Otro capítulo para “Las Bellas”
-Poco probable, sí, parece muy poco
probable que haya llegado a tus manos por esa vía tan extraña como
estrambótica, un texto que podría ser nada menos que de Antón Chéjov- me decía
hace unos años mi amigo Ernesto cuando le mencioné la curiosa manera mediante
la cual había obtenido un texto en caracteres cirílicos, escrito aparentemente a fines del siglo XIX.
Lo había hecho traducir por una conocida
dama de la ciudad donde vivo, de ascendencia rusa ella, quien lo leyó de corrido,
de un tirón, como si fuera castellano corriente. Al finalizar, la mujer
alzó una mirada encendida, y opinó simplemente: “¡Qué lindo!”
A la semana me entregó la traducción, la leí y empecé a buscarle el origen entre los autores
rusos que conocía, empezando por León Tolstöy, hasta que, hurgando entre la amplia bibliografía del muy querido
y mejor apreciado Antón Chéjov,
finalmente le encontré un lugar en el gigantesco rompecabezas del cual se habría desprendido, quizá sin otra
intervención que la del azar.
-Es sabido que en una época, Chéjov
admiraba a Tolstöy, y hasta seguía sus enseñanzas e incluso sus consejos... y
también es sabido que los comentarios del conde eran muy tenidos en cuenta por
Chéjov. “Amorcito! es un cuento que al gran escritor le deleitaba
particularmente. Ahora, hasta donde yo sé, no hubo una relación epistolar entre
ellos que justifique lo que vos decís- respondió Ernesto, luego de mi
exposición, mientras sostenía la traducción con una mano, y la comparaba con
las cuartillas centenarias que mantenía en la otra. Presuponía que sopesando lo
que cargaba entrambas, aclararía lo
cierto o apócrifo del origen del relato.
-El
Cte. J. Tolstöy, pariente y amanuense del conde L. Tolstöy le envió a mi tío abuelo, el doctor Cárlos
Carles, en febrero de 1898, un grabado con el retrato del conde,
realizado por Frank de una pintura del célebre pintor ruso Ilyá
Repin. Así consta en la carta redactada
en francés desde la
Academie Impériale des Beaux Arts, St. Petersburg por
el mencionado Cte. J. Tolstöy-. Insistía
yo con el relato original-. Éste le escribía a mi tío en nombre del “grand écrivant” en retribución por haber recibido un envío
del doctor Carles, a la sazón Director de Correos y Telégrafos de la Nación.
-¿Y que iba en ese envío, si puede
saberse?
-Nunca lo supe. También ignoro si se
repitió, ya que la carta hablaba del
premier envoi. Tal vez en los archivos de Correos y Telégrafos pueda
encontrarse algo al respecto...Pero no es el caso...
-Y
este texto vino junto con el retrato y al llegar, tu pariente
armó el cuadro con el uno debajo del otro. Tal vez, no se lo puede descartar, podrían haberse utilizado las hojas del cuento para
envolver el grabado, a guisa de protección- me interrumpió Ernesto, haciendo gestos dubitativos con la cabeza.
-Podría ser. Cuando el cuadro cayó desde
donde colgaba y se trizó el vidrio, hubo
que desarmarlo y limpiarlo. Y el texto apareció allí, prensado entre el grabado
y la lámina de madera terciada contrapuesta al dorso. La carta, visible, se
conservó siempre en una esquina del retrato-
y al ver la perplejidad pintada
en su rostro -: Sí, ya lo sé, es increíble...-
acepté.
-Se me ocurre que podrías presentarlo como
un texto tuyo, como un experimento literario- propuso él- . Si es verdad que
tenés especial predilección por los
cuentos de Chéjov, y tanto afecto te despierta su biografía, podrías esperar hasta el
aniversario de los cien años, que no falta tanto, y hacerlo como un cumplido
homenaje. Sería más aceptable si lo mostraras como una ampliación del cuento
original Las Bellas, para el que vos le hubieras desarrollado una tercera
parte...- y movía la cabeza afirmativamente, como convenciéndose a sí mismo.
