domingo, 30 de noviembre de 2014

Variaciones Felinas

La Bella Zapaquilda

            “La cohesión de las representaciones entre sí por la ley de la causalidad distingue la vida del ensueño. El único criterio seguro para distinguir el ensueño de la realidad no es otro que el meramente empírico del despertar, por el cual positivamente la cadena causal entre las representaciones soñadas y las de la vigilia es rota de una manera explícita y palpable” (Kant).

            La mañana circulaba ya por sus últimos tramos. Sentado en el banco de la plaza, fumaba y leía Mrs. Dalloway. “Después de esto”, pensaba, “ya no se puede escribir”. Sabía que cuando lo terminara,  recomenzaría su lectura. Como un sinfín. “¿Habrá algo más para leer?” se preguntó e inmediatamente reconoció: “Sí, también puedo devorarme Al Faro, Los Años, Las Olas…” y sonrió con placer anticipatorio. Volvió a la primera página, pero  levantó la vista cuando algo negro se movió frente a él.
            Como escapada de alguna Silva de la famosa Gatomaquía de Lope de Vega, la gata se me acercó con pasos de sombra. Delgada, azabache, curiosamente sin cola, se sentó en el suelo justo frente a mí. Miraba fijamente con sus pupilas verticales. Lamió sus bigotes y pidió con maullido lastimero.
            Quise acercar una mano, se retiró dos pasos hacia atrás. Volvió a su posición egipcia. Se quejó nuevamente. Hurgué en mis bolsillos, miré hacia los costados buscando algo. Ella reiteró su lamento. Sabía que por allí no había nada de lo que  necesitaba. La miré, le hablé, volví a llamarla con los dedos abiertos. Se alejó otro paso.
            Encendí el último cigarrillo de la caja;  antes de arrugarla para  tirarla comprendí. En mi bolsillo pesaba el cortaplumas. Hice un platito con el envase de los cigarrillos y con la hoja del cortaplumas practiqué un corte profundo en un dedo de la mano izquierda. La sangre comenzó a gotear en abundancia;  la orienté hacia el improvisado recipiente. Ella olisqueó en el aire,  avanzó dos pasos. Cuando me pareció que ya había un volumen apreciable, con el pañuelo contuve la hemorragia y deposité la escudilla en el piso. Ella se acercó con precaución, oliendo, relamiéndose los bigotes. Me miró y se zampó con el hocico dentro del platillo. Se oía el rumor de la lengua recogiendo con deleite los coágulos púrpura. La levedad de la bandeja hacía que se corriera hacia los lados, impulsada por la voracidad de la miza. No tardó mucho en dar cuenta del alimento,  levantó la cabeza reclamando más mientras se relamía la grana de los bigotes. Volví a acercar una mano. “Vamos”, musité, “ven, hermosa Zapaquilda, que en casa habrá más para ti”. Se alejó dos pasos, el maullido no dejó lugar a equívocos. Solté el torniquete. Volví a llenar el plato. Comió nuevamente,  pero con menor avidez. No esperó  que se lo llenara de nuevo. Se retiró y me miró, entre agradecida y divertida. Probé por tercera vez, pero ahora olió y se alejó sin probar el nuevo servicio. Maulló como pidiendo algo diferente. Varias veces lo hizo, pero también se arrimó,  me rozó una pierna con el lomo arqueado. Miraba hacia arriba como solicitando algo que yo no tendría excusas en ignorar. Tomé entonces el cortaplumas con firmeza y me seccioné el dedo en la coyuntura de su base. Envolví al muñón que bramaba lo suyo, con la pequeña hoja fui abriendo los tejidos para que ofreciera las partes carnosas sin dificultad. Lo puse en el platito embebiéndolo en la salsa que quedaba. Ella lo buscó de inmediato con un movimiento sorprendente. Ahora trabajaba con  los dientes y las  manos, pequeñas garras afiladas. En un momento, el dedo saltó del plato,  rodó por el suelo. El muñón me pulsaba con agudos arañazos hacia todo el brazo como reclamándolo. “¡Sí que cuesta acercarse!”, pensé. Me asombró verme repartido en partes, huesitos blancos casi pelados que dejó  la bonita katze  allí en el piso antes de saltar sobre mí.
            La envolví con un abrazo suave. Recogí  la cajita, húmeda aún y los restos del dedo. Guardé todo en un bolsillo. Ella se refregaba contra mi cuerpo,  se apretaba entregada. Me incorporé, la besé levemente en el cuello. Mientras caminaba, sentía la diferencia entre las sensaciones derechas e izquierdas. El placer y el dolor en un dueto de trinos y arpegios complementarios e inseparables que se unían en el centro, como una síntesis que late sin prisa ni pausa.

            “¿Cómo se hace ahora para despertar”, pensó, “cuando se ha transpuesto la línea que separa  lo posible de lo imposible?” La bella Zapaquilda le lamía una mano, entre cariñosa y agradecida, como asegurándole que, aunque despertara, el sueño no se evaporaría,  terminaría ingresando definitivamente en la trama de la conciencia. “Ay, Virginia, ay...”         


