DON
SEGUNDO SOMBRA
por Ricardo Güiraldes
(primera edición)
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XXVII
La laguna
hacía en la orilla unos flequitos cribados. Por la parte media, en unos
juncales ralos gritaban los pájaros salvajes.
Una fatiga
grande pesaba en mi cuerpo y en mis pensamientos, como un hastío de seguir
siempre en el mundo sembrando hechos inútiles.
Iba a pasar un
momento triste, el momento que en mi vida representaría, más que ningún otro,
un desprendimiento.
Tres años
habían transcurrido desde que llegué, como un simple resero, a trocarme en
patrón de mis heredades. ¡Mis heredades!
Podía mirar alrededor, en redondo, y decirme que todo era mío. Esas palabras
nada querían decir. ¿Cuándo, en mi vida de gaucho, pensé andar por campos
ajenos? ¿Quién es más dueño de la pampa que un resero? Me sugería una sonrisa
el solo hecho de pensar en tantos dueños de estancia, metidos en sus casas,
corridos siempre por el frío o por el calor, asustados por cualquier peligro
que les impusiera cualquier caballo arisco, un toro embravecido o una tormenta
de viento fuerte. ¿Dueños de qué? Algunos parches de campo figurarían como
suyos en los planos, pero la pampa de Dios había sido bien mía, pues sus cosas
me fueron amigas por derecho de fuerza y baquía.
Está visto que
en mi vida, el agua es como un espejo en que desfilan las imágenes del pasado.
A orillas de un arroyo resumí antaño mi niñez. Dando de beber a mi caballo en
la picada de un río, revisé cinco años de andanzas gauchas. Por último, sentado
sobre la pequeña barranca de una laguna, en mis posesiones, consultaba
mentalmente mi diario de patrón.
Si al recibir
mi campo de manos de Don Leandro, hubiera seguido mi sentir, andaría aún
dejando el rastro de mi tropilla por tierras de eterna novedad. Dos cosas me
decidieron entonces a cambiar de parecer: los consejos de mi tutor, apoyados en
claras razones, y el refuerzo que de éstos me llegaban por boca de mi padrino.
Más sólido argumento, fué recibir de Don Segundo la aceptación de quedarse en
el campo.
Casi demás
está decir que, los dos primeros años, viví en el rancho de mi padrino. Desde
mi llegada, por cierto, no miré a la casa principal como residencia de
elección. Conservaba yo muy vivido un instinto salvaje, que me hacía tender una
cama afuera y escapar de todo encierro. También continué levantándome al alba y
acostándome a la caída del sol, como las gallinas.
La casa grande
y vacía, poblada de muebles serios, como mis tías, no me veía más que de paso.
Seguían sus vastos aposentos siendo de otro hombre, cuya memoria no podía
acostumbrarme a encarar como la de un padre. Y, además, me parecía que también
ella iba a morir, significando su presencia sólo un recuerdo frío. De haberme
atrevido, la hubiera hecho echar abajo, como se degüella, por compasión, a un
animal que sufre.
Como el
potrero a cargo de Don Segundo quedaba lindando con el campo de los Galván, nos
reuníamos frecuentemente con Raucho. Nuestra amistad se había sellado muy
pronto, ofreciéndonos como prenda de simpatía el gusto de intercambiar potros.
Él me dió los primeros galopes a unos bayos, que me regaló para entablar la tan
deseada tropilla de ese pelo. Yo le correspondí de igual modo y en igual
cantidad, con unos alazanes. Mutuamente nos servimos de padrinos durante la
amansadura. Nuestro compañerismo, por cierto, no podría haberse cimentado
mejor, ni de modo más gaucho.. Para dos muchachones que andaban a caballo, de
sol a sol, era una forma de estar siempre presentes el uno para el otro.
Nuestro trato
era frecuente en lo de Don Segundo, sin contar los días en que Don Leandro nos
llamaba a su lado, para enseñarnos el manejo de un establecimiento. Pero en
casa de mi padrino pasábamos los mejores ratos, mano a mano con el mate o una
guitarra por medio, mientras el grande hombre nos contaba fantasías, relatos o
episodios de su vida, con una admirable limpidez y gracia que he tratado de
evocar en estos recuerdos.