-¿Te parece? Pero... ¿cómo se puede hacer
algo así? ¿Es lícito, ché? ¿No estaría
pretendiendo plagiar a un enorme
escritor, patrimonio hoy día de la humanidad? Podría ser muy mal
interpretado...Algo así como una sórdida superchería...
-Bueno, hay un famoso autor que tituló un
cuento suyo: “Para Esme, con amor y
sordidez”. Y por otro lado, la conocida escritora Catherine Mansfield,
gran admiradora de tu querido Antón,
tiene un cuento denominado La niña que
estaba cansada, publicado en 1911 en el libro “En un Balneario Alemán”, que
es casi una copia del cuento Un asesinato
de Chéjov. Creo que no hay que exagerar. El texto me parece bueno, aunque no es
de los mejores, si presumimos que es de él...Podrías cambiarle algunos
detalles, algunas frases, para que parezca algo tocado, para que despierte dudas
razonables...De esa manera dejarías algunas pistas. El lector avezado no va a
tener problemas en saber de que se trata...Y al fin y al cabo- terminó con un
breve suspiro y una sonrisa -, sería una
especie de “broma literaria”, como la
que Chéjov le hace a Nádeñka, el dulce personaje del cuento “Una bromita”, que finalmente conserva del chasco un recuerdo feliz, bello,
conmovedor...
Y aquí está. Con licencia, y respetuosa
dilección.
El argumento debería ser considerado como
un tercer capítulo del conocido cuento Las
Bellas, por lo que podrán tenerse presentes los otros dos capítulos a modo
de introducción y como elementos
fidedignos de comparación.
Las bellas III
Trad.
Gentileza de Ania Grigórievna (Aniuta)
“Algunos años después, habiendo pasado ya la
etapa de practicante y siendo médico
del zemstvo de la ciudad de C***, en el jurisdicción de Galchinsk, tocóme en
suerte concurrir a una casa situada en las afueras de la ciudad, donde debía asistir a un niño de unos seis
años de edad, atacado por una repentina
y severa enfermedad, según refería la
nota que un isvoschik traía consigo al presentarse agitadamente en
mi casa. La fiebre tifoidea era frecuente en esos parajes, y no me parecía
nada extraño que de eso se tratara.
Vañka Alekseich, tal era el nombre del
cochero, había sido enviado por la señora de Diukovski, y conducía una
desvencijada troika, en la cual recorrimos
con agotador traqueteo, las doce verstas de la accidentada carretera. Era una noche obscura,
ventosa, extremadamente fría y
desapacible, de un otoño que ya
estaba haciéndole lugar al rigor
del invierno. Cuando arribamos a la casa, me abrió la portezuela del coche una
afanosa polia, que me señaló la puerta de entrada con un
brazo extendido, mientras se acompañaba de grititos ininteligibles. Avanzaba yo
hacia allí, cuando sentí sus pasos cortos y apresurados que me perseguían.
Entré, pero ella misma adelantóse en el
vestíbulo para recibirme la bufanda con el abrigo y la chistera. En ese momento
percibí el rumor de unos pasos que
bajaban por la escalera. Cuando me volví, ya
una dama, aún oculta por las
sombras, se acercaba extendiendo
una mano hacia mí:”
“-Gracias por venir a estas horas, doctor-. La dueña de casa, Olga Nicolaievna Diukvski me recibía
con natural cordialidad, aunque en el entrecejo
se le adivinaba un desasosiego, que
manifestó en seguida: - ¡Venga, doctor, apresúrese! Sasha está arriba, y arde de fiebre...”