   TRÍO DE  BOLOS, TRÍO FELINO
                    

     Dormía el domingo por la mañana, cuando una serie de maullidos lastimeros de la gata me forzaron a levantarme antes de lo previsto para abrirle la puerta, pues quería ingresar a la casa. Ella suele pasear todas las noches por los tejados, y entiendo que  tenía hambre y además necesitaba ir al baño,  a su baño. Así es la cosa:  se acostumbró a hacer sus necesidades en un sitio preciso, en esas piedritas adsorbentes, y no utiliza otro lugar para ello. Bravo por la felina. Bueno, luego de abrirle y acompañarla hasta el lavadero, encendí  música clásica en la radio, e intenté regresar al sueño. Antes fui al baño, pero  ni siquiera me lavé la cara, sólo oriné. Es más, ni abrí los ojos. Todo el trajín lo hice mirando por una pequeña rendija de los párpados. Recuperé la modorra, relajé las piernas, estirándolas juntas, apuntando las rodillas hacia un costado; me abracé a la almohada, y comencé a respirar profunda y acompasadamente. El trío en Mi bemol mayor de Mozart me acompañaba  con simples y a la vez  prodigiosas notas y acordes  en el retorno al mundo onírico. Buscaba el violín detrás del piano, pues había llegado tarde a la presentación; no reconocía  la viola, y me circunscribía sólo al evidente juego entre  el clarinete y el piano. “¿Qué es lo que se escucha en el fondo?”, me preguntaba,  ya desde una playa soleada, o más allá, desde un paisaje de montaña, o desde un jardín dieciochesco,  presenciando una partida de bolos...  Y de pronto recibí sobre mis piernas la súbita presión de las cuatro patas de mi gata negro azabache que, luego de hacer sus necesidades, venía a reclamar "algo". Rehice con el pensamiento el trayecto anterior, como se revierten las escenas en una una cámara de vídeo, y recordé y certifiqué que el recipiente de su comida estaba vacío. Había olvidado  agregarle sus granitos  concentrados de pescado, leche,carne, vitaminas, etcétera (de un olor intolerable, sobre todo antes del desayuno),  con que se  alimenta diariamente, como  todos los pequeños felinos domésticos en la actualidad. Le di un ligero empujón con una pierna (una suave patada) que la elevó por el aire, y cayo al piso sin hacer ruido, con levedad y gracia,  emitiendo un lastimero maullido en señal de protesta. El trío avanzaba con el andante, y volví a buscar el violín dentro de la  asombrosa combinación entre el clarinete y el piano. Recordé súbitamente la escena de la película Amadeus, cuando Salieri hablaba con  admiración de la música de Mozart, y mostraba cómo el oboe,  en la Serenata para vientos, le pasaba con delicada gracia una nota al clarinete, y éste la tomaba para jugar con ella, y el dedo del viejo músico hacía firuletes en el aire... Y desde el aire volvió a caer encima de  mis piernas ella, con sus cuatro patas acolchadas, sin emitir  sonido alguno, sin revelar las uñas tampoco... todavía. Caminó sobre mi cuerpo como sólo ellos saben hacerlo,  comprimiendo suavemente mis exasperantes protrusiones, engañosos resaltes, molestas depresiones. Todo lo salvaba con su habitual parsimonia, y acercó una oscura y vellosa cabeza a mi hombro, que encogí  cuando sentí el contacto de su aterciopelada piel.  Yo intentaba proteger la oreja, apretando el acolchado contra el cuello. Como quien se prueba una prenda muy fina y delicada, la minina hundió entonces la cabeza por debajo de mi brazo;  cuando me volví, ya irritado pues  me impedía dormir, y la miré con furia, sus ojos brillantes, redonditos, de pupila vertical se clavaron en los míos, suplicantes. Movió apenas el bigote izquierdo, canoso, largo y asimétrico, y  maulló quedamente. Quería comer, pero sin fastidiarme demasiado. Apoyó sus manos en mi pecho, y acercó la cara a la mía, ronroneando como un motor bien  calibrado. Vibraba toda desde su garganta, y transmitía un  murmullo suave, que iba transformándose en un grave ronquido.  Cuando abrió otra vez la boca, un  gruñido sordo se confundió con  el trío que promediaba un menuetto angélico, donde la viola se percibía uniendo a los otros dos  instrumentos; parecía una madre tomando de la mano a  sus  hijos traviesos; por momentos hasta jugaba con ellos, participando de una ronda infantil. Pero el clarinete y el piano escapaban nuevamente con dos saltos al finalizar el movimiento, para alejarse haciendo pequeñas piruetas en el rondo. La viola los llamaba con insistencia, y ellos respondían con evasivas, preparándose para el allegretto final; viajaban juntos a otros ámbitos, a otras esferas, unidos por un hilo de plata de sutil armonía a las cuerdas de la viola, que los acogía y preservaba con un equilibrado ritmo de fondo... Y otra vez debí sacudir a la miza, empujándola con el hombro hacia un costado; mejor dicho, intenté removerla, pues con los compases finales del trío y la suavidad felina, no percibí que ella había crecido considerablemente; que  ya no parecía doméstica. Que su peso merecía un tratamiento diferente, o por lo menos ameritaba algo de respeto, o quizá, un mayor cuidado al intentar alejarla. El trío emitió sus notas finales, con  tres o cuatro acordes sucesivos de todos los instrumentos juntos,  y simultáneamente sentí algo mojado, ¿áspero? y cálido debajo de mi oreja. Recordé en ese momento un relato en el que un gatito doméstico crecía hasta transformarse en una enorme  pantera o en un tigre de Bengala; sentía las patas muy densas sobre mi cuerpo, una boca tibia y húmeda buscaba mi cuello, y cuando la música se ocultó detrás del silencio,  la angustia estalló en mi garganta, con  un grito aterrado...      
     -¿Qué te pasa, querido? ¿Ya no te puedo besar? ¿Estoy tan fea que gritás espantado cuando me acerco?-   Mi mujer  iniciaba la mañana del domingo de una manera un tanto brusca.
     -No, no es así, querida; es que tuve un mal sueño-intenté explicarle-. Y el final de la música de Mozart me dejó como... afectadamente vacío.
     - Tomá esto para llenarlo, entonces- dijo ella, y alzando un pequeño bulto negro, quejoso, suavemente peludo, me lo  depositó sobre el pecho. De inmediato advertí su exagerado tamaño   con la presión de cada una de sus patas; había vuelto a medrar curiosamente sobre mi cuerpo, al punto que me impedía cualquier movimiento, y su boca buscaba nuevamente mi garganta; la lengua rasposa y  tibia saboreaba de antemano el gusto salado de la sangre,  el dulzón de la carne firme y caliente, que ya las garras desprendían de su inserción habitual, y cuyos dientes filosos separarían en largos y sabrosos trozos. Antes de ello, recordé por un instante, con un exabrupto que no logró ser emitido, que mi mujer había viajado para visitar a unos parientes, y que  me había recomendado alimentar todos los días a la bonita katze, sin descuidarme, para que no...
     ¡Oh, fascinante,  delicioso  Kegelstatt-Trío, cuyas notas quedaron flotando en el éter cual celeste influjo, al que, si  pudiera    rebautizaría: Katzenartig-Trío!  Ahora, o en ningún tiempo.


viernes, 14 de noviembre de 2014

Variaciones sobre el GÉNESIS...

                        Génesis 2, 1, 27:  Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó.
  