Fué a raíz de
estas charlas que Raucho acertó a influenciarme con aficiones suyas. Sabía una
barbaridad en cuanto a lecturas y libros. Prestándome algunos me hablaba
largamente de ellos. Pero ¡qué diferencia! Mientras yo me veía limitado no sólo
por el idioma sino por mi falta de costumbre, él leía con extraordinaria
facilidad, lo mismo en francés, italiano y en inglés, que en español. Al lado
de esto, Raucho me parecía a veces una criatura libre de dolores, sin verdadero
bautismo de vida. Otro motivo de su conversación era el de sus aventuras y
diversiones. ¿Qué creía que iba a encontrar?
La vida, a mi entender, estaba tan llena, que el querer meterle nuevas
combinaciones, se me antojaba lamentablemente infantil. Mis argumentos simples,
nada podían contra su fantasía y al fin, lo dejaba desfogarse a su gusto. Mi
nacimiento, por otra parte, me impedía encarar ningún amorío como una
diversión.
A todo eso,
poco a poco, me iba formando un nuevo carácter y nuevas aficiones. A mi andar
cotidiano sumaba mis primeras inquietudes literarias. Buscaba instruirme con
tesón.
Pero no quiero
hablar de todo eso, en estas líneas de alma sencilla. Baste decir que la
educación que me daba Don Leandro, los libros y algunos viajes a Buenos Aires
con Raucho, fueron transformándome
exteriormente en lo que se llama un hombre culto. Nada, sin embargo, me daba la
satisfacción potente que encontraba en mi existencia rústica.
Aunque no me
negara a los nuevos modos de vida y encontrara un acerbo gusto en mi
aprendizaje mental, algo inadaptado y huraño me quedaba del pasado.
Y esa tarde
iba a sufrir el peor golpe.
Miré el reloj.
Eran las cinco. Monté a caballo y fuí para el lado del callejón, donde hallaría
a mi padrino. Resultaba ya imposible retenerlo, después de tanta insistencia
inútil. Él estaba hecho para irse, siempre, y tres años de permanencia en un
lugar lo habían saturado de inmovilidad. Demasiado sentía yo en mí la sorbente
sugestión de todo camino, para no comprender que en Don Segundo huella y vida
eran una sola cosa. ¡Y tenerme que quedar!
Nos saludamos
como siempre.
A la par,
tranqueando, hicimos una legua por el callejón. Entramos a un potrero para
cortar campo, y llegamos hasta la loma nombrada “del Toro Pampa”, donde
habíamos convenido despedirnos. No hablábamos. ¿Para qué?
Bajo el tacto
de su mano ruda, recibí un mandato de silencio. Tristeza era cobardía. Volvimos
a desearnos, con una sonrisa, la mejor de las suertes. El caballo de Don Segundo,, dió el anca al mío y
realicé, en aquella divergencia de dirección, todo lo que iba a separar
nuestros destinos.
Lo ví alejarse
al tranco. Mis ojos dormían en lo familiar de sus actitudes. Un rato ignoré si
veía o evocaba. Sabía como levantaría el rebenque, abriendo un poco la mano, y
como echaría adelante el cuerpo, iniciando el envión del galope. Así fué. El
trote de transición le sacudió el cuerpo como una alegría. Y fué el compás
conocido de los cascos trillando distancia: galopar es reducir lejanía. Llegar
no es, para un resero, más que un pretexto de partir.
Por el camino,
que fingía un arroyo de tierra, caballo y jinete repecharon la loma, difundidos
en el cardal. Un momento la silueta doble se perfiló nítida sobre el cielo,
sesgado por un verdoso rayo del atardecer. Aquello que se alejaba era más una
idea que un hombre. Y bruscamente desapareció, quedando mi meditación separada
de su motivo.
Me dije:
“ahora va a bajar por el lado de la cañada. Recién cuando cruce el río, lo veré
asomar en el segundo repecho.” El anochecer vencía lento, seguro, como quien no
está turbado por un resultado dudoso. Unas nubes tenues hacían largas estrías
de luz.