“La seguí escaleras arriba hasta el piso
alto, pensando en las posibles dolencias que podrían estar socavando el
delicado organismo del niño. La alcoba donde se encontraba Sasha era amplia,
aunque en ella se respiraba una atmósfera casi sofocante. Una enorme ventana se
adivinaba detrás de las pesadas cortinas, y tentado estuve de abrirla a pesar
del mal tiempo que reinaba fuera.
Objetos infantiles desparramados por todas partes hablaban de las anteriores
ocupaciones del jovenzuelo, ahora postrado en su lecho de enfermo. Hundía la
pelirrubia cabeza en un enorme almohadón, cuya blancura disolvía
su pálido rostro, al que sólo las mejillas y los labios otorgaban una nota de color. Las estrechas sienes y los ojos brillantes,
en un semblante amarillo extremadamente
somnoliento, me provocaron una sensible
impresión. Me senté junto a él y le tomé el pulso, rápido y filiforme. La boca
muy seca, y los labios agrietados, hablaban por sí solos de la necesidad
de líquido, cuya provisión ordené de
inmediato, al mismo tiempo que la aplicación de compresas húmedas en la frente, abrasada con una temperatura
difícil de soportar. Luego de reconocerlo con detenimiento, me volví hacia la
madre, que permanecía de pie junto a mí:”
“-Parece una fiebre corriente, señora, pero aún no se puede
descartar...”
“-¡Por el amor de Dios, doctor! ¡Dígame lo
que sea, y no me oculte nada...Se lo pido por lo que más quiera!- prorrumpió
ella impulsivamente, y sacudía con
temblor involuntario una pierna
contra la cama del niño.”
“-¡Tranquilícese, señora!- reclamé con energía, y miré nuevamente hacia arriba, viéndola creo
por primera vez. Y tal fue mi impresión, que me puse de inmediato de pie, pues
no hubiera podido mantener la calma un minuto más sosteniendo la mirada desde
abajo. En su hermosísimo y níveo rostro, la seriedad del cabello rubio recogido, se
ajustaba a lo que reflejaban las marcas azulíneas
alrededor de los ojos, el gesto severo de la boca, la nariz, recta y algo
afilada; en fin, toda su fisonomía que revelaba una vasta inquietud, un franco abatimiento,
y al mismo tiempo un férreo temple para desafiar la adversidad. Cuando nos
enfrentamos, comprobé que ella también me observaba, asistida por la generosa
luz de varias bujías, que brillaban vivamente desde una mesa al costado de la
cama. Sus ojos, que se adivinaban claros, dilatados ahora por la crisis y la
luz artificial, eran muy grandes y muy
bellos. El rostro, ahora contraído por la ansiedad, no obstante ello, conservaba las señas de una original, dulce y
refinada lozanía, unida a una mesurada
pero agraciada reserva. Perfectamente delineada, su frente amplia sugería una
brillante inteligencia, y su encantadora boca finalizaba, con signo inequívoco
de voluntad diamantina, en una barbilla delicada y prominente Las orejas, bonitas y pequeñas, escondidas a medias por
los bucles sueltos de las sienes, remataban un cuello esbelto y delicado, de
una blancura exquisita, donde ahora sobresalían los músculos prontos para el
esfuerzo que reclamaba la presente circunstancia, lo que también se adivinaba
en el leve temblor de los hombros, que
bajaban hacia los brazos con suavidad y gracia natural. Sus manos, también
pequeñas y muy blancas, se estrechaban
entrambas con notoria aunque controlada
zozobra. La apostura de la zhena irradiaba, toda ella, una sencilla, ligera, y al mismo tiempo
madura excelencia. Si en ese
momento hubiera podido sonreír, y si en
verdad existen, yo no habría dudado de estar contemplando a un ángel. Pero no
lo hizo, y me miró con interrogante insistencia.”
