Hace
unos cuantos años, para ser más precisos tres años antes del colapso argentino estrepitoso
al ritmo de cacerolas, bastonazos policiales, huídas incomprensibles, muertes
absurdas y festejos vergonzantes, en Página 12 de Buenos Aires Horacio Cecchi
nos dejaba una serie de artículos con el título de la presente. Decía Cecchi:
“No
van a cafés sino a Wine bars. Hacen
cursos de degustación para saber cómo y qué tomar. Algunos son entendidos;
otros apenas snobs que que se lanzan a comprar obsesivamente desde el
decateur hasta el recogegotas o el
termómetro para botellas. Buenos Aires se ha sumergido en el rito del buen vino
y busca aprender a cualquier precio a tomar. Y hasta a escupir.”
Desde
un costado informa del léxico del bonvivant,
más allá de que “el vino no sólo entra por la boca”, y lo que se aprende en los
cursos de degustación, las novedades del sacacorchos de uno o dos impulsos, cestillos
plateados, apoyabotellas de níquel, termómetros para introducir en el envase, y
finaliza con una serie de CONSEJOS PARA NO HACER PAPELONES:
“Usted
en un bonvivant de cinturón ajustado.
Más allá de sus tropiezos y vértigos cotidianos, sometido a las decisiones
economicistas del más alto nivel, ha decidido recoger alguna mínima semilla de
todos sus esfuerzos: beber un buen vino cuando la ocasión y el bolsillo lo
permitan. Los siguientes son algunos secretos, recomendados por expertos y para
seguir al pie de la letra, que le permitirán completar el placer del paladeo con
una imagen de seguridad enológica que abrirá relaciones nuevas e inesperadas
puertas.
En
principio, es preferencial un restaurante o bar donde la carta de vinos tenga,
al menos, seis hojas o doce páginas:
· No elija lo más caro, ni por
marca. El primer punto prácticamente no tiene límites. El segundo lo puede
llevar a un mal trago. No importa que la bodega tenga doble apellido. Si es
posible, consulte a un sommelier.
· Está absolutamente en
condiciones de romper los mitos y pedir un tinto para acompañar un plato de
mar. El secreto es que algunos pescados, como el salmón rosado son grasosos, y
el blanco no tiene tanino, sí el tinto. El tanino es el que raspa la grasitud
en la boca y el esófago y permite saborear el vino. El blanco en un pescado
grasoso no se va a descubrir.
· Mientras el mozo parte en
busca de la orden, explique su extraña elección (tinto/salmón) a su acompañante,
afirmando que el tanino se concentra en el hollejo de la uva y es lo que le da
el color al vino. Agregue, tras un breve intervalo que alimentará la
curiosidad, que el hollejo de la uva blanca se quita porque no tiene tanino. “Justamente
por eso es blanca”, afirme con voz pausada y sin temor. “En cambio el hollejo
de la uva tinta es puro tanino”. Si es
hombre, provocará una sonrisa de deseo en ella. Si es mujer, considere ganada
la partida: usted es única.
· Jamás tome la copa por la
base sino por el tallo o todo lo dicho y hecho hasta el momento se desmoronará
inevitablemente. Si su acompañante lo hace, mantenga el rostro impasible, sea
tolerante del desconocimiento, y sólo dé el ejemplo mediante sutiles y
silenciosas indicaciones gestuales.
· No se apure a dar el sorbo. El
vino debe descansar. Deberá soportar la presión del mozo y de su marido/esposa
no experto/a.
· Si usted es hombre, desaire
al mozo habilitando a su mujer a probar el primer sorbo. Deberá acordar con
ella previamente. En Francia ya se usa.
· Observe primero el color,
inclinando la copa y sin volcar. Que sea cristalino, brillante, recuerde que el
vino tiene piernas, pequeñas lágrimas
que surgen al inclinar y levantar la copa. Indican la concentración de alcohol.
Cuanto más piernas, mejor.
