La Bella Zapaquilda
“La cohesión de las representaciones entre
sí por la ley de la causalidad distingue la vida del ensueño. El único criterio
seguro para distinguir el ensueño de la realidad no es otro que el meramente
empírico del despertar, por el cual positivamente la cadena causal entre las
representaciones soñadas y las de la vigilia es rota de una manera explícita y
palpable” (Kant).
La
mañana circulaba ya por sus últimos tramos. Sentado en el banco de la plaza,
fumaba y leía Mrs. Dalloway. “Después de esto”, pensaba, “ya no se puede
escribir”. Sabía que cuando lo terminara,
recomenzaría su lectura. Como un sinfín. “¿Habrá algo más para leer?” se
preguntó e inmediatamente reconoció: “Sí, también puedo devorarme Al Faro, Los
Años, Las Olas…” y sonrió con placer anticipatorio. Volvió a la primera página,
pero levantó la vista cuando algo negro
se movió frente a él.
Como
escapada de alguna Silva de la famosa
Gatomaquía de Lope de Vega, la gata se me acercó con pasos de sombra.
Delgada, azabache, curiosamente sin cola, se sentó en el suelo justo frente a
mí. Miraba fijamente con sus pupilas verticales. Lamió sus bigotes y pidió con
maullido lastimero.
Quise
acercar una mano, se retiró dos pasos hacia atrás. Volvió a su posición
egipcia. Se quejó nuevamente. Hurgué en mis bolsillos, miré hacia los costados
buscando algo. Ella reiteró su lamento. Sabía que por allí no había nada de lo
que necesitaba. La miré, le hablé, volví
a llamarla con los dedos abiertos. Se alejó otro paso.
Encendí
el último cigarrillo de la caja; antes
de arrugarla para tirarla comprendí. En
mi bolsillo pesaba el cortaplumas. Hice un platito con el envase de los
cigarrillos y con la hoja del cortaplumas practiqué un corte profundo en un
dedo de la mano izquierda. La sangre comenzó a gotear en abundancia; la orienté hacia el improvisado recipiente.
Ella olisqueó en el aire, avanzó dos
pasos. Cuando me pareció que ya había un volumen apreciable, con el pañuelo
contuve la hemorragia y deposité la escudilla en el piso. Ella se acercó con
precaución, oliendo, relamiéndose los bigotes. Me miró y se zampó con el hocico
dentro del platillo. Se oía el rumor de la lengua recogiendo con deleite los
coágulos púrpura. La levedad de la bandeja hacía que se corriera hacia los
lados, impulsada por la voracidad de la miza. No tardó mucho en dar cuenta del
alimento, levantó la cabeza reclamando
más mientras se relamía la grana de los bigotes. Volví a acercar una mano.
“Vamos”, musité, “ven, hermosa Zapaquilda, que en casa habrá más para ti”. Se
alejó dos pasos, el maullido no dejó lugar a equívocos. Solté el torniquete. Volví
a llenar el plato. Comió nuevamente,
pero con menor avidez. No esperó
que se lo llenara de nuevo. Se retiró y me miró, entre agradecida y
divertida. Probé por tercera vez, pero ahora olió y se alejó sin probar el
nuevo servicio. Maulló como pidiendo algo diferente. Varias veces lo hizo, pero
también se arrimó, me rozó una pierna
con el lomo arqueado. Miraba hacia arriba como solicitando algo que yo no
tendría excusas en ignorar. Tomé entonces el cortaplumas con firmeza y me
seccioné el dedo en la coyuntura de su base. Envolví al muñón que bramaba lo
suyo, con la pequeña hoja fui abriendo los tejidos para que ofreciera las
partes carnosas sin dificultad. Lo puse en el platito embebiéndolo en la salsa
que quedaba. Ella lo buscó de inmediato con un movimiento sorprendente. Ahora
trabajaba con los dientes y las manos, pequeñas garras afiladas. En un momento,
el dedo saltó del plato, rodó por el
suelo. El muñón me pulsaba con agudos arañazos hacia todo el brazo como
reclamándolo. “¡Sí que cuesta acercarse!”, pensé. Me asombró verme repartido en
partes, huesitos blancos casi pelados que dejó
la bonita katze allí en el piso antes de saltar sobre mí.