La silueta
reducida de mi padrino apareció en la lomada. Pensé que era muy pronto. Sin
embargo era él, lo sentía porque a pesar de la distancia no estaba lejos. Mi
vista se cernía enérgicamente sobre aquél pequeño movimiento en la pampa
somnolente. Ya iba a llegar a lo alto del camino y desaparecer. Se fué
reduciendo como si lo cortaran de abajo en repetidos tajos. Sobre el punto
negro del chambergo, mis ojos se aferraron con afán de hacer perdurar aquel
rezago. Inútil, algo nublaba mi vista, tal vez el esfuerzo, y una luz llena de
pequeñas vibraciones se extendió sobre
la llanura. No sé qué extraña sugestión me proponía la presencia ilimitada de
un alma.
“Sombra”, me
repetí. Después pensé casi violentamente en mi padre adoptivo. ¿Rezar? ¿Dejar
sencillamente fluir mi tristeza? No sé cuantas cosas se amontonaron en mi
soledad. Pero eran cosas que un hombre jamás se confiesa.
Centrando mi
voluntad en la ejecución de pequeños hechos, dí vuelta mi caballo y,
lentamente, me fuí para las casas.
Me fuí, como
quien se desangra.
FIN
La
Porteña, Marzo de 1926
EPÍLOGO
Al cabo de unos pocos días vividos como una
sombra, atufado por cualquier sonsera, abandoné sin más dilación la casa
principal, encontrando un lugar aparente en el rancho de Don Segundo. Era
poderosa allí la
sensación de su
presencia, que me atraía con la
fuerza de un remanso, y colegí que
sólo obedeciendo a esa sugestión
vería, tal vez, el otro lado de la taba. Además, la cercanía del campo de Galván me facilitaba el encuentro casi diario
con Raucho. Con una alegría ávida de traducirse en movimiento, era él quien me
oficiaba de ladero en mil tareas, siempre esparcido, siempre bien dispuesto. No
dejaba de hallar ocasión para la palabra necesaria, y con el silbido expresaba,
nítida, su vitalidad sobrante. Sin embargo, pasé varios meses taciturno,
forzando la voluntad para la ejecución cotidiana de los actos más simples,
aunque no le mezquinaba el cuerpo al trabajo, ya que trabajaba duro y de sol a
sol (a veces antes que amaneciera ya me había ganado a los corrales para
ordeñar, o estaba recogiendo animales que, luego del aparte, traduciría en una
tropita, o estaba injiriendo alguna soga a la luz de la lámpara). Así ocupaba
el tiempo, y además atendía
personalmente a mis potros, oficiaba a la fuerza de alambrador, obligado por el
daño de alguna hacienda chúcara, y terraplenaba bebederos, siempre sumiéndose
en peligrosos barriales. Buscábame Raucho para corrernos en yunta hasta Buenos Aires, pero no me decidía acompañarlo. Había perdido la voluntad de viajar y conocer, quizá por
temor de alejarme de los campos que todavía me aseguraban con patente certeza
la figura admirada de Don Segundo. Yo había sido como un instrumento en sus
manos, y algún día empezaría a tener sonido propio. Tal vez. Aún zumbaban en
mis oídos algunas de sus palabras: ¡Dejá, no más, que al correr del tiempo todo
eso será tuyo! Y no se refería a la tierra, ni a la hacienda, ni a las
casas.... ¡Si sos gaucho de veras no has de mudar!...
Y a mi entender estaba visto que, por momentos, así iba siendo. Instruido por
mis cabales, también advertía la
distancia entre un cajetilla agauchado y un gaucho acajetillado: Más que en el origen, asentábase en un inveterado antojo de desarraigo; en el ansia de trasponer el
límite del alambrado y enderezar sin retorno al callejón, poseído por esa
indefinida voluntad de andar. Ciertamente, realicé que yo pertenecía con
holgura al otro lado de la tranquera; en
cambio Raucho, malgrado ser muy viajado
y conocer mundo, era no más de aquí, marcado a fuego por la querencia.