“-¿Qué necesita, doctor? ¿Comisiono al isvoschik a la farmacia por algún
remedio? – Y al ver mi señal de asentimiento, llamó con energía: - Pelagia, ¡Ven aquí!-, y al
aparecer la polia: - Busca en seguida a Vañka Alekseich, que debe
ir a la botica de Chernomórdik...¡Díle que pronto, que debe partir ya mismo!”
“Con rápidos rasgos prescribí una solución
de quinina, bromuro de sosa, infusión de ruibarbo, tinturae gentinae y aquae
foeniculí, con jarabe de rosas para aminorar el gusto amargo del brebaje y
se lo entregué a la criada, que había
ingresado a la alcoba respirando con agitación. Al rato se oyó al mujik emprender viaje otra vez en la troika, al son de los alegres cascabeles. Entre tanto, nos
abocamos a ofrecerle agua al niño,
mientras le humedecíamos la frente con las compresas que, con extraordinaria
rapidez, perdían la frescura original.”
“Avanzaba la noche, y la enfermedad del
pequeño no presentaba visos de ceder en su mórbida embestida, aunque la fiebre
y los temblores no parecían haberse agravado. La madre de Sasha ordenó preparar
té, y Pelagia subió el samovar con diligencia. Yo bebía la infusión hirviente acompañada por unos
sencillos pastelitos de miel, que me dejaban en la boca un amable gusto a
ciprés, más entretanto no podía dejar
de observar de reojo a Olga Nicolaievna.
Inclinábase ella con solícita actitud sobre el niño, ora para ofrecerle una cucharada del
brebaje, ora para intimarle a beber algo
de agua, ora para humedecer de tanto en tanto las compresas que refrescaban la afiebrada frente. Me cautivaba estar atento a
la repetida cadencia de sus movimientos,
suaves y pausados, a su cálida manera de aproximarse a Sasha, con el cuello y
la cabeza ligeramente erguidos, y el gesto de la boca y la barbilla hacia delante, solicitando, alentando, exigiendo la llegada del esperado
alivio Para desarmar el hechizo que
comenzaba a poseerme, y no dar rienda
suelta a la fantasía, me incorporé y caminé hasta la ventana; corrí los
visillos y limpiando con una mano el vidrio escarchado, intenté mirar hacia el
exterior. En la oscuridad se divisaban las siluetas de los árboles sacudidos
por el viento, y ya se advertía la llegada del tiempo cuando
el cuello del castor se argenta de polvillo helado. El cansancio me provocó
un brusco estremecimiento; me volví, casi farfullando una queja, y busqué con
las manos heladas el calor de la chimenea. Las llamas del fuego
desparramaban sombras que se agitaban en
el suelo y temblaban sobre las paredes, los muebles, los cortinados. Ella
también se acercó al fuego, con un aire de compunción peculiar, mansamente
interrogante:”
“ -¿Y...qué le parece, doctor? ¿Cómo va a
salir mi pequeño Sasha?- Desvié la mirada del fuego y me sorprendí al descubrir por segunda vez en
la noche a Olga Nicolaievna, pues en su rostro
la lumbre del hogar recientemente
avivado con nuevo combustible,
resplandecía con asombroso juego de matices, iluminándole con extraordinaria intensidad. Y
tal como se percibe un relámpago, un súbito destello de aguda percepción cruzó
por mi conciencia, devolviéndome las imágenes que aún se conservaban en mi memoria
de la joven armenia, y de aquella
muchacha rusa de la estación de ferrocarril, entre Belgorod y Karkov. De
conmovedora belleza aparecía ahora ineludible
su maravilloso semblante, cuyos rasgos habían adquirido un brillo
preternatural, donde sobresalían con
fascinante atractivo sus ojos
enormes, de un color azul oscuro como el fondo de un mar muy profundo pero muy
tranquilo, y que, acariciados por las llamas
que crecían en la chimenea, reflejaban un tembloroso fulgor de
irresistible encanto. No pude reprimirme y tomé sus ateridas manos entre
las mías, que oprimió con extraña
fuerza.”