La
envolví con un abrazo suave. Recogí la
cajita, húmeda aún y los restos del dedo. Guardé todo en un bolsillo. Ella se
refregaba contra mi cuerpo, se apretaba
entregada. Me incorporé, la besé levemente en el cuello. Mientras caminaba,
sentía la diferencia entre las sensaciones derechas e izquierdas. El placer y
el dolor en un dueto de trinos y arpegios complementarios e inseparables que se
unían en el centro, como una síntesis que late sin prisa ni pausa.
“¿Cómo
se hace ahora para despertar”, pensó, “cuando se ha transpuesto la línea que
separa lo posible de lo imposible?” La
bella Zapaquilda le lamía una mano, entre cariñosa y agradecida, como
asegurándole que, aunque despertara, el sueño no se evaporaría, terminaría ingresando definitivamente en la
trama de la conciencia. “Ay, Virginia, ay...”
TRÍO DE BOLOS, TRÍO FELINO
Dormía el domingo por la mañana, cuando
una serie de maullidos lastimeros de la gata me forzaron a levantarme antes de
lo previsto para abrirle la puerta, pues quería ingresar a la casa. Ella suele
pasear todas las noches por los tejados, y entiendo que tenía hambre y además necesitaba ir al
baño, a su baño. Así es la
cosa: se acostumbró a hacer sus
necesidades en un sitio preciso, en esas piedritas adsorbentes, y no utiliza
otro lugar para ello. Bravo por la felina. Bueno, luego de abrirle y
acompañarla hasta el lavadero, encendí
música clásica en la radio, e intenté regresar al sueño. Antes fui al
baño, pero ni siquiera me lavé la cara,
sólo oriné. Es más, ni abrí los ojos. Todo el trajín lo hice mirando por
una pequeña rendija de los párpados. Recuperé la modorra, relajé las piernas,
estirándolas juntas, apuntando las rodillas hacia un costado; me abracé a la
almohada, y comencé a respirar profunda y acompasadamente. El trío en Mi bemol
mayor de Mozart me acompañaba con
simples y a la vez prodigiosas notas y acordes en el retorno al mundo onírico.
Buscaba el violín detrás del piano, pues había llegado tarde a la presentación;
no reconocía la viola, y me
circunscribía sólo al evidente juego entre
el clarinete y el piano. “¿Qué es lo que se escucha en el fondo?”, me
preguntaba, ya desde una playa soleada,
o más allá, desde un paisaje de montaña, o desde un jardín dieciochesco, presenciando una partida de bolos... Y de pronto recibí sobre mis piernas la
súbita presión de las cuatro patas de mi gata negro azabache que, luego de
hacer sus necesidades, venía a reclamar "algo".
Rehice con el pensamiento el trayecto anterior, como se revierten las escenas en una una cámara de vídeo, y recordé y certifiqué que el recipiente de su comida estaba vacío.
Había olvidado agregarle sus
granitos concentrados de
pescado, leche,carne, vitaminas, etcétera (de un olor intolerable, sobre todo
antes del desayuno), con que se alimenta diariamente, como todos los pequeños felinos domésticos en la
actualidad. Le di un ligero empujón con una pierna (una suave patada) que la elevó
por el aire, y cayo al piso sin hacer ruido, con levedad y gracia, emitiendo un lastimero maullido en señal de
protesta. El trío avanzaba con el andante, y volví a buscar el violín
dentro de la asombrosa combinación entre
el clarinete y el piano. Recordé súbitamente la escena de la película Amadeus, cuando Salieri hablaba con admiración de la música de Mozart, y mostraba
cómo el oboe, en la Serenata para
vientos, le pasaba con delicada gracia una nota al clarinete, y éste la tomaba
para jugar con ella, y el dedo del viejo músico hacía firuletes en el aire... Y
desde el aire volvió a caer encima de
mis piernas ella, con sus
cuatro patas acolchadas, sin emitir
sonido alguno, sin revelar las uñas tampoco... todavía. Caminó sobre mi
cuerpo como sólo ellos saben hacerlo,
comprimiendo suavemente mis exasperantes protrusiones, engañosos
resaltes, molestas depresiones. Todo lo salvaba con su habitual parsimonia, y