· Después de observar, eche
por tierra la formalidad y hunda su nariz en la copa. Hundir es hundir. Frunza
el entrecejo y medite como un catador para eludir miradas.
· Si pasó el trance
airosamente, el tercer paso, el gusto, será tan solo cosechar miradas de
admiración entre los comensales, y susurros de aprobación entre el sector
gastronómico. Incline suavemente la copa en sus labios y pase a lo que siempre
supo hacer: tomar vino.
· Encienda un habano (ahora no
se puede adentro. N del T), recoja aplausos y esté preparado para críticas infundadas.
EPÍLOGO
Mi
primer contacto con esta seductora bebida, que yo recuerde, fue a los doce
años, un mediodía caluroso en una fonda de Santos Unzué, un pueblo situado en
el centro de la provincia de Buenos Aires. Luego de un arreo de negros y gordos
novillos desde la “Laguna del Cura” (unas
dos leguas y media con varias horas de tropeo), una vez cargados los animales
en las jaulas del tren rumbo al mercado de hacienda, concurrimos los troperos a
almorzar antes de emprender el regreso. Vino y soda regaban un sabroso y
cargado asado de oveja. Al terminar de comer, mis acompañantes se levantaron como un solo hombre de
la mesa y partieron alegres a los gritos y rebencazos contra el suelo de ladrillos en busca de sus caballos. Escuchaba ya sus galopes mientras intentaba ponerme de pie. La fonda parecía haberse convertido en la
cubierta de un barco en el medio de una tormenta. Sosteniéndome de los salientes que encontraba
a mi paso, salí al sol deslumbrante y encontré al Muñeco atado al alambre de
acero del palenque. Él me miró con curiosa resignación, agachando la cabeza en
busca de una mata de pastos. Le hablé en una media lengua irreconocible, monté en él no sé cómo y partimos hacia la Laguna al paso manso. A las pocas cuadras, bajé
para vomitar a la sombra de su panza, amparado por su paciencia equina. Avanzábamos
en zigzag con piloto automático. Por momentos él se detenía para arrancar
flores de cardos que mordía al compás de la coscoja del freno con deleite. Hubo
varias detenciones obligadas por el deslizamiento de mi cuerpo hacia el suelo impulsado por la obligatoria ley de gravedad, o simplemente caídas.
El Muñeco se detenía y esperaba con sus cuatro patas quietas mientras yo
vomitaba hasta el alma debajo de su panza que goteaba sudorosa. Volvía a subir
reptando hasta lograr el equilibrio necesario y acomodarme en el recado y así transcurrieron las horas de
la media tarde hasta arribar a “las casas”. Mi conciencia crepuscular sólo
estaba concentrada en el Muñeco y en su paso cadencioso. La odisea de abrir dos
tranqueras desde arriba al llegar a la estancia, no la
recuerdo. Rodeamos la casa hacia el monte de perales y allí se detuvo, y así
como él se detuvo, así caí definitivamente sobre un lecho de pastos, inconsciente.
Sé que alguien salió, me encontró y me alzaron entre varios hasta la cama. A la mañana siguiente
desperté con la cabeza que se me partía en dos y la náusea me acompañó como
perrito faldero todo el día. Salí, busqué un morral y en el depósito del
gallinero lo llené con granos de maíz, robado a la ración de las gallinas del
casero. Encontré a mi amigo en un potrero cercano, permitió que me acercara y
le calcé el morral. Masticaba con goloso crujir de granos, y cabeceaba como
saludando al tiempo que empujaba el maíz dentro de su boca… “¡Cuando los
viejos se enteren…!”, pensé de súbito, y sucedió lo inevitable. Tuve dos años
de obligada abstinencia hasta volver a probar esta seductora bebida. Es por
esto que el “boom etílico” nunca llegó a sorprenderme, ni tampoco me alteró el
hábito inveterado del “vaso de tinto con dos golpes de soda”. Ah, sí, dos golpecitos
nomás…
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