“Afuera, el viento de la noche golpeaba
contra las ventanas y silbaba por encima de los tejados. El niño hablaba por
momentos de manera entrecortada, poseído cada tanto por el delirio de la
fiebre.”
“-Olga Nicolaievna, va a ver que pronto el
cuadro clínico comenzará a perder
fuerza. Estoy seguro de ello- formulé casi susurrando.- No creo posible que a
partir de ahora surja alguna complicación- dije finalmente, más esperanzado que
convencido. Y le transmití, a través del
contacto de mis manos quemadas por el
ácido fénico, una suerte de tierna y al
mismo tiempo exaltada agitación, producto de un estado emocional tan extraño
como turbador, que esa noche no terminaba de embargarme con creciente
intensidad.”
“Volvimos a un costado de la cama del
niño, y continuamos con la tarea de bajarle la temperatura, contener su
delirio, obligarle a beber, mantenerle
en definitiva la homeostasis, para que encontrara naturalmente el camino
de la defervescencia.”
“La madrugada insinuóse por una rendija de las cortinas,
pálida, macilenta, muy fría. El combustible de la chimenea escaseaba, pues ya
la polia se había retirado hacía un
buen rato. El agotamiento nos poseía a ambos por igual, pero de pronto una
sonrisa iluminó por fin el extenuado rostro de Olga Nikolaievna.”
“-¡Venga, doctor! ¡Tóquelo! Me parece que
ya no tiene fiebre...”
“Me acerqué y comprobé que,
efectivamente, la frente del pequeño ya no ardía. La tibieza de su piel anunciaba
un cambio favorable de su estado, que fue reforzado cuando, de pronto oyósele
sollozar solicitando con un quejido algo para beber.”
“Más tarde, contemplaba yo la salida del
sol arrebujado en el fondo del asiento de la troika, de regreso rumbo a
mi casa, mientras pensaba, sacudido por
los barquinazos, que alguien debería entretener el deteriorado camino, pues el
coche veíase obligado a evitar continuamente las rodadas. Como cubierta por un
velo, toda la naturaleza parecía esconderse tras una bruma transparente, a
través de la cual asomaban los primeros rayos de un tímido sol otoñal. Un
cansancio, por momentos desconocido,
habíase apoderado de mi cuerpo entero,
y en el alma se insinuaba una
antojadiza sensación de llana tristeza, impregnada de un dulce, inexplicable presentimiento. La promesa de
unas horas de sueño reparador no lograba
disipar, como siempre, la
situación de excitada fatiga que en
esos momentos me dominaba. Sólo me serenaba el compromiso adquirido con Olga
Nicolaievna de regresar por la tarde para comprobar la resolución de la
enfermedad de Sasha. El isvoschik Vañka
pasaría a buscarme en el drozhki, pues habíame prevenido que
estaría disponible para antes de que cayera el crepúsculo.
Nosotros
tres
(inspirado
en el cuento VAÑKA)
Gricha se levantó cuando todavía
era de noche. Su madre dormía y ya el abuelo Konstantin se había incorporado en
la cama tosiendo continuamente.
El niño caminó hasta la cocina
con la manta sobre los hombros,
encendió el samovar y preparó el té, que tomó en silencio con el abuelo, envuelto en su amplio zamarrón.
Afuera, la madrugada pintaba bastante fría. El tiempo
avanzaba hacia el otoño, pero el aire
todavía olía a madreselvas. Antes de salir, Gricha alimentó con leña la estufa
encendida. “Para mamásha”. Cuando
ella despertara ya estarían a mitad de camino hacia la výstavka.
Salieron y caminaron hasta el establo.
Con
sus escasos y ya endurecidos aparejos, ataron la kobýla al carro, cargado
desde la noche anterior, y partieron hacia el pueblo de C***, distante a unas
ocho verstás de la dom.