Había días en que parecía ir moviéndome en el aire grande que caía de todos lados en el cuerpo, como
cariño, galopando campo abierto, mientras un vientecito suave se colaba entre
la ropa y unos teros, allá arriba, me gritaban su alegría. Otras veces iba como
dormido, y la soledad me corría fría por
el espinazo. Sin voluntad para el movimiento, quedábame sentado en el patio
como pan que no se vende, mientras el agua de la pava se iba enfriando de puro
aburrida, y la mirada se deslizaba sin detención sobre el campo que nada quería
saber fuera de su reposo, durante esas tardes en cuyo silencio el crepúsculo
comenzaba a suspender sus primeras sombras. Sentía que estaba mudando el
destino de la nube por el del árbol, esclavo de la raíz prendida sin remedio a
unos palmos de tierra. Pensamientos lúgubres atenazábanme el garguero, con la
memoria extraviada en un pozo de tristeza, hasta que el canto familiar del cencerro de Garúa me alejaba de mis
cavilaciones, llamando desde donde había quedado recostada la tropilla, y mi atención
tornábase sutil al escuchar el conocido tintineo. Entonces volvía en mí, para
sentir que el orden de las cosas dábase como debía ser, y lo que viniera,
llegaría por sí solo, en el natural devenir.
Estaba una tarde de esas achicando una
cincha y, sin luz suficiente, luchaba con mi alesna y el cuero algo reseco. Con
pasión humedecía el tiento, que patinaba
filoso entre mis labios. Corríalo después contra el lomo del cuchillo, buscando
la escurrida firmeza que impidiera zafar
los puntos. El sol ya se escondía detrás de los apretados paraísos, y la
tropilla aguardaba sin impacientarse, comiendo en un potrerito nuevo, en
derredor de la madrina maneada. Todavía no había dejado nochero, así que
abandoné la costura para mejor oportunidad y me levanté con pereza del banco.
Tantié la tabaquera en el bolsillo de la blusa, decidido a armar un buen
cigarrillo; cargado en demasía, no terminaba de cabecearlo. Lo prendí y con el
fósforo por delante busqué la lámpara. Solté dos bocanadas de humo como para
ahuyentar todos los mosquitos del patio,
tosí, y a través del azul brumoso pude entrever que la tropilla se
arremolinaba. Como respondiéndome a un chiflido, los caballos habían dejado de
comer, y alzaban la cabeza con la gramilla en la boca; las orejas, rígidas,
apuntaban en decidida señal hacia lo de Galván. El cencerro de Garúa desparramó
un tropel de notas con generoso desborde, mientras la yegua buscaba inquieta la
posición de sus compañeros. Después relinchó con una alegría que me estremeció
desde los sobacos, dejándome en los brazos un reguero de piel de gallina. Pegué
otra pitada fuerte y me ejecuté para afuera. Alguien venía llegando desde lo de
Galván... ¿Don Segundo? Forcé la vista cuando mis ojos dudaron con la semblanza
del ginete. No era él. Un paisano joven se arrimaba al tranco manso, con la tropilla
por delante. Enderecé a la tranquera, queriendo conocer al visitante. Garúa
volvió a relinchar, alzando las manos hacia la tropilla que se avecindaba, y
dos caballos se desprendieron de ella para ir a refregar, gozosos, cogotes y
cabezas con mi madrina. Eran, no más, el lobuno Orejuela y el bayo Comadreja.
Sentí un contento indescriptible al reconocerlos. Los recuerdos se me
atropellaron como tropa en un bebedero, y pité hondo otra vez, acercándome al
paisano rubio, de porte desgarbado... que no era otro que Patrocinio
Salvatierra.
- Hermano...¡Bienvenido a las casas!
Pero...¿qué andah' haciendo por estos
pagos? ¿Qué te trai por aquí? ¿Pasiando? Güeno... menos preguntas y apiate no
más-. Una alegría charlatana me había soltado de golpe la lengua, acollarada
desde la partida de mi padrino.
-Güenas, don Fabio- me respondió
tímidamente, sacándose el chambergo con un manotón apresurado.
- Pero...¡Ah, no! ¡Otra veh' ansí no!- le
grité fiero. Y su semblante palideció. Buscando distancia, afirmóse en riendas
y estribos para recular. Los labios le temblaban y no atinaba a decir palabra.