acercó una oscura y vellosa cabeza a mi hombro, que encogí cuando sentí el contacto de su aterciopelada
piel. Yo intentaba proteger la oreja,
apretando el acolchado contra el cuello. Como quien se prueba una prenda muy
fina y delicada, la minina hundió entonces la cabeza por debajo de mi
brazo; cuando me volví, ya irritado
pues me impedía dormir, y la miré con
furia, sus ojos brillantes, redonditos, de pupila vertical se clavaron en los
míos, suplicantes. Movió apenas el bigote izquierdo, canoso, largo y
asimétrico, y maulló quedamente. Quería
comer, pero sin fastidiarme demasiado. Apoyó sus manos en mi pecho, y acercó la
cara a la mía, ronroneando como un motor bien
calibrado. Vibraba toda desde su garganta, y transmitía un murmullo suave, que iba transformándose en un
grave ronquido. Cuando abrió otra vez la
boca, un gruñido sordo se confundió
con el trío que promediaba un menuetto
angélico, donde la viola se percibía uniendo a los otros dos instrumentos; parecía una madre tomando de la
mano a sus hijos traviesos; por momentos hasta jugaba
con ellos, participando de una ronda infantil. Pero el clarinete y el piano
escapaban nuevamente con dos saltos al finalizar el movimiento, para
alejarse haciendo pequeñas piruetas en el rondo. La viola los llamaba con
insistencia, y ellos respondían con evasivas, preparándose para el
allegretto final; viajaban juntos a otros ámbitos, a otras esferas,
unidos por un hilo de plata de sutil armonía a las cuerdas de la viola, que los
acogía y preservaba con un equilibrado ritmo de fondo... Y otra vez debí
sacudir a la miza, empujándola con el hombro hacia un costado; mejor dicho,
intenté removerla, pues con los compases finales del trío y la suavidad felina,
no percibí que ella había crecido considerablemente; que ya no parecía doméstica. Que su peso merecía
un tratamiento diferente, o por lo menos ameritaba algo de respeto, o quizá, un
mayor cuidado al intentar alejarla. El trío emitió sus notas finales, con tres o cuatro acordes sucesivos de todos los
instrumentos juntos, y simultáneamente
sentí algo mojado, ¿áspero? y cálido debajo de mi oreja. Recordé en ese momento
un relato en el que un gatito doméstico crecía hasta transformarse en una
enorme pantera o en un tigre de Bengala;
sentía las patas muy densas sobre mi cuerpo, una boca tibia y húmeda buscaba mi
cuello, y cuando la música se ocultó detrás del silencio, la angustia estalló en mi garganta, con un grito aterrado...
-¿Qué te pasa, querido? ¿Ya no te puedo
besar? ¿Estoy tan fea que gritás espantado cuando me acerco?- Mi mujer
iniciaba la mañana del domingo de una manera un tanto brusca.
-No, no es así, querida; es que tuve un
mal sueño-intenté explicarle-. Y el final de la música de Mozart me dejó
como... afectadamente vacío.
- Tomá esto para llenarlo, entonces- dijo
ella, y alzando un pequeño bulto negro, quejoso, suavemente peludo, me lo depositó sobre el pecho. De inmediato advertí
su exagerado tamaño con la presión de
cada una de sus patas; había vuelto a medrar curiosamente sobre mi cuerpo, al
punto que me impedía cualquier movimiento, y su boca buscaba nuevamente mi
garganta; la lengua rasposa y tibia
saboreaba de antemano el gusto salado de la sangre, el dulzón de la carne firme y caliente, que
ya las garras desprendían de su inserción habitual, y cuyos dientes filosos separarían en largos
y sabrosos trozos. Antes de ello, recordé por un instante, con un exabrupto que
no logró ser emitido, que mi mujer había viajado para visitar a unos parientes,
y que me había recomendado alimentar
todos los días a la bonita katze, sin descuidarme, para que
no...
¡Oh,
fascinante, delicioso Kegelstatt-Trío, cuyas notas
quedaron flotando en el éter cual celeste influjo, al que, si pudiera
rebautizaría: Katzenartig-Trío! Ahora, o en ningún tiempo.