Gricha
pensaba en los posibles resultados de la venta de los productos de
la férma
que llevaban en el carromato,
amontonados allí atrás. Ovaschi y frúkty se entremezclaban con sus
variadas y redondeadas formas y colores,
y el niño se volvía constantemente para observarlas en detalle:
Sobresalían el aloque de los tíkva, el verde tan variado de los kapúske, las salát,
los aguryéts y pyéryets, las turgentes luk y el rojo verdoso de los pamidór sin madurar, las terrosas kartófyel, y las tiras bien cargadas de chiesnók, junto a las brillantes markóf y las oscuras baklazhán. Las svíokas prometían su púrpura dulce, lo mismo que los granos
amarillos de kukurúza . Y allá al fondo, la bolsa cargada de grip, los últimos dorados dýsnya
y los apetitosos pyérsik, las encarnadas
yáblakas, el verde suave de las grúshas
junto a las últimas, enormes arbús.
Un cajón agrupaba víshnyas y slívas
y una bolsa de grip
completaba la variada y rica producción de la férma, gracias al trabajo de
su madre, ayudada por ellos dos. Gricha
gozaba por anticipado sobre el resultado probable de la venta. Hacía cálculos mentales sobre las muchas kopeikas, juntas sumarían
unos cuantos rublos, que obtendrían del cargamento, que representaba varias
semanas de duro trabajo.
Distraído, volvía en sí y
examinaba con admiración la apostura del
abuelo Konstantín quien, con un cigarrillo en la boca, canturreaba una vieja pésenka,
mientras hostigaba con las riendas las hundidas ancas de la kobýla. Ésta avanzaba con el mismo paso que llevaba desde la
salida, y no era probable que lo fuera a cambiar hasta que emprendieran por la
tarde el regreso.
El resultado de la venta en la feria fue asombrosamente bueno. En menos
de tres horas pudieron despachar toda la mercadería, pues su producción había rebasado en calidad a la
que habían aproximado al pueblo los quinteros
de la vecindad.
-Podríamos haber pedido algo más por lo
nuestro- rezongaba Gricha, dirigiéndose al abuelo, que contaba el dinero sobre
el asiento del coche, mientras mojaba
los dedos con saliva-.¡Esperamos tanto por esto! No sé qué apuro había
para volver…
-Así está bien... ¡Qué diablos! Tú si que nunca te conformas con nada,
niño. ¡Válgame Dios!
-No, abuelo, es que mámienka tiene que comprar pokryvàlos
para el invierno, y procurarse de leña para la estufa, y alimento para la kobýla y para la koróva,
y grano para los útkas y las kúricas...- y la lista parecía
interminable, cuando el abuelo Konstantín elevó la mirada entrecerrando los ojos,
y lo miró como tratando de adivinar adónde iba el pensamiento de ese endiablado
chiquillo. Hizo ruido con la nariz, escupió a un costado y luego largó una
carcajada.
-¡Vamos, hijo, bien pensado! ¿eh? Muchas
cosas tienes en tu pequeña cabeza- y luego de guardar el dinero en el bolsillo
del pantalón, la emprendió con la kobýla,
fustigándola con energía, que sorpresivamente abandonó el cuadrado de pasto
donde mordía con paciencia equina, y arrancó con nuevo brío hacia la casa. El camino, muy desparejo,
zarandeaba el carro, pero el abuelo lo mantenía en las rodadas con pericia.
A poco andar, cruzáronse frente a
la taberna de Nicolás Ilich, y el viejo Konstantín dirigió disimuladamente a la
kobýla hacia la entrada.
-A dónde vamos, abuelo? ¿Qué haces? –rezongó Gricha, desconfiando.
-¡Pero, niño, déjame en paz!, ¿quieres? ¡No seas tan terco! Voy a bajar
un ratito aquí, que tengo que saludar a un amigo y hacerle un pedido a Nicolás
Ilich- y ya saltaba del carretón con agilidad sorprendente para la edad,
recomendándole al nieto desde abajo:- ¡Espérame aquí, que no me tardo!