   
                                 MUJER

           Solo, hombre experimentaba con el mundo  de sus alrededores. Los cinco sentidos lo tenían asombrado. En un espejo de agua descubrió su propia imagen,  sus manos recorrían afanosas  la piel en toda su extensión  que después intentó prolongar  con el contacto a través de la superficie del agua. Bebió de las manos, y después comenzó a jugar con la tierra gredosa de la orilla. Sus manos moldeaban al azar   trozos de ella, los contemplaba, y luego los unía  entre sí sobre la playa arcillosa. Se miraba, se tocaba, y volvía a esa tierra amarilla que poco a poco iba tomando la forma que observara en el espejo de agua.  También regresó allí para buscar semejanzas. Un bosquejo redondo, sin facciones,  modeló lo que parecía una cabeza; después, en el cuello, logró darle una forma suave y delgada. Fue sencillo bajar hacia los hombros. Las manos se deslizaban por ellos complacidas. Y los brazos fueron torneados por los dedos, con  dedicación, pues quedaban pegados a esa forma casi perfecta que los recibía... Articuló los codos, continuó hacia las manos. Ahhh, ¡las manos! Allí se inclinó con espíritu detallista. Copiaba una suya y trabajaba con la otra. Abundante material adjuntó para el torso. Y amasó, hacia arriba y hacia abajo. El vientre plano, el pecho abierto hacia arriba. Pasaba las palmas como acariciando algo ya muy suyo. Se tocó, se contempló, y con las manos llenas de tierra bajó hasta los muslos, que también llevaron su material y esfuerzo. Los torneó más finos que los que veía. Luego volteó la figura  y se entretuvo largo rato modelando sus nalgas.  Siguieron las piernas y los pies, pequeños, muy pequeños. Regresó a la entrepierna. Se miró, y comenzó  a copiar sus genitales.  Posó una mano en el  bajo vientre y  los hizo de su misma naturaleza. Luego se miró nuevamente en el agua, comparó, y comenzó a  delinear el rostro. Una y otra vez bajó hasta el lago, a examinarse. Regresaba y avanzaba. Una y otra vez. En una de las tantas, se encontró con el Señor, que lo contemplaba con curiosidad.
         “¿Qué haces?”, escuchó hombre. Señaló  con un gesto la estructura arcillosa que habían modelado sus manos:
          -Una compañía- Y luego solicitó:-  Sóplalo, por favor.  Ahora sóplalo...- Su mirada era abierta, franca; no admitía una negativa.
           “No sabes lo que dices”, volvió a escuchar. “Esa compañía es incompleta.”
           -Tal vez, pero eso no me importa...- Luego:- ¡Dime porqué es incompleta...!
           -“Porque es igual a ti”.
           -¿Y cómo debería ser, entonces...?
           -“Para ser verdadera compañía, deberían complementarse...”
           -Ahhh, entonces....- y hombre miraba detenidamente la figura que emergiera por sus manos de la tierra-. Dime que debo hacer para que sea una verdadera compañía...
             -“Toma la tierra que le agregaste en la entrepierna, y colócala en el pecho. Eso; ahora regresa y alisa bien esa superficie. Luego hunde el dedo medio allí y forma la huella que será tu perfecto complemento...”
              Hombre siguió las instrucciones, y luego solicitó:
             -Sóplalo ahora;  hazlo ya, antes de que llueva-. Negros nubarrones amenazaban con lluvia. El Señor hizo un gesto, y el sol volvió a salir.
             -“¡Sóplala deberás pedir. La compañía será ella, no él. Has creado una compañera...”
              -Sóplala, entonces, de una buena vez, o me iré y no me verás más...
              La insolencia de hombre lo hizo sonreír (o algo similar, indeciblemente hermoso):
            -“Antes deberás prometer algo.”
            -Prometer... no te entiendo.
            -“Cuanto te hice a ti, yo te hice libre. Sabes que eres mi única creación fuera de mis infinitos poderes. Ella deberá ser también libre. Libre de mí,  y también libre de ti.”
             -No comprendo, si será mi compañía, estará conmigo. ¿Para qué querrá ser libre de mí?
              -“No se trata de que ella lo quiera o no lo quiera. Para ser, ella deberá  ser como te digo.”
                Hombre miraba la figura estática en el suelo, la acariciaba por momentos, corregía con mano delicada algunos detalles, hasta que finalmente se incorporó:
                 -Hazlo, por favor. Sóplala ya, y será como tú dices...
                  El Señor se inclinó sobre ella y sopló dentro de sus labios. Una corriente similar a un tenue rayo recorrió el cuerpo dormido, y los ojos de mujer se abrieron. Las alas de la nariz se agitaron, y de su boca surgió un gemido. Hombre la miraba extasiado. Acercó sus manos y comenzó a tocarla. La piel ajena le despertó una extraña ternura. Acercó su cara a la de ella, que lo miraba, curiosa pero confiada. Ella también comenzó a tocarlo.
                 El Señor se retiró. Sabía que sólo  le estaba dado crear  con el soplo divino, e iluminar luego a sus creaciones. Pero no le era posible tocar con  manos, ni sentir el roce de otra piel sobre algo suyo. Se volvió hacia ellos, que se acariciaban con movimientos que parecían no tener fin y sonrió (o algo similar, de innombrable belleza). “Si fuera posible”,  caviló con un dejo de melancolía, “ahora sentiría envidia hacia ellos.”
                 Sabía que únicamente podría amarlos desde su  incomparable distancia, y que a partir de ahora lo haría con  inmarcesible intensidad . Y también sabía que sufriría infinitamente por ello.