Entonces le aclaré, fastidiado pero con voz tranquila:
- No, hermano, formal, ansí no. Me hacéh'
el favor de tutiarme, q' entoavía soy el
de siempre, o deno, te vas pegando la
güelta ya mismito.
-¡Lindo!- exclamó, echando afuera toda la
risa. Y con el cabresto en la mano, se le descolgó por la paleta al alazán
malacara.
Nos confundimos en un abrazo.
Orejuela y Comadreja se habían entreverado
con mi tropilla, y Garúa ronroneaba de felicidad, relinchándoles bajito.
-Ya veo, cuñao, que loh' has cuidao como
Dios manda- dije, vichándolos sin poder
esconder la satisfacción.
- Ansina eh' hermano, y al bayo a gatas
le ha quedao un grueso costurón en el anca, pero sigue guapo y enterito como
siempre. Loh' hubieras visto ande principiaron a conocer la querencia... No
había modo de asujetarleh' las ganas...
Lo acompañé a desensillar y dejamos ahí
no más a las tropillas, que comían
juntas sin dejar de hacer familia. Era casi noche cerrada cuando
entramos al rancho. Encendí fuego y el cimarrón iba y venía, mientras nos
anoticiábamos mutuamente.
- Por un casual m' encontré días pasaos
con Don Segundo, que andaba oficiando' e capataz de tropa y había resuelto
hacer noche en los campos ande me hayaba changando- comentó Patrocinio. Al
sentir nombrar a mi padrino, un escalofrío me corrió por el espinazo.- Ansí jué
que leh' carnié un capón y churrasquiamos juntos. Dispueh' que se despachara
con una relación d' esas como él sabe hacer, me convidó' arrimarme hast' acá- y
haciendo relinchar fuerte al mate se interrumpió, para luego seguir:
- Me alvirtió que usté andaba necesitando
un mensual pa trabajar en su campo...¡Caray! ¿No veh' hermano que la lengua
porfía en la costumbre? Si hasta me anda pareciendo que soh' como dos personah'
al mesmo tiempo, ¡la pucha!- y largó una sonora carcajada, acompañándose de un
golpe de puño en la rodilla.
-Ansinita eh' cuñao, pa qué vi' a
mentirte, a mí también se me hace que llevo dos cristianos bajo el cuero: el
patrón, que no me hayo, y el resero' e siempre, q' es el que hace más juerza pa
salir- le contesté, mientras cambiaba la
cebadura del mate. Pensaba en esa sensación que me rondaba desde hacía rato. Y
Patrocinio, que no era lerdo, en seguida supo filiarla.
- También, trabajo por dos y eso no es
cuento, hermano- afirmé, riendo por primera vez en la tarde-, dende que se jué
Don Segundo, casi ni tiempo pa miar he tenido...
- Y
güeno. es porque estabah' necesitao que me caí pa darte una mano; cuando Don
Segundo me anotició que andabah' presisando un puestero me vine cuantito pude,
porque ansí no más debía ser...
- Don Segundo es de pocas palabras-
retruqué- pero cuando habla, sindudamente hay q' escucharlo...
- Si te sirve, entonceh', aquí me
tenés...- y levantaba los ojos interrogantes, mientras pasaba la lengua entre
los dedos, humedeciendo el papel del cigarrillo.
- Me anda pareciendo que sí, porque aquí estoy
mah' solito que peludo trotiando' e día. Dende q' el padrino se jué, te digo q' el trabajo me tiene
atosigao...- y pensaba que siempre las ideas de Don Segundo eran atinadas; que
el padrino actuaba con su presencia y también desde su ausencia, como un
verdadero Tata.
Respiré con ganas, liberado por fín de
tanta pesadumbre, tanta tristeza, sin conocer mayormente el motivo de la
mudanza, y puse la carne al fuego. Al rato cayó Raucho, que le había señalado
el camino a Patrocinio, y comimos sin impaciencia, como tres buenos compañeros.
Algo nuevo parecía estar ocurriendo; una sensación diferente flotaba en el
aire, de suerte que a su solo impulso me sentía presa de una alegría grave,
contenida.