Como a la hora, el niño despertó recostado en el asiento del carro, que se había alejado unos metros de la
entrada de la taberna, arrastrado por la kobýla
que no perdía tiempo y mordisqueaba en
todos las manchas verdes que iba encontrando a su paso. Gricha recogió las
riendas y regresó. Y ya de mal humor, descendió apresurado en busca del abuelo.
Al entrar, varios parroquianos lo observaron con asombro y algunas sonrisas
sarcásticas, señalándolo con la barbilla y mirándose entre sí.
-¡Mira, Nicolás Ilich, qué cliente tan crecido ha venido a
visitarte! ¡Invítale con una copa de vódka! Ja, ja, ja.
Pero
el niño ignoró las chanzas y
caminó derecho al viejo Konstantín, y antes de que éste se diera cuenta,
ya lo estaba sacando a empujones de la taberna, no sin antes pagarle a Nicolás
Ilich la cuenta por la bebida consumida, a lo que hubo que sumar un reclamo por
un antiguo registro no saldado.
-Vaya, vaya, sí que eres molesto, chicuelo tonto- rezongaba el abuelo
mientras ascendía al carro, no sin cierta dificultad-. Y ahora, ¡dame
las malditas riendas, que al carro lo conduzco yo!
Gricha, cabizbajo, entregó las riendas luego de enfocar el carromato otra
vez camino a casa, frunciendo la boca y
apretándose las manos contra el estómago, que empezaba a protestar pues no
recibía nada desde la mañana. Comenzó a
reflexionar sobre las sensibles mermas en las ganancias, y no podía evitar
mirar de reojo al viejo con odio contenido. Al rato, con el constante
zarandeo del carretón, volvió a dormirse sobre el asiento.
Despertóse solo nuevamente. La kobýla
comía a un costado del camino, y el abuelo...”Habrá bajado para vomitar, el
anciano borracho”, pensó Gricha, cuando divisó la entrada de un paradero, cuyo
aspecto no engañaba. Era, sin dudas,
otro despacho de bebidas. Entro, y cumplió con la misma rutina anterior.
Luego de pagarle al patrón, se llevó a empujones al abuelo, que casi no podía mantenerse en pie.
-¡Sal de aquí, muchacho! ¡Déjame beber en paz, que otra cosa no me queda
en esta maldita tierra!- protestaba otra vez el viejo Konstantín, buscando complicidad a los costados entre los
otros parroquianos. Algún eco encontró, pues desde una mesa se pudo oír:
-Eso, ¡Vete, niño molesto, y deja a la gente grande hacer sus cosas!
-Sí, no te metas en lo que no te importa, muchacho. ¡Qué insolencia!
¡Hay que ver…!
El carro continuó su rumbo, ahora ya sin interrupciones. El Viejo Konstantín
Makárich dormitaba, luego de vomitar
varias veces, y Gricha conducía
con la mirada fija en las orejas de la kobýla, que partían en dos al camino. Llevaba los dientes muy apretados. En su bolsillo, el
par de rublos y las escasas kopeikas que habían quedado eran
demasiado poco para aliviar el peso enorme que ahora le oprimía el corazón.
“¡Qué le voy a decir a mamushka!” meditaba el niño. “Aunque
ella ya lo conoce, me lo encargó especialmente: ¡Que no pare en ninguna
taberna, Gricha! Y yo, como un niño flojo y estúpido, me he dormido y se acabó.
Adiós planes ahora”, y el brillo de alguna lágrima apuntó en sus ojos cansados.