AL SÉPTIMO DÍA 

   Al séptimo día, el Señor paseaba contemplando satisfecho la Obra de una semana de intenso trabajo. Los animales y las plantas fructificaban y daban vida a la Tierra, después de eones de aridez en su superficie y en la profundidad de los mares. Pero, en su Inmarcesible Interior sabía que faltaba algo, o que le faltaba algo.
    En el continente, que con el tiempo lo llamarían  “negro”,  encontró una familia de homínidos que convivían pacíficamente, eran herbívoros por naturaleza y aparentaban tener capacidad para una inteligencia superior. Observó entonces a una hembra de ese grupo (al que posteriormente se lo denominaría “bonobos” por el sitio donde residían), le gustó por su gracia y su belleza, la llamó (es un decir) y ella se acercó. Confiada le tomó una mano (es un decir) y Él comenzó a dialogar con ella. Le preguntó si quería crecer, desarrollarse de otra manera, ser su compañera carnal, y ella aceptó. Entonces el Señor la tomó de los brazos, la puso de pie, sopló el pelo que le cubría la piel y surgió una superficie negra, brillante, sedosa. Le modeló el rostro, dejó que un pelo ondulado y brilloso, negro como el azabache, se extendiera desde la cabeza hasta las caderas, cambió las manos inferiores por unos pies firmes y fuertes,  le quitó el rojo al trasero remodelando sus gluteos, así como los pechos pequeños, firmes, turgentes, sin peso innecesario, sólo bellos y finalmente sopló dentro de su boca hasta que un brillo nuevo surgió de sus ojos negrísimos. Entonces ella rió, se soltó y comenzó a bailar y a cantar, como agradeciendo el augurio de una nueva vida. Cuando se detuvo, preguntó:
    -¿Y ahora…? ¿Qué hago yo sola en este mundo…? Ya no puedo convivir con ellos- y señaló al grupo de bonobos, que la contemplaban agrupados en la maleza, entre curiosos y asustados.
   “¿Qué dices, mujer…?” Por primera vez era nombrada.  “No estás sola. Estarás conmigo”, dijo Él “y conversaremos, pasearemos. Siempre. Y te daré todo lo que quieras. Serás la reina de la Creación…” Ella no parecía muy conforme con la propuesta, y movía la cabeza hacia los lados, sacudiendo un pelo que no terminaba de asombrarla. Tomó una punta entre los dedos, se la llevó a la boca, lo mordió, hizo una mueca, y finalmente:
   -No, no me alcanza eso que ofreces. Necesito un compañero. ¡Hazme uno, ya, hazme uno!- Y pegaba saltos, sacudiendo los pies contra el piso. Él la observaba pensativo. “Esto no lo tenía calculado”, meditaba, “y puede tener consecuencias que no logro anticipar…” Respondió, casi de mal humor (es un decir):
   “Está bien, elige un compañero entre los tuyos.”  Y cuando ella se volvió hacia su grupo, estos desaparecieron como por encanto entre la selva. Después de varias horas de infructuosa búsqueda (Èl había decidido mantenerse al margen), ella pidió:
   -Crúzame el río. Si lo hago por mis medios, me ahogaré. Sé que en la otra orilla hay familias similares. Seguro que allí encontraré uno…- Y Él cumplió con los deseos de ella, cruzaron el río y en la otra costa aparecieron ejemplares que parecían de su familia. Manifestaban conductas no tan pacíficas, por momentos había violencia entre ellos, y no eran sólo vegetarianos (con el tiempo, los llamarían “chimpancés”).
    -No me gustan- expresó ella, volviéndose hacia un Dios ya sin deseos de seguir con el juego.
   “Es lo que hay” respondió Él, “elige uno y avancemos, que no tengo mucho más tiempo que perder y hay una enormidad de cuestiones que me están esperando…”
   -Perdón, sí, ya sé que te estoy demorando, y probablemente no soy tan importante como me creo, pero- y le sonrió de una manera que iniciaría un nuevo camino en el planeta-, pero no olvides que yo, sí, yo, fui, soy, una idea tuya, ¿o lo olvidas?
     “No, no me olvido” rugió Él, y volviéndose le señaló un ejemplar como compañero: “Allí tienes uno…parece joven, sano y fuerte. Y aunque no parece muy inteligente, te servirá para lo que quieres…”  Ella observó al ejemplar masculino del grupo de los chimpancés, se acercó a él, que se dejó tocar sin manifestar rechazo, palpó sus brazos, sus piernas, sus hombros, sus caderas, tomó la cara entre sus manos, tanteó la superficie ósea, miró dentro de su boca, los ojos pequeños e inquietos, bajó una mano y verificó sus genitales… Finalmente, ante los bufidos y suspiros que escuchaba a su espalda, se volvió hacia Él.
    -Está bien. Que sea éste-aceptó. Hazle el mismo procedimiento que a mí. Pero lo quiero bello, muy bello. Y que sea suave, tierno, tolerante y que me obedezca. Y que me dé hijos hermosos, muchos hijos hermosos para desarrollar esa nueva familia que te propusiste fundar conmigo.
   “Yo no quise ninguna familia. Quise una compañía, una compañera, pero me salió un “domingo siete” contigo. Sé que cuando tengas a tu compañero vas a abandonarme…Pero, está bien, “a lo hecho, pecho”, avancemos y terminemos con esta historia…” Y el Señor tomó al chimpancé de los hombros, lo puso de pie, lo estiró a lo largo y a lo ancho, aventó el pelo con un soplido,  cambió las manos posteriores por pies, al trasero le dio el color negro azabache del resto del cuerpo con nalgas suaves y firmes. Respetó la fortaleza de los miembros superiores e inferiores, lo mismo que al pecho amplio y musculo. A la cara le dedicó más tiempo. Sentía que, de alguna manera, Él iba a estar allí. Como mirándose a un espejo, cobró forma en él y le dio los rasgos que deseaba para sí. Finalmente, apoyando sus manos (un decir) en la caja craneana le dio el desarrollo del cerebro que también reservaba para sí y sopló dentro de sus labios. Miraba (un decir) de reojo pues quería evitar de ella cualquier interferencia. Pero mujer ya  contemplaba embelesada a la nueva creación, la tocaba por todas partes, la probaba con la lengua, la olía, hasta que de pronto hombre, ya en sus plenas y novedosas facultades, la tomó con sus fuertes brazos arrastrándola hacia el interior de la espesura. En el trayecto pudo escucharse los entrecortados grititos de ella, mezcla de sorpresa, ansiedad y anticipado placer.
     El Señor suspiró (es un decir);  cuando los perdió de vista, ascendió a los Cielos en un rápido vuelco de poderío e imaginación, y emprendió viaje hacia otros mundos, otras galaxias, otros universos que lo estaban aguardando para continuar con el desarrollo de esa idea persistente que naciera con Él  de darle un sentido a la Creación, aunque el cómo y el por qué, aún no lo tenía muy claro…Los últimos acontecimientos en el planeta que recién había abandonado intempestivamente le habían demostrado que los deseos y la improvisación, cuando van juntos, son generalmente malos consejeros. Años, siglos después regresaría impulsado por una curiosidad que nunca lo había abandonado para verificar el resultado de ese experimento al que finalmente denominara, no muy satisfecho de Sí Mismo, la Creación acompañada del “libre albedrío”.