Le ofrecí a Patrocinio quedarse a trabajar
conmigo a porcentaje, con gastos y algo como sueldo fijo para empezar, y aceptó
de buena gana.
- Arreglao; lo que voh' digas, hermano,
pa mí va' estar güeno.
La noche avanzaba, y las estrellas habían
cambiado el firmamento. El aura se colaba por la ventana abierta. Las
brasas todavía calentaban el culo
tiznado de la pava, y en tranquilo atardarse, cimaroneábamos otra vez. Raucho
habíase despedido, comprometido como estaba con un viaje de varios meses,
encargándome le galopara unos redomones. Cada tanto nos mirábamos sin hablar,
con silencio de asentimiento. Armamos otros cigarrillos y nos convidamos sin
mojarlos. La luz de la lámpara empezó a temblar con la brisa nocturna; las
sombras flamearon sobre las paredes, tocaron el techo y cayeron al suelo como
harapos. De repente y animado por un renuevo de ganas irreprimibles, dejé caer
la pregunta:
- ¿Y Paula, tu hermana, cómo está? Ya se
debe haber casao, ¿verdá?- Pitando hondo y escarbando las brasas con una
ramita, esperaba la respuesta como quien no quiere la cosa. El corazón me
corcoviaba en el pecho como zorro entrampado, y escupí lejos unas hebras de
tabaco pegadas a los labios.
- Bien, la Paula está guapa como siempre,
y se ha mudao al pueblo; se ha conchabao en El Progreso, un almacén de Ramoh'
Generales. Prontito aprendió a yevarle lah' cuentas, y ha risultao como la mano
derecha' e la dueña, una viuda' e la zona- comentó como al descuido Patrocinio.
Chupó con ganas de la bombilla y al terminar, la bulla del mate aturdió mis oídos
con viso de estampido.
- ¿Si se ha casao querís saber?-
continuó-. No, entoavía no; deseguro no ha juntao tiempo, porque lo q' eh'
gavilanes que le arrastren el ala no le han faltao- y riendo me devolvió el
mate, ya lavado. Metió luego los dedos en un bolsillo de la blusa y sacó un
sobre arrugado.
- M' encargó que si te hayaba, te
alcanzara esto- y entreabriendo la
puerta, asomóse hacia la noche, respirando con golosa voluntad el aire fresco-.
'ta que s' está lindo acá, cuñao- y se retorcía descoyuntándose, cansado del
viaje, por demás regular.
Con un golpe seco abrí el sobre, y un
papel celeste, muy suave, me habló de tiempos ya lejanos, alborotando un sentimiento que habíase
guardado quietito como pichón en el nido. Arrimé la carta a la lámpara y estiré
el papel para sofrenar el temblor de los dedos. Entonces leí, una y otra vez,
estas frases que con poco, lo decían todo:
Todavía
no tengo dueño que me ande mandando. Pero...ni falta que me hace. Ahora, si
tiene un arreo y anda por estos pagos, no deje de visitarme. Será bien
recibido. Saludos, Paula.
Más fuerte que nunca vino a mí el deseo, y el recuerdo de su
carita desfachatada y alegre como canto de jilguero, me insultó como un relámpago en la mente. Era más que
probable que no esperase tener un arreo para caerme por allá. Seguramente lo
haría antes. Sí señor, en cuanto Patrocinio se hallara con el nuevo trabajo,
juntaría unas pilchas y, con la tropilla por delante, me largaría otra vez al
callejón. Pero ahora sería para volver, porque
la suerte, como en la riña de gallos, parecía otra vez tallada en punta
de mi lado. Y no la iba a dejar
pasar, no señor.
Salí andando de a pedacitos hasta afuera.
Hondamente respiré el aliento de los campos dormidos. Encima nuestro, el cielo
estrellado parecía un ojo inmenso, lleno de infinitas luces que tiritaban con
renovado fulgor. Un perro ladró a lo lejos, y el cencerro de Garúa tintineó
brevemente con curiosa cercanía. El
campo entero, tendido en honduras sin fín, recibía con silencioso goce la caída
del sereno.
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