En
un momento dado la ira lo inundó y tentado estuvo de empujar al viejo a un
costado del camino, cuando recordó la
triste vida del mujik, golpeado por
las desgracias, una tras otra: A la muerte de la abuela Pasha el año anterior,
de pulmonía, se había sumado hacía un
par de meses la prisión del tio Projor, condenado a trabajos forzados por
robar piezas del ferrocarril“. Al fin y al cabo, quedamos nosotros tres
solos, nosotros tres nomás”, y mientras
dirigía la kobýla hacia el camino de
la entrada, con la otra mano sacudía el hombro del abuelo:
-¡Hey, abuelo, despierta, que ya estamos llegando!- y al verlo revolverse
para luego incorporarse, miró
directamente a esos ojos enrojecidos por el alcohol. El aliento del viejo
Konstantín olía a vódka hasta
los confines del mundo. El chico hizo una mueca de asco, pero lo tomó de
la mano y le propuso:
-Nos robaron al salir del pueblo, ¿cierto, abuelito? Solamente salvé
este poco dinero, ¿verdad? ¡Qué lástima!, ¿no? Con lo que habíamos esperado...-Y al ver que el
viejo lloraba, el niño le sacudió el hombro cariñosamente: - ¡Vamos, que todavía tenemos otras cosas para
vender en la próxima výstavka!
Al llegar a la entrada de la férma, la madre de Gricha salió a
recibirlos, secándose las manos en el delantal.
-¡Ahí viene mamushka, así que baje y vaya a lavarse, que está hecho una
lástima!- recomendó el niño, al tiempo que conducía al carro hacia el cobertizo
para desatar la kobýla. “Sólo
nosotros tres, nada más” pensaba, y al soltar el animal en el corral, sintió sobre el hombro el peso duro pero
amable de la mano de su madre. Sin decir
nada, metió la mano en el bolsillo, sacó el dinero y se lo entregó.
La zhena miró
lo que tenía en la palma de su mano,
cerró el puño y preguntó:
-¿Nada más que esto, Gricha? ¿Sólo esto?- En su rostro prematuramente
arrugado y envejecido, había aparecido
el gesto amargo que el niño conocía muy
bien. Como Gricha no podía encerrar más
angustia adentro del pecho, suspiró y
agachó la cabeza intentando iniciar una explicación, pero luego se encogió de
hombros mientras en su cara se pintaba un gesto resignado.
Adentro, la tos húmeda y persistente del
abuelo hacía temblar los empañados vidrios de las ventanas El niño
se quitó los zapatos embarrados y entró en la dom detrás de su madre.
Pensó entonces que no sería cosa mala probar con el bueno de Aliagin,
quien se había ofrecido para llevarlo
consigo como aprendiz de zapóznik a la gran ciudad.
GLOSARIO
Mamasha, Mamushka, Mámienka: Mamá, madre.
Výstavka: Feria
Verstá: Unidad de medida de longitud rusa equivalente a 1.066,8 metros.
Dom: Casa
Zhena: Señora
Kobýla: Yegua.
Koróva: Vaca.
Útkas: Patos.
Kúricas: Gallinas.
Mujik: Campesino ruso.
Kopeikas: Dinero ruso, menos de un rublo.
Pokryvàlos:
Mantas.
Vódka: Bebida alcohólica rusa.
Pésenka: Canción.
Zapóznik: Zapatero.
Ovaschi: Verduras.
Frúkty: Frutas.
Tíkva: Zapallo
Kapúske: Repollo, col.
Salát: Lechuga.
Aguryéts: Pepinos.
Pyéryets: Pimientos, ajíes.
Luk: Cebollas.
Pamidór: Tomates
Kartófyel: Papas
Chiesnók: Ajo.
Markóf: Zanahorias.
Baklazhán: Berenjenas.
Svíokla: Remolacha.
Kukurúza: Maíz, choclos.
Grip: Setas, hongos.
Pyérsik: Duraznos
Yáblakas: Manzanas.
Grúshas: Peras.
Arbús: Sandías.
Víshnyas: Cerezas.
Slívas: Ciruelas.
Férma: Granja