VIVENCIAS
Cuando tú entras, él sale. Se miran a los
ojos un instante en el marco de la puerta. Y el mundo se abre para ti como una
fruta partida en dos, desprendiendo un humor
dulce y fragante, alucinando los sentidos, que pierden momentáneamente la
seguridad de su natural intermediación, de su diferenciado mandato perceptivo y
entran en un torbellino de flujos arremolinados, de violentas fluctuaciones que
chocan entre sí, buscando salida a una
presión que se vuelve más y más
intolerable.
Al desviar la mirada, traspones el marco de
la puerta, y el mundo se cierra una vez más. El sonido del golpe te desvaría
con violento efecto implosivo. Te
vuelves, desencajada, furiosa, poseída por un intolerable humor hostil, abrumada por una sensación de dolorosa
impotencia, pues sabes, sí, lo sabes, que en el marco de la puerta ya no hay
nadie y que la fugacidad es la marca en
el orillo de tus vivencias más intensas. A veces las deseas, otras las
detestas, pues esas vivencias tienen vida propia, y así como te toman y te
poseen, así también te abandonan en la más absoluta intemperie.
LA OTRA
NOCHE
Los sapos
gritan sus trinos enamorados, se oye el pausado fluir del agua en alguna parte,
la noche entra por la ventana y la luna se cuela detrás de ella como una
intromisión obscena. Un perro ladra súbitamente y el paseante distraído pega un
brinco y desliza un insulto. La vida nocturna.
¿Es eso la vida, tan fuera de mí? Los sapos reclaman con estridente
monotonía. Brusco comienzo y final
busco. Se montarán luego en el agua y
cubrirán la superficie de rosarios
interminables con sus huevitos negros.
Eso es la vida. La otra, la que dice
dominarme, es como la noche que se deja mojar por los rayos de plata de una
luna helada. Cuando la emplazo responde con el eco de otros tiempos, recuerdos
que ya ni sé de quién son. Entonces
inician su curso mecanismos que no logro reconocer como propios pero me adapto
sin muchas ganas y le sigo la corriente. Me dejo ir. La muerte no está lejos,
la vida está afuera, quizá donde los
sapos reclaman un sitio en su corazón y besan con desesperados cantos sus bordes albuminosos.
Quieren poseerla, henchidos de fría sangre apasionada. El silencio de la noche los envuelve, me
envuelve. La intrusa de plata ya se ha
ido, y la oscuridad es cortada por miles de puntitos brillantes; el rocío que regresa la luz lejana de las
estrellas. Ya no estoy. La memoria de
mis átomos reproduce una imagen y la entrega a un sitio cualquiera. Algo me
obliga con insistencia a rearmar el rompecabezas. ¡Como si eso fuera
posible....! La casa, donde vivo, con su sólida y amable estructura se ha ofrecido para colaborar. Lo
sé, no soy estúpida. No permitirá que la huida hacia ninguna parte sea fácil.
Ahora los grillos han remplazado el grito enamorado de los sapos, que ya
lograron su encuentro,
silenciosamente enquistados en el
centro de una noche que se abrió para recibirlos. El rocío sigue cayendo sobre
el pasto. Un perro ladra y otro le responde en la lejanía. Conversarán un
rato...eso creo. Yo cerraré los párpados, obnubilaré los oídos, y el flujo del
pensamiento se agotará como el agua que ya no
se oye correr. Y me dejaré ir hacia la otra noche, aunque esta casa crea que me guarda y
que logrará rearmarme. ¡Ilusa! Seré otra, seré otras. Por lo menos... Y de alguna manera, de
cualquier manera, habré dejado una vez más de ser yo.
BLANCA PIEL DE LA PARED
Ella
paseaba con un grupo de gente extraña por
la vereda de una calle extraña, de un mundo extraño. Era una mañana de sol y la
luz por momentos hería con fuerza su mirada cansada. Desconectada del conjunto,
iba pateando piedritas o palitos, como al descuido, poseída por esa sensación
de extrañeza que aleja del mundo, entretanto el que está allí, fuera de uno no coincide para nada con
el lacerante mundo interior, cuando la vio. La pared, blanqueada hasta el
deslumbramiento, reflejaba una fortísima
luminosidad. Se detuvo, a pesar del llamado del grupo, que la urgía a no
alejarse de ellos. Y en la clara y brillante superficie, lo vio. Lo vio con una nitidez que le hizo bailar el corazón en
apretada taquicardia.
“¡Amor!”,
murmuró para sí, mientras él iba adquiriendo realidad cinematográfica. Cuando
escuchó que la llamaba se acercó. ”¡Ven!”, percibía desde alguno de sus
interiores. Los gritos destemplados del clan que se alejaba intentaron evadirla
de su abstracción, de esa sensación cada vez más potente de certeza, de
exuberante certidumbre. “Te espero desde siempre”, volvió a escuchar. “Te estoy
esperando. ¡Ven!”.
Ella
sintió entonces que la tristeza la abandonaba, que la humedad en sus párpados
tenía otro vínculo con la mirada, que la expresión del rostro mudaba a una
definitiva embriaguez, que la sangre corría con mayor urgencia, colmando venas y arterias, para concentrarse en sus piernas, en sus
pies, que comenzaron a contraerse sin que la voluntad mediara en ello.
Como
una tigresa al acecho, esperó la orden interior. Y de súbito, partió. Se lanzó
hacia la pared. Se arrojó hacia él en loca carrera, que se iluminó, guía
encendida súbitamente; abría los brazos para recibirla como alberga una ola de arenas movedizas,
y la piel de la pared tomó por un
instante un tinte turbio, velado, como haciéndose cargo del impacto, para
luego regresar a la blancura casi
perfecta de siempre.