de
vicuñas, y si usted lo quiere...”
“Basta, terminala, enano basura, no
sigas...”
“¿No sigas...? Escucha: ...”y si
usted lo quiere se hará regalar alguna
preciosa chinita de catorce abriles, tímida como una corzuela, de quien
tendrá los huesos menudos, y dócil como los gatos de San Juan, de quienes
tendrá los ojos sesgados”
“¡Y qué bien pondría usted su grande
alma de poeta a los pies de esa carne simple!”(*)
La arcada irresistible derramó hacia la
puerta de la camioneta todo el contenido de mi estómago revuelto, de ese
almuerzo infame que no terminaba de digerir.
Llegué enfermo a mi casa. El enano me saludaba desde la ventanilla de
la camioneta al partir.
Cuando se alejaron, deposité la bolsa con
los pejerreyes en el cesto de residuos. Caminé tambaleante hasta la puerta, abrí y entré. Fui hasta la
biblioteca, encontré el ejemplar verde y dorado de las Obras Completas y me
senté junto a la chimenea que alguien de la casa había encendido. Cuando lo
arrojé al fuego, sentí otra vez el aliento de mi amigo, que parecía ya
inevitable.
“Una pena”, susurró, “quemar un libro como
éste por tan poca cosa…” Revolví con saña y un atizador el volcán de llamas y
cenizas oscuras, como si de mi estómago hirviente se tratara. Y de pronto, el enano se fue, pero no como
quien se desangra, sino riéndose con
grititos sardónicos de mí, según él, su peor amanuense.
(*)
Cartas de Ricardo Güiraldes a Valery Larbaud (Oct. de 1921). Obras Completas.
Emecé Edit.(1962)
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