                                      Al OCTAVO DÍA


           Al octavo día el Señor se presentó con  deslumbrante imponencia. Las criaturas corrían, gritaban y saltaban, dando rienda suelta a su desbordante vitalidad. El Señor habló con voz de trueno:
         “A ver si desaparecen de aquí, que hoy es día de…”, y cuando bajó la mirada y  los buscó, comprobó que las criaturas habían desaparecido. Habían huido,  quizá a esconderse como siempre en algún rincón de los alrededores, o tal vez en la espesura de la selva.
          “...que hoy es día de limpieza”, completó el Señor, algo desconcertado, ahora casi en  un murmullo.
          Al noveno día, el Señor reflexionó seriamente sobre la situación y hasta se recriminó por el modo con que había tratado a las ausentes criaturas, excesivo por demás.
           Al décimo día, ya seriamente preocupado, consideró la posibilidad  de enviar  a alguien por ellos.
            “Sí, y hasta es posible que mande a mi Hijo en persona a buscarlos, si no aparecen esta misma noche...”, mascullaba casi encrespado, alarmado,  pero decidido. En ese momento lamentó la facultad que les había otorgado a las criaturas, que les permitía mantenerse fuera de su alcance, de su voluntad. “Ese bendito libre albedrío”, repetía malhumorado, como si no hubiera sido idea suya la de...
           Cómo le devolverían al Hijo, es otra historia.                      

HOMBRE

                                                      I
                                                          
     Llovía desde hacía varios días, y hombre no había acopiado suficiente cantidad de leña en la cueva. Conservaba el fuego mezquinando ramas, que trozaba con las manos agarrotadas por el frío. Mujer permanecía en un rincón, con los dos vástagos, envuelta en las pieles de animales que cubrían también parte del húmedo suelo. En las paredes, el fuego iluminaba pobremente algunos toscos dibujos de manos y animales hechos por hombre en días mejores, menos inclementes. Ahora tosía y arrojaba un vapor envenenado hacia el exterior de la cueva. De golpe, desgarraba secreciones del pecho con sangre roja, y el dolor en el dorso se le volvía intolerable. Ya ni siquiera aullaba por ello, sólo emitía una sorda queja. Mujer también tosía, y los dos vástagos apenas podían caminar. Poco alimento les significaba mamar de la madre, y sus gemidos eran casi continuos. Hombre sabía que si no llegaba el tiempo más templado,  si no conseguía pronto más leña que sostuviera el fuego, y algún animal para comer,  no volverían a ver la luna.  En la entrada  de la cueva olfateaba el aire, estiraba las manos y recogía agua, que luego bebía o le arrimaba a mujer,  moviéndose con dificultad. Cuando comenzó a soplar viento, supo que la lluvia cedería, pero en cambio, el frío arreciaría.

      La luz del día tocaba a su fin y debía salir a recoger leña para secarla en la cueva, al costado de la fogata. Bajó lentamente y con cuidados pasos hasta el bosque. Seleccionó algunas ramas que, por el peso, parecían secas en su interior. Cuando retornaba cargado,   descubrió la boca de  la cueva ocupada por tres personajes similares a él. Inmediatamente entendió que estaba  perdido. No recordaba haber escuchado gritos de mujer, por lo que resolvió aproximarse como siempre. Pero antes de llegar a la entrada, los  personajes se descolgaron aullando y empuñando piedras en las manos. Y antes de que pudiera reaccionar ya había caído al suelo con hondas lastimaduras y golpes rudísimos encima.

         Los personajes lo arrastraron hacia el interior de la cueva, y lo arrojaron a un costado. Luego buscaron a mujer y los vástagos. Uno de ellos la montó por detrás mientras ella chillaba, y al desprenderse de ella, le descargó un golpe en la cabeza que la hizo rodar por el suelo. Los vástagos también berreaban. Los tomaron de brazos y piernas y los estrellaron contra la pared. Recogieron al más grande y lo acercaron al fuego.  Le quitaron la piel de animal que lo cubría, y con una piedra afilada lo abrieron en canal. Chuparon la sangre y arrancaron las vísceras, que tragaron emitiendo aullidos de satisfacción.

      Uno de ellos se acercó a mujer y la empujó hasta ponerla de pie, buscando aparearse . Cuando ella vio los restos de su hijo,  comenzó nuevamente a gritar y  el personaje descargó su furia con una piedra en cada mano, hasta que la hembra  rodó por el suelo bañada en sangre. Luego se volvió hacia sus compañeros, que trozaban los restos  del vástago intentando cocinarlos sobre el fuego, que por  momentos languidecía. Pero el hambre que traían era atroz, y los devoraban casi sin  cocción.

        Hombre comenzó a abrir un ojo cuando le llegaron ruidos cercanos. Veía muy poco y de un solo lado. Mujer se quejaba e intentaba incorporarse, y otro personaje la tomó para copular.  Ella pretendió resistirse, y el  personaje emitió un rugido, le disparó un golpe al cráneo que crujió con sonido de rama partida, y ella cayó fulminada al suelo. Con curiosidad, los otros se acercaron, para examinarla. Hasta que decidieron simultáneamente arrancarle las pieles que la cubrían. Una vez desnuda, como si fuera restos de un animal de presa, comenzaron a trozarla con los rudimentarios cuchillos de piedra. Arrojaban los pedazos de carne al fuego, y luego los engullían con gritos de entusiasmo.

       Hombre despertó con la luz del día, sintiendo golpes por todos lados. Le gritaban, lo sacudían, lo pateaban. Abrió el único ojo que veía y  percibió que los tres personajes  le señalaban algo. El fuego se había apagado. Comprendió que ellos pretendían que él hiciera algo para que el calor de las llamas volviera, pues  no sabían provocarlo. Los restos de un vástago y de mujer estaban esparcidos por el suelo de la cueva. Hombre no supo distinguirlos de los de un animal cazado, y sintió un hambre voraz al verlos, que se confundió con el  frío y los dolores lacerantes de todo el cuerpo.

       Se incorporó a duras penas y fue a sentarse al lado de las cenizas. Buscó calor tentando con las manos y no lo encontró. Revolvió las cenizas, pero ya  se advertían frías. Y la leña que había juntado estaba todavía húmeda. Examinó  la cueva y encontró unas pocas ramitas secas. Los personajes  lo observaban en silencio y seguían sus pasos. Debía encontrar una rama en forma de vara, y pasto seco...

          Salió de la cueva, seguido por el trío. Bajaron lentamente hasta el bosque. Hombre apenas podía caminar. Un hueso de la pierna crepitaba, y la tos era continua, desgarradora. Nada importaba ya, salvo perder, si podía,  a esos personajes, que lo seguían dando roncos gritos. En el hueco de un árbol podrido encontró restos de algo similar a pasto seco. Los llamó y, mediante señas,  les exigió acarrear ese material hasta la cueva, junto con varias ramas sin hojas. Cubierta por la maleza del sotobosque, esa leña serviría para alimentar el fuego hasta que el resto se secara  con el sol.

           Una vez adentro, preparó una varilla y comenzó a frotarla con rápidos movimientos contra la piedra, a la que había rodeado del material seco del tronco. Una y otra vez hizo rotar la varilla entre sus ateridas manos, y se agotaba sin lograr que el humo surgiera de la punta de la rama.  Los personajes lo contemplaban con ansiedad y hosco gesto. En un momento dado comenzaron a menudear los golpes. Cuando por fin logró que surgiera un hilito de humo y se inclinó para soplar, comprobó que ese material no ardería. El fuego no volvería así,  y ellos terminarían pronto  con su vida.

        Se volvió y encontró los restos de mujer, donde sobresalía la cabeza y su tupida cabellera. La señaló y solicitó el cuchillo. Cortó unos mechones de pelo y nuevamente comenzó a invocar al fuego con la varilla. Esta vez, cuando sopló, la brasita chisporroteó en contacto con la grasa del pelo.  Y las chispas tomaron vida, y el soplo contagió la incandescencia, hasta adquirir ésta la forma   inicial de una llama. Los personajes comenzaron a gritar;  saltaban y  reían, manifestando su contento. Con un gesto los contuvo y comenzó a alimentar la  incipiente fogata con pequeños trozos de ramas secas, y arrimó las últimas,  mojadas todavía, para  secarlas. Entretanto, los personajes,  cerca del calor del fuego volvían a  alimentarse con los restos. Hombre los miraba, sin llegar a entender o recordar cabalmente qué era lo que comían. Pero  sintió otra vez un  hambre atroz,  y con gestos pidió compartir la comida. Los otros lo dejaron hacer. Luego salieron los cuatro a buscar más leña. Hombre les señaló las mejores ramas, y cuando regresaron amontonó una pila junto a la hoguera para que fuera perdiendo la humedad. Un vapor que por momentos chiflaba, se elevó por  entre los leños.

         Hombre se alejó del fuego en busca de las pieles para cubrirse y descansar. Allí encontró al otro vástago. Ya  frío y rígido, igual se abrazó a él y se dejó ir, contemplando en la pared los reflejos de las llamas con su único y nubloso ojo. Intuía que una vez que lo embotara el sueño, no volvería a despertar. Escuchaba los sonidos guturales de los personajes alimentándose. El olor dulzón de la carne chamuscada había inundado el ambiente.  Comprendió que mañana, o más allá, él también serviría de alimento, lo mismo que el vástago que apretaba contra sí.  Sintió de súbito otra punzada en el estómago y, casi sin darse cuenta, comenzó a arrancar  y masticar la carne magra y fría que le ofrecía un bracito del vástago por delante de su boca.

                                                                II


    Muchos miles de años después, otros hombres, horrorizados con las incesantes pesadillas que invariablemente los visitaban en sus sueños nocturnos, decidieron bajar una pesada cortina  sobre el inconsciente colectivo. Pretendían, desesperadamente, que los antecedentes primigenios no volvieran a perturbarlos con aterradoras alucinaciones. Luego de muchos intentos frustrantes,  inventaron a un  ser Único, Invisible e Indivisible, Omnipresente y Omnipotente por necesidad, y le dieron todos los nombres que se les ocurrió, incluso el Innombrable,  para que llenara sin excepción los huecos pavorosos de esa memoria colectiva ancestral. Y le otorgaron la facultad suprema de haber sido el Hacedor de la especie. Nada antes que Él. Nada después de Él.

    Obviamente,  los hombres no sabían entonces  que las pesadillas así, no sólo no terminarían, sino que se verían incrementadas ad infinitum.

      Alguien, muchos años más tarde, intentando regresar a la visión primordial, anunciaría con voz de trueno antes de suicidarse, y sin ser debidamente escuchado que  esa creación, Única, Innombrable, Invisible, Omnipotente y Omnipresente, había muerto.

      No sería nunca justa y cumplidamente escuchado, pues nunca estuvo en la intimidad del hombre la auténtica voluntad de suprimir las pesadillas...

sábado, 8 de noviembre de 2014

Introducción a Esa gracia insolente de la ternura

la  novela de A.C.C. que publicó la editorial Dunken a fines de diciembre 2014:

    
         El corazón del hombre, al que algunos de por aquí  señalan como “el bobo” porque aparentemente siempre hace lo mismo, es el órgano más complejo de los humanos. Sintonizado con el cerebro primitivo, esta víscera posee la propiedad de elevar al cielo o descender a los infiernos a su poseedor, a veces, sin transición alguna. A su propio ritmo de sístole-diástole, marca la diferencia entre el amor y el odio, entre la crueldad y la bondad, entre el afán posesivo y el generoso desprendimiento, entre la ternura solidaria y la envidia o la dura  indiferencia, entre la ira y su violencia irracional y el pacífico equilibrio, entre la honestidad y el engaño,  o los entrevera indiscriminadamente. En resumen, marca la diferencia o entrelaza lo que los hombres  denominan  cualidades  y  conductas  humanas   e  inhumanas,  sin comprender cabalmente los distingues de esta definición. Interpretar al corazón, aceptarlo y dominar sus pulsiones oscuras es el desafío más complejo que enfrentamos a lo largo de la vida  los mamíferos racionales. Los antiguos dioses, pícaros, joviales, a veces algo crueles y despóticos pero amigos al fin de los hombres, antes de ser desplazados para ser convertidos en mitos, les dejaron en algún rincón de la aurícula derecha la clave para descifrar el secreto del enigma de lo que se  ha dado en denominar, quizá impropiamente, ”las razones del corazón”. La sabiduría griega nos ha transmitido una vía de aproximación a esa clave, la epiméleia heautóu o inquietud de sí mismo. (*)

         Cuando llegó el dios único, omnipotente y omnipresente, lo primero  que hizo fue tomar esa clave arbitrariamente como cosa suya  y llevársela consigo como atributo extraviado sabrá quién en qué época o avatar pretérito e instauró para el mundo de los hombres el imperio de la noche seria,  plagado de mandatos y convenciones.         

       Dicen que, de tiempo en tiempo, esa clave añora su rinconcito primitivo y, a veces,  cuando el nuevo dueño que la mantiene cautiva está distraído o descansa, ella regresa y con pequeños golpecitos denominados “extrasístoles” por los cardiólogos anuncia su llegada sorprendiendo, alegrando y a veces enajenando a su eventual huésped. Porque éste, al descifrar el enigma del secreto, deserta de la culpa y  los remordimientos implantados en algún reservorio íntimo por mandato superior. Abandona el estigma del  “pecado original”, deja  de solicitar el perdón por supuestos vicios y errores  propios o
ajenos y asume su condición de humano que aprende, desde su personal epiméleia heautóu, a frenar y redirigir sus pulsiones negativas,  oscuras,  sin conflictos, aumentando exponencialmente las otras, las amparadas y estimuladas por el fuego azul de la noche sin relojes.

       Ese huésped, cuando actúa sin disimulos y se ejercita en la parrhesía (decir verdad),  suele a veces transformarse para sus congéneres en un inadaptado social y es señalado poco menos como un criminal o un hereje. Acusado de asébeia, corre el riesgo de ser colgado o decapitado en el patíbulo o quemado vivo en la plaza pública.

Cuando esto sucede, se puede morir en paz. El corazón se siente completo, ha aceptado buenamente su destino. No hay arrepentimiento ni rencor. Sólo una profunda tristeza por abandonar demasiado pronto la vida  que, casi milagrosamente,  se ha aprendido a amar.

            El riesgo que implica reconocer la llegada de la clave deslumbra y confunde al mismo tiempo. Aceptarla aumenta ese trance azaroso. Aprender a utilizarla, no obstante el peligro que carga dicha praxis, retenerla a cualquier precio, vivir de acuerdo con ella aunque en el intento vaya la propia vida, no significa otra cosa que regresar al tiempo que, pienso, entiendo,  se me ocurre, nunca debimos abandonar.  
                                                                                                           a.c.c,  2014
                                                                                                                                         (*) de La hermenéutica del sujeto. M. Foucault (FCE), comentarios sobre la Apología de Sócrates, Platón                                                                                                                                                                                        





viernes, 7 de noviembre de 2014

Algunos párrafos de la novela:: "Esa gracia insolente..."

       “-Aceptarse y quererse, aunque sea un poquito. La base para salir,  aceptar y querer a otro, a otros sin prejuicios… Ya lo dicen las escrituras con sabiduría llana, que por llana siempre se la ignora. Dioses y demonios, demonios y duendes, duendes y fantasmas, fantasmas y brujas, brujas y demiurgos… La percepción interior se descuelga desde múltiples ángulos y visiones…De todas maneras, es hermoso, poético y enajenante saborear con la boca y tocar con las manos lo que nuestros deseos elaboraron con paciencia y escasa esperanza durante tanto tiempo en el sensible y febril cerebro primitivo…”


          “-El amor toma a veces la forma de un pendejo tiránico, caprichoso e irracional, escribí cierta vez…-murmura Gabriel, con un dejo de tristeza en la voz-. Ahora… ¿qué podría decir?
            -Ahora podrías no decir nada, nada de nada. Yo leí- agrega Marina-  que las palabras no deben ingresar donde reina el silencio, porque al ser nombrado  lo innombrable que habita en ese ámbito exclusivo,  prohibido a la voz humana, muere sin remedio.”


        “-Me gustás mucho,  mucho-  dijo él,  mientras encendía otro cigarrillo.-Y estoy muy contento de tenerte frente a mí de nuevo. Es así…creéme. Compruebo que  algo distinto y especial  se produce en mi interior al verte. Es como si se encendieran un montón de luces que estaban apagadas…Entonces aparecen cosas que siempre he deseado pero que apenas conozco y que me sorprenden bien, muy bien, al salir de la oscuridad…- Marina lo escuchó con atención. No podía distinguir entre el puro verso y la verdadera poesía. Dejó que las últimas palabras quedaran flotando en el ambiente, como el humo que se había concentrado debajo de la lámpara. Cuando recibió el mensaje desde su plexo solar supo que las palabras sobraban, se acercó a la mesa con pasitos de baile, la rodeó,  llegó hasta Gabriel,  bajó la cabeza y buscó sus labios. Se sentó sobre sus piernas y se acomodó como quien inicia un viaje placentero en un tren de lujo. Le pasó los brazos por detrás del cuello, ampliamente,  y se dejó llevar por un beso interminable que avanzaba y retrocedía, apretaba y aflojaba,  interrogaba y respondía, era blando casi tenue y era duro y posesivo…”

     “Pueden haber cosas interiores tuyas- agregó él- que pretenden ignorar tus logros actuales, tu disfrute de la vida, de la compañía, de la libertad, del amor y persisten en el capricho de darles la espalda hasta provocarte la claudicación de un regreso sin gloria. Todos tenemos un lado oscuro, mezquino, que se empecina en mantener el statu quo a cualquier precio. El cambio tiene un costo. Siempre lo tiene…”

             “Marina sintió la piel de Gabriel muy suave,  el sabor de su boca muy suyo, como si siempre hubiera estado allí, así, para ella. El reconocimiento de la posesión como un derecho sin cuestionamientos,  tomó la forma de una adquisición preciosa que se encendió en su interior. Recorrió lentamente con los labios y las manos toda la piel extendida de Gabriel, con naturalidad y sin limitaciones,  para su exploración minuciosa.  Uno sobre el otro,  se miraron intensa, abiertamente. Los quejidos y suspiros señalaban hacia dónde se dirigían. Sin promesas, sin apuro, sólo dejándose ir. Muy juntos, en otra buena, amable noche sin relojes…”
           
        “La noche cómplice, la noche sin tiempo,  presenció allí cómo un otoño temprano frío y ventoso puede transformarse de súbito en una cálida y luminosa primavera. Fue precisamente a través de ellos, que se desnudaron mutuamente con un rito invariablemente espontáneo y veloz,  a través de ellos que habían aprendido a mirarse nuevamente con la intensidad de la primera vez, a usar el tacto como se aprecia la seda de Oriente, sin apuros ni presiones, a buscarse en todos los rincones imaginables sin prejuicios y encontrarse con  la paciencia y la morosidad que otorga el conocimiento de la seguridad de un más allá, de un más allá tan lejano como cercano, tan real como imaginario,  siempre un más allá donde reina el silencio del deseo consumado pero que al mismo tiempo se puede presentir su mediato, moroso despertar  que, como el ave dorada, remontará vuelo entre las cenizas, transmutado y redivivo.”

           “El cielo y el infierno comparten la misma vía, el mismo transporte,  los mismos pasajeros, la misma caja transmisora de mensajes. Sutiles e ínfimos detalles los diferencian, un grado más o menos de temperatura, un tono más vivo o apagado de un mismo color, un giro de más o de menos de una tuerca, una palabra apropiada aquí y la misma dicha allá a destiempo; un deseo cumplido ahora  e incumplido poco más tarde”.

“Nuevamente las bocas y las manos, cada quien en lo suyo en busca de la fuerza de los sentidos destapados,  descubiertos in fraganti al aire libre de la noche amable, en la pura libertad como vuelo de pájaros, en la más exquisita lubricidad que el placer renovado los va encumbrando,  él dentro de ella, ella dentro de él, bañándose ambos con sus humores regios. Cuando se revuelven, se encuentran, comparten con deleite lo tuyo y lo mío entre besos mansos, pegajosos, ya sin secretos, sin temores ni dudas, con el sexo en la piel, en la mirada, en los susurros, en las manos que acarician como aventando la imagen de un olvido con que el capricho del deseo saciado siempre amaga.”


        “Gabriel bebe vino y fuma un cigarrillo en el jardín. El cielo está estrellado y piensa:”una buena noche para el amor”.  Siente inmediatamente la presencia de Marina, la sabe cambiada, abierta, adivina sus nuevos humores y se alegra de poder encontrarse con ella mañana. “Pero hoy era la noche”, murmura cambiando de humor, “ella no la está perdiendo, yo sí. Podría haber aceptado la invitación de Susana…” se reprocha. “Nos debíamos una noche más…no supe interpretarla, chambón de miércoles”. Cuando comprende que ha caído en la misma trampa de siempre, se incorpora, se abre hacia el cielo con los brazos extendidos, ofrece la copa de vino a las alturas y exclama: “Soy tu esclavo, noche de las noches,  noche siempre nueva. No volveré a ignorarte, me declaro tuyo, ahora y para siempre. Juro por los doce  dioses del Olimpo que no volveré a  abandonarte. Y ahora, bebe conmigo”.  Apura el contenido del vaso y el vino le transmite una amable e inequívoca respuesta.”

            “Marina comparte con Gabriel su cama de una plaza,   la luz encendida del velador y la puerta entreabierta. Han decidido no crear compartimientos estancos. Desde la otra habitación se oye el televisor encendido. Ríen, se tocan, se besan. Buscan despertar al brujo nocturno para que los convoque y los asista, que los bendiga con voces antiguas y humos de inciensos… Los que provocan a los vivos, no aquellos que invocan a los muertos. La noche buena responde con su fuego azul y se hunden en el reino de los sentidos, se buscan,  se encuentran, entran y salen, bailan y cantan hasta que son impulsados hacia arriba de un tirón, de paseo por las esferas.”

            “-Ser no es tarea fácil. Hay que conocerse y comprenderse antes. Aceptarse como uno es y quererse, por lo menos un poco... ¿me explico?
            -¿Dónde queda la moral en ese rumbo? Lo que está bien, lo que está mal… ¿Quién lo define?
-No el poder, precisamente, que siempre pretende su monopolio. Pasa por el respeto, la consideración, la sinceridad. Eso creo. Y la honestidad como aderezo imprescindible del plato. Hacia uno y hacia los otros. Guste a quien le guste…Posesión, celos,  engaños, quedan fuera de la ecuación…
            -Creo que te voy comprendiendo y aunque lo que planteás me impresiona bien, también me resulta como el ingreso a un ambiente a oscuras. Y una, yo ahora, espera que alguien que conoce el lugar  encienda la luz, porque se desconoce el sitio donde está  la llave…
            Gabriel se detiene. La toma de los brazos, acerca su cara a la de ella y la besa. Patricia no se retira. Más allá, junto al auto, Marina ha visto el gesto de Gabriel. Se pone en puntas de pies para besar a Francisco.”


         “La luz que ingresa por la ventana de la habitación alcanza para delinear los cuerpos, para orientar las manos, para unir las bocas y las miradas. Hacen el amor con lentitud, poseídos por la fuerza domesticadora de lo pequeño,  consagrando una ternura  exquisita en cada movimiento. Se humedecen poco a poco, giran entre sí una y otra vez, se exasperan, se calman,  se huelen, se prueban  con deleite, se detienen, muy adentro uno en el otro, se frotan hasta sacar chispas de sus pieles, se derraman, se comen literalmente en el banquete que la noche buena había preparado esperanzada para ellos…”  

            “-¿Cuándo escribiste eso, cielo y por qué lo hiciste?- pregunta ella.
            -En mis primeros tiempos, hace muchos años, cuando era muy joven. No sé por qué lo escribí. Desconozco las razones que me impulsaron a hacerlo.
            -Yo creo que sí lo sé y te puedo decir sin temor a equivocarme de dónde surgieron esas razones- agrega ella-. Es tan duro, tan cruel, tan atroz y tan ferozmente humano (aunque lo tildan injustamente como inhumano) el trato de “tu género” hacia el nuestro, que la memoria ancestral reclama justicia y equidad por los canales que puede. Vos fuiste su mensajero sin saberlo. Enhorabuena. Eso te lava del pecado original de tu género, te reivindica, pero también te convierte en un ejemplar expiatorio. ¿Recordás  la frase: Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo…?  Bueno, mi bienamado Orfeo, Eurídice te agradece que la hayas regresado a la vida y que lo hayas hecho de la manera que lo hiciste,  que tu destino te haya impulsado a asumirte como cordero expiatorio y que hayas derramado tu sangre por mí, por todas nosotras…”

(de Esa gracia insolente de la ternura, editorial Dunken, 2014.